14

Jantiff terminó de decorar el Cimerio, y hasta madame Tchaga se sintió complacida por el efecto resultante. Jantiff empezó a pintar los cuadros del Viejo Groar. Muchos clientes de Fariske pagaron dos ozols por obtener la versión de la inmortalidad según Jantiff. Eubanq se negó a que su rostro figurase en los cuadros.

—Me gastaré los dos ozols en cerveza y percebes. No tengo el menor deseo de verme como me ven otros.

Jantiff le llevó aparte.

—Otra pregunta hipotética. Imagine que una amiga mía decide visitar Zeck. ¿Cuánto le costaría viajar en el Serenaico?

—Sesenta o setenta ozols, más o menos. ¿Quién es esa amiga?

—Una de las chicas del pueblo; da igual. De todas formas, me sorprende que el viaje interestelar a Zeck salga mucho más barato que el trayecto ridículamente corto a Uncibal.

—Muy extraño, a primera vista —convino Eubanq—. Aun así, ¿qué significa el dinero para ti, próspero mercader de percebes donde lo haya?

—¡Ja! Cuando le pague, si es que llega el momento, los doscientos setenta ozols, me consideraré un ser afortunado. Por cierto, estoy seguro de que ya le habrán confirmado mi pasaje en el Serenaico, ¿verdad?

—Aún no. Tengo que insistirles.

—¡Ojalá! ¿No sería mejor que les llamara yo?

—Déjalo de mi cuenta. ¿Te propones en serio llevar a otra persona a Zeck?

—Es un proyecto, pero imagino que no habrá dificultades si pago los ozols por adelantado.

—No se me ocurre ninguna.

—Debo pensarlo con mucho detenimiento.

Jantiff volvió a sus cuadros. Mientras trabajaba oyó hablar de la feria, un acontecimiento que este año se celebraría una semana antes del Centenario arrabino. Jantiff descubrió de repente cómo podría ganar una buena cantidad de dinero, tal vez suficiente como para colmar las exigencias de Eubanq.

Aquella noche, sentado frente al fuego con Glisten, contó sus planes.

—Cientos de personas acudirán a la feria, ¿de acuerdo? Todas estarán hambrientas; todas querrán percebes. ¿Por qué no satisfacer su necesidad? Significará mucho trabajo para los dos, pero piensa que tal vez consigamos comprar tu pasaje para Zeck. ¿Qué opinas? —Jantiff escrutó el rostro de Glisten como de costumbre, y ella respondió con su sonrisa fugaz—. Eres tan bonita cuando sonríes… Ojalá no tuviera miedo de asustarte y de que te marcharas…

Con un esfuerzo que duró largas horas, Jantiff reunió veinte cubos de percebes y los depositó en un charco oculto cerca de la cabaña. El día anterior a la feria montó una parada no lejos del Viejo Groar y se proveyó de una olla, sal y aceite para cocinar. A primera hora de la mañana del día en que se iniciaba la feria entregó su cuota habitual de percebes al Cimerio y al Viejo Groar, y después, encendiendo el fuego y calentando el aceite, empezó a vender percebes a los granjeros que llegaban de otras regiones.

—¡Compren, compren! —gritó Jantiff—. ¡Percebes frescos procedentes del mar, bien crujientes, apetitosos y suculentos! ¡Compren! ¡A un dinketo la ración, percebes a su gusto!

Jantiff se encontró tan ocupado que sólo podía proclamar las excelencias de su producto a intervalos. Eubanq se detuvo a media mañana ante la parada.

—Bueno, Jantiff, veo que intentas prosperar sea como sea.

—¡Eso espero! Si el negocio continúa así, creo que podré pagarle hoy o mañana, tan pronto como Fariske me pague. Y recuerde que quiero los billetes confirmados, junto con una garantía escrita del pasaje a Uncibal.

Eubanq exhibió su sonrisa desenvuelta.

—Unas precauciones muy meticulosas. ¿No confías en mí?

—¿Confió usted en que yo le pagaría después de llegar a Zeck? ¿Soy menos honrado que usted?

—¡Buena respuesta! —rió Eubanq—. Bien, arreglaremos el asunto de una u otra forma. Entretanto, dame un dinketo de percebes. Tienen un aspecto exquisito. ¿Dónde encuentras ejemplares de tal calidad?

—Ah, ése es mi pequeño secreto. Sí, señor, tres paquetes, tres dinketos —dijo a un granjero—. Le confesaré que —se dirigió de nuevo a Eubanq— llegamos, es decir, llegué a un saliente que había permanecido virgen durante años. Aquí tiene. Un dinketo, por favor.

Eubanq, al coger el paquete, se fijó en las manos de Jantiff. Se quedó petrificado, como sumido en un sorprendente pensamiento. Poco a poco, alzó los ojos hasta la cara de Jantiff.

—Un dinketo —dijo Jantiff—. Deprisa, por favor. La gente espera.

—Sí, desde luego —dijo Eubanq con una peculiar voz estrangulada—. ¡Y abarata el precio!

Pagó su moneda y se alejó sosteniendo el paquete entre el pulgar y el índice. Jantiff le vio marchar con el ceño fruncido, desconcertado. ¿Qué le había pasado a Eubanq?

Eubanq se encontró con Booch frente al Viejo Groar. Hablaron con gravedad durante un rato. Jantiff les espiaba por el rabillo del ojo mientras trabajaba. Sus sensibles instintos le decían que algo estaban tramando.

Un comentario de Eubanq sorprendió a Booch. Se giró en redondo y miró a Jantiff. Eubanq le tomó de inmediato por el brazo y los dos hombres entraron en el Viejo Groar.

Jantiff triunfó en toda la línea. Sus percebes se agotaron al cabo de una hora. Pagó a un muchacho para que se quedara junto a la parada.

Hizo tintinear sus ganancias, recogió sus sacos y se encaminó a la cabaña para aprovisionarse de nuevo.

A mitad de camino observó que Eubanq se acercaba corriendo; sus holgados zapatos color cervato provocaban pequeñas erupciones de arena. De su mano derecha colgaba un paquete.

Eubanq se desvió y se perdió momentáneamente de vista tras un granate. Cuando reapareció, caminaba con su habitual parsimonia y no llevaba el paquete.

Ambos caminaron parejos. Jantiff preguntó con voz aguda:

—¿Qué hace aquí? Hace una hora le vi entrar en el Viejo Groar.

—De vez en cuando me permito un paseíto para limpiar mis pulmones del aire de la ciudad. ¿Por qué no estás atendiendo el negocio?

—Me he quedado sin percebes. —Jantiff miró a Eubanq de arriba abajo sin cordialidad—. ¿Ha pasado cerca de mi cabaña?

—No he llegado hasta ahí… Bien, seguiré mi camino.

Eubanq se encaminó a Balad.

Jantiff apresuró el paso hasta llegar al trotecillo. Allí delante estaba su choza. Glisten no se veía por ninguna parte. Cerca del borde del agua un par de cubos indicaban el lugar donde había estado trabajando. Un cubo estaba medio lleno de percebes limpios. Pero Glisten no estaba.

Jantiff miró en todas direcciones y luego entró en la cabaña. Glisten no se encontraba dentro, cosa que no le sorprendió. En una esquina de la cabaña estaba la vieja olla donde guardaba su dinero. Cruzó la habitación para depositar las ganancias de la mañana. La olla estaba completamente vacía.

Jantiff contempló boquiabierto la vieja y rajada olla con los hombros hundidos. Salió y se quedó de pie bajo la pálida luz del sol. Una serena indiferencia se apoderó de su ánimo; el hecho no dejó de asombrarle y molestarle.

—¿Por qué no estoy más disgustado? —se preguntó—. ¡Qué raro! Esperaba enfermar de angustia, pero parezco impasible. Es evidente que he trascendido las emociones normales. Esto, desde luego, es meritorio. Un notable logro, incluso. He adoptado al instante la actitud apropiada para enfrentarse a una catástrofe, que consiste en no hacer caso de ella. Y, entretanto, mis clientes esperan los percebes. La decencia exige que, como compromiso personal, no les decepcione. En cualquier caso, mi comportamiento ha sido impecable. Muy curioso, sí. El mundo parece muy lejano.

Jantiff cargó los percebes del charco y caminó con paso rígido hasta su parada. Empezó a servir de nuevo a sus clientes.

—¡Percebes! —gritó Jantiff a los transeúntes—. ¡Ejemplares escogidos, directamente del océano! ¡Garantizo su calidad! ¡Un dinketo a cambio de una ración generosa! ¡Vengan a comprar excelentes percebes!

Eubanq salió del Viejo Groar, dedicó una mirada sonriente a Jantiff y empezó a andar calle arriba. Las palabras brotaron de la garganta de Jantiff como si tuvieran voluntad propia. Jantiff se quedó sorprendido al oírlas.

—¡Eubanq! ¡He dicho Eubanq! ¡Venga aquí, por favor!

Eubanq se detuvo y miró hacia atrás con expresión interrogante.

—¿Me has llamado, Jantiff?

—Sí. Devuélvame mi dinero ahora mismo. De lo contrario, informaré al gran señor y le describiré las circunstancias con toda minuciosidad.

Eubanq paseó su mirada sonriente por el círculo de curiosos. Murmuró unas palabras a un fornido viajero joven que un momento antes había comprado un paquete de percebes a Jantiff. El granjero echó un vistazo al paquete semivacío, y después se abrió paso a codazos hasta la parada.

—¡Enséñeme las manos!

—¿Qué les pasa a mis manos? —preguntó Jantiff.

El granjero y los clientes miraron las uñas de los dedos de Jantiff.

Jantiff les imitó y observó un destello de lustre dorado que Glisten llevaba en las uñas.

—¡La ictericia! —rugió el granjero—. ¡Nos ha contagiado a todos la ictericia!

—¡No, no! —gritó Jantiff—. Mis uñas están manchadas de trabajar en el agua fría con los percebes…, o de mi pigmento de gomaguta…

—No es verdad —explicó Eubanq—. Has tomado comida de brujas, nosotros hemos tomado tu comida y todos nos hemos contagiado y deberemos padecer el tratamiento. Te aseguro que todo el dinero que haya cambiado de manos no compensa.

El granjero empezó a proferir maldiciones. Dio una patada a la parada e intentó apoderarse de Jantiff, que retrocedió, dio media vuelta y salió huyendo por la calle. El granjero y los demás le persiguieron. Jantiff salió de la ciudad como un rayo, siguiendo el camino de la playa. La carretera se bifurcó; para evitar ser atrapado en el cabo, Jantiff giró a la izquierda, hacia el canal de Lulace y la mansión del gran señor. Tras él iban sus perseguidores, gritando amenazas y maldiciones.

Jantiff penetró por el adornado portal de Lulace y se internó en el jardín, desfallecido. Atravesó la terraza y se apoyó contra la puerta principal. Sus enemigos se acercaban por la carretera.

Jantiff tiró del macizo picaporte; la puerta se abrió y el joven penetró en la mansión.

Se hallaba en una alta sala de recepción, chapada de madera pálida y amueblada excesivamente para el gusto de Jantiff, si hubiera estado de humor para ejercer sus facultades.

A la izquierda, un par de amplios escalones conducían a un salón alfombrado de verde e iluminado por ventanas altas que daban al norte. Jantiff subió los escalones y echó un vistazo al salón. Un hombre de cabello oscuro y ancho de espaldas conversaba con otros dos hombres y una mujer. Jantiff dio un tímido paso adelante. La mujer se volvió. Jantiff reconoció su rostro.

—¡Skorlet! —gritó con voz asombrada.

Skorlet, elegante y rolliza, se quedó petrificada con una rigidez casi cómica, la boca entreabierta, una mano alzada en el aire. Los demás también se volvieron. Jantiff miró sucesivamente a Sarp, Esteban y el contratista Shubart, como era conocido en Uncibal.

—¡Es Jantiff Ravensroke! —exclamó Skorlet con voz estrangulada.

El contratista Shubart avanzó y Jantiff retrocedió hasta el vestíbulo.

El contratista habló con voz enérgica.

—¿Qué quiere? ¿Por qué no ha sido anunciado? ¿No ve que estoy atendiendo a unos invitados?

—Señor, mis intenciones son buenas —tartamudeó Jantiff—. Mi vida está amenazada por la gente que viene de la carretera. Dicen que mis percebes les han transmitido una enfermedad, pero no es cierto, al menos no ha sido a propósito. Eubanq, el transportista, me ha robado el dinero y les ha incitado a atacarme. No tenía la intención de molestar a sus invitados. —La voz de Jantiff se aflautó al pensar en la identidad de los invitados—. Volveré cuando esté menos ocupado.

—¡Espere un momento! ¡Booch! ¿Dónde está Booch?

Un lacayo se adelantó y murmuró unas palabras inaudibles.

—¡Estoy harto de sus vurglos y de sus jovencitas! —gruñó el contratista—. ¿Por qué no está a mano cuando le necesito? Acompañe a este tipo al cobertizo del jardinero y manténgale oculto hasta que Booch vuelva.

—Sí, señor. Venga conmigo, por favor.

Jantiff retrocedió hasta la puerta, tanteó en busca del picaporte, abrió la puerta y salió corriendo al jardín. El lacayo salió en su persecución, gritando:

—¡Vuelva aquí! ¡Alto! ¡Deténgase, por orden del gran señor!

Jantiff rodeó corriendo la mansión, y con una astucia nacida de la desesperación, esperó en la esquina. Cuando el lacayo pasó frente a él, extendió la pierna. El lacayo cayó al suelo. Jantiff le golpeó con una estaca y el lacayo quedó inconsciente. Jantiff llegó a la parte posterior de Lulace, cruzó el huerto y salió al parque. Se refugió tras un árbol para recuperar el aliento. No había tiempo para hacer planes astutos o complicados.

—Iré directamente a casa de Eubanq —se dijo Jantiff—. Le robaré y mataré, o quizá le obligue a proporcionarme un vehículo aéreo. Entonces, sobrevolaré el Sych y le arrojaré desde lo alto. Continuaré hasta Uncibal y pediré ayuda al cursar, en caso de que haya vuelto. De lo contrario, me ocultaré de nuevo en Disjerferact.

Jantiff se puso en marcha hacia Balad. Por desgracia, su estado de nervios le impidió guardar las precauciones más elementales. Fue descubierto e identificado mientras seguía la carretera paralela al río. Un grupo de gente hosca le rodeó. Las mujeres empezaron a insultarle; la multitud le empujó hasta acorralarle contra una pared.

—¡No he hecho nada! —gritó angustiado—. ¡Dejadme en paz!

Un estibador llamado Sabrose, cliente habitual del Viejo Groar, vociferó:

—Nos has transmitido a todos la ictericia y tendremos que someternos a tratamiento, a menos que queramos convertirnos en brujas sordomudas. ¿A eso le llamas nada?

—¡Yo no sé nada! ¡Dejadme!

Sabrose lanzó una carcajada feroz.

—Como todo Balad ha de sufrir el tratamiento, tú serás el primero.

Jantiff fue arrastrado por la calle principal hasta la farmacia.

—¡Saca la medicina! —aulló Sabrose—. Aquí tenemos al primer paciente. Le curaremos por un precio módico, sin necesidad de calmantes.

Sacaron rodando de la farmacia el aparato para el tratamiento. El farmacéutico, un hombre apacible que no había frecuentado ni las tabernas ni la parada de Jantiff, dejó caer dos píldoras en un vaso de agua y lo acercó al rostro de Jantiff.

—Tome esto. Aliviará el dolor.

Sabrose apartó el vaso.

—¡Llévese su láudano! ¡Que sepa lo que nos ha hecho!

Introdujeron las manos de Jantiff en guantes metálicos rematados por un tejido flexible a la altura de las uñas. Sabrose blandió un mazo y machacó las puntas de los dedos de Jantiff. Éste gimió y gruñó.

—Ahora, cuando se desprendan las uñas —indicó Sabrose—, aplicad nitrato de plata negro. Quizá te curarás.

—¡Demasiado poco para él! —chilló una mujer—. ¡Tengo unos restos de frack! Volvedle la cara, para que no pueda ver los resultados de su maldad.

—Ya es suficiente —dijo Sabrose—. Ya no se entera de nada.

—¡Aún no! ¡Que expíe sus culpas! ¡Dadle en la cara!

Arrojaron un espeso fluido ácido a la cara de Jantiff, que le abrasó la piel y cegó su visión. Emitió un grito estrangulado y se llevó a los ojos sus dedos mutilados.

El farmacéutico bañó con agua la cara de Jantiff y le secó los ojos con un pañuelo. Después, se revolvió furioso contra la muchedumbre.

—¡Vuestro castigo ya ha sobrepasado los límites de la justicia! No es más que un pobre desgraciado.

—¡Mentira! —gritó una voz que Jantiff reconoció como la de Eubanq—. Ha convivido con una bruja. La vi en su cabaña, y nos ha envenenado a sabiendas con comida embrujada.

—Eubanq es un ladrón. Eubanq es un mentiroso —musitó Jantiff, pero nadie le oyó.

Jantiff abrió un poco los ojos, pero una niebla granulada oscurecía su visión. Gimió, aterrado.

—¡Me habéis cegado! ¡Nunca volveré a ver los colores!

—¿Dónde está esa horrible bruja? —gritó una mujer—. ¡Hacedle lo mismo que a las otras!

—No temáis —dijo Eubanq—. Booch se ha ocupado de ella.

Jantiff lanzó un grito inarticulado. Luchó por incorporarse y agitó los brazos espasmódicamente, una acción que la multitud consideró absurda. Empezaron a cebarse en Jantiff, empujándole, golpeándole en las costillas y abofeteándole. Jantiff alzó las manos y huyó dando tumbos.

—¡Cogedle! —gritó el más vengativo—. ¡Traedle aquí y dadle su merecido!

—Dejadle marchar —gruñó un viejo pescador—. Ya tengo bastante por hoy.

—¿Cómo? ¿Después de que nos ha contagiado la ictericia?

—¡Y todos tendremos que sufrir el tratamiento!

—Nos dio comida embrujada, no lo olvides.

—Por hoy ya está bien; mañana le meteremos en una balsa.

—¡Estupendo! ¿Oyes, Jantiff? ¡Mañana flotarás sobre el océano rumbo al sur!

Jantiff se arrastraba por la calle, desorientado. Algunos niños le siguieron durante un rato, tirándole piedras y burlándose. Después se marcharon y Jantiff siguió su camino, solo.

Avanzó tambaleándose por la playa y por la carretera. Pese a llevar los ojos bien abiertos sólo distinguía una vaga luminosidad. Recorrió una buena distancia, pero fue incapaz de encontrar su cabaña. Por fin, se derrumbó sobre la arena y volvió la cara hacia el mar. Estuvo sentado mucho rato, confuso y apático, sin hacer caso del dolor que atormentaba sus manos. La niebla que enturbiaba su visión se espesó cuando Dwan se puso y la noche cayó sobre la playa de Dessimo y el Océano de los Lamentos. Siguió sentado mientras el agua lamía los salientes rocosos próximos a la orilla.

Jantiff se vio como si poseyera el don de la clarividencia: un ser demacrado, acuclillado en la arena, rotas todas las conexiones con el mundo real. Empezó a sentirse cómodo y reconfortado; se dio cuenta de que estaba a punto de morir. Se formaron algunas imágenes en su mente: Uncibal y el Rosa Viejo, las oleadas humanas que atestaban el río Uncibal, los cuatro Susurros sobre el Pedestal. Vio a Skorlet, Tanzel, Kedidah y los Eftalotes, a Esteban, Booch y el contratista Shubart. Apareció Glisten, mirándole a la cara desde muy cerca, directamente a los ojos. Un milagro portentoso. La oyó hablar, en voz baja y rápida.

—¡Jantiff, no te quedes sentado en la oscuridad! Jantiff, levántate, por favor. ¡No te mueras!

Jantiff se estremeció y parpadeó, y brotaron lágrimas de sus ojos. Pensó en su alegre hogar, de Frayness; vio los rostros de sus padres y hermanas.

—No quiero morir —dijo Jantiff—. Quiero volver a casa.

Se reincorporó con un esfuerzo prodigioso y deambuló tambaleante por la orilla. Por pura casualidad encontró un objeto que reconoció: las ramas de un viejo y deforme codmollow. Su cabaña sólo distaba unos cincuenta metros; el terreno ya le resultaba familiar.

Jantiff fue a tientas hasta la choza, entró y cerró con cuidado la puerta. Se quedó inmóvil por completo. Alguien acababa de marcharse; su olor, rancio y fuerte, flotaba en el aire. Jantiff escuchó, pero no captó ningún sonido. Estaba solo. Se tambaleó hasta la cama, se tendió y el sueño le venció al instante.

Jantiff se despertó, impelido a la consciencia por el presentimiento de un peligro.

Yació sin moverse. Sus ojos ciegos percibieron una mancha gris pálida; se había hecho de día. Un fétido hedor hirió su olfato. Supo que no estaba solo.

—Bien, Jantiff —dijo una voz—, así que estás aquí, después de todo. Te busqué anoche, pero habías salido.

Jantiff reconoció la voz de Booch. No respondió.

—Busqué tu dinero —prosiguió Booch—. Según Eubanq, te hallas en posesión de una suma respetable.

—Eubanq me robó el dinero ayer.

Booch produjo un desagradable ruido nasal.

—¿Hablas en serio?

—El dinero ya no me importa. Eubanq lo robó.

—¡Maldito Eubanq! —gruñó Booch—. Nos veremos las caras.

—¿Dónde está Glisten?

—¿La chiquilla? Ja, no te preocupes en absoluto por ella. Dentro de cinco minutos se acabarán todas tus preocupaciones. He recibido órdenes. Voy a rebanar tu cuello con un alambre, limpiamente. Después, arreglaré las cuentas con Eubanq. Luego me iré a Uncibal, donde puedo conseguir cualquier mujer por un plato de tripas… Levanta la cabeza, Jantiff, seré rápido.

—No quiero morir.

—Es inútil que gimotees. Mis órdenes son estrictas. Jantiff ha de morir. De modo que… ¡nada de trucos! ¡Arriba!

Jantiff se escabulló a un lado como un cangrejo y, por algún accidente insensato, hizo perder el equilibrio a Booch y salió dando tumbos por la puerta. Oyó un grito burlón procedente del extremo de la playa.

—¡Allí está Jantiff el Loco! ¿Le ve?

Jantiff oyó las enérgicas pisadas de Booch. Dos pasos, una parada indecisa, un murmullo de disgusto.

—En nombre de Gasmus, ¿quién puede ser? Un extranjero, un nativo de otro planeta. Si pretende entremeterse, le pararé los pies.

Se aproximaron unos pasos. La voz de un muchacho gritó con sorna:

—El que está caído en el suelo es Jantiff el Loco, y ése es el condestable Booch, que va a darle lo suyo, ya lo verá.

—Les deseo buenos días —dijo una voz agradable—. Jantiff, veo que te encuentras en lamentable estado.

—Sí, me han cegado y tengo los dedos rotos.

—¡No temas, eso no es nada! —gritó el chico furiosamente—. Señor, nos ha contagiado a todos la ictericia, y se amancebó con una bruja. ¿Puedo golpearle con esta estaca?

—¡De ningún modo! —dijo el recién llegado—. Eres demasiado impetuoso; cálmate. Jantiff, estoy aquí en respuesta a tus numerosos mensajes. Soy el respetable Ryl Shermatz, representante del Conáctico.

Jantiff se sentó atontado en el suelo.

—¿Es usted el cursar?

—No, mi autoridad es considerablemente superior.

—Entonces, pregúntele a Booch qué ha hecho con Glisten. Es posible que la haya asesinado.

—Tonterías —replicó Booch en tono jovial, aunque preocupado—. Jantiff, sostienes opiniones muy peculiares sobre mí.

—¡Trajo a su vurglo para darle caza! ¿Dónde la tiene?

—Condestable Booch —dijo Ryl Shermatz—, sugiero que conteste a las preguntas de Jantiff con toda sinceridad.

—Falto de datos, ¿qué puedo responder? ¿Y por qué tanto afán? No era más que una bruja.

—Habla en pretérito —observó Ryl Shermatz—. ¿Es por algún motivo en especial?

—¡Claro que no! Admito que acerté a pasar por casualidad con mi vurglo y la chica huyó a toda prisa, pero me importa un bledo. ¿A qué viene su curiosidad?

—Soy el delegado del Conáctico. Tengo la misión de corregir situaciones como ésta.

—¡Si no hay ninguna situación que corregir! Mire allí; la chica acaba de salir del Sych.

Jantiff luchó para incorporarse sobre sus rodillas.

—¿Dónde? Díganme dónde. No puedo ver.

El chico lanzó un chillido de pánico. Se produjo una extraña sucesión de sonidos: unos pasos precipitados, un susurro como el de un chorro de gas, un golpe sordo, un jadeo y unos pies arrastrándose; luego, durante un momento, silencio.

—¡Está muerto! —balbució el chico—. ¡Intentó matarle! ¿Cómo lo adivinó?

—Soy muy sensible al peligro —respondió Ryl Shermatz, imperturbable—, y estoy bien entrenado para enfrentarme a situaciones como ésta.

—¿Quién salió del bosque? —gritó Jantiff—. ¿Era Glisten?

—Nadie salió del bosque. Booch tendió una trampa.

—¿Dónde podrá estar?

—Haremos lo que podamos para encontrarla. Ahora, dime por qué enviaste tantos mensajes urgentes.

—Se lo diré —murmuró Jantiff—. Sólo quiero hablar. Podría estar horas y horas hablando…

—Tranquilo. Jantiff. Ven, siéntate aquí, en el banco. Chico, corre a la ciudad. Trae pan recién hecho y una olla de buena sopa. Toma un ozol por las molestias… Ahora, Jantiff, habla, si te sientes con fuerzas.