12

Fariske, el dueño de la posada, no decepcionó a Jantiff. Había muchísimo trabajo. Fariske, si bien propenso al reposo y la tolerancia, pero obligado por las circunstancias, mantuvo a Jantiff en constante movimiento, fregando, barriendo, cortando, pelando, sirviendo comida y bebida, lavando y abrillantando ollas, platos y utensilios, descascarando y limpiando percebes[80].

Permitió a Jantiff utilizar una pequeña habitación situada en la parte trasera del segundo piso, comer y beber cuanto le viniera en gana y, por añadidura, le concedió una paga diaria de dos ozols.

—¡Una paga muy generosa! —exclamó Fariske, magnánimo—. De todos modos, cuando hayas terminado el trabajo que te he encargado, tal vez pienses lo contrario.

—Por el momento —replicó Jantiff de todo corazón—, estoy más que satisfecho con el acuerdo.

—¡Eso espero!

A la mañana siguiente de su llegada a Balad, Jantiff se dirigió a la oficina de correos y comunicaciones, desde donde llamó a la Centralidad de Alastor en Uncibal (una llamada que, según la ley del Cúmulo, resultaba gratuita). El rostro de Aleida Gluster apareció en la pantalla.

—¡Ajá! —exclamó emocionada—. ¡Jantiff Ravensroke! ¿Dónde está?

—Tal como me sugirió, he venido a Balad. Llegué ayer por la tarde.

—¡Excelente! ¿Ha comprado pasaje en el espaciopuerto?

—Todavía no he ido a buscarlo. Quizá sea inútil. Sólo aterrizan naves de carga y, según me han dicho, no aceptan pasajeros.

—No había considerado esa posibilidad.

—En cualquier caso, he de hablar con el cursar. ¿No ha vuelto a Uncibal?

—No, ni ha llamado a la oficina. Es muy extraño.

Jantiff chasqueó la lengua, decepcionado.

—Haga el favor de telefonearme cuando llegue. Estoy en la taberna del Viejo Groar. Lo que tengo que comunicarle es muy importante.

—Le daré el mensaje, no se preocupe.

—Muchas gracias.

Jantiff salió de la oficina de correos y corrió hacia el Viejo Groar. Su ausencia ya había irritado a Fariske.

La parroquia del Viejo Groar abarcaba una muestra representativa de la sociedad local: granjeros y vecinos del pueblo, criados que servían en la mansión del gran señor Shubart (como se le conocía allí), almaceneros y mecánicos del espaciopuerto y un tal Eubanq, el propio delegado del espaciopuerto. Jantiff encontró a la mayoría rudos y poco cordiales, en especial a los granjeros, cada uno más creído, tozudo y brusco que el siguiente. Bebían sin tregua la cerveza fabricada por Fariske y licores humeantes, y comían como fieras. La bebida no obraba en ellos alegría o naturalidad, y cuando se emborrachaban se quedaban como aletargados. Por regla general, Jantiff prestaba poca atención a sus conversaciones; sin embargo, al captar una mención a las brujas, formuló una pregunta.

—¿Alguien me puede explicar por qué no hablan nunca?

La ignorancia de Jantiff provocó un intercambio de sonrisas entre los granjeros.

—Es evidente que pueden hablar —declaró un tal Skorbo, el más viejo y amable del grupo—. Mi hermano atrapó a dos en su establo. La primera se le escapó; ató a la segunda al poste de farrel y le arrancó la verdad, aunque no diré cómo. La bruja reconoció que podía hablar tan bien como cualquier hijo de vecino, pero que sus palabras iban cargadas de magia, excesiva para ocasiones normales. Por ello no las utilizaban a menos que necesitaran hacer magia, como en aquel preciso momento, dijo la bruja. Entonces, cantó en voz alta una rima, o lo que sea, y Chabby, mi hermano, sintió que la sangre se le subía a los oídos de repente, y salió corriendo del establo. Cuando volvió con su vyre[81], la criatura se dio a la fuga. Mi hermano apuntó y, aunque no os lo creáis, el vyre estalló y le arrancó las manos.

Un granjero llamado Bodile sacudió la cabeza para indicar el desprecio que le merecía la estupidez de Chabby.

—A nadie se le ocurre emplear un vyre ni otro instrumento complicado contra una bruja. La mejor defensa contra las brujas es un garrote cortado de un haubero de nueve años y mojado durante nueve noches en agua que no haya servido para lavar mano alguna.

—Guardo una escoba de blancaespina que nunca me ha fallado —dijo un individuo llamado Sansoro—. La tengo siempre a mano y estoy amaestrando a mis vurglos. Ha aparecido un grupo nuevo en Inkwood.

—Vi algunas ayer —dijo Duade, un joven larguirucho de enorme nariz ganchuda y cejas negras como ala de cuervo—. Parecían ir en dirección al estrecho de Wemish. Grité mi conjuro, pero no demostraron ninguna prisa.

Skorbo vació su jarra y la dejó sobre la mesa con un golpe seco.

—El Conáctico debería ponerlas en cintura. Pagamos cada año nuestro comino[82], ¿y qué obtenemos a cambio? Felicitaciones y precios elevados. No tardaré en gastarme mi contribución en cerveza. ¡Muchacho, trae otra pinta!

—Sí, señor.

Cerca se encontraba sentado un hombre vestido con un traje de sarga de color cervato, a juego con su escaso cabello rubio claro. Sus hombros eran robustos, pero estrechos y aposentados sobre un torso en forma de pera. Era Eubanq, el delegado del espaciopuerto, un extranjero designado por el gran señor Shubart. Eubanq, cliente habitual del Viejo Groar, iba cada tarde a beber cerveza, comer percebes y jugar al sanque a dinketo[83] por partida con cualquiera que le retase. Sus modales eran tranquilos, suaves, sosegados y teñidos de buen humor. Humedecía y torcía sus labios incesantemente, como divertido por una serie de chistes privados. Eubanq alzó la voz desde su mesa.

—¡Nunca habléis despectivamente del Conáctico, amigos! Podría estar mezclado entre nosotros en este mismo momento. Es su costumbre más querida, como todos sabemos muy bien.

—No es probable —rió Duade—, a menos que sea el nuevo camarero, aunque no veo a Janx por ninguna parte.

Janx era un diminutivo de Jantiff que se había hecho muy popular en la taberna.

—Janx no es nuestro Conáctico —afirmó Eubanq con énfasis humorístico—. He visto su foto y existe una gran diferencia. Aun así, jamás escatiméis los cominos al Conáctico. ¿Habéis observado alguna vez el cielo? Veréis las estrellas del Cúmulo de Alastor, bien protegidas por la Maza.

—Estamos sin blanca —gruñó Bodile—. ¿Para qué van a venir los astromenteros a Blale? No podrían robar nada, al menos en mi casa.

—El gran señor Shubart es la carnada —dijo Skorbo—. Se rodea de riquezas, y está en su derecho, pero como consecuencia debe temer a los astromenteros.

—¡Todos pagamos el mismo comino! —rezongó Duade—. ¿A quién protege la Maza? ¿A Shubart o a mí? La justicia se halla muy lejos.

—¡Tranquilo! —rió Eubanq—. ¡La Maza no es todopoderosa! Quizá fracase en su misión de proteger al gran señor, en cuyo caso habrás malgastado también tus cominos. Se habrá hecho justicia, pues. ¿A quién le apetece una partidita de sanque?

—A mí, no —dijo Duade de mal humor—. El Conáctico se apodera de sus cominos, y tú de nuestros dinketos. Baheva sabe por medio de qué artimañas. No jugaré nunca más contigo.

—¡Ni yo! —dijo Bodile—. Conozco una manera mejor de emplear mis dinketos. ¡Muchacho! ¿Están listos los percebes?

—Dentro de unos minutos, señor.

Eubanq, fracasado su intento de jugar una partida, dio la espalda a los granjeros. Unos minutos después, en un momento de poco trabajo, Jantiff se le acercó.

—Me pregunto, señor, si sería tan amable de darme un consejo.

—Por supuesto, sin sobrepasar los límites de la discreción —dijo Eubanq—. Te advierto, sin embargo, que los consejos gratis no sirven de nada.

Jantiff no hizo caso de la broma.

—Me gustaría comprar un pasaje para Frayness de Zeck, Alastor 503, como sin duda sabrá. ¿Es posible hacer este trayecto desde el espaciopuerto de Balad?

Eubanq negó con la cabeza.

—Las naves que parten de Balad se dirigen invariablemente a Hilp y después a Lambeter, para completar el circuito del Colmillo de la Gorgona.

—¿Hay algún enlace con Zeck en Hilp o Lambeter?

—Desde luego, pero las naves que aterrizan aquí no te aceptarán como pasajero; lo tienen prohibido. Ve a Uncibal y toma el paquebote directo Flecha Negra.

—Detesto Uncibal —murmuró Jantiff—. No quiero volver a poner los pies allí.

—En ese caso, me temo que deberás resignarte a vivir en Blale.

—Tengo en mi poder el comprobante del pasaje para Zeck. ¿Podría conseguirme un billete desde Balad a Frayness para que pudiera subir al paquebote sin atravesar la terminal de Uncibal?

La mirada de Eubanq reflejó astucia y curiosidad.

—Es posible. ¿Cómo viajarías de Balad a Uncibal?

—¿No hay ningún servicio de enlace?

—No existen vuelos comerciales.

—Bien, imagine que deba hacer el viaje; ¿cómo iría?

—Le pagaría al dueño de algún vehículo aéreo para que me llevara. No sería barato, por supuesto, porque está muy lejos.

—Bien… ¿Cuánto?

Eubanq se tiró pensativamente de la barbilla.

—Lo podría arreglar por cien ozols, tal vez más, pero no menos.

—¡Cien ozols! —exclamó Jantiff, sorprendido—. ¡Es una suma desorbitada!

Eubanq se encogió de hombros.

—Si piensas en lo que implica, no. Un hombre que posea un vehículo bien preparado no estará dispuesto a trabajar por una miseria. Ni yo tampoco, por cierto.

—¡Muchacho! ¡Sírvenos! —gritaron los granjeros.

Jantiff se alejó. ¡Cien ozols! Una cantidad excesiva. A dos ozols por día, sin gastar ni un dinketo, tardaría cincuenta días. El Centenario arrabino ya se habría celebrado.

No cabía duda de que los cien ozols incluían una comisión sustanciosa para Eubanq, pensó Jantiff de mal humor. Bueno, o bien Eubanq reducía su cuota, o Jantiff debía ganar más dinero. La primera alternativa era improbable; la tacañería de Eubanq era objeto de chistes en el Viejo Groar. Según Fariske, Eubanq había llegado a Balad vestido con su traje de sarga color cervato, y jamás se había puesto otra prenda. Por tanto, debía ganar más dinero, pero ¿cómo? No sería fácil si Fariske continuaba abusando de su tiempo.

Así reflexionaba Jantiff mientras limpiaba una mesa libre. Miró con resentimiento a Eubanq, que estaba enfrascado en una animada conversación con un recién llegado al Viejo Groar. Jantiff se quedó inmóvil. El nuevo cliente, una persona gruesa y pesada, de recio cabello negro, ojos estrechos y tez sanguínea, parecía gozar de cierto prestigio local, a juzgar por las obsequiosas maneras de Eubanq. Sus ropas, tomando como punto de referencia los cánones de Balad, eran espléndidas: traje azul pálido (algo sucio) de corte militar, botas negras, cinturón negro y gorra de cuerda negra adornada con un hermoso penacho de plumas plateadas. Paseó la mirada por la sala, vio a Jantiff y le hizo una señal.

—¡Muchacho, trae cerveza!

—Sí, señor.

Jantiff les sirvió con el corazón agitado. Booch le miró de nuevo sin dar muestras de reconocerle.

—¿Es la Dankwort de Fariske, o la Nebranger?

—Es la mejor Dankwort, señor.

Booch despidió a Jantiff con un gesto brusco. Si se había fijado en el joven en el festín de bonter, el recuerdo se había borrado. Más razones que nunca para abandonar Balad, se dijo Jantiff con los dientes apretados. Los cien ozols podían llegar a convertirse en una ganga dramática.

Eubanq no tardó en levantarse y despedirse de Booch. Jantiff le alcanzó cerca de la puerta.

—Ahora no tengo cien ozols, pero reuniré la suma lo antes posible.

—Estupendo —respondió Eubanq—. Consultaré los horarios del Flecha Negra, y llegaremos a un acuerdo definitivo.

—Si pudiera sacarme de aquí en seguida, le pagaría en cuanto llegara a Zeck —propuso tímidamente Jantiff.

—Zeck está lejos de Balad —rió Eubanq, condescendiente—. A veces, la memoria no abarca tales distancias.

—¡Puede confiar en mí! ¡Nunca he engañado a nadie!

Eubanq levantó la mano mientras desechaba la observación con una carcajada.

—¡Así son las cosas! Siempre hago negocios de la forma correcta, y eso significa ozols en el bolsillo.

Jantiff se encogió de hombros, displicente.

—Haré lo que pueda. Er… ¿quién es su amigo?

—Es el respetable Buwechluter —dijo Eubanq, mirando hacia atrás—, también conocido como Booch. Es el factótum del gran señor Shubart, que se halla fuera del planeta en estos momentos, así que Booch vive como un rey en la mansión y nos regala con sus horripilantes anécdotas. Compórtate con educación cuando te pida algo y no tendrás problemas.

—¡Muchacho! —gritó Booch en ese momento—. ¡Trae una ración doble de percebes!

—Lo siento, señor, no quedan percebes. Hoy hemos tenido una gran demanda.

Booch masculló una imprecación de disgusto.

—¿Por qué Fariske no es más previsor? Bueno, tráeme un buen pedazo de grumpo y media libra de haggot.

Jantiff se apresuró a satisfacer la petición de Booch, y fue transcurriendo la noche.

Los clientes se marcharon por fin y regresaron a sus casas bajo la noche brumosa de Blale. Jantiff despejó las mesas, puso en orden la sala, apagó las luces y se retiró a su habitación.

En conjunto, Jantiff no encontraba ningún defecto en el Viejo Groar. De no ser por su impaciencia y los apremios de Fariske, le habría gustado Balad y sus extraños y sombríos alrededores. Palinka, la robusta hija de Fariske, le despertaba temprano y le servía a continuación un desayuno compuesto de sémola, salchichas y té de moho negro. Nada más terminar fregaba la sala, subía provisiones de la bodega y arreglaba el bar para tenerlo a punto. Al cuarto día se le exigió una nueva tarea. Lloviera o hiciera sol, con niebla o tormenta, le enviaban a las rocas de mar adentro con un par de cubos para recoger el suministro de percebes del día. Jantiff llegó a apreciar esta tarea por encima de las demás, a pesar del tiempo inseguro y de las aguas frías del Océano de los Lamentos. Una vez traspasados los límites de Balad, la soledad era absoluta, y Jantiff tenía toda la playa para él.

La ruta habitual de Jantiff seguía paralela a la playa Dessimo en dirección este. Plataformas de roca medio sumergidas alternaban con pequeñas y agradables calas. Sobre las dunas que flanqueaban la orilla crecían multitud de plantas: garlos púrpuras, arbustos enmarañados, manojos de jengibre y jilabayas trepadoras, que chillaban al ser pisadas. Había entremezclados retazos de silicantos, diminutas estrellas de cinco puntas, de un material similar al vidrio empañado, moteadas, aparentemente al azar, de innumerables colores. A intervalos se alzaban granates, que se retorcían e inclinaban por efecto del viento, con las ramas tan torcidas como las brujas al volar. Cuando Jantiff miraba hacia el sur, al otro lado del océano, el cercano horizonte nunca dejaba de provocarle la ilusión de que flotaba en el aire. Los días húmedos eran indiscutiblemente deprimentes y, cuando el viento soplaba con fuerza, las olas del océano saltaban varios metros sobre las rocas. En ocasiones. Jantiff volvía con los cubos vacíos al Viejo Groar.

Cuando hacía buen tiempo, el océano destellaba y titilaba a la luz de Dwan. Los gartos brillaban como cristal púrpura, y la arena que Jantiff pisaba se veía tan limpia y fresca como en el principio de los tiempos. Jantiff, balanceando sus cubos y respirando el frío aire salado, sentía que valía la pena vivir la vida, pese a todas las tribulaciones concebibles.

A medio camino del cabo Dessimo, un afluente del Sych describía una curva y se acercaba al océano. Jantiff descubrió en este punto una choza ruinosa, medio oculta por las sombras del bosque. El techo se había desplomado, así como una pared; el suelo estaba enterrado bajo los escombros acumulados durante años. Jantiff utilizó un palo para investigar en el montón de ruinas, pero no encontró nada interesante.

Un día, Jantiff caminó hasta el extremo del cabo, una lengua maciza de roca negra que protegía una docena de charcos turbulentos de agua fría. Al explorar los charcos Jantiff encontró cantidad de excelentes percebes, incluyendo muchos de la apreciada variedad coronel. A partir de entonces, Jantiff no dejó de visitar cada día la zona. En ocasiones, pasaba por la vieja choza y encajaba una o dos piedras en la pared, o sacaba un montón de basura del interior. Una mañana en que brillaba el sol rodeó el cabo y volvió a Balad siguiendo la orilla del canal de Lulace, y así descubrió una excelente perspectiva de Lulace, la mansión del gran señor Shubart, situada tras un jardín convencional inmaculado. Jantiff se detuvo para admirar el lugar, del que había oído una docena de historias maravillosas. Divisó de inmediato a Booch, que estaba tomando el sol en un banco del jardín. Mientras miraba, salió de la cocina una doncella joven, ataviada con un uniforme negro y rojo, que llevaba una bandeja llena de aperitivos. Booch pareció hacerle una invitación chistosa, pero la criada se escabulló con nerviosismo. Booch alargó la mano para obligarla a retroceder y aferró una borla roja de su uniforme. La muchacha protestó, suplicó y empezó a llorar. La galantería de Booch se disipó como por arte de magia. Propinó a la criada una palmada en el trasero y la joven se dirigió dando tumbos y llorosa hacia la mansión. Jantiff dio un impulsivo paso adelante, dispuesto a proferir una reprimenda, pero se lo pensó mejor y contuvo la lengua. Booch reparó en su presencia y se levantó de un salto, furioso. Jantiff pensó con alivio que les separaban sesenta metros de agua. Cogió los percebes y se marchó a toda prisa.

Al anochecer, Booch apareció en el Viejo Groar. Jantiff se dedicó de lleno a su trabajo, en un intento de no advertir las coléricas miradas de Booch. Por fin, éste le hizo una señal y Jantiff se acercó.

—¿Sí, señor?

—Hoy me estuviste espiando. Estuve a punto de sumergir tu cabeza en la letrina.

—No estaba espiando. Caminaba a lo largo de la orilla con los percebes que he traído para los clientes de hoy.

—No vuelvas a caminar por allí. Al gran señor le gusta la intimidad, y a mí también.

—¿Desea tomar algo? —preguntó Jantiff con toda la dignidad que pudo reunir.

—¡Cuando me dé la gana! —gruñó Booch—. Tengo la sensación de haber visto tu impresentable cara antes. No me gustó entonces ni tampoco ahora, así que ve con cuidado.

Jantiff se reintegró a su trabajo con aire solemne. Eubanq, que estaba sentado en un rincón de la sala, hizo una seña a Jantiff.

—¿Qué problema tienes con Booch?

Jantiff describió el episodio.

—Y ahora está enfurecido.

—Sin duda, y toda la situación se ha complicado, pues tenía la intención de que Booch te llevara a Uncibal en un vehículo del gran señor. Booch apareció junto a la mesa.

—¿Es ésta la persona que he de llevar a Uncibal? —Una sonrisa iluminó su rostro—. Estaré muy complacido de acompañarle, sea cual sea el pago.

Ni Jantiff ni Eubanq respondieron. Booch rió entre dientes y salió de la taberna.

—No pienso volar con Booch a Uncibal —dijo Jantiff, desolado.

Eubanq hizo uno de sus acostumbrados gestos displicentes.

—No le tomes en serio. Booch casi siempre se muestra fanfarrón y colérico. He consultado los horarios y ahora necesito tu comprobante del pasaje. ¿Lo llevas encima?

—Sí, pero no quiero que salga de mis manos.

Eubanq sonrió y sacudió la cabeza.

—No hay forma de conseguir una reserva en firme sin él.

Jantiff entregó el certificado a regañadientes.

—Muy bien —dijo Eubanq—. Partirás de Uncibal dentro de tres semanas a bordo del Jervasian. ¿Cuánto dinero tienes ahora?

—Veinte ozols.

Eubanq chasqueó la lengua, como ofendido.

—¡No es suficiente! Dentro de tres semanas tendrás como máximo ochenta ozols. Bien, me limitaré a reservarte una plaza en el Serenaico, dentro de unas seis semanas.

—¡Pero eso será después del Festival del Centenario arrabino!

—¿Y qué?

Jantiff permaneció en silencio unos instantes.

—He de resolver un asunto en Uncibal, pero antes del Centenario. ¿No puede confiar en mí por veinte ozols? Tan pronto como llegue a casa le enviaré el dinero que falte. ¡Se lo juro!

—¡Por supuesto! —dijo Eubanq, cansado—. Te creo, no lo dudes. Lo dices muy en serio… ahora. Pero en Zeck es posible que existan necesidades más urgentes que las mías, en este rincón alejado y miserable. Así son las cosas. Me temo que debo tener el dinero en mano. ¿Qué prefieres, el Jervasian o el Serenaico?

—Tendrá que ser el Serenaico —admitió Jantiff, derrotado—. No podré conseguir el dinero antes. Recuerde que no volaré con Booch bajo ninguna circunstancia.

—Como quieras. Alquilaré el vehículo de Bulwan y lo pilotaré yo mismo. Lo planearemos todo sobre esta base.

Jantiff volvió al trabajo. Seis semanas parecían mucho tiempo. ¿Y el Centenario arrabino? Debía telefonear a la Centralidad de Alastor con insistencia, hasta que hubiera descargado todos los hechos y sospechas en el cursar… Desde la distancia de Balad, sus teorías parecían extrañas, singulares, increíbles en verdad…, hasta para el propio Jantiff. ¿Habría sufrido un ataque de alucinaciones paranoicas? La fe del joven en sí mismo flaqueó, pero sólo por un momento. No había imaginado los intentos de asesinato por parte de Esteban, ni las conversaciones escuchadas por casualidad, ni la matriz de la cámara, ni la muerte de Clode Morre.

En el curso de la noche, Jantiff advirtió la presencia de un joven regordete y de cara sonrosada en la cocina, y antes de cerrar Fariske le llamó aparte.

—Jantiff, las circunstancias vuelven a ser más o menos normales. Lamento decírtelo, pero estás despedido.

Jantiff le miró estupefacto. Por fin consiguió tartamudear:

—¿Qué he hecho mal?

—Nada. Tu trabajo ha sido de lo más satisfactorio. Mi sobrino Voris, sin embargo, quiere reintegrarse a su empleo. Es un holgazán y bebe mucho mientras sirve, pero debo aceptarle o enfrentarme a la lengua afilada de mi hermana. Así son las cosas en Balad. Puedes utilizar tu habitación esta noche, pero debo pedirte que la dejes libre mañana.

Jantiff se alejó y terminó sus tareas nocturnas absolutamente deprimido. Dos horas antes se había sentido disgustado por un retraso de dos semanas; ¡cuán afortunada le parecía ahora aquella perspectiva!

Los clientes se marcharon. Jantiff ordenó la sala y se fue a la cama, donde yació despierto hasta la madrugada.

Palinka le despertó por la mañana a la hora de costumbre. Nunca había sido cordial, y mucho menos aquel día.

—Me han ordenado que te sirva el último desayuno, de modo que muévete. Tengo muchas cosas que hacer.

Una respuesta desafiante tembló en la lengua de Jantiff, pero la prudencia prevaleció. Murmuró un «gracias» desabrido y se presentó en la cocina como cada día.

Palinka puso ante él las habituales gachas, té, pan y dulces. Jantiff comió de mala gana, lo cual provocó la impaciencia de Palinka.

—¡Vamos, Jantiff, date prisa, por favor! Te espero para limpiar la mesa.

—¡Y yo espero mi paga! —exclamó Jantiff con furia repentina—. ¿Dónde está Fariske? En cuanto me pague, me iré.

—Pues tendrás que esperar todo el día. Se ha marchado al mercado de la región.

—¿Dónde está mi dinero? ¿No te encargó que me pagaras?

—Es muy temprano para bromas —rió groseramente Palinka—. Fariske ha ahuecado el ala confiando en que te olvidarías del dinero.

—¡Ni hablar! ¡Le exigiré hasta el último dinketo!

—Vuelve mañana. Ahora, ¡largo!

Jantiff abandonó el Viejo Groar con un humor de perros. Se paró en la calle un momento, con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta y los hombros encogidos para protegerse del viento. Miró a ambos lados de la calle, y sus ojos se clavaron en el Cimerio. Jantiff hizo una mueca; había perdido toda afición a las tabernas de Balad. Pese a todo, se arregló la chaqueta y paseó por la calle hasta el Cimerio, donde se encontró con madame Tchaga, una mujer rechoncha e irascible, ocupada en una tarea que Jantiff conocía demasiado bien: fregar el salón.

Jantiff se dirigió a ella con la mayor confianza posible, pero madame Tchaga, sin dejar ni un segundo de frotar, profirió un ladrido irónico e irritado a la vez.

—Con los ozols que gano no tengo suficiente; no te necesito. Busca trabajo en otra parte; prueba con el gran señor. Tal vez quiera que alguien le recorte las uñas de los pies.

Jantiff volvió a la calle y reflexionó sobre la sugerencia de madame Tchaga.

Eubanq se aproximaba por una calle lateral, camino de su oficina del espaciopuerto. Al ver a Jantiff saludó con la cabeza, y habría pasado de largo si el joven no se hubiera apresurado a alcanzarle. ¡Aquí estaba la solución obvia a sus problemas!

Eubanq le saludó con educación.

—¿Qué te trae por aquí?

—Fariske ya no me necesita en el Viejo Groar. No hay mal que por bien no venga, pues no dudo de que usted me dará trabajo en el espaciopuerto por un sueldo mucho mejor.

Eubanq compuso una expresión distante.

—Por desgracia, no. La verdad, apenas hay bastante trabajo para tener a mi personal actual ocupado.

—¿Y cómo podré ganar cien ozols? —preguntó Jantiff, frustrado.

—No lo sé. Debes conseguir el dinero, sea como sea. Tu comprobante ha sido enviado a Uncibal y se te ha reservado pasaje a bordo del Serenaico.

Jantiff le miró consternado.

—¿Puede cambiarse la reserva para otro día?

—Ya no es posible.

—¿Puede sugerirme algo? ¿Podría interceder por mí ante el gran señor?

Eubanq empezó a hacer leves movimientos furtivos, preparándose pura dejar atrás a Jantiff.

—El gran señor no está en su residencia. Booch es ahora quien corta el bacalao, cuando no está puteando, cazando brujas o vaciando las tinas del Viejo Groar, y no es probable que quiera ayudarte. Aun así, creo que tu problema se resolverá por sí mismo, y espero que felizmente. Buenos días.

Eubanq prosiguió su camino.

Jantiff caminó hacia el este por la calle, pasó frente al Viejo Groar, llegó al límite de la ciudad y continuo. Al llegar a la orilla del mar. Se sentó sobre una piedra plana y contempló las onduladas aguas grises. La luz matinal de Dwan, incidiendo en los huecos del oleaje, relucía como mercurio. Espuma plateada rompía contra las rocas. Jantiff clavó la vista en el horizonte y examinó sus opciones. Podía, desde luego, intentar regresar a Uncibal y a su refugio tras los urinarios de Disjerferact… pero ¿cómo cruzar los miles de kilómetros de terreno desolado? ¿Y si robara un vehículo aéreo del gran señor? ¿Y si Booch le sorprendía con las manos en la masa? Un estremecimiento recorrió la espalda de Jantiff. Su mejor esperanza, como siempre, residía en el cursar. A este efecto debía telefonear cada día a la Centralidad de Alastor. Por la mañana le pediría a Fariske su sueldo; una suma poco satisfactoria, pero que le alimentaría durante un tiempo considerable. Su necesidad más imperiosa era un techo. Una idea pasó por su mente. Se levantó y caminó por la orilla hasta la destartalada cabaña de pescador, caso de que lo fuera. Examinó el edificio sin entusiasmo, aunque ya lo conocía muy bien, y se puso a despejar el interior de basura, hojas muertas y polvo.

Llevó árboles jóvenes del bosque, que dispuso sobre las paredes a modo de cobertura, fuerte y elástica, pero poco resistente al agua. Jantiff dedicó gran atención al problema. No tenía dinero para gastar en un techado convencional; por tanto, debía improvisar una solución. La primera elección obvia era paja, pero incluso la paja implicaba un gasto.

Jantiff volvió a Balad e invirtió un ozol en cuerda, un cuchillo y un pan duro aplastado; luego regresó a la choza. Había llegado la tarde y no podía permitirse un descanso. Cogió algas de la playa y las ató en manojos. Algunos de los tallos estaban viejos y podridos y olían a vida marina fétida; antes de ponerse a trabajar, Jantiff ya estaba aterido, mojado y cubierto de limo. Haciendo caso omiso de la incomodidad lió los manojos y los fijó al techo en capas poco estables. Cuando llegó el ocaso, el trabajo todavía no estaba acabado. Jantiff encendió fuego y lavó la ropa en la corriente. Antes de que la luz se desvaneciera había reunido una buena cantidad de percebes para la cena. Colgó sus prendas de vestir para que se secaran y después se acurrucó desnudo junto al fuego e intentó calentarse por todas partes al mismo tiempo. Entretanto, los percebes se asaban en sus conchas, y no tardó en devorar el pan y los crustáceos con buen apetito.

Cayó la noche; las tinieblas cubrieron la tierra y el mar. Jantiff se tendió y contempló el cielo. Como nunca había aprendido a reconocer las constelaciones vistas desde Wyst, no pudo nombrar ninguna estrella, pero sin duda algunas de aquellas luces que brillaban en lo alto eran lugares famosos, cuna de hombres nobles y hermosas mujeres. Ninguno de ellos tenía la más remota sospecha de que allá abajo, en la playa del Océano de los Lamentos, estaba sentado un ser llamado Jantiff Ravensroke. Dio rienda suelta a su imaginación y pensó en toda clase de cosas, y luego decidió que había desentrañado el alma del extraño planeta Wyst. En Wyst nada era lo que parecía, todo estaba ligeramente desenfocado o bañado por una misteriosa luz temblorosa. Esta característica, reflexionó Jantiff, era análoga a la personalidad del hombre. No cabía duda de que los hombres tendían a compartir la personalidad del mundo en el que habían nacido… Jantiff pensó sobre su propio planeta, Zeck, que siempre le había parecido de lo más vulgar; ¿lo considerarían sus visitantes tan extraño y anormal? Por analogía, ¿les parecería Jantiff igualmente extraño y anormal? Éste sería el caso, concluyó Jantiff.

El fuego languidecía. Jantiff se levantó un poco entumecido. Un sencillo montón de hojas constituía su lecho, pero al menos por esa noche le serviría. Inspeccionó por última vez la playa y se refugió en su choza. Se hundió entre las hojas y se acomodó lo mejor que pudo; no tardó en quedarse dormido.

Al salir el sol, Jantiff reptó para salir de su madriguera. Se lavó la cara en la corriente y comió unos bocados de pan y percebes fríos, un desayuno poco estimulante. Si iba a quedarse en este lugar durante una semana, necesitaría una olla, una sartén, un vaso, cubiertos, sal, harina, un poco de aceite y tal vez un cuarto de kilo de té…, con notable perjuicio de su escasa provisión de ozols. ¿Existía otra alternativa racional? Dormir había esclarecido su mente: residiría temporalmente en la cabaña y telefonearía a la Centralidad de Alastor a intervalos regulares. Tarde o temprano localizaría al cursar. ¡Quizá aquel mismo día!

Jantiff se irguió, sacudió paja y ramitas de sus ropas y se encaminó a Balad. Al llegar al Viejo Groar, rodeó el edificio y llamó a la puerta de la cocina.

Palinkase asomó.

—Y bien, Jantiff, ¿qué quieres?

—He venido a buscar el dinero, por supuesto.

Palinka abrió la puerta y le invitó a entrar.

—Ve a hablar con Fariske; está sentado allí.

Jantiff se acercó a la mesa. Fariske hinchó los carrillos, enarcó las cejas y desvió la mirada, como si de esta manera pudiera persuadir a Jantiff de marcharse. El joven se sentó en su antiguo lugar y Fariske se vio obligado a mirarle.

—Buenos días, Jantiff.

—Buenos días. He venido por mi dinero.

Fariske exhaló un suspiro de cansancio.

—Vuelve dentro de unos días. Compré varios artículos de primera necesidad en el mercado y voy corto de dinero.

—Yo voy aún más corto que usted. Estoy decidido a sentarme en esta cocina y a comer gratis hasta que me pague mi sueldo.

—¡Bueno, bueno, no hay motivos para que te irrites! Palinka, sirve una taza de té a Jantiff.

—Todavía no he desayunado; aceptaría de buena gana unas gachas, si me las ofreciera.

—Sirve a Jantiff un plato de gachas —indicó Fariske a Palinka—. Es un buen chico y merece un trato especial. ¿Cuánto te debo?

—Veinticuatro ozols.

—¿Tanto? —exclamó Fariske—. ¿Y la cerveza que te tomaste y los demás extras?

—No tomé cervezas ni otros extras, como sabe muy bien.

Fariske, malhumorado, sacó la cartera y pagó el dinero.

—Al cesar lo que es del cesar.

—Gracias —dijo Jantiff—. Ahora estamos a la par. ¿Debo suponer que la situación continúa como ayer, que ya no precisa mis servicios?

—Por desgracia, es cierto. En realidad, ya me arrepiento de que te hayas marchado. Voris sufre una distensión de las venas de las piernas y no puede ir a recoger percebes. La tarea ha recaído sobre Palinka.

—¡Cómo! —gritó Palinka, furiosa—. ¿No me engañan mis oídos? ¿Tengo tan poco trabajo de repente que debo pasar el tiempo entre las olas heladas? ¡Piénselo bien!

—Sólo será hoy —dijo Fariske en tono conciliador—. Es probable que mañana Voris se haya recuperado.

—Voris no carece de ingenio —insistió Palinka—. Cuando las venas se le hayan curado, inventará nuevas excusas: sacarle brillo al mostrador, acidez de estómago provocada por la cerveza, las olas que rompen con excesiva fuerza contra las rocas… Y de nuevo resonará el grito: «¡Palinka, Palinka, ve a buscar percebes, el pobre Voris está enfermo!». —Palinka golpeó la mesa con una sartén para dar más énfasis a sus palabras—. Pese a las excentricidades de Jantiff, al menos iba a buscar percebes. Voris debe seguir el ejemplo.

Fariske intentó apelar a la pura lógica.

—¿Qué tiene de malo ir a buscar percebes? El día se compone de un número determinado de minutos; transcurre de una u otra forma.

—¡En ese caso, ve a buscarlos tú mismo!

Palinka se marchó para dar a entender que daba el asunto por concluido.

Fariske se rascó la barbilla y después miró a Jantiff.

—¿Puedes hacerme el favor, sólo por hoy, de ir a buscar percebes?

Jantiff sorbió un poco de té.

—Examinemos el asunto con todo detalle.

—Mi petición es modesta. ¿Tan difícil es darme una respuesta? —preguntó Fariske, irritado.

—En absoluto, pero quizá podríamos ir más lejos. Como ya sabe, me encuentro sin trabajo. Sin embargo, estoy ansioso de ganar más ozols.

Fariske hizo una mueca y trató de hablar, pero Jantiff levantó la mano.

—Tomemos, por ejemplo, un cubo de percebes. Una vez descascarados y fritos, un cubo proporciona veinte raciones, que usted vende a un dinketo la ración. Por tanto, un cubo de percebes le reporta dos ozols. Dos cubos, cuatro ozols, y así sucesivamente. Supongamos que cada día le entrego los percebes que necesita, descascarados y limpios, a un ozol por cubo. Sacaría igualmente provecho, sin causar ningún inconveniente a Palinka, a usted mismo o al propio Voris.

Fariske meditó sobre la propuesta tirándose del bigote. Palinka, que había estado escuchando desde la cocina, irrumpió de nuevo.

—¿Por qué te lo piensas? ¡Voris nunca irá a buscar percebes! ¡Yo también me niego a que me salgan varices por culpa del agua turbulenta!

—Muy bien, Jantiff —dijo Fariske—. Probaremos el sistema durante unos días. Toma otra taza de té para sellar la nueva relación.

—Será un placer. Por otra parte, acordemos que el pago se efectuará una vez entregados los percebes.

—¿Por quién me tomas? —exclamó Fariske, indignado—. Un hombre es generoso en la medida de su reputación. ¿Crees que arriesgaría tanto por unos miserables moluscos?

Jantiff hizo un gesto evasivo.

—Si saldamos cuentas diariamente, evitaremos confusiones posteriores.

—La discusión es innecesaria. Otra cosa: puesto que intentas dedicarte a este negocio con tanto entusiasmo, te encargaré cuatro cubos de percebes, en lugar de los dos habituales.

—Yo también pretendía sugerir algo por el estilo. Deseo de todo corazón ganar un buen sueldo.

—Supongo que los pertrechos van por tu cuenta…

—Al menos durante los próximos días, utilizaré los cubos y pinzas que guarda en el cobertizo. Si se produce algún deterioro, yo me responsabilizaré de reparar la pérdida.

Fariske no se sentía inclinado a liquidar el asunto sobre una base tan informal, pero Palinka se impacientó y exclamó:

—¡El día está bastante avanzado! ¿Esperas servir los percebes esta noche? Si es así, deja que Jantiff vaya a trabajar.

Fariske alzó las manos y salió de la cocina hecho una furia. Jantiff fue al cobertizo, reunió cubos y herramientas y se encaminó a la playa.

El día anterior se había fijado en un reborde rocoso situado a unos veinte metros de la orilla que nunca había explorado hasta la fecha, a causa del agua que se interponía. Improvisó una balsa con ramas muertas y fragmentos de madera flotante y colocó los cubos sobre ella. Se sumergió en el agua hasta las axilas y, pese al temblor de las piernas y el castañeteo de los dientes, empujó la balsa hasta el reborde y la ató a una prominencia rocosa.

Sus esperanzas se cumplieron de inmediato: el reborde estaba cubierto de percebes y pudo llenar los cubos en muy poco tiempo.

Volvió a la orilla y encendió un fuego, junto al que se calentó mientras descascaraba y limpiaba los percebes.

El sol apenas había alcanzado el cénit cuando Jantiff efectuó la entrega en el Viejo Groar. La eficacia del joven no dejó de sorprender a Fariske.

—Cuando trabajabas para mí empleabas el mismo tiempo para llenar dos cubos, y ni siquiera descascarabas los percebes.

—Las circunstancias no son comparables. A propósito, he observado que el cobertizo está repleto de muebles rotos y basura. Por tres ozols pondré orden y llevaré la basura al vertedero.

Tras una acalorada discusión, Fariske redujo el precio a dos ozols, y Jantiff se puso a trabajar. De entre los objetos descartados, Jantiff se quedó dos sillas viejas, una mesa de tres patas, un par de colchones rotos, cierto número de ollas y botes y sartenes melladas. De hecho, apropiarse de los cachivaches había sido su primer objetivo, y sospechaba que Fariske los habría valorado a un precio exorbitante de habérselos pedido directamente. Jantiff calculó el fruto de su jornada con gran satisfacción: seis ozols y el amueblamiento de su choza.

Al día siguiente, Jantiff fue a trabajar temprano. Reunió, descascaró y limpió siete cubos de percebes. Después de entregar la cuota estipulada a Fariske, llevó los percebes restantes al Cimerio, donde no le resultó difícil vendérselos a madame Tchaga por tres ozols.

Madame Tchaga se destacaba por su verbosidad. Falta de mejor compañía, sirvió a Jantiff un cuenco de sopa de nabos y describió las vejaciones inherentes a intentar satisfacer los gustos de una clientela veleidosa y despreciativa.

Jantiff estuvo de acuerdo en que sus frustraciones lindaban con lo insoportable. Señaló que la prosperidad de una posada dependía a menudo de su decoración alegre. Tal vez una profusión de diseños florales sobre la fachada del Cimerio y un cuadro que plasmara a una serie de joviales ciudadanos, acaso colgado sobre la puerta, contribuirían a mejorar la atmósfera mortecina del local.

Madame Tchaga desechó la idea con un ademán.

—Está muy bien hablar de diseños y cuadros, pero ¿quién puede obrar en Balad semejante prodigio?

—Para ser francos, poseo cierto talento —dijo Jantiff—. Quizá encontrara un poco de tiempo para trabajar en la línea esbozada.

Durante la siguiente hora y media, Jantiff descubrió que madame Tchaga, una negociadora astuta e inflexible, sobrepasaba con mucho al propio Fariske. Jantiff, pese a todo, mantuvo una actitud despreocupada e indiferente que le condujo a conseguir un contrato que, en esencia, recogía sus condiciones. Madame Tchaga llegó a adelantarle cinco ozols para comprar los materiales.

Jantiff se dirigió de inmediato a la tienda del pueblo, donde compró pintura de varios colores y algunos pinceles. Al salir a la calle divisó a un hombre regordete, de rostro sombrío y traje color cervato, que se acercaba con parsimonia.

—¡Eubanq! ¡Justo la persona que deseaba ver! —gritó Jantiff con voz alegre—. ¡Volvemos al plan original!

Eubanq se paró y le miró con aparente perplejidad.

—¿A qué plan te refieres?

—¿No se acuerda? Por cien ozols, una suma exorbitante, por cierto, se comprometió a llevarme al espaciopuerto de Uncibal a tiempo de abordar el Serenaico.

Eubanq cabeceó lenta y pensativamente.

—Hay que pagar los cien ozols por adelantado, naturalmente. ¿Lo entiendes?

—No preveo ninguna dificultad. Ya tengo en mi poder unos treinta ozols. Mi acuerdo con madame Tchaga añadirá otros veintidós ozols, y suelo ganar seis o siete ozols al día.

—Celebro tu prosperidad. ¿Cuál es el secreto?

—¡No existe ningún secreto! Usted podría hacer lo mismo. Rebusco en el océano hasta reunir siete cubos de percebes, que limpio, descascaro y entrego al Cimerio y al Viejo Groar. ¿Necesita uno o dos cubos para su uso particular?

—Mi paladar se satisface ampliamente en el Viejo Groar —rió Eubanq—. Presenta tu propuesta al gran señor Shubart. Ha vuelto a su residencia con un montón de invitados. Le hará falta una buena provisión de percebes.

—¡Buena idea! ¿Lo del Serenaico ha quedado claro?

Eubanq esbozó su sonrisa distante y prosiguió su camino. Jantiff se detuvo a reflexionar un momento. Cuando antes ganara cien ozols, mejor. Los ozols del gran señor eran tan buenos como los de cualquiera, de modo que valía la pena probar.

Jantiff dejó sus pinturas en el cobertizo de Fariske y se dirigió bordeando la orilla norte del canal de Lulace hasta la mansión de Shubart. Al aproximarse percibió bullicio y actividad donde antes sólo reinaba letargo. Con cuidado de no tropezarse con Booch, se encaminó a la entrada de servicio, en la parte trasera del edificio. Un pinche fue a buscar al jefe de cocina, quien no puso objeciones a solicitar dos cubos cada tres días a dos ozols el cubo, el doble de lo que sacaba Jantiff, durante un período de veinticuatro días.

—El gran señor alojará a huéspedes importantes hasta el Centenario de Uncibal —explicó el cocinero—. Después, todo volverá a la normalidad.

—Cuente conmigo para satisfacer sus necesidades —dijo Jantiff.

Jantiff volvió por la carretera a Balad en un estado cercano a la euforia. Los cien ozols estaban al alcance de su mano; podía confiar en hacer un cómodo viaje hasta su casa… Escuchó el zumbido de unas ruedas y saltó a un lado de la carretera. El vehículo, conducido por Booch, se acercó y pasó de largo. Booch iba como absorto, con los ojos vidriosos y los labios sensuales deformados en una estúpida sonrisa.

Jantiff regresó a la carretera y vio al vehículo perderse en la distancia, en dirección a Balad. ¿Adónde iba Booch con esa febril expectación? Jantiff llegó a la ciudad con aire pensativo. Fue directamente al teléfono y llamó otra vez a la Centralidad de Alastor en Uncibal.

El rostro de Aleida Gluster apareció en la pantalla. Sus mejillas, antes llenas y rosadas, se habían hundido. Jantiff pensó que parecía preocupada, incluso enferma.

—Soy Jantiff Ravensroke de nuevo —se disculpó—, y temo que soy una gran molestia.

—En absoluto. Mi deber es servirle. ¿Sigue en Balad?

—Sí, y al menos de momento todo va bien. Tengo que hablar con el cursar. ¿Ha vuelto a Uncibal?

—No —dijo Aleida con voz tensa—. Todavía no ha vuelto. Es extrañísimo.

Jantiff no pudo reprimir una tímida exclamación.

—Mi asunto es absolutamente vital.

—Así lo deduzco de nuestras anteriores conversaciones, pero no puedo hacerle aparecer por un simple esfuerzo de voluntad. Ojalá me fuera posible.

—Imagino que habrá insistido en la oficina de Waunisse.

—Por supuesto. No le han visto.

—Tal vez debería informar al Conáctico.

—Ya lo he hecho.

—En ese caso, sólo nos resta esperar —dijo Jantiff a regañadientes—. Me localizará en la taberna del Viejo Groar.

—Tomo nota.

Jantiff salió y se quedó de pie en la amplia calle principal. El tiempo había cambiado. Nubes espesas y compactas flotaban en el cielo, como grandes ubres negras; gruesas gotas de lluvia se estrellaron en el polvo arenoso. Jantiff hundió los hombros y corrió hacia el Viejo Groar. Entró con paso confiado en el salón, se sentó a una mesa y ordenó a Voris una jarra de cerveza.

Fariske se asomó a la puerta de la cocina, vio a Jantiff y se aproximó con aire amenazador.

—Jantiff, estoy muy enfadado contigo.

—¿Qué he hecho? —preguntó Jantiff, asombrado.

—Estás suministrando percebes al Cimerio. Esto no va a beneficiarme.

—Ni a beneficiarle ni a causarle problemas. Sus clientes también comen percebes. De no ser yo, otro lo haría.

—¿Utilizando mis cubos y mis pinzas?

—Una cuestión trivial —rió Jantiff, como sin darle importancia—. Los útiles no se han estropeado. Reservo los mejores coroneles para el Viejo Groar. Independientemente de los defectos que encuentren sus clientes, siempre dirán: «Los percebes de Fariske, al menos, son superiores a los del Cimerio». ¿Por qué se queja?

—¡Porque había confiado en tu lealtad!

—Y la tiene, por supuesto.

—Entonces, ¿por qué ha llegado a mis oídos que vas a pintar esa antigua casa ruinosa, para que esté en condiciones presentables?

—Haré lo mismo por el Viejo Groar, si me paga.

—Así que ahora el viento sopla en esa dirección —suspiró Fariske—. ¿Cuánto te paga madame?

—La cantidad exacta es confidencial. En líneas generales, le diré que cuarenta ozols es una suma muy decente.

—¿Cuarenta ozols? —se asombró Fariske—. ¿Eso te paga la vieja Tchaga, que guarda cada dinketo que gana entre las piernas?

—Recuerde que soy un experto en la materia.

—¿Cómo voy a recordar algo que nunca me has dicho?

—Si no me daba tiempo ni para carraspear, ¿cómo habría podido describirle mis talentos?

—¡Bah! —murmuró Fariske—. Cuarenta ozols por un poco de pintura es una cantidad excesiva.

—¿Qué le parecería una serie de diez placas decorativas para colgar de las paredes, a cinco ozols cada una? Por seis ozols aplicaré esmalte plateado. Humillaré al Cimerio.

Fariske presentó una cauta contrapropuesta y la discusión prosiguió. Entretanto, Booch entró en la taberna con un grupo de jóvenes corpulentos; peones de granja, pescadores, jornaleros, etcétera. Tomaron asiento, pidieron cerveza y se enzarzaron en una ruidosa conversación. Jantiff captó algunos fragmentos de la misma.

—… con mis cuatro vurglos por el Sych…

—… hasta el estrecho de Wamish. ¡Allí es dónde se reúnen esos seres!

—¡Cuidado, Booch! ¡Recuerda la ictericia!

—No temas, no me llevaré ninguna a la boca.

—¿De qué está hablando esa gente? —preguntó Jantiff a Fariske.

—Van a cazar brujas. Booch es muy diestro.

—¿Cazar brujas? ¿Para qué?

—Herchelman cultiva su tierra como un sacerdote que plantara zarzas; alguien le robó el año pasado un montón de barbados, y ahora castiga a las brujas. Klaw tomó comida contaminada por las brujas; se sometió a la cura y ahora siempre lleva un gran bastón cuando sale de caza. Sittle se aburre; hará cualquier cosa nueva. Dusselbeck está orgulloso de sus vurglos y le gusta darles en qué ocuparse. Booch es especialista en brujas jovencitas; las derriba y las viola. El caso de Pargo es muy sencillo: disfruta matando.

Jantiff miró de reojo a los cazadores de brujas, que habían pedido más cerveza al sudoroso Voris.

—Me parece una diversión vulgar y brutal.

—Tienes razón. Nunca me gustó. Las brujas eran veloces; me caía continuamente en ciénagas y zarzales. La bruja disfruta tanto con el juego como los cazadores.

—Me parece difícil de creer.

Fariske levantó las palmas de las manos.

—¿Y por qué frecuentan nuestros bosques? ¿Por qué roban barbados? ¿Por qué sobresaltan nuestras noches con hogueras y apariciones?

—Aun así, la caza de brujas es una espantosa diversión.

—Son gente perversa —replicó Fariske con un gruñido de refutación—. No puedo entender sus costumbres. De todas formas, reconozco que las cacerías deberían conducirse con decoro. La conducta de Booch es vulgar; me sorprende que no haya pillado la ictericia. ¿Conoces el método de curación? Considero que Booch es intrépido, debido a los riesgos que corre.

Jantiff, que encontraba el tema agobiante, inclinó la jarra, que estaba vacía. Hizo una señal, pero Voris estaba ocupado con los cazadores de brujas.

—Si estamos por completo de acuerdo en las placas decorativas y en su precio…

—Pagaré veinte ozols, ni uno más ni uno menos, por diez cuadros, e insisto en un mínimo de cuatro colores, con pequeños toques de esmalte plateado.

Jantiff se volvió como para levantarse.

—No puedo perder más tiempo. No se regatean uno o dos ozols por obras de calidad estética.

—Se le puede dar la vuelta a la idea, como al temblante de un farmacéutico. Recuerda que serás tú, no yo, quien experimente el goce de la creación artística. No es poca cosa, diría yo.

Jantiff discutió el comentario y al cabo de un rato llegaron a un acuerdo. Fariske sirvió a Jantiff una pinta de Dankwort y se despidieron cordialmente.

El joven regresó a la cabaña. Dwan descendía hacia el oeste. La luz pálida acariciaba en diagonal su espalda y caía sobre la playa de Dessimo. Ráfagas de viento del sur, que ahora soplaba de vez en cuando sin gran fuerza, habían dispersado las nubes. El Océano de los Lamentos todavía se revolvía, furioso, y se estrellaba contra las rocas levantando enormes cataratas de espuma. Jantiff se sintió contento de no tener que recoger más percebes hasta el día siguiente. Cuando dejó atrás el bosque se detuvo para escuchar los lejanos aullidos de los vurglos, un ruido sordo y lúgubre que le produjo escalofríos a lo largo de la espalda, fruto de un temor ancestral. Percibió, más débiles, gritos y alaridos que brotaban de las gargantas de los hombres. Sonidos odiosos, pensó Jantiff. Caminó con más celeridad por la playa, con los hombros hundidos y la cabeza gacha.

Los aullidos de los vurglos fueron amortiguándose, pero de repente sonaron con más fuerza. Jantiff se detuvo en seco y miró con aprensión el Sych. Captó movimientos bajo los árboles, y un momento después divisó un par de figuras humanas que se escabullían entre las sombras. Jantiff movió sus miembros entumecidos y siguió su camino. De súbito se alzó un espantoso grito: el aullido de los vurglos, jadeos de dolor y terror humanos. Jantiff se quedó petrificado, con el rostro deformado por una mueca. Luego, gritó en el silencio y corrió hacia donde se producía el ruido, aunque se detuvo para coger una robusta rama que le serviría de garrote.

Un arroyo que brotaba del Sych se ensanchaba hasta convertirse en un estanque. Los vurglos saltaban de un lado a otro del arroyo y se lanzaban al estanque para despedazar a la mujer que se había hundido en el barro. Jantiff corrió alrededor de la charca sin dejar de gritar, y se paró donde comenzaba el barro. Dos vurglos sujetaban a la mujer por los hombros e intentaban hundir su cabeza en el agua. Uno le mordisqueaba el cráneo, el otro le desgarraba la nuca. La sangre derramada tiñó de oscuro la charca; la mujer hizo un movimiento espasmódico y murió.

Jantiff retrocedió poco a poco, enfermo de asco y rabia. Dio la vuelta y se encaminó a la carretera. Los vurglos aullaron de nuevo. Jantiff se giró en redondo, con el garrote preparado y ansioso de que le atacaran, pero los vurglos salieron en persecución del segundo miembro de la pareja. Una chica de facciones descompuestas y larga cabellera de color castaño claro salió corriendo del Sych. Jantiff reconoció al instante a la muchacha–bruja que había encontrado en la cabaña de los peones camineros. La perseguían cuatro vurglos con las enormes cabezas echadas hacia adelante, exhibiendo relucientes colmillos. La chica vio a Jantiff y se quedó inmóvil, desolada. Los vurglos embistieron y ella cayó de rodillas, pero Jantiff ya estaba a su lado. Volteó el garrote y rompió el espinazo del primer vurglo; se desplomó sobre la senda, retorciéndose en su agonía. Jantiff golpeó al segundo vurglo en la cabeza; dio un salto mortal y quedó tendido inmóvil. Los dos supervivientes recularon, después de lanzar un triste alarido. Jantiff se precipitó hacia ellos, pero huyeron a toda velocidad.

Jantiff regresó al lado de la muchacha, que jadeaba de rodillas, intentando recuperar el aliento. Las voces de los cazadores de brujas, procedentes del Sych, eran cada vez más nítidas; ya se podían diferenciar voces y gritos.

—¡Escúchame con atención! ¿Me oyes? —preguntó Jantiff a la muchacha–bruja.

La chica alzó un rostro atenazado por el miedo, sin otras señales de reconocimiento.

—¡Ponte de pie, aprisa! —gritó Jantiff—. Los cazadores se acercan; tienes que esconderte.

La agarró por el brazo y la levantó. El tercer vurglo se abalanzó sobre ellos por sorpresa. Jantiff tenía el garrote preparado y golpeó con todas sus fuerzas. El animal corrió en círculos chillando, mordiéndose sus propios cuartos traseros de color ratón. Jantiff golpeó una y otra vez con rabia histérica, hasta que el animal se desplomó. Se quedó jadeando un momento, con el oído atento. Los cazadores estaban confusos; Jantiff oyó que se llamaban unos a otros. Arrojó el vurglo muerto al arroyo, y luego hizo lo mismo con los dos cuerpos restantes. La corriente los arrastró hacia el océano.

Jantiff se volvió hacia la muchacha.

—¡Vamos, rápido! ¿Te acuerdas de mí? Nos encontramos en el bosque. ¡Por aquí, corre!

Jantiff la obligó a correr siguiendo el arroyo; cruzaron la carretera, treparon a las rocas de la orilla y llegaron al borde del agua. La chica se detuvo. Jantiff la introdujo a la fuerza en el agua y anduvieron tropezando y tambaleándose durante cincuenta metros, paralelos a la orilla. Descansaron un momento. Jantiff vigilaba ansiosamente la linde del bosque, mientras la muchacha miraba como atontada las aguas revueltas. Jantiff la alzó en brazos y atravesó la playa en dirección a su cabaña. Abrió de una patada la puerta improvisada y sentó a la joven en una de las sillas destartaladas.

—Quédate sentada aquí hasta que vuelva. Creo…, confío en que estarás a salvo, pero no salgas ni hagas el menor ruido.

Esta última, pensó Jantiff mientras volvía atrás por la playa, era una advertencia innecesaria, por cuanto la muchacha no había emitido ningún sonido desde el momento en que la encontró.

Jantiff regresó al punto en que el arroyo se cruzaba con el sendero. Tres personas salieron del Sych, las dos primeras guiadas por vurglos sujetos con correas. El tercer hombre era Booch.

Los vurglos, olfateando las huellas de la chica, se detuvieron donde había caído y luego tiraron de las correas en dirección al mar.

Booch divisó a Jantiff.

—¡Hola, tú, como te llames! ¿Dónde están las brujas que cazábamos en el Sych?

—Sólo he visto a una —dijo Jantiff, fingiendo una voz ansiosa y sumisa—. Oí a los vurglos cuando venía de la ciudad. Cruzó el sendero y la persiguieron hacia allí.

Señaló el mar, la dirección que los vurglos indicaban.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Booch.

—Apenas la vi, pero parecía joven y ágil. ¡Una bruja, seguro!

—¡Rápido! —gritó Booch—. ¡Es la que he perseguido por todo el bosque!

Los vurglos siguieron la pista hasta el borde del agua; allí se pararon y lanzaron espantosos aullidos. Booch escrutó la playa en ambas direcciones, y después el mar.

—¡Mirad! —señaló—. Allí hay algo. ¡Un cadáver!

—Es un vurglo —dijo uno de sus compañeros—. ¡Maldición y abyeccción[84]! ¡Creo que es mi Dalbuska!

—¿Dónde está la chiquilla? —aulló Booch—. ¿Se habrá ahogado? ¡Oye, amigo! ¿Qué viste? —preguntó a Jantiff.

—A la chica y a los vurglos. Les llevó hasta el agua y cuando me acerqué a mirar ya se había ido.

—¡Mis hermosos vurglos! Que Pastóla la maldiga; las brujas nadan bajo el agua como smollocks.

Booch apartó a Jantiff de un empujón y volvió a la carretera. Los otros dos le siguieron.

Jantiff vio cómo andaban hasta la charca y observaban el cadáver de la bruja. Tras unos minutos de murmurar entre sí llamaron a los vurglos y retornaron a Balad bajo los últimos rayos lavanda del sol poniente.

Jantiff regresó a la cabaña. Encontró a la muchacha donde la había dejado, sentada, pálida e inmóvil.

—Estás a salvo. No temas; aquí nadie te hará daño. ¿Tienes hambre?

La chica no hizo el menor movimiento. En estado de shock, pensó Jantiff. Encendió un buen fuego en la chimenea y giró la silla de la chica hacia la fuente de calor.

—Caliéntate. Haré sopa y percebes asados, con escalonias y aceite.

La chica miraba el fuego. Al cabo de unos momentos extendió las manos desganadamente hacia la llama. Jantiff, que preparaba la cena, observaba por el rabillo del ojo. El rostro de la joven, aunque ya no seguía desfigurado por el terror, estaba tenso y pálido. Jantiff intentó calcular su edad. Era más joven que él, pero aun así no podía mirarla como a una niña. Sus pechos eran pequeños y redondos; las caderas, aunque indudablemente femeninas, eran esbeltas y discretas. Tal vez, pensó Jantiff, era delgada por naturaleza. Jantiff trabajó con ahínco y no tardó en servir la mejor cena que le permitían sus recursos.

La chica no se mostró tímida para comer, aunque comió poco. Jantiff trataba de entablar conversación de vez en cuando.

—Bueno, ¿te sientes mejor?

No hubo respuesta.

—¿Quieres más sopa? Toma, un magnífico percebe.

Tampoco respondió. Cuando Jantiff intentó servirle más comida, ella apartó la plata.

Su conducta era casi la de una sordomuda, pensó Jantiff. Sin embargo, algo en su actitud le hacía dudar. ¿Quizá su idioma le era desconocido? Esta consideración caía por su propio peso; tampoco en el claro del bosque se había producido la menor conversación.

—Me llamo Jantiff Ravensroke. ¿Cuál es tu nombre?

Silencio.

—Muy bien, tendré que ponerte un nombre. ¿Qué te parece Pusskin, o Tickaboo, o Parsnip? Mejor aún, Jilliam[85]. Es muy bonito. Pero no quiero hacer bromas. Te llamaré Glisten[86], por tu pelo y tus uñas doradas. Te llamarás Glisten.

Pero Glisten no reaccionó ante su nuevo nombre, y continuó sentada, inclinada hacia adelante, con los brazos apoyados sobre las rodillas, la vista clavada en el fuego. Jantiff advirtió poco después que estaba llorando.

—Vamos, vamos, eso no servirá de nada. Has pasado un mal trago, pero…

La voz de Jantiff se quebró. ¿Cómo podía consolarla de la muerte de alguien que tal vez fuera su madre? ¡Su autocontrol era maravilloso! Se arrodilló delante de ella y le acarició la cabeza con cautela. Ella no le hizo caso, y Jantiff desistió.

El fuego menguaba. Jantiff salió al exterior, buscó leña y escrutó la noche. Cuando volvió adentro, Glisten, como había decidido llamarla, se había tendido en el suelo húmedo con la cabeza apoyada en la tierra. Jantiff la examinó un momento, se inclinó y, tambaleándose con torpeza, la transportó hasta la cama. Yació pasiva, como carente de fuerzas, con los ojos cerrados. Jantiff alimentó el fuego con tres grandes troncos y se quitó las botas. Tras un momento de vacilación le quitó las sandalias a Glisten con timidez; observó que también llevaba las uñas de los pies doradas. ¡Una curiosa vanidad! ¿Tal vez un símbolo de casta, o de clase social, o un simple adorno convencional? Se acostó a su lado y tiró hacia arriba de la vieja colcha raída, un artículo que también había rescatado del cobertizo de Fariske. Durante mucho rato yació despierto, hasta que la respiración de la muchacha indicó que estaba dormida.