13

La luz del amanecer penetró por la ventana improvisada de Jantiff. Se incorporó sobre los codos, cauteloso. Glisten estaba despierta, y yacía con los ojos fijos en el techo.

—Buenos días —dijo Jantiff—. ¿Vas a dirigirme la palabra hoy? Me parece que no… Bueno, la vida sigue y he de ir a buscar percebes. Pero antes que nada, el desayuno.

Jantiff reavivó el fuego, hirvió té y tostó pan. Glisten le contempló apáticamente durante cinco minutos, y luego (con brusquedad, como aguijoneada) se incorporó y posó los pies en el suelo. Se calzó las sandalias y, dirigiendo una mirada de reojo inescrutable a Jantiff, salió de la cabaña. El joven suspiró, se encogió de hombros y volvió su atención al desayuno. Como máximo, sólo podía ofrecerle seguridad temporal. Estaría mejor en el Sych. Sin embargo, sintió una punzada de remordimiento. Glisten había aportado a su cabaña algo de lo que hasta ahora había carecido. ¿Compañía? Quizá.

Jantiff se preparó para tomar el desayuno en solitario… Pasos. La puerta se abrió. Glisten entró, con la cara lavada y el cabello peinado. Traía en su falda una docena de vainas de color pardo que Jantiff reconoció como los frutos del vuelco. Glisten los desenvainó con destreza y los dejó caer en una sartén. Jantiff, cinco minutos después, los probó con precaución, concluyendo que constituían un sabroso complemento del pan tostado.

—Veo que eres una chica inteligente. ¿Te gusta el nombre de Glisten? Si es así, mueve la cabeza…, o mejor, sonríe.

La miró fijamente y Glisten, siguiendo o no sus instrucciones, intentó mover los labios.

Jantiff se levantó y echó un vistazo al melancólico océano.

—Bueno, no hay otro remedio. Hay que recoger los percebes, y ahora necesito nueve cubos. ¿Podrá soportar mi piel humedecida semejante esfuerzo?

Por suerte para Jantiff, su banco de rocas había permanecido en barbecho durante años, y la cara externa estaba incrustada de percebes. Jantiff trabajó con la energía que nace de la inquietud, y reunió en un tiempo récord sus nueve cubos. Glisten, entretanto, vagaba por las cercanías, mirando a menudo hacia el bosque, como si escuchara órdenes o gritos, lo que evidentemente no sucedía. Por fin, se acercó a la orilla, se sentó con decoro sobre una roca y observó cómo Jantiff trabajaba. Cuando el joven empezó a limpiar y descascarar su pesca, le ayudó, primero con apatía, y después con creciente destreza. Jantiff estaba preparado para entregar la mercancía mucho antes del mediodía.

—He de dejarte —dijo a Glisten—. Si decides marcharte, hazlo sin el menor remordimiento. Si quieres quedarte, serás más que bienvenida, por supuesto, pero sobre todo recuerda que si ves a alguien debes esconderte con la máxima rapidez.

Glisten le escuchó con serenidad y Jantiff se fue a sus asuntos.

En el Viejo Groar sólo se hablaba de la caza de brujas; la opinión general era que había ido bien.

—Han desaparecido del Sych, al menos por este extremo —dijo un hombre—. Cambres atrapó a las dos que robaron en su jardín y las abatió en el acto.

—¡Ja! ¿Calmará eso su alma?

—Booch está de muy mal humor; no pudo capturar a la jovencita. Jura que la muchacha se metió en el agua y mató a los estupendos vurglos de Dusselbeck.

—¡Maldita criatura!

—Pese a todo, los vurglos despedazaron a la bruja madre.

—¡Ahora tendrán que sufrir el tratamiento!

Esta última frase era, evidentemente, un chiste. Todos se rieron, y Jantiff salió en este momento de la taberna.

Por la tarde se dedicó a decorar el Cimerio; trabajó con gran denuedo y completó una tercera parte de su proyecto. Habría avanzado más de no haberse sentido ansioso por volver a la cabaña. Se detuvo en la tienda principal y compró pan del día, aceite, un paquete de gulash deshidratado y otro de lonchas de placaminero confitado.

Cuando volvió a la choza no vio a Glisten, pero el fuego estaba encendido, la cama hecha y la cabaña en un estado de orden inmaculado.

Jantiff miró por todas partes.

—Si se ha ido, mejor, mucho mejor —murmuró—. Al fin y al cabo, no podrá quedarse aquí después de que yo parta para Uncibal.

Cuando se volvió para entrar en la cabaña, Glisten llegó trotando por el prado, mirando hacia atrás. Jantiff aferró su garrote, pero lo que la había alarmado no hizo acto de presencia.

Al ver a Jantiff, Glisten aminoró el paso. Traía en un trozo de tela un gran número de finas bayas verdes. Sin hacer caso de Jantiff, como si fuera invisible, descargó las bayas y se quedó mirando pensativamente el bosque.

—Ya he llegado a casa —dijo Jantiff—. ¡Glisten, mírame!

Para su sorpresa (aunque sospechó que se trataba de una pura coincidencia), la joven volvió la cabeza y le examinó con aire sombrío.

—¿Qué pasa por tu cabeza? —preguntó Jantiff, a caballo entre la frustración y la burla—. ¿Qué crees que soy, una persona, una sombra, o un retrasado mental parlanchín?

Avanzó un paso hacia ella, pensando que le provocaría alguna reacción, sorpresa, alarma o perplejidad, lo que fuera. Glisten apenas lo notó, y Jantiff se contentó con tenderle el paquete de dulces.

—Esto es para ti. ¿Me entiendes? Para Glisten. Para mi querida Glisten, que se niega a hablar con Jantiff.

Glisten apartó el paquete y se puso a limpiar las bayas. Jantiff la miró, enternecido. ¡Qué agradable habría sido la situación en otras circunstancias! Pero dentro de un mes se habría ido, la cabaña se derrumbaría de nuevo y Glisten volvería al bosque.

Jantiff, que estaba decorando la lúgubre fachada del Cimerio con extravagantes arabescos de color rojo, dorado, azul oscuro y verde lima, miró en derredor suyo y descubrió a Eubanq, que intentaba pasar desapercibido. Jantiff saltó del caballete.

—¡Eubanq, querido amigo!

Eubanq se detuvo a regañadientes, hundiendo las manos en los bolsillos de su chaqueta color cervato. Echó una ojeada a la decoración.

—Hola, Jantiff. Un gran trabajo el que estás realizando para adecuar el Cimerio a la feria. Bien, supongo que querrás continuar sin que altere tu concentración.

—¡De ninguna manera! —exclamó Jantiff—. Estoy improvisando; podría hacerlo dormido. Quiero preguntarle una cosa; una cuestión comercial, por decirlo así.

—¿Sí?

—Voy a pagar cien ozols por el transporte al espaciopuerto de Uncibal, justo a tiempo para abordar el Serenaico, ¿no?

—Bueno, sí —respondió Eubanq, a la defensiva—. Según creo, ésta fue la propuesta que negociamos.

—Cien ozols es una gran cantidad de dinero, y supongo que costea todos los gastos del viaje. Es posible que quiera traer a una amiga. Los cien ozols serán suficientes. Lo digo ahora para evitar algún posible malentendido.

Los ojos azul pálido de Eubanq recorrieron el rostro de Jantiff, y luego se desviaron.

—¿De qué amiga se trata?

—No importa; en este momento no es más que una hipótesis. ¿Está de acuerdo en que los cien ozols cubrirán los gastos?

Eubanq reflexionó, se humedeció los labios y, por fin, negó con la cabeza.

—Bien, Jantiff, no lo había calculado. En este negocio hay que sujetarse a las reglas; de lo contrario, todo se trastorna. Un pasajero, una tarifa. Dos pasajeros, doble tarifa. Es una regla universal.

—¿Cien ozols más?

—Exacto.

—¡Una cantidad de dinero enorme! No alquilo el vehículo por tarifas, sino por el viaje.

—Es una forma de verlo. Por otra parte, hay cientos de gastos que deben tenerse en cuenta: gastos generales, mantenimiento, depreciación, intereses sobre la inversión inicial…

—¡Pero usted no es dueño del vehículo!

—Da igual. Y no olvides que, como cualquier hijo de vecino, confío en obtener un porcentaje de la transacción.

—¡Un porcentaje muy generoso! —gritó Jantiff—. ¿Es que carece de sentimientos humanos o de generosidad?

—Casi por completo —confesó Eubanq con su sonrisa más agradable—. Si no te gusta mi precio, prueba en otra parte. Podrías convencer a Booch de que le pidiera prestado el Dorphy al gran señor.

—Ummm. Espero que le hayan confirmado mi pasaje a bordo del Serenaico.

—Bueno, no, todavía no. Se ha producido cierta confusión.

—¡Queda muy poco tiempo!

—Haré lo que pueda.

Eubanq se despidió con un ademán y prosiguió su camino.

Jantiff continuó pintando con furiosas y enérgicas pinceladas que dotaban de un brío notable a su obra. Calculó sus ganancias. Contaba con más de cien ozols, pero doscientos era otro cantar. Hizo toda clase de cuentas, pero seguían faltándole cincuenta o sesenta ozols.

Más tarde, en el Viejo Groar, Jantiff cortó y preparó los paneles que pintaría para Fariske. Aún proliferaban los comentarios sobre la caza de brujas, que Jantiff escuchaba con los labios fruncidos. Alguien había visto a los supervivientes de la banda, huyendo hacia las montañas Wayness. Todos se mostraban de acuerdo en que el Sych había sido purificado, y las conversaciones se centraron en la inminente Feria del Mercado. Un pescador corpulento se acercó a observar el trabajo de Jantiff.

—¿Qué vas a pintar en estos cuadros?

—Todavía no lo he decidido. Tal vez paisajes.

—¡Bah, eso no tiene nada de divertido! Deberías pintar una charada humorística, con todos los parroquianos del Viejo Groar vestidos con trajes ridículos.

—Una idea interesante —aprobó Jantiff educadamente—, pero podría haber objeciones. Por otra parte, no me pagan para pintar retratos.

—De todos modos, pon mi retrato en algún lugar del paisaje. No es difícil.

—Desde luego. Le cobraré, digamos, dos ozols. Fariske debe dar su consentimiento, por supuesto.

El pescador echó su cabeza hacia atrás como una tortuga asombrada.

—¿Dos ozols? ¡Ridículo!

—De ninguna manera. Su imagen colgará de esta pared para siempre, plasmando toda su alegría. Es una especie de inmortalidad.

—Eso es verdad, y sólo cuesta dos ozols.

—También podría pintarme a mí —dijo otro—. Le pagaré los dos ozols ahora.

Jantiff levantó la mano para contenerles.

—Primero han de consultar a Fariske.

Fariske no puso dificultades.

—Doy por sentado que deducirás esos honorarios de mi cuenta.

—¡Ni un dinketo menos! —exclamó Jantiff con firmeza—. De hecho, quiero la mitad de mi paga ahora mismo, para comprar los pigmentos adecuados.

Fariske protestó, pero Jantiff se mantuvo en sus trece y consiguió finalmente su objetivo.

Mientras volvía a la choza, Jantiff volvió a pasar revista a sus expectativas.

—Diez cuadros… Puedo apiñar cinco rostros en cada cuadro, si es necesario. Eso hacen cincuenta rostros a dos ozols cada uno. ¡Cien sólidos y sonoros ozols, y mis dificultades se desvanecen como humo!

Jantiff llegó a casa imbuido de un gran optimismo.

Como de costumbre, no vio a Glisten. Por lo visto, no le gustaba estar sola en la cabaña. Sin embargo, al poco de aparecer Jantiff surgió del bosque con un montón de cortezas, que después de rasparlas y lavarlas proporcionaron unas nutritivas gachas.

Jantiff corrió a coger el manojo. Rodeó la cintura de Glisten con el brazo, la alzó y le hizo dar una vuelta. La posó en el suelo y besó su frente.

—Bien, joven Glisten, mi adorable hechicera… ¿Qué te parece? ¡El dinero mana a raudales! ¡Rostros para los cuadros de Fariske, a dos ozols por cabeza! ¿Te gustaría vivir en Frayness de Zeck? Está muy lejos y no existen bosques como éste, pero descubriremos qué falla en tu voz y lo curaremos, y nunca más habrá cazas de brujas, te lo aseguro, salvo el tipo de persecuciones que les gusta a todas las chicas guapas. ¿Qué te parece? ¿Me entiendes? Lejos de Wyst, atravesando el espacio hasta llegar a Zeck. No sé cómo nos las arreglaremos, pero no dudo de que el cursar nos ayudará. ¡Ay, ese escurridizo cursar! Mañana he de telefonear a Uncibal.

En ese momento, su interés en Glisten aumentó. Se sentó en un banco y la reclinó sobre su regazo para mirarla directamente a la cara.

—Escucha, debes concentrarte. Escúchame con atención. Si me entiendes, asiente con la cabeza. ¿Has comprendido?

Glisten parecía divertirse con la seriedad de Jantiff, pese a que sus labios apenas se movieron.

—¡Desdichada criatura! —gritó Jantiff—. ¡Eres de lo más frustrante! Quiero llevarte a Zeck y no demuestras el menor interés. ¿Quieres hacer el favor de decir o hacer algo?

Glisten comprendió que había disgustado a Jantiff. Se mostró compungida y miró al océano.

—Muy bien —gruñó Jantiff, exasperado—. Te llevaré por la fuerza, y si deseas regresar a tu negro y húmedo bosque, allá tú.

Glisten volvió la cabeza. Jantiff se inclinó y la besó en la boca. Ella no respondió, pero tampoco se apartó.

—Menuda situación —suspiró Jantiff—. Si me dieras un indicio de que me entiendes…

Glisten volvió a insinuar la sombra de una sonrisa.

—¡Ajá! ¡Tal vez me entiendes, y demasiado bien!

Glisten se impacientó. Jantiff, a regañadientes, permitió que abandonara su regazo. La joven se levantó.

—Nos vamos a Zeck. y, por favor, no te resistas y ocultes como un animal salvaje en el último momento.

Por la noche se desencadenó una tormenta procedente del sur. Al amanecer, enormes y violentas olas rompieron contra las rocas, y Jantiff desesperó de recoger percebes. Una hora después, el viento se calmó. Una lluvia negra azotó la superficie del océano y suavizó las olas. Jantiff, aterido de frío, se obligó a penetrar en el agua, pero la marejada le sacudió como a un pelele, y volvió por fin a la orilla.

Cogió los cubos y recorrió la playa hacia el este, confiando en encontrar un charco resguardado. En el extremo del istmo de Isbet, con el océano a su derecha y el canal de Lulace a su izquierda, descubrió un lugar en que las corrientes salvaban dos largos salientes rocosos y creaban en medio un charco profundo donde crecían enormes percebes, con una generosa proporción de los apreciados coroneles, y Jantiff reunió la cuota de un día en poco tiempo. Glisten apareció a su lado; juntos descascararon el botín y lo transportaron a la cabaña para proceder a la limpieza.

—Todo marcha viento en popa —dijo Jantiff—. ¡Una tempestad nos aparta de nuestras rocas y descubrimos el hogar de todos los percebes!

Le dio la impresión de que Glisten corroboraba sus opiniones con una inclinación de cabeza.

—¡Ojalá pudieras hablar! La gente del pueblo no se atrevería a perseguirte, sabiendo que podías llamar por teléfono e informar al cursar… ¡Ay, ese cursar! ¿Dónde estará? Su deber es escuchar peticiones, pero se ha desvanecido.