11

Dwan, al alzarse en el cielo, proyectó la sombra de Jantiff sobre la carretera, delante de él. Al igual que en Arrabus, la luz parecía brillar con una sobresaturación de colorido. En estas latitudes, a mitad de la curva de Wyst, el efecto se acentuaba y Jantiff fantaseó que, si examinara una mancha de luz en el punto donde el rayo se abría paso a través del follaje, descubriría innumerables puntos de color, como si se tratase de diez millones de gotas de rocío microscópicas… Recordó la primera vez que se había asombrado de la luz y del estímulo experimentado. ¡Qué escaso beneficio había extraído! De hecho, todo lo contrario. Sus dibujos y bocetos habían dado lugar a aquellos acontecimientos que eran la fuente de sus problemas. ¡Y todavía no se divisaba el final! Al menos, desde Balad podría telefonear al cursar, que no dudaría en facilitarle un medio de transporte a Uncibal y el acceso al espaciopuerto de la ciudad sin correr el menor riesgo. Jantiff, que caminaba hacia el sur a buen paso, empezó a interesarse en el paisaje. Cuando volviera a Zeck, relataría historias maravillosas.

La carretera, flanqueada por anchos árboles de tronco enorme, ascendía una pendiente, y después se deslizaba una loma baja. Delante se extendían bosques interminables de exóticos árboles indígenas, algunos de los cuales remontaban su linaje hasta la propia Vieja Tierra, salvando el abismo de la Extensión Gaénica. Se imaginó llegando al espaciopuerto Alfa Gaea de la Tierra, donde fabulosas ciudades y antigüedades inimaginables aguardaban su examen. ¿Cuánto le costaría? Tal vez dos o tres mil ozols. ¿Cómo conseguiría tanto dinero? De una forma u otra; nada era imposible. Lo primero era regresar sano y salvo a Zeck.

Engañándose con fantasías y esperanzas, Jantiff recorrió varios kilómetros, andando a grandes zancadas. Cuando Dwan alcanzó su cénit, apenas sobrepasada la mitad norte del cielo, Jantiff se detuvo junto a un riachuelo para comer parte de sus provisiones. Por un momento, al menos, el bosque se le antojó plácido y desprovisto de amenazas. ¿Cuántos kilómetros habría recorrido? Quince, como mínimo… Un grupo de ocho personas surgió del bosque, a unos cincuenta metros de distancia. Jantiff se puso tenso, pero luego decidió quedarse sentado en silencio.

Había tres mujeres, que llevaban vestidos largos, tres hombres, ataviados con chaquetas negras y pantalones verde pálido, un niño y un mozalbete. Todos eran rubios; el cabello del niño era de color paja. El grupo se detuvo al divisar a Jantiff, como preocupado, y después, sin hablar ni hacer señales, se volvió y se dirigió por la carretera hacia el sur. El mozalbete y el niño formaban la retaguardia.

Jantiff les vio alejarse. De vez en cuando, el niño volvía la vista atrás, pero tal vez por la educación recibida no hizo ningún comentario a los mayores. El grupo dobló un recodo y se perdió de vista.

Jantiff se puso en pie al instante y se encaminó hacia el lugar en que las brujas habían salido del bosque. A pocos metros de la carretera vio un árbol cargado de ciruelas púrpuras. Jantiff se contuvo. Cabía la posibilidad cíe que las brujas hubieran comido la fruta, pero también podía darse el caso de que contuviera un veneno que se desvaneciera al cocerla o someterla a otro proceso… Jantiff prosiguió su camino con la misma velocidad de antes, indiferente a la posibilidad de alcanzar a las brujas. No habían demostrado el menor síntoma de hostilidad, y habrían comprendido que él no representaba ninguna amenaza. Pero cuando llegó a un punto desde el que tenía una buena perspectiva de la carretera, no vio a las brujas por parte alguna.

Jantiff siguió caminando con decisión, pero a medida que la tarde pasaba sus zancadas se hicieron más cortas y las piernas le empezaron a doler. Cuando Dwan descendió hacia el noroeste, la tierra que se extendía delante de él se convirtió en una línea de salientes rocosos y hondonadas que se replegaban. Sobre un promontorio que dominaba la carretera, las ruinas de un gran palacio se veían esparcidas entre una docena de tzungs negros. Un lugar penoso, pensó Jantiff, ideal para las citas de espíritus melancólicos. Pasó de largo a toda la velocidad que le permitieron sus piernas y avanzó por un barranco en el que un riachuelo serpenteaba entre las rocas. La quebrada de Gant, decidió Jantiff. Era un paraje frío y oscuro; se sintió aliviado al desembocar en un prado.

Dwan casi rozaba el horizonte. Jantiff miró en todas direcciones, buscando el cobertizo que Swarkop había mencionado, pero no divisó ningún edificio parecido. Se puso de nuevo en marcha con la cabeza gacha, mientras los últimos rayos de Dwan acariciaban la pradera. La carretera se internó en otro bosque, y Jantiff penetró en la tenebrosa oscuridad, seguro de que dejaba atrás la cabaña.

Su nariz captó una ligera emanación de humo. Jantiff se detuvo en seco, avanzó lentamente y no tardó en distinguir, a unos cincuenta metros de distancia, una hoguera.

Jantiff se acercó con suma cautela y se asomó a un pequeño prado. Allí estaba el cobertizo. Ocho personas estaban sentadas alrededor del fuego: tres hombres y tres mujeres de diferentes edades, un niño de cuatro o cinco años y una muchacha que apenas había abandonado la adolescencia. Se trataba, sin duda alguna, de la gente que Jantiff había visto antes. ¿.Cómo habían llegado tan pronto? Jantiff no pudo calcular su velocidad. Estaba claro que llevaban descansando al menos una hora. Les examinó desde las sombras. Su aspecto no era misterioso ni horrísono, como se describía a las brujas. En realidad, era gente de lo más normal. Jantiff recordó que sus antepasados eran los nobles cuyos palacios estaban diseminados por las Tierras Misteriosas. Todos eran rubios que oscilaban entre el color paja y el ámbar mate, pasando por el castaño claro. La chica, en concreto, era muy bonita. ¿Un engaño del resplandor del fuego? ¿Una de las alucinaciones o hechizos propios de su supuesta condición?

Nadie hablaba; todos miraban el fuego como sumidos en hondas meditaciones.

Jantiff avanzó. Quiso proferir un saludo cordial, pero sólo le salió un «hola» bastante estridente.

El niño se tomó la molestia de volver la cabeza; los demás no le hicieron caso.

—¡Hola! —gritó Jantiff por segunda vez, dando un paso adelante—. ¿Puedo sentarme junto al fuego?

Algunos miembros del grupo le dedicaron una fugaz mirada, pero nadie habló.

Aceptando la ausencia de hostilidad activa como una invitación.

Jantiff se arrodilló junto a las llamas y se calentó las manos. Intentó trabar conversación de nuevo.

—Me dirijo a Balad, donde confío en comprar un pasaje y marcharme. Soy extranjero; mi casa está en Zeck, en el Fiafimer. He pasado unos meses en Uncibal, pero ya me he cansado. Demasiada gente, demasiada confusión… No sé si habéis estado allí…

La voz de Jantiff terminó apagándose; nadie parecía escucharle.

¡Una conducta extrañísima! Bueno, si prefieren el silencio a la conversación están en su derecho. En el caso de ser auténticos brujos, conocerían medios misteriosos de comunicarse sin hablar. Jantiff experimentó una punzada de temor. Examinó disimuladamente al grupo, de izquierda a derecha. Sus ropas, tejidas en tonos verde, rosa y pardo claro, eran muy adecuadas para desplazarse por los bosques. En lugar de sombrero, los hombres llevaban pañuelos; el cabello de las mujeres caía suelto sobre sus orejas. Todos se habían dorado las uñas, que brillaban a la luz del fuego. Sin embargo, no exhibían adornos, talismanes o amuletos. Si dominaban algún arcano, lo hacían con discreción. Daba la impresión de que ya habían cenado. Una olla estaba vuelta del revés sobre un banco, y también vio una plata con restos de pastel de skillet.

—Estoy muy hambriento —dijo Jantiff, envalentonado por la aceptación de su presencia—. ¿Podría terminarme el pastel de skillet?

Nadie se pronunció a favor o en contra. Jantiff cogió una modesta porción del pastel y la devoró con buen apetito.

El fuego empezó a apagarse; la chica se levantó para ir a buscar troncos. Jantiff observó que era esbelta y atractiva; se levantó de un salto y corrió para ayudarla y tuvo la impresión de que los labios de la muchacha dibujaban una sonrisa casi imperceptible. Los demás no les prestaban atención, salvo el niño, que les miró con cierta insistencia.

Jantiff comió otro trozo de pastel y se preguntó si el grupo pensaba dormir en el cobertizo… La puerta estaba cerrada. Quizá temían las trampas de los peones camineros.

El fuego se reavivó. El silencio era total. Los párpados de Jantiff se cerraron. Cayó dormido.

Jantiff se despertó lenta e intermitentemente. Yacía sobre la tierra, entumecido y helado. El fuego se había reducido a ascuas. Jantiff escrutó las tinieblas. No se veía a nadie; los brujos se habían marchado.

Jantiff se incorporó y se inclinó sobre las brasas. Unas gotas de lluvia se estrellaron contra su cara. Se puso en pie trabajosamente y se quedó oscilando en la oscuridad. Agradecería de todo corazón un refugio. Se planteó la posibilidad del cobertizo; debía estar en aquella dirección.

Tanteando en las tinieblas encontró las paredes de tablas y avanzó hacia la puerta. La aldabilla se movió bajo su mano; la puerta se abrió con un crujido. Al oír el sonido el corazón le dio un vuelco, pero nadie, o nada, pareció darse cuenta. Escuchó. Silencio absoluto en el interior de la cabaña. Ni un suspiro, ni un movimiento, nada que sugiriese la presencia de gente durmiendo. Jantiff intentó avanzar un paso, pero descubrió que era incapaz de hacerlo: su cuerpo se resistía.

Jantiff estuvo vacilando un minuto, cada instante menos decidido a entrar en la cabaña. Había algo dentro, le decía una zona recóndita de su cerebro; caería sobre él con un horrible sonido balbuceante. Así había ocurrido en una pesadilla que recordaba de su infancia, tal vez anticipando este preciso momento. Jantiff retrocedió. Se alejó tambaleando hasta el lugar en el que la chica y él habían recogido leña, y no tardó en encontrar ramas muertas con las que alimentar la hoguera. Tras un gran esfuerzo reavivó el fuego, que ardió finalmente con reconfortantes llamaradas. Se sentó y entró en calor, dispuesto a permanecer despierto. Se volvió para mirar la cabaña, visible ahora a la luz del fuego. No se podía ver nada a través de la puerta abierta. Jantiff desvió al instante su mirada, para evitar cometer alguna ofensa… Su mente se extravió, sus ojos se cerraron… Un crujido le despertó bruscamente. Alguien había cerrado la puerta del cobertizo.

Jantiff se acuclilló. ¡Huir! ¡Huir a toda prisa! El animal histérico que se escondía en su interior bramaba… Pero ¿huir adónde? ¿Hacia las tinieblas? Jantiff fue a buscar más leña y reavivó el fuego, disipadas sus ansias de dormir.

Una luz purulenta se insinuó en el cielo. Los contornos del prado tomaron forma. Jantiff parecía una figura tallada en madera junto al ardiente fuego. Agitó los troncos; se sentía tan viejo como el mundo, se puso rígidamente en pie y comió sus últimas provisiones de pan y carne. Dirigió una sola e indiferente mirada al cobertizo y reanudó su viaje hacia el sur.

Las brumas se disiparon a media mañana. La radiante luz de Dwan bañó el paisaje y Jantiff recobró los ánimos. Los acontecimientos de la noche anterior se habían borrado de su mente, al igual que los episodios de un sueño.

La carretera cruzaba un río. Jantiff bebió, se lavó la cara y comió bayas de un matorral bajo. Descansó durante diez minutos y reanudó la marcha.

La configuración del terreno fue variando poco a poco. El bosque se hizo menos denso y dejaba a un lado campos pedregosos. Jantiff encontró a mediodía una pista que torcía a la derecha, y pasados unos dos kilómetros las pistas proliferaron. Jantiff atravesó una tierra rocosa y desolada, cubierta de gruesos arbustos y corales de tierra. A su izquierda, el bosque continuaba hacia el sudeste, tan sombrío y espeso como antes.

A media tarde llegó a una granja de apariencia modestamente próspera. Un joven de su misma edad trabajaba tras una valla, regando los troncos de árboles frutales. Se irguió al aproximarse Jantiff, y caminó hasta la valla para verle mejor. Era un individuo robusto, de nariz larga y estrecha y pelo recogido en tres trenzas. Jantiff le dirigió un saludo cortés, pero ante la expresión de estupefacción sarcástica del granjero, prosiguió su camino.

Sin embargo, la curiosidad del granjero se despertó.

—¡Eh, oiga! ¡Espere un momento!

—¿Se dirige a mí? —preguntó Jantiff al detenerse.

—Naturalmente. ¿Ve a alguien más?

—Creo que no.

—¡Bien, bien! Usted no es de aquí, desde luego.

—En efecto. Estoy visitando Wyst. Mi hogar se encuentra en Frayness de Zeck.

—No conozco ese sitio, pero me atrevería a decir que existen millones de agujeros y madrigueras en el Cúmulo de los que no sé nada.

—Sin duda éste es el caso.

—Bueno, pues… ¿por qué va caminando por la carretera de Sych, que sólo conduce al lago Neman?

—Un amigo me transportó desde Uncibal y me dejó en el lago Neman. Vengo andando desde allí.

—¿Ha visto muchas brujas? Me han dicho que ha venido otra tribu desde el Haralumilet.

—Sí, me topé con un grupo de vagabundos, pero no me molestaron. De hecho, se comportaron con mucha educación.

—Estará de suerte si no le hacen probar su comida corrupta[78].

—Le aseguro que soy muy remilgado al respecto —sonrió débilmente Jantiff.

—¿Y qué hace por aquí?

Jantiff había preparado de antemano una respuesta a esta pregunta.

—Soy estudiante y viajo gracias a una beca para investigación. Quería visitar Blale antes de volver a casa.

—Aquí no encontrará nada que estudiar —gruñó el granjero, escéptico—. Somos gente muy normal. Más le habría valido quedarse a estudiar en casa.

—Es posible. —Jantiff inclinó la cabeza con rigidez—. Perdone, pero debo seguir mi camino.

—Como quiera, siempre que no entre en el huerto y ande de aquí para allá entre mis estupendos ciruelos, sea para estudiar, meditar o dar un paseíto, porque entonces creería que es usted un ladrón, y le soltaría a Stanket.

—No tengo la menor intención de robar su cosecha —repuso Jantiff con dignidad—. Buenos días.

Continuó hacia el sur. La carretera corría paralela al huerto de ciruelos. Reparó en racimos de fruta que colgaban casi al alcance de la mano, pero pasó de largo con paso decidido, pese a que en apariencia no le vigilaban.

Cada vez advertía más signos de que la tierra estaba habitada. Hacia el oeste se extendían campos de cultivo y numerosas granjas, con huertos y campos de cereales. El bosque avanzaba implacable hacia el sur, tan espeso, alto y denso como antes. Jantiff no tardó en divisar una aglomeración de edificios desvencijados: la ciudad de Balad. A la derecha, un grupo de almacenes y talleres indicaba el emplazamiento del espaciopuerto. No había tráfico en la pista.

Jantiff obligó a sus fatigadas piernas a realizar un último esfuerzo, y avanzó a toda la velocidad que le permitían sus fuerzas.

Un río caudaloso y perezoso serpenteaba desde el este. La carretera se ciñó al margen del Sych. Jantiff miró por casualidad al bosque y se detuvo en seco, con las piernas súbitamente paralizadas. A veinte metros de distancia, camuflados en el juego de luces y sombras, había tres hombres inmóviles y silenciosos, como animales míticos, vestidos con chaquetillas negras y pantalones verde claro.

Jantiff les miró, mientras el sobresalto le aceleraba el pulso. Los tres le devolvieron la mirada con gravedad, o tal vez tenían la vista clavada en otro punto situado detrás de él.

El joven dejó escapar un suspiro entrecortado; después, como creyó reconocer a los hombres de la noche anterior, levantó la mano en un saludo incierto. Los tres hombres, como si no se hubieran dado cuenta, continuaron con la mirada fija en Jantiff o en donde fuera, como antes.

Jantiff se obligó a avanzar alejándose del bosque. Cruzó el río por un viejo puente de hierro y llegó por fin a los arrabales de Balad.

La carretera fue ensanchándose hasta convertirse en una avenida de cincuenta metros de anchura que atravesaba la ciudad de un extremo a otro. Jantiff hizo un alto y paseó la mirada en derredor, afligido. Balad era más pequeña y atrasada de lo que esperaba, sólo un pueblo barrido por el viento enclavado sobre las dunas, a la orilla del Océano de los Lamentos. Una serie de tiendecillas se alineaban en la acera sur de la calle principal. Enfrente había un mercado, un edificio ruinoso, un conjunto de clínica y dispensario, un gran establo que hacía las veces de garaje para la reparación de los vehículos de los granjeros y un par de tabernas: el Viejo Groar y el Cimerio.

Las calles laterales descendían hasta el río, donde había amarradas media docena de barcas pesqueras. Las calles estaban flanqueadas por casas familiares que dominaban el río. Éste se convertía en un estuario de poca profundidad a unos setecientos metros de Balad, y desembocaba en el océano. Unos pocos niños pálidos de cabello oscuro jugaban en las calles. Junto al Viejo Groar estaban aparcados media docena de vehículos de ruedas y un par de tractores; un número similar se veía al lado del Cimerio.

El Viejo Groar era la más cercana. Se trataba de un edificio de dos plantas, con bloques de sinter en la parte inferior y la madera que revestía la parte superior pintada de negro, rojo y verde, con el fin de producir un efecto de tediosa frivolidad.

Jantiff abrió la puerta y entró en una sala normal amueblada con mesas largas y bancos e iluminada por ventanas de vidrio color magenta cubiertas de polvo, situadas en lo alto de una pared lateral. Era un momento del día en que se registraba escasa actividad, y en la sala sólo había siete u ocho clientes, que bebían cerveza en vasijas de barro y jugaban al sanque[79].

Jantiff echó un vistazo a la cocina, donde un hombre corpulento, notable por su calva brillante y un frondoso bigote negro, estaba de pie con un cuchillo y un cepillo, dispuesto a limpiar un enorme pescado. Su actitud sugería mal humor, provocado por motivos que no era fácil discernir. Al levantar los ojos y ver a Jantiff bajó el cuchillo y el cepillo y habló con brusquedad.

—¿Sí, señor? ¿En qué puedo servirle?

—Señor, soy un viajero extranjero —tartajeó Jantiff, turbado—. Necesito comida y alojamiento, y como no tengo dinero me gustaría trabajar para pagarle.

El tabernero dejó caer los utensilios. Su comportamiento experimentó un cambio y se transformó en lo que debía ser su afabilidad pomposa normal.

—¡Ha tenido suerte! La criada está dando a luz, y el mozo, tal vez por simpatía, también se ha puesto enfermo. Carezco de un sinfín de comodidades, pero el trabajo no es una de ellas. Hay mucho que hacer y puede empezar ahora mismo. Como primera tarea, sea tan amable de limpiar este pescado.