10

Jantiff, con los hombros hundidos y echando chispas por los ojos, rodó por el río Uncibal hacia el oeste, lejos del espaciopuerto, lejos de la Centralidad de Alastor, lejos para siempre del detestable Rosa Viejo, donde habían comenzado sus tribulaciones. Imágenes fragmentadas giraban en su mente, agitada por la rabia y por enfermizos recelos ante la perspectiva de atravesar las Tierras Misteriosas. ¿Cuánto faltaba para Balad? ¿Mil quinientos kilómetros? ¿Tres mil? En cualquier caso, una distancia enorme, atravesando una tierra de bosques, ruinas desmoronadas y grandes ríos perezosos, brillando como mercurio a la luz de Dwan… Algo estimuló la mente de Jantiff; la mención de un autobús cuyo trayecto finalizaba en el Sindicato Metalúrgico. Alguien había bromeado sobre ir a Balad en ese medio de transporte, así que debía de existir alguna relación. Por desgracia, los viajes eran caros en Wyst cuando se pagaban en fichas, de las que ya le quedaban muy pocas. Pensó sombríamente en su amuleto familiar, un disco de cuarzo rosa labrado engastado en un pulsera de estelto. Quizá le sirviera para comprar el pasaje a Balad.

Jantiff siguió viajando a lo largo de la tarde que declinaba, el crepúsculo y el anochecer. Al desviarse por el Gran Acceso del Sur se encontró repitiendo la ruta de los participantes en el festín de bonter. ¡Cuán lejano le parecía el acontecimiento, y sólo habían transcurrido cuatro días! El estómago de Jantiff se rebeló ante el recuerdo.

Rodó hacia el sur y atravesó los arrabales de la ciudad. Se había hecho de noche en seguida, una noche oscura y húmeda por culpa de las nubes bajas. Hebras de niebla fría recorrían las avenidas del distrito 92, y las farolas se convirtieron en espectrales protuberancias luminosas. Poca gente se atrevía a salir con este tiempo, y cuando el acceso se apartó de la ciudad su número disminuyó todavía más, de modo que Jantiff rodaba prácticamente solo.

La vía ascendió una larga pendiente. Uncibal, detrás y abajo, se transformó en una cinta de luz brumosa, a derecha e izquierda. Después, la vía giró hacia el valle Avanzado y Uncibal se perdió de vista.

Delante aparecieron las luces del Sindicato Metalúrgico. La valla corría paralela a la vía humana, y las numerosas descargas de energía que saltaban entre los cables parecían más siniestras que nunca en la oscuridad.

Contra el cielo se recortaban montones de mineral, escoria y turba. Una barcaza descargaba mineral en una tolva subterránea, produciendo un estruendo metálico. Jantiff se quedó mirando, preso de un súbito interés. Seguramente, después de descargar el mineral, la barcaza regresaría a las minas, en algún lugar de Blale, en la periferia sur de las Tierras Misteriosas… Un medio de transporte rápido y barato, si podía valerse de él. Jantiff se acercó al borde de la vía y descendió. La barcaza se movió y se estacionó bajo otra tolva, donde se produjo un nuevo estruendo cuando cargó mineral. Jantiff consideró la situación. La valla ya no le bloqueaba el camino, pero entre él y la barcaza se interponía una zona iluminada por farolas. Sin duda le verían si se aproximaba desde la dirección de la vía humana.

Jantiff volvió a la vía humana y recorrió cien metros, más allá de la zona iluminada. Descendió una vez más y atravesó el campo en tinieblas, mojado porque los montones de escoria rezumaban. El barro en el que Jantiff chapoteaba liberó un acre hedor. Maldijo en voz baja y se acercó al lado en sombras del montón, donde advirtió que la tierra era algo más firme. Jantiff se desplazó con cautela a un punto desde el que podía divisar el campo, justo a tiempo de ver la barcaza elevarse y desaparecer en la noche.

Jantiff contempló desalentado cómo se desvanecían las luces laterales: allá iba su medio de llegar al sur. Encogió los hombros para defenderse del frío. Inmóvil en las sombras, se sintió más solo que nunca, tan aislado y lejano como si ya estuviera muerto o flotando en el vacío.

Se estremeció. No servía de nada quedarse estúpidamente de pie en medio del frío, aunque tampoco se le ocurría nada mejor.

Una luz atravesó el cielo. ¡Otra barcaza! Se situó sobre la tolva de descarga, y el piloto se inclinó desde su cabina para distinguir las señales del encargado de la tolva.

Los compartimientos se ladearon. Un chorro de mineral cayó con estrépito. Jantiff reunió todo su aplomo. La barcaza se deslizó hacia una tolva cercana a su escondite; la escoria cayó por el conducto dentro de la barcaza. Jantiff atravesó a toda velocidad el terreno que le separaba. Alcanzó la barcaza y trepó a un reborde horizontal de la base de los recipientes de carga. Tanteó para encontrar un asidero seguro, pero sólo encontró rebordes verticales. Caería en cuanto la barcaza volara con el viento en contra. Jantiff saltó y se aferró al borde superior del compartimiento de mineral. Se izó sobre el borde pataleando y empleando todas sus fuerzas, hasta introducirse en el compartimiento, que en ese momento recibía su carga desde la tolva. Jantiff hizo toda clase de equilibrios y trepó arrastrándose por la escoria para evitar quedar enterrado.

El piloto volvió la cabeza. Jantiff se tendió cuanto pudo. ¿Le habría visto? Evidentemente, no. La barcaza cargada ganó altura y se sumergió en la oscuridad. Jantiff exhaló un largo suspiro estremecido. Había dejado atrás Arrabus.

La barcaza voló durante dos o tres kilómetros, aminoró la velocidad y pareció dejarse arrastrar por la corriente. Jantiff alzó la cabeza, perplejo. ¿Qué ocurría? Un farol situado en el techo de la cabina de control iluminó la zona de carga; el piloto salió de la cabina y atravesó el pasadizo central en dirección a la popa.

—Bueno, tío, ¿a qué juegas? —gritó a Jantiff.

Jantiff se arrastró por la escoria hasta que, poniéndose en pie, pudo ver la amenazadora figura. No le gustó lo que vio. El piloto era un hombre notablemente feo. Su rostro, redondo y pálido, descansaba directamente sobre un torso que recordaba un tonel. Tenía los ojos muy separados, casi cabalgando sobre los pómulos. La nariz, apenas un botón de cartílago, parecía completamente inadecuada para oxigenar un cuerpo tan imponente.

—Bueno, ¿a qué juegas? —repitió el piloto con la misma voz áspera—. ¿No te has enterado de las noticias? Somos duros con los presos atolondrados.

—No soy un preso —gritó Jantiff—. Intento irme de Uncibal. Sólo quiero atravesar las Tierras Misteriosas hasta llegar a Blale.

El piloto le miró con incredulidad sardónica.

—¿Qué buscas en Blale? Te aseguro que no encontrarás vumpo gratis; todo el mundo se gana las judías.

—No soy arrabino —explicó Jantiff, nervioso—. Ni siquiera soy un inmigrante, soy un visitante de Zeck. Pensaba que quería visitar Wyst, pero ahora me muero de ganas de marcharme.

—Bien, puedo creer que no eres un preso; te lo habrías pensado dos veces antes de subirte a la barcaza. ¿Te imaginas lo que te habría pasado si no llego a apiadarme de ti?

—No, exactamente, no —murmuró Jantiff—. No quería perjudicarle.

—Primero, para salvar las montañas Daffledaw me elevo a cuatro mil quinientos metros de altura, donde el aire es gélido y las nubes jirones de hielo notante. En tal caso, te quedarías congelado y morirías. No, no, no discutas. He visto cómo sucedía. Sigamos. ¿Adónde crees que llevo esta escoria? ¿A que la conviertan en una tiara para la amante de algún contratista? No, ni mucho menos. Sobrevuelo el lago Neman, donde el contratista Shubart está construyendo su rampa. Abro los compartimientos y la escoria cae, junto con tu cadáver congelado, desde una altura de kilómetro y medio hasta desaparecer en las aguas negras. ¿Qué te parece?

—Ignoraba todo eso —dijo Jantiff, afligido—. De haberlo sabido, habría elegido otro medio de transporte.

El piloto asintió enérgicamente.

—No eres un presidiario, eso está claro. Saben muy bien la suerte que les espera a los polizones. —La voz del piloto adquirió un tono más indulgente—. Bueno, estás de suerte. Te llevaré a Blale… siempre que pagues cien ozols por el privilegio. De lo contrario, medirás tus fuerzas con el frío y el lago Neman.

—Los arrabinos me lo han robado todo. Sólo me quedan unas pocas fichas.

Jantiff reculó, asustado.

El piloto mantuvo la vista baja durante un horrible instante.

—¿Qué guardas en la bolsa colgada del cinturón?

Jantiff esparció el contenido.

—Cincuenta fichas y unos trozos de alga.

—¿Y de qué me sirve esta basura? —gruñó el piloto.

Giró sobre sus talones y avanzó por el pasadizo hacia su cabina.

Jantiff tropezó y resbaló en la escoria suelta mientras intentaba alcanzarle.

—No tengo nada en este momento, pero mi padre te recompensará. Te lo aseguro.

El piloto se volvió y examinó los compartimientos con exagerada atención.

—No veo a nadie más. ¿Dónde está tu padre? Que salga y pague.

—No está aquí; vive en Frayness de Zeck.

—¿Zeck? ¿Por qué no lo dijiste antes? —El piloto alargó el brazo e izó a Jantiff hasta la pasarela—. Soy un gatzwanger de Kandaspe, que no está muy lejos de Zeck. Los arrabinos no sólo están locos, sino que son unos guarros. Ven a la cabina. Me asombra ver a un elitista en semejante apuro.

Jantiff siguió al gigantesco piloto hasta la cabina, todavía inseguro.

—Siéntate en aquel banco. Estaba a punto de tomar un bocado. ¿Te importa acompañarme o prefieres tus algas?

—Te acompañaré con sumo placer. Mis algas se han puesto un poco rancias.

El piloto sacó pan, carne, escabeches, una jarra de vino, e indicó a Jantiff que se sirviera.

—Has tenido la gran suerte de toparte conmigo, Lemiel Swarkop, y no con otros que yo me sé. La verdad es que desprecio a los arrabinos y llevaría a cualquiera que quisiera marcharse, presidiario o no. Conozco a un tal Booch, ahora chofer personal del contratista Shubart y en otros tiempos piloto. Sólo es cordial cuando quiere conquistar a una chica, pero aun en ese caso es voluble…, si te crees sus chismes.

Jantiff decidió ocultar que conocía a Booch.

—Os estoy muy agradecido a ti y a Cassadense[75].

—En cualquier caso, las Tierras Misteriosas no son lugares adecuados para una persona como tú. Nadie mantiene el orden; cada hombre va a la suya, y es preciso luchar, esconderse o correr, a menos que seas de naturaleza sumisa.

—Sólo quiero marcharme de Wyst. Me dirijo al espaciopuerto de Balad con este único propósito.

—Quizá debas esperar mucho tiempo.

—¿Porqué? —inquirió Jantiff, alarmado.

—Él espaciopuerto de Balad es una simple pista de aterrizaje junto al mar. Es posible que una nave de carga aterrice una vez al mes, transportando géneros para la ciudad de Balad y el contratista Shubart. Tendrías mucha suerte si encontraras una nave que te llevara a Zeck.

Jantiff asimiló la información en un sombrío silencio.

—¿Cómo puedo volver a Zeck? —preguntó por fin.

—La elección obvia es el espaciopuerto de Uncibal, de donde parten naves cada día —contestó Swarkop, dirigiéndole una mirada inquisitiva.

—Es verdad —reconoció Jantiff sin gran convicción—. Siempre existe esa posibilidad. Tendré que pensarlo.

La barcaza voló hacia el sur a través de la oscuridad. Jantiff, vencido por la fatiga, se durmió. Swarkop se tendió en un catre situado en un lado de la cabina y empezó a roncar estruendosamente. Jantiff echó un vistazo por las ventanas delanteras, pero sólo distinguió oscuridad abajo y las estrellas del Cúmulo de Alastor arriba. Una luz parpadeante apareció por un costado y pasó en ángulo recto con la quilla. ¿Quién osaba atravesar aquel desierto de tinieblas? ¿Por qué estaba la luz encendida a una hora tan avanzada? ¿Gitanos, vagabundos, alguien sumido en hondas preocupaciones? La luz se perdió tras la popa y desapareció.

Jantiff se estiró en el banco e intentó dormir. En algún momento se sumió en el sueño, y pocas horas más tarde le despertó el ruido sordo de las botas de Swarkop.

Jantiff parpadeó, gimió y se incorporó a regañadientes. Swarkop se lavó la cara en la pila, resoplando y bufando como un animal a punto de ahogarse. Una turbia luz grisácea dio relieve a los contornos de la cabina. Jantiff se levantó y se acercó a la ventana de proa. Dwan todavía no había hecho aparición; el cielo era una extensión lóbrega y gris. Bajo él divisó el bosque, en el que se abría de vez en cuando un claro, que se extendía hacia el sur, hasta fundirse con una hilera de colinas.

Swarkop puso una taza de té frente a Jantiff y contempló el paisaje.

—¡Una mañana melancólica! Las nubes están húmedas como peces muertos y el bosque de Sych es absolutamente deprimente, apto sólo para hombres salvajes y brujas.

Levantó la mano y dibujó en el aire una serie de extraños signos. Jantiff le miró con disimulo, pero, por delicadeza, evitó hacer comentarios.

—Cuando un hombre inteligente vive en un lugar extraño practica las costumbres y cree en las creencias de ese lugar, al menos como precaución sensata. Cada mañana, los hombres salvajes de Sych hacen estos signos, persuadidos de su acción benéfica. ¿Para qué llevarles la contraria, o desdeñar lo que, a fin de cuentas, puede ser una técnica muy práctica?

—Tienes mucha razón —dijo Jantiff—. Me parece un punto de vista muy razonable.

—El Sych encierra un millar de secretos —dijo Swarkop, mientras servía más té—. ¿Puedes creerte que hace miles de años ésta era una tierra fértil? Ahora, los palacios están cubiertos de moho.

—Parece imposible —exclamó Jantiff, agitando la cabeza.

—¡No opina lo mismo el contratista Shubart! Se le ha metido entre ceja y ceja derribar los bosques y abrir la tierra. Establecerá granjas y casas solariegas, pueblos y condados, y entonces se autonombrará rey de las Tierras Misteriosas. ¡Oh, le encanta la pompa al contratista Shubart, desengáñate!

—Parece un programa ambicioso, como mínimo.

—Ambicioso y caro. El contratista Shubart ordeña chorros de oro de la teta arrabina, de modo que ozols no faltarán. Bueno, pilotaré sus barcazas, obedeceré sus órdenes y algún día seré el vizconde Swarkop. No me cabe la menor duda de que Booch se autoproclamará duque, pero me da igual mientras no se aventure fuera de sus dominios. Ay, esto no son más que proyectos para el futuro. —Swarkop extendió un dedo hacia el sudeste—. Allí… El lago Neman, donde el contratista Shubart construye su calzada elevada y nuestros caminos se separan.

Jantiff había confiado en que le trasladara hasta su punto de destino.

—¿Cuánto falta para Balad? —preguntó, abatido.

—Apenas unos setenta y cinco kilómetros, nada del otro mundo. —Swarkop puso ante Jantiff un plato de pan y carne—. Come, toma fuerzas para el paseo y no menciones mi nombre en Balad, por favor. La noticia de mi generosidad no tardaría en llegar a la mansión del contratista y podría perder mi título.

—No diré nada, desde luego.

Jantiff atacó las viandas con ánimo alicaído; quizá tardara bastante en volver a comer. Formuló en voz alta un anhelo desesperado.

—Es posible que en Balad consiga pasaje en una nave de carga.

—Me parece muy improbable. Las naves de carga rechazan pasajeros. De lo contrario, astromenteros disfrazados de turistas comprarían el pasaje, liquidarían al capitán y a la tripulación y desaparecerían en el espacio con su botín. En cualquier parte del Primárquico[76] puedes vender una nave de carga por un millón de ozols sin que nadie haga preguntas, con la plena convicción de que las líneas espaciales están al corriente. Te sugiero que borres el espaciopuerto de Balad de tus planes.

Jantiff echó una ojeada al espeso bosque que debería atravesar a pie, en vano si Swarkop no le mentía. En Balad estaría más lejos que nunca de volver a casa, pero, dadas las circunstancias, ¿qué mejor opción se presentaba ante él?

—Tal vez podría convencerte de que entregaras un mensaje al cursar de Uncibal. El asunto es muy importante.

A Swarkop casi se le salieron los ojos de las órbitas.

—¿Insinúas que me traslade a Uncibal sobre esa detestable vía humana? Querido amigo, no lo haría ni por cien ozols. Transmite tu mensaje por teléfono, como todo el mundo.

—Sí, es la mejor idea —se apresuró a corroborar Jantiff—, por supuesto.

Se apartó mientras Swarkop manipulaba los controles. La barcaza descendió sobre el lago Neman, una enorme brecha en la desolación, de apenas cinco o seis kilómetros de anchura, rebosante de agua negra. Swarkop detuvo la barcaza y empujó una palanca. La escoria cayó sobre un dique situado a mitad del lago.

—El plan consiste en abrir una carretera que atraviese el Sych desde Balad al lago Neman, de ahí a la cabecera del río Rivas, y después a través de la Llanura Mojada, aunque es posible que Shubart intente practicar una senda dinamitando los Daffledaws. Sí, debe de ser eso, porque he transportado seis grandes cargamentos de frack al almacén situado al norte de Uncibal, suficiente como para pulverizar la montaña Zade y abrir un nuevo cauce del río Dinklin.

—Parece un proyecto impresionante.

—Es verdad, y fuera del alcance de mi comprensión, pero no soy más que Lemiel Swarkop, un mercenario, mientras que Shubart es un gran señor y contratista, y así son las cosas.

Swarkop hizo descender la barcaza hasta la base de la calzada elevada. Abrió la puerta de la cabina y se asomó para inspeccionar la campiña. El aire era frío y suave. El lago Neman parecía un espejo negro.

—Hará un buen día —declaró Swarkop con un entusiasmo que Jantiff se negó a considerar contagioso—. Atravesar el Sych bajo la lluvia no es un deporte divertido. ¡Buena suerte, pues! Setenta y cinco kilómetros hasta Balad; un sencillo viaje de dos días, a menos que sufras un retraso.

El oído de Jantiff apreció alarmantes sobreentendidos en el comentario.

—¿Por qué debería retrasarme?

—Podría exponer un millar de ideas y siempre me quedaría corto —dijo Swarkop, encogiéndose de hombros—. Giampara[77] proveerá.

—¿Hay alguna posada en el camino donde pueda descansar por la noche?

Swarkop señaló la orilla del lago.

—Fíjate en ese túmulo de piedra lechosa; indica el emplazamiento de un gran hostal de los viejos tiempos, cuando damas y caballeros se divertían arriba y abajo del lago en barcazas provistas de mamparas de plata labrada y velas de terciopelo. Entonces había posadas repartidas a lo largo de la carretera de Balad. Ahora sólo encontrarás una cabaña de peones camineros pasada la quebrada de Gant; arriésgate a utilizarla.

—¿Arriesgarme? —gritó Jantiff—. ¿A qué clase de riesgo te refieres?

—Los peones camineros disponen trampas a veces para sorprender a las brujas. En ocasiones, las brujas les desconciertan a ellos con alucinaciones. Enciende cuatro hogueras llameantes para ahuyentar al gauncho; tiéndete en medio y estarás a salvo hasta la mañana, pero no dejes que el fuego se apague.

—¿Qué es un gauncho? —preguntó Jantiff mientras echaba una mirada vacilante a la linde del bosque.

—Esa pregunta se formula a menudo, pero jamás obtiene respuesta. Las brujas lo saben, pero no dicen nada; ni siquiera se lo comunican entre ellas. —Swarkop meditó un momento—. Sugiero que olvides el asunto. Sabrás qué es el gauncho cuando te encuentres con él cara a cara. Si no lo haces, no sé qué ocurrirá. Dicen que el fuego, si las llamas son lo bastante altas, es un factor disuasorio, y ése es mi mejor consejo.

Swarkop juntó las provisiones que le quedaban y le dio el paquete a Jantiff.

—Por el camino encontrarás ciruelas, kakayús y botones de miel, pero no se te ocurra robar ni un nabo a los granjeros. Te tomarían por una bruja y te darían caza con sus vurglos. Buena suerte de nuevo.

Swarkop entró en la cabina y cerró la puerta. La barcaza se elevó y se alejó sobrevolando el lago.

Jantiff siguió mirando la barcaza hasta que desapareció en la distancia. Dio media vuelta y examinó la linde del bosque, pero sólo divisó follaje oscuro y sombras aún más oscuras. Sacó pecho, mirando a la carretera, y se encaminó en dirección sur, hacia Balad.