7

Jantiff salió del Rosa Viejo y caminó lentamente hacia la vía humana. El día era frío y claro. Dwan flotaba en el cielo, resplandeciente como una perla fundida, pero por una vez Jantiff no se fijó en los efectos cromáticos. Tomó el lateral hasta el río Uncibal y se desvió hacia el este, en dirección al espaciopuerto. Un asunto extraño, decididamente muy extraño. ¿Qué entrañaba? Nada constructivo, sin duda.

A un kilómetro y medio al este del espaciopuerto un lateral conducía hacia el norte, pasaba frente a la Centralidad de Alastor y desembocaba en el Campo de las Voces. Casi sin darse cuenta, Jantiff subió al lateral y rodó hasta la Centralidad, un edificio de piedra negra situado en la parte trasera de un recinto pavimentado con losas de porfirio lavanda. Habían plantado dos hileras de limeros agrios.

Jantiff cruzó el recinto, atravesó una cortina de aire y entró en un vestíbulo. Un joven esbelto de cabello oscuro estaba sentado detrás de un mostrador. No era arrabino, a juzgar por su estilo de peinado y el indefinible porte de extranjero. Se dirigió a Jantiff con educación.

—¿Qué desea, señor?

—Me gustaría entrevistarme unos minutos con el cursar —dijo Jantiff—. ¿Puedo saber su nombre?

—Se llama Bonamico, y creo que en estos momentos no está ocupado. ¿Cuál es su nombre, por favor?

—Soy Jantiff Ravensroke, de Frayness de Zeck.

—Por aquí, por favor.

El empleado tocó un botón y habló.

—El respetable Jantiff Ravensroke de Zeck está aquí, señor.

—Muy bien, Clode —respondió una voz—. Le recibiré en seguida.

Clode hizo una señal a Jantiff y le guió al otro lado del vestíbulo. Una puerta se deslizó a un lado; entraron en un estudio forrado de madera blanca. Una alfombra verde cubría el suelo. En el centro de la habitación se veía una mesa maciza sobre la que se amontonaban numerosos objetos: libros, planos, fotografías, cubos de madera pulida, un pequeño holograma y una esfera de cristal de roca que medía unos quince centímetros de diámetro y parecía funcionar como reloj. El cursar estaba apoyado en la mesa. Era un hombre bajo y corpulento, de agradables facciones muy marcadas y cabello rubio cortado al cero

—Cursar Bonamico, éste es el respetable Jantiff Ravensroke —les presentó Clode.

—Gracias, Clode —dijo el cursar—. ¿Le apetece una taza de té? —preguntó a Jantiff.

—Mucho —respondió Jantiff—. Es usted muy amable.

—Clode, ¿quieres encargarte? Tome asiento, señor, y dígame en qué puedo servirle.

Jantiff se acomodó en una mullida butaca. El cursar no se apartó de la mesa.

—¿Ha llegado hace poco?

—En efecto —dijo Jantiff—. ¿Cómo lo sabe?

—Sus zapatos lo dicen todo —respondió el cursar con una leve sonrisa—. Son de mejor calidad que los que se ven en las vías arrabinas.

—Sí, desde luego. —Jantiff aferró los brazos de su butaca y se inclinó hacia adelante—. Lo que vengo a decirle es tan extraño que no sé por dónde empezar. Quizá debería mencionar que en Frayness de Zeck estudié dibujo dimensional y composición pictórica, de modo que poseo cierta habilidad para la pintura. Desde que llegué aquí he realizado docenas de bocetos, sobre todo de la gente que circula por las vías humanas y de la que vive en mi bloque, el Rosa Viejo, 17–882.

El cursar asintió con la cabeza.

—Continúe, por favor.

—Mi compañera de cuarto es una tal Skorlet. Hoy, uno de sus amigos, Esteban, llegó al apartamento con un hombre llamado Sarp y un cuarto hombre a quien no conozco. No advirtieron que me encontraba en el dormitorio y entablaron una conversación que no pude evitar escuchar. —Jantiff repitió lo mejor que pudo la conversación—. En cierto momento, Skorlet me descubrió en el dormitorio y se alarmó mucho. Sarp y el cuarto hombre se marcharon al instante. El episodio me ha impresionado muy desfavorablemente. De hecho, lo considero bastante siniestro.

Hizo una pausa para beber el té que Clode había llevado mientras relataba los hechos.

El cursar reflexionó unos momentos.

—¿Tiene alguna pista que pueda identificar al cuarto hombre?

—Ninguna. Divisé fugazmente su espalda por la puerta cuando salió del apartamento. Parecía ancha, y su cabello era negro. Al menos, ésta fue mi impresión.

El cursar imprimió a su cabeza un movimiento que indicaba duda.

—No sé qué decirle. El tono de la conversación sugiere algo más que una travesura sin consecuencias.

—Así me lo pareció.

—Sin embargo, no se ha cometido ninguna acción flagrante. No puedo ejercer la autoridad del Conáctico sobre la base de una conversación que, después de todo, podría tratarse de una charla fogosa. Los arrabinos, como ya se habrá dado cuenta, son propensos a las extravagancias.

Jantiff frunció el ceño decepcionado.

—¿No puede hacer averiguaciones o poner en marcha una investigación?

—¿Cómo? La Centralidad es una institución que, aquí, carece de toda significación. Somos como un enclave en suelo extranjero. Mi personal se reduce a dos personas: Clode y Aleida. No tienen mucho trabajo, pero ninguno de ellos posee dotes de agente secreto; ni yo tampoco. Ni siquiera existe un cuerpo de policía arrabino al que encargar del caso.

—De todas formas, hay que hacer algo.

—Estoy de acuerdo, pero antes será preciso reunir algunos datos. Intente descubrir la identidad del cuarto hombre. ¿Se ve capaz?

—Supongo que será posible —dijo Jantiff a regañadientes—. Esteban ha organizado un festín de bonter, y creo que este hombre pretende acudir.

—Muy bien. Averigüe su nombre y vigile el desarrollo de los acontecimientos. Si las actividades de ese grupo van más allá de simples conversaciones, entonces podré actuar.

—Eso es como esperar a que llueva para empezar a reparar el tejado —gruñó Jantiff.

—La lluvia, como mínimo, nos revela dónde están las goteras —rió el cursar—. Voy a hacer lo siguiente: mañana me voy a Waunisse para entrevistarme con los Susurros. Les informaré de lo que usted me ha dicho, a fin de que tomen las medidas que consideren necesarias. Forman un grupo sensato y no minimizarán el asunto. Por su parte, intente reunir más datos.

Jantiff asintió, sombrío. Terminó su té y salió de la Centralidad.

La vía humana le condujo al espaciopuerto. Jantiff contempló la Centralidad con la desagradable sensación de haber perdido una oportunidad. Pero ¿qué más podía hacer o decir? Y, dadas las circunstancias, ¿qué más podía hacer o decir el cursar?

En la oficina de cambio de divisas del espaciopuerto, Jantiff cambió cinco ozols en fichas, y regresó al Rosa Viejo. Sus pensamientos se centraron en Kedidah. Se sentiría complacida con el intercambio. Sarp, al fin y al cabo, no era una persona con la que se pudiera convivir cómodamente. De todos modos, reflexionó intranquilo Jantiff, la joven se había expresado con mucha contundencia sobre el tema. Quizá con poca seriedad, se tranquilizó. Al cabo de un rato llegó al Rosa Viejo.

Skorlet había salido. Jantiff hizo su equipaje. ¡Al fin, la marcha de los acontecimientos se inclinaba en su favor! ¡Kedidah! ¡Maravillosa, irresponsable, deliciosa Kedidah! ¡Qué sorpresa se iba a llevar! Los procesos mentales de Jantiff se hicieron más lentos. Un futuro sin Kedidah se le antojaba oscuro y solitario, pero, para qué negarlo, ¡el futuro con ella parecía imposible! Pese a todo, juntos saldrían adelante. Se irían de Uncibal, por supuesto, pero ¿adónde? Resultaba difícil imaginar a Kedidah, sus costumbres extravagantes, en el contexto de, pongamos por caso, Frayness. ¡Un auténtico contraste! Kedidah debería reprimirse… Jantiff se encogió ante lo absurdo de la idea. Paseó arriba y abajo de la sala de estar, tres pasos hacia aquí, tres pasos hacia allá. Se paró en seco y miró la puerta. La suerte estaba echada: Sarp llegaba, él se iba. Oh, bueno, podía salir bien. Kedidah tenía buena opinión de él, estaba seguro. Sin duda llegarían a un acuerdo aceptable para ambos… La puerta se abrió. Skorlet entró en la habitación. Se quedó de pie en la puerta, mirándole con ira.

—Muy bien; ya está. ¿Has hecho el equipaje?

—Bueno, sí. Escucha, Skorlet, he pensado que tal vez no debería trasladarme.

—¿Qué? —gritó Skorlet—. ¡No lo dirás en serio!

—He pensado que quizá…

—¡Me da igual lo que hayas pensado! Lo he arreglado todo y te marchas. ¡No te quiero aquí!

—Por favor, Skorlet, sé razonable. Tus «quieras» carecen de importancia en este asunto.

—¡Te equivocas!

Skorlet irguió la cabeza y dio un brusco paso adelante. Jantiff retrocedió, en consecuencia, otro.

—¡Eres un coñazo, Jantiff, para qué negarlo! ¡Siempre vigilando, acechando y escuchando a hurtadillas!

Jantiff intentó protestar, pero Skorlet no le hizo caso.

—¡Con toda sinceridad, Jantiff, estoy hasta el gorro de ti! ¡Estoy harta de tus poses afectadas, tus ridículas pinturas, tus excentricidades! Haz el favor de irte a vivir con esa Shrick[70]; sois tal para cual. ¡Ni siquiera puedes copular sin contar con los dedos! Si eres un voyeur, tendrás mucho que ver; ¡esa chica es incansable! No paro de ver a los Eftalotes saliendo tambaleándose de su habitación, sin apenas tenerse en pie. Quizá te conceda uno o dos revolcones después de…

—¡Basta, basta! ¡Me trasladaré con tal de huir de tus parrafadas!

—¡Pues dame el dinero! ¡Novecientas veinte fichas!

—¡Novecientas veinte! —exclamó Jantiff—. ¿No dijiste quinientas?

—He de encargar tres plazas, para ti, para mí y para Tanzel. Son trescientas fichas por persona, más veinte fichas para gastos menores.

—¡Pero tú dijiste que tenías cien fichas!

—¡No pienso gastarlas! ¡Vamos, el dinero!

Skorlet avanzó un paso, bamboleándose. Jantiff contempló fascinado la cara redonda, tan rebosante de rabia como una herida de sangre. Se estremeció. ¿Cómo podía haber acariciado a esta pasmosa mujer?

—¡El dinero!

Jantiff, aturdido, contó novecientas veinte fichas. Skorlet le tiró una tarjeta amarilla.

—Tu reserva. Ve o quédate, como quieras.

La puerta se deslizó a un lado. Sarp asomó la cabeza.

—¿Es ésta mi casa? No está mal; todas las cuadras se parecen. Enséñame mi cama.

Jantiff cogió en silencio sus efectos personales y se marchó. Kedidah, que llegaba con una hora de retraso, le encontró en la sala de estar, colocando sus pertrechos de pintura sobre una estantería. Ella, abstraída, no se dio cuenta de lo que Jantiff hacía.

—Hola. Janty, me alegro de verte, pero tendrás que largarte. Hoy no tengo tiempo.

—¡Kedidah, tenemos cantidad de tiempo! ¡Lo he conseguido!

—Magnífico. ¿Cómo?

—¡Le he endilgado el viejo Sarp a Skorlet! ¡Por fin vivimos juntos!

Kedidah dejó caer los brazos, extendió los dedos y apoyó los pulgares en las caderas, como paralizada por una descarga eléctrica.

—Jantiff, te has comportado como un imbécil; no sé qué decir.

—Di, «¡Jantiff, es maravilloso!».

—Ni lo sueñes. ¿Cómo puede ser maravilloso si mis compañeros de equipo están aquí y tú te quedas en un rincón con el ceño fruncido?

Jantiff abrió la boca de par en par.

—¿Has dicho «compañeros de equipo»?

—Sí, exactamente. Soy la nueva sheirl de los Eftalotes. ¡Es una maravilla y me encanta! Vamos a jugar en el torneo, y ganaremos. Lo siento en mis huesos. ¡De ahora en adelante, sólo habrá momentos de felicidad!

Jantiff se sentó, sombrío.

—¿Cuál fue la última sheirl?

—¡No menciones a la muy catrapa[71]! Era gafe, contagió a todo el mundo su desesperación. Eso es lo que dicen los Eftalotes. ¡No te burles, Jantiff, ya lo verás!

—Kedidah, amada mía, escúchame. ¡Pero con seriedad!

Jantiff se levantó, atravesó de una zancada la habitación y le cogió la mano.

—¡No seas sheirl, por favor! ¿Qué esperas ganar? ¡Piensa en lo felices que seremos compartiendo la vida juntos! ¡Reniega de los Eftalotes! ¡Diles que no! Entonces, empezaremos a hacer planes para el futuro.

Kedidah palmeó la mejilla de Jantiff, y luego le dio una suave bofetada.

—¿Cuándo trabajas?

—Ya he terminado por esta semana.

—Es una pena, porque recibiré a unos amigos esta noche y tú te vas a largar.

Se produjo un breve silencio. Jantiff se levantó.

—Te bastará con especificarme cuándo necesitas el apartamento para que te deje a tus anchas por completo.

—A veces pienso que, en el fondo de mi corazón, te desprecio. Jantiff. No me pidas que cambie el código de la puerta a tu conveniencia, porque no lo haré.

Sin atreverse a hablar. Jantiff abandonó como una furia el apartamento, salió del Rosa Viejo y se alejó, confundido con las primeras sombras de la noche. Se desplazó por el río Uncibal hasta el lateral de Marchoury, agachando la cabeza para protegerse del fuerte viento, abriéndose paso entre las multitudes, sin preocuparse de las personas a las que iba empujando. La gente que recibía este trato se quejaba, ofendida, y mascullaba insultos, de los que Jantiff no hacía el menor caso. Tropezó con una mujer obesa, ataviada con un vestido de tonos chillones naranjas y rojos. Se tambaleó y cayó, agitando las extremidades y con un revoloteo de sus llamativas prendas. Alzó la cabeza y profirió una espantosa maldición, dirigida a la espalda de Jantiff. Éste apresuró el paso, mientras la mujer se ponía penosamente en pie. Nadie se detuvo para ayudarla. Todo el mundo pasó de largo con una expresión preocupada en el rostro, pero sin dignarse mirar a Jantiff o censurarle. Cualquiera de ambas acciones habría agotado la paciencia de Jantiff. Por su mente cruzó una melancólica reflexión: ¡éste es, ni más ni menos, el modelo de vida! En un momento dado, una persona circula por el río Uncibal, a gusto con sus pensamientos, serenamente orgullosa de su vestido naranja y rojo; y al instante siguiente, una fuerza insensata la tira al suelo con la cabeza por delante, rodando y dando tumbos bajo los pies de los peatones.

Jantiff prosiguió su viaje por el río Uncibal, pensativo. Su furia se había desvanecido al colisionar con la mujer gorda, y contempló el torrente de rostros que venían en dirección contraria con lúgubre indiferencia.

Era una gente muy extraña, pero lo mismo ocurría en el resto del universo gaénico. Examinó los rostros con atención, como si fueran pistas conducentes a desvelar los más profundos secretos de la existencia. ¡Cada rostro igual y cada rostro diferente, al igual que un copo de nieve se parece a los demás y difiere de ellos! Jantiff empezó a imaginar que conocía a cada uno íntimamente, como si los hubiera visto cientos de veces. ¡Aquel viejo encorvado de allí podía ser Sarp! La mujer alta y delgada que echaba la cabeza hacia atrás podía ser Gougade, que vivía en el nivel dieciséis del Rosa Viejo. Y Jantiff se divirtió con la idea de que tal vez se topara en el río Uncibal con un simulacro de sí mismo, exacto hasta en el menor de los detalles. ¿Qué clase de persona sería este seudo–Jantiff, esta versión local de su melancólico Yo?

La idea no tardó en perder todo su interés, y Jantiff volvió a tomar conciencia de sus circunstancias. Las opciones que se le ofrecían eran penosamente escasas, pero, por fortuna, incluían la partida inmediata. Ni hablar de eso; ya estaba harto de insultos y parrafadas, por no mencionar el grufo, el dedlo y el tambaleo. Experimentó un nuevo acceso de resentimiento, dirigido en su mayor parte contra él mismo. ¿Era una criatura tan lamentable? ¡Jantiff, deberías avergonzarte! ¡No te autocompadezcas! ¿Y todos aquellos planes maravillosos? ¡No dependen de nadie, excepto de ti! ¿Han de ser desechados como basura porque te han herido el amor propio? Como haciendo hincapié en el punto, el sol poniente se ocultó tras un jirón de nube, que al instante se dividió en franjas de colores gloriosos. A Jantiff le dio el corazón un vuelco. Era posible que los arrabinos fueran estúpidos, abstrusos e impenetrables, pero Dwan brillaba con tanta nitidez y pureza como la luz que bañaba el mítico Paraíso.

Jantiff inhaló una profunda y renovadora bocanada de aire. Tenía que enfrascarse en su trabajo. Demostraría que podía ser tan inflexible como cualquier arrabino; no tendría en consideración a nadie. Cortesía, sí. Consideración formal, sí. Cordialidad, no. Afecto, no. En cuanto a Kedidah, como si quería ser sheirl de cuatro equipos a la vez, con sus mejores deseos. ¿Skorlet? ¿Esteban? Fueran cuales fuesen sus sórdidos planes, ojalá se cayeran con todo el equipo y se rompieran la cabeza.

¿La tarjeta amarilla y el festín de bonter? Tal vez formara parte del grupo un hombre corpulento de cabello negro y voz ronca y áspera; sería interesante, sin duda, averiguar su identidad y transmitir la información a Bonamico. ¿Por qué no acudir al festín de bonter? Al fin y al cabo, había pagado por ir, y Esteban se negaría a devolverle el dinero. ¡Adelante! A partir de entonces, el principal interés de Jantiff Ravensroke sería Jantiff Ravensroke, y punto. Quizá cambiara por segunda vez de apartamento y dejara atrás sus problemas. ¿Y renunciar a Kedidah? La idea le hizo vacilar. La encantadora y alocada Kedidah. La fascinante Kedidah. Le aturdía, indudablemente. Siempre cabía la posibilidad de que cambiara sus costumbres. ¡Al diablo con ella! ¿Por qué debía preocuparse? Se instalaría en la residencia que le correspondía por derecho. Ella se daría cuenta de su indiferencia, y tal vez, por pura perversidad, empezaría a interesarse por él. ¡Esa cadena de acontecimientos no era imposible, como mínimo! Jantiff se desvió a un lateral y fue transportado en dirección norte, hacia los bajíos. Comió una docena de buñuelos de marisco en los arrabales de Disjerferact y, confortado, regresó al Rosa Viejo.

Entró en su nuevo apartamento con alegre desenvoltura. Kedidah había salido. Alguien había garabateado una nota en la pared con tiza:

¡MAÑANA PARTIDO!

¡LOS EFTALOTES CONTRA LOS BRAGANDEROS DE SKORNISH!

¡ENTRENO ESTA TARDE! ¡VICTORIA MAÑANA!

¡EFTALOTES PARA SIEMPRE!

Jantiff leyó la nota torciendo los labios. Después, se dedicó a ordenar sus pertenencias en el poco espacio libre que Kedidah no invadía.

A última hora de la tarde siguiente, Kedidah llevó al apartamento a un exultante grupo de compañeros de equipo, amigos y simpatizantes.

Atravesó corriendo la sala de estar y revolvió el pelo de Jantiff.

—¡Janty, hemos ganado! ¡Olvida tus lloriqueos y graznidos! ¡Mediante cinco poderosos ataques!

—Sí, lo sé. Asistí al encuentro.

—Entonces, ¿por qué no estás alegre como nosotros? ¡Un viva por todos! ¡Los Eftalotes son los mejores! ¡Jantiff, únete a la fiesta! Habrá bazofia a espuertas y te sacudirás el mal humor.

—No estoy de mal humor —respondió Jantiff con frialdad—. Por desgracia, tengo trabajo que hacer y creo que lo mejor será no ir.

—¡No seas aburrido! ¡Quiero que hagas un retrato de los Eftalotes con su sheirl de la buena suerte!

—En otro momento. Hoy me resulta imposible asistir a una fiesta.

—¡Tienes razón! Dentro de un día o dos. Y ahora… ¡servid la bazofia! ¡Hazlo con generosidad, Scrive! ¡Alegría para los Eftalotes!

El alboroto se le hizo insoportable a Jantiff. Abandonó el apartamento y subió al jardín de la azotea, donde se sentó bajo el follaje, meditabundo.

Al cabo de una hora regresó al apartamento, vacío pero en un estado de desorden terrible: sillas volcadas, picheles de barro rotos en el suelo, una copa de bazofia derramada sobre su cama.

Apenas advirtió que Kedidah volvía al apartamento, y se las compuso para no hacer caso de los sonidos que se produjeron a continuación al otro lado de la cortina.

Kedidah se sintió enferma por la mañana, y Jantiff siguió acostado en su lecho a pesar de los débiles gemidos de la joven. Por fin, ella le llamó.

—Jantiff, ¿estás despierto?

—Naturalmente.

—Me encuentro fatal; creo que no puedo ni moverme.

—Ah, ¿no?

—¡Sí, de verdad, Jantiff! Me duele todo; no consigo imaginar lo que me ha sucedido.

—Tengo cierta idea.

—Jantiff, he de ir a trabajar, pero soy incapaz de salir a la calle. Irás en mi lugar, ¿verdad?

—De ninguna manera.

—¡Jantiff, no te niegues, por favor! Se trata de una situación imprevista. Me es imposible salir del apartamento. ¡Sé amable conmigo, Jantiff!

—Seré amable contigo, por supuesto, pero no iré a trabajar en tu lugar. En primer lugar, ni se te ocurriría devolverme el favor. En segundo, me espera mi propio trabajo.

—¡Maldita sea! Bien, tendré que moverme. No sé cómo me las arreglaré. Mi cabeza parece un gran gong.

Durante los dos días siguientes. Kedidah se marchó temprano del apartamento y volvió tarde. Jantiff apenas la vio. Al tercer día, Kedidah se quedó en casa, pero el inminente partido, que enfrentaría a los Eftalotes contra los bien considerados Khaldraves de Vergaz, la había puesto en un tembloroso estado de nervios. Cuando Jantiff sugirió que cortara sus lazos con el equipo, ella le miró incrédula.

—¡No lo dirás en serio, Jantiff! Nos basta vencer a los Khaldraves para llegar a las semifinales, después a la final y después…

—Demasiados «después».

—¡Pero no podemos perder! ¿No te das cuenta, Jantiff, de que soy su talismán de la buena suerte? ¡Todo el mundo lo dice! Después de ganar, nos estableceremos definitivamente. ¡Nos atiborraremos de bonter, y nunca más volveremos a trabajar!

—Muy bonito, pero ¿no te gustaría visitar otros lugares de otros planetas?

—¿Para arrodillarme ante todos los plutócratas y trabajar ocho días a la semana toda mi vida? No me imagino una vida semejante. ¡Debe de ser asfixiante!

—No tanto. Mucha gente del Cúmulo vive así.

—Prefiero el igualitarismo; resulta mucho más sencillo para todos.

—¡Pero si en realidad no prefieres el igualitarismo! Quieres triunfar para comer bonter y no volver a trabajar. ¡A eso se le llama elitismo!

—¡No, no lo es! ¡Lo que pasa es que soy Kedidah y vamos a ganar! ¡Di lo que quieras, pero no es elitismo!

—¡Nunca comprenderé a los arrabinos! —exclamó Jantiff, entristecido.

—¡Tú eres el ilógico! ¡No comprendes las cosas más sencillas! Te dedicas todo el día a esos ridículos colores. Eso me recuerda algo: ¿cuándo nos harás el retrato, como prometiste?

—Bueno, no lo sé. No estoy seguro…

—Hoy no puede ser, tenemos entreno. Mañana tampoco, es el día del partido. Y pasado mañana tampoco, porque nos estaremos recuperando de la celebración. Tendrás que esperar, Jantiff.

—Olvidémoslo —suspiró Jantiff.

—Sí, será lo mejor. Claro que podrías hacer un cartel bonito y llamativo para colgar en la pared: los «Eftalotes Triunfantes», con titanes, cocarunos y rayos…, en colores naranja, rojo y verde rabioso. Hazlo, Jantiff, por favor. Todo el mundo se quedará impresionado al verlo.

—La verdad, Kedidah…

—¿No me harás un favor tan insignificante?

—Consíguete los pigmentos y el papel. Me niego a desperdiciar los míos en algo tan ridículo.

Kedidah emitió un gritito de disgusto.

—¡Jantiff, eres tan radical! ¡Te preocupas por cosas tan triviales!

—Me enviaron esos pigmentos desde Zeck.

—Por favor, Jantiff, no soporto discutir contigo.

Jantiff, reuniendo toda su dignidad, abandonó el apartamento.

En el vestíbulo de la planta baja se encontró con Skorlet. La mujer le saludó con una alegría muy poco convincente.

—Bien, Jantiff, ¿cómo va tu hambre? El festín de bonter ya está ultimado. —Le dedicó una socarrona mirada de reojo—. Supongo que vendrás, ¿no?

Jantiff no prestó atención a su actitud.

—Claro, ¿por qué no? He pagado la cuota.

—Muy bien. Nos iremos pasado mañana a primera hora.

Jantiff calculó días y fechas.

—Me va muy bien. ¿Cuántos seremos?

—Una docena justa, la máxima capacidad del coche aéreo.

—¿Un coche aéreo? ¿Cómo lo ha hecho Esteban?

—¡Nunca subestimes a Esteban! Siempre pisa sobre terreno seguro.

—¡Ya lo creo! —repuso Jantiff con frialdad.

Skorlet se mostró jovial de repente…, una nueva exhibición de hipocresía.

—Es muy importante que te acuerdes de traer la cámara. Los gitanos son muy pintorescos. Querrás inmortalizar cada detalle.

—Un bulto más.

—Si no la traes, te aseguro que lo lamentarás. Tanzel también quiere un recuerdo. Lo harás por ella, ¿verdad?

—Muy bien.

—Estupendo. Nos encontraremos aquí en el vestíbulo en cuanto terminemos de vumpear.

Jantiff la miró atravesar el vestíbulo en dirección al ascensor. Era obvio que Skorlet deseaba conservar algún recuerdo de la memorable ocasión, y confiaba en que Jantiff se lo proporcionaría. Vana pretensión.

Salió a la galería y se sentó en un banco. Poco después, Kedidah surgió del vestíbulo. Se detuvo, extendió los brazos sensualmente hacia la luz del sol y se encaminó a buen paso hacia la vía humana. Jantiff vio cómo desaparecía entre la multitud. Se levantó y volvió al apartamento.

Kedidah, como de costumbre, lo había dejado todo desordenado. Jantiff procuró remediar lo mejor que pudo la confusión, y luego se tendió en la cama. Ya no existía ninguna duda en su mente; había llegado el momento de abandonar Uncibal… El interés de Skorlet por su cámara era muy extraño. Siempre había demostrado una total indiferencia hacia las fotografías… Se amodorró y sólo se despertó cuando Kedidah irrumpió con un grupo de Eftalotes jactanciosos, que intercambiaban chanzas a voz en grito y discutían las tácticas del partido del día siguiente. Jantiff se puso de costado e intentó taparse los oídos. Por fin se levantó, subió tambaleándose hasta el jardín de la azotea y estuvo sentado hasta la hora de la cena.

Kedidah entró en el comedor, todavía bullendo de excitación. Jantiff evitó sus ojos.

Kedidah engulló su cena y salió del comedor. Cuando Jantiff regresó al apartamento estaba dormida en la cama; no se había tomado la molestia de echar la cortina. «Parece tan pura e inocente», pensó Jantiff. Se volvió con tristeza, se desnudó y se acostó. Al día siguiente, los peligrosos Khaldraves se enfrentarían a los Eftalotes y a su gloriosa sheirl.

Jantiff volvió al Rosa Viejo a última hora de la tarde siguiente. El día había sido caluroso; incluso en aquel momento, el aire parecía pesado. Negras nubes tormentosas se deslizaban sobre la ciudad. Hacia el oeste, el cielo relumbraba como las escamas de un pez. ¿Era su imaginación demasiado vivida, o un olor enfermizo flotaba en el aire? Desechó el pensamiento con un encogimiento de hombros. ¡Qué jugarretas tan repelentes le hacía su mente! Reordenó sus pensamientos con firmeza y subió al apartamento. Se detuvo ante la puerta, inmóvil en una curiosa postura: la cabeza gacha, la mano derecha medio extendida hacia la cerradura. Se estremeció, abrió la puerta y entró en el apartamento vacío. Las luces estaban al mínimo; la habitación se hallaba casi en penumbra y silenciosa. Jantiff cerró la puerta, avanzó hacia su silla y se sentó.

Pasó una hora. En el pasillo se oyó el sonido de unos pasos suaves. La puerta se deslizó a un lado, y Kedidah entró en la habitación. Jantiff la observó en silencio. La joven se dejó caer en su silla, rígida, trabajosamente, como una anciana. Jantiff examinó su rostro con imparcialidad. Un brillo pálido se filtraba a través de la piel de la mandíbula; un rictus de amargura se dibujaba en su boca.

Kedidah examinó a Jantiff con la misma apatía.

—Hemos perdido —dijo en voz baja.

—Lo sé —respondió Jantiff—. Vi el partido.

Una crispación de la boca alteró la expresión de Kedidah.

—¿Viste lo que me hicieron?

—Sí.

Kedidah, esbozando una enigmática sonrisa torcida, no hizo ningún comentario.

—Si lo hubieras soportado, habría tenido la valentía de mirar —dijo Jantiff en tono inexpresivo.

Kedidah desvió la mirada hacia la pared. Pasaron algunos minutos. Un gong resonó en el pasillo.

—Faltan diez minutos para el vumpo —dijo Jantiff—. Dúchate, cámbiate de ropa y te sentirás mejor.

—No tengo hambre.

A Jantiff no se le ocurrió nada que decir. Cuando sonó el segundo gong, se levantó.

—¿Vienes?

—No.

Jantiff fue al comedor. Skorlet llegó un momento después, cogió su bandeja y tomó asiento frente a él. Fingió que recorría con la vista la sala.

—¿Dónde está Kedidah? ¿No ha venido?

—No.

—Los Eftalotes han perdido.

Skorlet escrutó a Jantiff con una sonrisa cáustica.

—Les han dado una paliza tremenda.

—Vi el partido.

Skorlet asintió con la cabeza.

—Nunca comprenderé cómo puede alguien ponerse en semejante situación. ¡Es una exhibición anormal! Si el equipo pierde, se produce la más grotesca de las exhibiciones. ¡Nadie me negará que carece de sentido! Sexivación criminal, en realidad. Me intriga que todavía no lo hayan prohibido.

—El estadio siempre está lleno.

—¡Mientras lo permitan! —resopló Skorlet—. Los Eftalotes, los Khaldraves y todos los demás equipos extranjeros se burlan de nosotros en nuestro propio estadio. ¿Por qué no traen a sus sheirls? ¡No, prefieren inducir al antiigualitarismo! En esencia, eso es la sexivación. ¿No estás de acuerdo?

—Nunca me he parado a pensarlo —dijo Jantiff, apático.

Skorlet no se sintió satisfecha con la respuesta.

—¡Porque en el fondo de tu corazón no eres auténticamente igualitario!

Jantiff no encontró ninguna respuesta. Skorlet manifestó una explosiva alegría.

—¡Es lo mismo, anímate! Piensa en mañana, en el festín de bonter. Durante todo el día podrás ser tan antiigualitario como quieras, y nadie se opondrá a que te diviertas.

Jantiff buscó alguna frase para insinuar que el júbilo de Skorlet era mucho mayor que el suyo, pero se inclinó por la sinceridad.

—No estoy muy seguro de que vaya.

Skorlet alzó sus negras cejas y le miró fijamente.

—¿Cómo? ¿Después de pagar todas esas fichas? Claro que vendrás.

—La verdad es que no me apetece mucho.

—¡Pero lo prometiste! —gritó Skorlet—. ¡Tanzel espera que hagas fotografías, y yo también, y Esteban! ¡Confiamos en ti!

Jantiff empezó a mascullar una réplica, pero Skorlet no quiso escucharle.

—¿Podemos estar seguros de que vendrás?

—Bueno, no me gusta…

Skorlet se inclinó hacia adelante con aire amenazador. Jantiff se calló. Recordó su conversación con el cursar.

—Bien, si tanto os importa, iré.

Skorlet se reclinó en su silla.

—Nos iremos nada más terminar el vumpo, así que no te despistes. ¡Acuérdate de traer la cámara!

A Jantiff no se le ocurrió ninguna respuesta digna. Engulló el resto de su dedlo, se levantó y salió del comedor, mientras sentía sobre su espalda el peso de la mirada de Skorlet.

Volvió a su apartamento y entró sin hacer ruido. Inspeccionó el dormitorio. La cortina ocultaba la cama de Kedidah.

Jantiff vaciló unos segundos, y después regresó a la sala de estar. Se dejó caer en su silla y se quedó contemplando la pared.

Jantiff se despertó por la mañana, temprano. Kedidah yacía inerte tras la cortina. Jantiff se vistió a toda prisa y fue al comedor. Skorlet llegó un momento después, y se quedó junto a la puerta en una postura casi bravucona, con las piernas separadas, la cabeza echada hacia atrás, los ojos brillantes. Escudriñó las mesas, localizó a Jantiff y atravesó la sala. Jantiff, molesto, levantó los ojos hacia el techo. ¿Por qué tenía que ser Skorlet tan presuntuosa? Skorlet no hizo caso o no captó la actitud de Jantiff, y se sentó delante de él. Jantiff la miró con amargura por el rabillo del ojo. Esa mañana, Skorlet no se encontraba en su mejor forma. Era obvio que se había vestido precipitadamente, sin ni siquiera ducharse. Cuando se inclinó para dar un tirón a la manga de Jantiff, un hedor sebáceo acompañó a su gesto, y Jantiff se apartó, asqueado. Skorlet tampoco se dio cuenta, fuera por insensibilidad o falta de atención.

—¡Hoy es un gran día! No te comas el grufo, resérvalo para la bazofia. Así llegarás con más hambre al festín.

Jantiff, vacilante, contempló su bandeja. Skorlet, como si recordara algo de repente, alargó la mano y se apoderó del grufo de Jantiff.

—Tú no sabes hacer bazofia; yo me ocuparé.

Jantiff intentó recuperar su grufo, pero Skorlet lo tiró en su bolsa.

—¡Tengo hambre! —chilló Jantiff.

—¡Nos espera bonter! Sigue mi consejo: no te atiborres de grufo.

Jantiff puso fuera del alcance de Skorlet el dedlo y el tambaleo.

—Muy bien —gruñó—, pero es posible que el bonter no me guste.

—¡No temas! Los gitanos cocinan de maravilla. No comerás mejor en ningún lugar del Cúmulo. Primero, bocaditos: pasteles de carne especiada, chobchows, salchichas de pescado, tortas a la pimienta y borlocks. Siguiente plato: un pastel de moras, ajo y titicombos. Siguiente plato: verduras silvestres con salsa de musker y pan tostado. Siguiente plato: carne asada al carbón sobre un lecho de cebollas y nabos. Siguiente plato: galletas al almíbar de flores. ¡Y todo regado con vino de Houlsbeima! Dime, ¿qué te parece?

—Un menú impresionante. De hecho, estoy asombrado… ¿Dónde consiguen los ingredientes?

—Aquí, allá —respondió Skorlet con un gesto vivaz—. Mientras el paladar lo agradezca, ¿qué más da?

—No hay duda de que robarán ganado en las granjas para obtener la carne.

Skorlet le miró de reojo con el ceño fruncido.

—Jantiff, ¿qué ganas con estos análisis tan detallados? Mientras la carne sea sabrosa, no te preocupes de su procedencia.

—Como tú digas.

Jantiff se levantó. Skorlet le dirigió una mirada de sospecha.

—¿Adónde vas?

—A mi apartamento. Quiero hablar con Kedidah.

—Date prisa, porque nos iremos en seguida. Nos encontraremos abajo. Y no te olvides de tu cámara.

Con aire desafiante. Jantiff se encaminó a su apartamento. La cortina todavía estaba echada sobre la cama de Kedidah. «Se perderá el desayuno —pensó Jantiff— a menos que se levante en seguida».

—¡Es hora de levantarse! —gritó—. Kedidah ¿estás despierta?

No hubo respuesta. Jantiff se acercó a la cama y descorrió la cortina. Kedidah no estaba.

Jantiff se quedó mirando la cama vacía. ¿Se habrían cruzado en el pasillo? Una horrible sospecha se formó en su mente. Registró la cómoda. El vestido nuevo y las sandalias de la joven habían desaparecido.

Jantiff abrió el cajón donde ella guardaba sus fichas. Vacío.

Salió corriendo del apartamento, bajó al vestíbulo y se asomó a la calle, sin hacer caso del grito de Skorlet. Saltó a la vía humana y se abrió paso entre la muchedumbre, ignorando las maldiciones airadas, buscando a derecha e izquierda el brillo del cabello castaño dorado.

Al llegar a Disjerferact se dirigió a los Pabellones de Reposo, esquivando y apartando a la gente. Pagó una ficha y entró en el recinto.

Sobre el Pilar del Adiós, un hombre pelirrojo leía una oda de despedida ante un reducido público. Ni rastro de Kedidah; en cualquier caso, no pronunciaría discurso alguno. ¿El Viaje Perfumado? Jantiff atisbo en el patio interior lleno de flores. Seis personas aguardaban en silencio las barcas; no reconoció a ninguna. Jantiff corrió hacia la Casa de Halción, rodeó la arcada y escrutó los prismas dorados. De vez en cuando captaba un reflejo; un revoloteo de ropas, una mano vacilante y el súbito vislumbre de un perfil querido. Jantiff golpeó frenéticamente el cristal.

—¡Kedidah!

Los prismas se movieron. El rostro, justo al volverse hacia Jantiff, se desvaneció en el débil resplandor dorado.

Jantiff se quedó mirando y gritó en vano.

—Ha desaparecido —dijo una voz en tono irritado—. Vamonos ya. Todos nos están esperando.

Jantiff volvió la cabeza y vio a Skorlet.

—No estoy seguro —murmuró—. Parecía ella, pero…

—No será difícil averiguarlo —dijo Skorlet—. Vamos a la taquilla.

Le tomó por el brazo y le guió hasta la ventanilla.

—¿Ha entrado alguien del Rosa Viejo esta mañana? —preguntó a través de la abertura—. Es el 17–882.

El empleado recorrió con el dedo una lista.

—Aquí hay un comprobante del apartamento D–6, en el nivel 19.

—Ella ha estado aquí, pero ahora ha desaparecido —dijo Skorlet a Jantiff.

—¡Pobre Kedidah!

—Sí, es triste, pero no tenemos tiempo para lamentarnos. ¿Has traído tu cámara?

—La dejé en el apartamento.

—¡Qué fastidio! ¿Por qué no eres más precavido? ¡Todos vamos de cráneo por tu culpa!

Jantiff siguió en silencio a Skorlet hasta el lugar en que Esteban les esperaba.

—Kedidah se metió entre los prismas —dijo Skorlet.

—Qué pena —replicó Esteban—. Lo lamento; era una chica muy alegre. Será mejor que nos pongamos en marcha. El día no es tan largo. ¿Dónde está Tanzel?

—La dejé en el Rosa Viejo. Hemos de ir a buscar la cámara de Jantiff.

—Bien, nos encontraremos en el cruce del río Uncibal con la corriente Tumb, en el muelle norte.

—Estupendo. Concédenos veinte minutos. Vamos, Jantiff.

Jantiff y Skorlet volvieron al Rosa Viejo. El joven experimentaba un curioso mareo.

«¡Soy casi feliz! —se dijo, maravillado—. ¿Cómo es posible, si mi querida Kedidah se ha marchado para siempre? Porque nunca fue mía. Nunca habría sido mía, y ahora soy libre. Iré al festín de bonter. Identificaré al cuarto hombre, y entonces me iré de Arrabus para siempre… Es muy extraña la insistencia de Skorlet respecto de la cámara. Muy singular. ¿Qué significará?».

—Iré a buscar a Tanzel —dijo Skorlet en el vestíbulo, con voz firme—. Sube por tu cámara y nos encontraremos aquí.

—Por favor, Skorlet —repuso Jantiff, intentando conservar su dignidad—, procura ser un poco menos dominante.

—Sí, sí, es que tenemos prisa. Los demás nos están esperando.

Jantiff subió en el ascensor hasta la planta diecinueve, entró en su apartamento, abrió la caja fuerte y sacó la cámara. La sopesó en la mano y reflexionó unos instantes; después, reemplazó la matriz por una virgen, y guardó la primera en la caja fuerte.

Tanzel y Skorlet le estaban esperando en el vestíbulo. Los ojos de Skorlet se clavaron al instante en la cámara. Movió la cabeza bruscamente.

—Bien. Por fin nos vamos.

—¡De prisa, de prisa! —gritó Tanzel, adelantándose y luego retrocediendo para que Jantiff y Skorlet se apresurasen—. El coche se irá y nosotros nos quedaremos.

—Ni hablar —rió desagradablemente Skorlet—. Esteban nos esperará, no temas. El éxito del festín depende de todos nosotros.

—¡Aun así, daos prisa!

El lateral les condujo hacia el río Uncibal, donde se desviaron hacia el este.

—¡Fijaos en toda esa gente, millones y millones de personas, y sólo nosotros vamos a un festín de bonter! ¿A que es fantástico? —dijo Tanzel, admirada.

—Pensar así es un poco antiigualitario —la regañó Skorlet—. Lo más correcto sería decir: «Hoy nos toca a nosotros participar en un festín de bonter».

Tanzel hizo una pintoresca mueca de frivolidad.

—Como quieras, mientras seamos nosotros los que vayamos y no otros.

Skorlet no hizo caso del comentario. Las picardías de Tanzel provocaban en Jantiff cierta hilaridad. Le recordaba a Kedidah en alguna forma, pese a que su cabello era oscuro, corto y rizado… Jantiff se tragó las lágrimas y miró al cielo, donde incesantes capas de cirros en forma de espina de pescado flotaban bajo la luz esplendorosa de Dwan. Allí arriba, en algún lugar bañado de luminosidad, vagaba el espíritu de Kedidah; así, al menos, afirmaba la doctrina de la Secta del Quincunce Auténtico, profesada por sus padres. ¡Sería maravilloso poder creerlo! Jantiff buscó en las nubes una señal, por sutil que fuera, pero sólo distinguió aquel arrebatador reflejo nacarado que constituye la gloria especial de Wyst. La voz de Skorlet resonó en su oído.

—¿Qué estás mirando?

—Las nubes —contestó Jantiff.

Skorlet examinó el cielo, pero no vio nada extraordinario y se abstuvo de hacer comentarios.

—¡Allí está el lateral de la corriente Tumb! —gritó Tanzel—. Veo a Esteban y a los demás en el muelle norte.

Jantiff, recordando de repente su misión, se puso alerta. Examinó a los compañeros de Esteban con suma atención. Había ocho, cuatro hombres y cuatro mujeres. Ninguno de ellos poseía la corpulencia del hombre que Jantiff había visto fugazmente en el apartamento.

Esteban no perdió el tiempo en presentaciones, y el grupo continuó hacia el oeste por el río Uncibal. Jantiff, al no descubrir a ningún hombre corpulento de cabello negro entre sus acompañantes, se sumió de nuevo en su apatía y se quedó algo retrasado. Pensó por un momento en abandonar el grupo, sin que se dieran cuenta, y volver al Rosa Viejo, pero desechó la idea ante el pensamiento del apartamento vacío que le esperaba. Vio que Esteban y Skorlet se mantenían algo apartados de los demás, conversando con las cabezas muy juntas. De vez en cuando se volvían para observar a Jantiff. Éste adquirió la convicción de que estaban hablando de él. Sintió cierta inquietud; quizá, después de todo, no se hallaba rodeado de amigos.

Jantiff hizo un esfuerzo para sacudirse su indiferencia y examinó a los demás miembros de la partida. Nadie le había prestado atención, salvo Sarp, que de vez en cuando le dirigía miradas irónicas, motivadas sin duda por la noticia de que Kedidah había desaparecido entre los prismas.

El joven suspiró y se resignó a continuar con el grupo; después de todo, el día acababa de empezar y tenía que averiguar muchas cosas.

El grupo se desvió a la izquierda en el Gran Acceso del Sur y atravesó el distrito 92, dejando atrás la ciudad e internándose en un páramo húmedo, cubierto de hierba salada, bardanas y otras especies. El terreno estaba completamente desierto, a excepción de un par de niños que hacían volar una cometa, como queriendo acentuar la desolación de la zona.

La vía empezó a remontar una larga y gradual pendiente. Detrás, Uncibal se había convertido en un conglomerado de protuberancias rectangulares. La distancia difuminaba los colores. El camino desembocó en el valle Avanzado, y Uncibal desapareció de la vista. A lo lejos, bajo las primeras estribaciones de la pendiente, Jantiff distinguió un grupo de edificios largos y bajos. Casi al mismo tiempo percibió un estrépito confuso que, al aproximarse, se dividió en un centenar de componentes: chillidos sordos, ásperos y siseantes, el traqueteo de ruedas de hierro, golpes e impactos graves, vibraciones chirriantes, gorjeos y silbidos. Una verja alta erizada de barras puntiagudas hendía en ángulo la llanura y después se desviaba bruscamente para correr paralela a la vía humana. Rayos de energía blanco azulada que brotaban al azar entre los filamentos subrayaban el mensaje de las púas. Detrás de la verja, cuadrillas de hombres y mujeres se acuclillaban sobre un par de largas cintas deslizantes cargadas de rocas. Jantiff avanzó un paso y formuló una pregunta a Sarp.

—¿Qué pasa ahí?

Sarp contempló la escena con un desdén plácido, casi benévolo.

—Ay, Jantiff, ahí tienes nuestra guardería para los niños malos. En pocas palabras, el campo de castigo de Uncibal, que ambos, hasta el momento, hemos evitado. De todas formas, no te confíes. Nunca permitas que los recíprocos pongan a prueba tu sexivación.

—¿Toda esa gente son sexivadores? —preguntó Jantiff, estupefacto.

—De ninguna manera. Abarcan toda la escala delictiva. Encontrarás especialistas en no ir a trabajar o en vender el turno, por no mencionar excéntricos, actores y violadores.

Jantiff contempló a los prisioneros durante un momento y no pudo reprimir un escalofrío.

—Los asesinos circulan con toda libertad, pero los excéntricos y los sexivadores son castigados.

—¡Por supuesto! —exclamó Sarp, regodeándose—. Hay montones de gente que asesinar, pero un solo igualitarismo que destruir. Así que no malgastes tu caridad. Todos ésos mancillaron nuestra gran sociedad, y ahora extraen minerales para el sindicato metalúrgico.

—Vaya con Jantiff —dijo Skorlet sin volverse—, lleno de piedad, pero siempre a favor de los descarriados. Bien. Jantiff, ésta es la suerte que les espera a tales personas en Arrabus: doble trabajo, nada de bazofia y tres extracciones de fluidos al año, por añadidura. Una vida dura, ¿eh, Jantiff?

—¿Y a mí, qué? Yo no soy arrabino.

—Ah, vaya —se mofó Skorlet—. Creía que habías venido a Wyst para disfrutar de nuestros logros igualitarios.

Jantiff se limitó a encogerse de hombros y continuó haciendo preguntas a Sarp.

—¿Qué es el sindicato metalúrgico?

—Es el instrumento de trabajo de los cinco Grandes Contratistas, de modo que es aquí donde los desviados aprenden el igualitarismo. —Sarp rió brutalmente—. Te diré el nombre de tan eminentes profesores: Commors. Gran Señor de los Bosques Orientales; Shubart, Gran Señor de Blale; Farus, Gran Señor de Lammerland; Dulak, Gran Señor de Froke; Malvesar, Gran Señor de los Luess. Para ti serán cinco buenos plutócratas, a pesar de su subservidumbre[72]. Y Shubart, que contrata a los recíprocos, es el más redomado de todos.

—Va, va, por favor —le interrumpió Esteban—. No critiques a Shubart, cuya bondad nos permitirá trasladarnos por aire a la pradera del río Ao; de lo contrario, habríamos ido en el revientaholgazanes[73].

—¿Y qué pasa con el viejo revientaholgazanes? —preguntó en son de burla un hombre llamado Dobbo—. ¿Qué mejor forma de disfrutar del paisaje?

—Y si te duermes te despiertas en Blale —cortó Esteban—. No, gracias. Iré en el coche, y seremos amables con el contratista Shubart.

Sarp, que parecía complacerse en provocar a Esteban, no se amilanó.

—Volaré en el vehículo de Shubart y no le guardaré rencor. Vive como un señor en Balad; no es extraño que se haga llamar Gran Señor y haga ostentación de su magnificencia.

—Yo haría lo mismo —dijo Dobbo—, si tuviera la oportunidad, por supuesto. Soy igualitario, ciertamente, porque carezco de armas contra el trabajo, pero dádmelas y las aprovecharé.

—Dobbo se aprovecha incluso de lo que no le dan —dijo Ailas—. Si algún día consigue un título, debería ser el de Gran Señor de la Esnerguería.

—¡Oh, oh! —gritó Dobbo—. ¡Vaya lengua viperina! De todos modos, debo reconocer que utilizaría cualquier cosa, incluyendo ese título.

La vía humana se alejó de las cintas distribuidoras, dobló hacia las fundiciones y las plantas de fabricación, y se deslizó junto a montones de escoria, tanques alimentadores donde se descargaba mineral en bruto, y un par de hangares de mantenimiento. La vía humana se dividió en varias. Esteban condujo al grupo hasta una terminal situada frente al complejo administrativo. A un lado, una docena de vehículos estaban aparcados en una pista de aterrizaje… Esteban entró en la oficina del expedidor, reapareció al cabo de un momento e indicó al grupo con un gesto que se dirigieran hacia un viejo y destartalado vehículo.

—¡Todos a bordo! ¡El festín de bonter nos espera! El transporte es una cortesía del contratista Shubart, un conocido mío.

—Puestos a sablear, podrías haber conseguido un Kosmer Ace o un Dacy Scimitar —gritó Sarp.

—¡No quiero oír quejas de la infantería! —replicó Esteban—. No es un vehículo de lujo, pero es mejor que viajar en un revientaholgazanes. Aquí viene nuestro chofer.

Un hombre musculoso de cabello negro salió de la oficina de administración. Tenía un rostro particularmente hundido. Jantiff se inclinó hacia adelante: ¿sería el cuarto elemento de la camarilla? Era posible, aunque este hombre parecía más corpulento que grueso.

Esteban se dirigió al grupo.

—Amigos, permitidme que os presente al respetable Buwechluter, factótum y brazo derecho del contratista Shubart, más conocido como Booch. Se ha ofrecido amablemente para conducirnos a nuestro destino.

—¡Tres hurras por el respetable Booch! —gritó Tanzel, ebria de entusiasmo—. ¡Hurra, hurra, hurra!

Esteban levantó las manos, como reprendiéndola en broma.

—¡Nada de adulaciones excesivas! Booch es un hombre muy sugestionable y no quiero que se vuelva jactancioso.

Jantiff aguzó el oído cuando Booch emitió un bufido no del todo amigable. Indeciso, examinó los rasgos de Booch: ojos estrechos provistos de espesas pestañas, mejillas correosas, boca gruesa fruncida sobre una barbilla arrugada y contraída. Booch no era un hombre agradable, aunque desprendía una ruda vitalidad animal. Murmuró algo inaudible a Esteban y se encaminó hacia la cabina del piloto.

—¡Todo el mundo arriba! —gritó Esteban—. ¡Rápido, llevamos una hora de retraso!

El grupo subió al vehículo y se distribuyó entre los asientos. Esteban se inclinó sobre Booch y le dio instrucciones. Jantiff miró con atención la parte superior de la cabeza de Booch. Adquirió la casi total convicción de que Booch no era el cuarto conspirador.

Esteban se sentó detrás de Booch, que manipuló los mandos con desdeñosa familiaridad. El vehículo se elevó en el aire y sobrevoló la pendiente en dirección al sur. Detrás de Jantiff, Ailas y una mujer llamada Cadra parecían discutir acerca de Esteban.

—Este vehículo acrecienta más allá de toda descripción el atractivo del festín de bonter. De repente, todo el tedio ha desaparecido. Como sablista, Esteban es único.

—Estoy de acuerdo —admitió con tristeza Ailas—. Ojalá aprendiera su técnica.

—No hay ningún misterio. Combina persistencia, ingenio, encanto, un sentido exacto del tiempo y persuasión: has creado a un sablista.

—Para rematarlo, añade audacia y una pizca de temeridad en estado puro —señaló un hombre llamado Descart.

—¿Y qué me dices de la suerte? —replicó con sarcasmo Rismo, una mujer alta y fea—. ¿Acaso no cuenta?

—Lo más importante es que Esteban es amigo del contratista Shubart —rió por lo bajo Cadra.

—¡Al diablo lo que es del diablo! —dijo Ailas—. Esteban posee estilo. En los Mundos Malos sería un empresario excelente.

—O un magnate.

—O un astromentero —insinuó Rismo—. Ya me lo imagino contoneándose con un uniforme blanco y un casco dorado… Espléndidos adornos y un bluskin colgando de la cintura.

—¡Esteban, ven a oír esto! —gritó Descart—. Estamos intentando identificar tus anteriores encarnaciones.

Esteban se acercó a la popa.

—¿De veras? ¿Qué indignidades estáis vertiendo sobre mí?

—Nada exagerado, nada ofensivo —dijo Cadra—. Te consideramos simplemente un monstruo de antiigualitarismo.

—Mientras no me acuséis de nada sórdido… —replicó Esteban con suave ecuanimidad.

—¡Hoy todos somos antiigualitarios! —exclamó Ailas—. ¡Revolquémonos en nuestras imperfecciones!

—¡Brindaré por ello! —gritó un hombre llamado Peder—. Esteban, ¿dónde está la bazofia?

—No hay bazofia a bordo. Controla tu sed hasta que descendamos en Galsma. Los gitanos nos tienen preparado un barril entero de vino de Houlsbeima.

—¿Alguien conoce la canción «Los antiigualitaristas comen ave asada, mientras los arrabinos sólo se llevan plumas a la boca»? —preguntó con malicia Cadra.

—La conozco, pero no tengo la menor intención de cantarla —respondió Skorlet.

—¡Va, no seas aburrida, precisamente hoy!

—Conozco la canción —dijo Tanzel—. La cantamos en la guardería. Es así.

Cantó a viva voz el grosero sonsonete. Uno a uno, todos le hicieron coro, excepto Jantiff, que nunca había oído la canción ni estaba de humor para cantar.

El paisaje se deslizaba bajo el vehículo. Las largas laderas del lado sur de la escarpa, bosques, extensos páramos, y después los valles que se abrían a una llanura ondulada. El río Dasm Mayor, sinuoso como una anguila, atravesaba serpenteando el paisaje. Cerca de un recodo donde el río se curvaba hacia el sudeste apareció un pueblo de un centenar de casitas, y el vehículo empezó a descender. Jantiff supuso en el primer momento que el pueblo era su destino, pero el vuelo prosiguió otros treinta kilómetros sobre un pantano cubierto de cañas, luego sobre un bosque de patas de araña grises y bermejos, un perezoso afluente del Dasm Mayor, otro bosque y, por fin, el vehículo bajó hacia un claro del que se alzaba un jirón de humo.

—Hemos llegado —anunció Esteban—. En este punto son precisas una o dos palabras de advertencia, sin duda innecesarias para los veteranos del grupo, pero las diré, de todos modos. ¡Tanzel, toma nota! Los gitanos constituyen una raza peculiar, y no hay nada que objetar, sin duda, pero poseen costumbres muy rígidas y no son nada igualitaristas. Para ellos, los arrabinos somos tan importantes como sombras. No bebáis demasiado vino, aunque sólo sea para no perder el ansia de bonter. Y, naturalmente, aunque no haga falta decirlo, no os vayáis a pasear solos… ¡por motivos desconocidos!

«¿Motivos desconocidos?». Una frase extraña, pensó Jantiff. Si los «motivos» eran «desconocidos», ¿por qué todo el mundo se mostraba imperturbable e indiferente? Jantiff decidió que, cuando se le presentara la ocasión, interrogaría a Sarp. Entretanto, fuese por motivos conocidos o desconocidos, seguiría el consejo de Esteban.

El vehículo tocó tierra. Los pasajeros, empujando con cierta rudeza a Jantiff, descendieron. Les siguió con ostentosa deliberación, aunque nadie se dio cuenta.

Los gitanos esperaban en el prado, junto a una hilera de mesas sostenidas por caballetes. Lo primero que distinguió Jantiff fue un aleteo de espléndidas ropas, a rayas ocres, marrones, azules y verdes. Tras una inspección más detenida reparó en cuatro hombres que llevaban pantalones cortos anchos, y tres mujeres embutidas en vestidos largos hasta los tobillos. Era gente esbelta, de cabello oscuro, movimientos ágiles, gestos fluidos, tez olivácea, nariz recta y estrecha, ojos melancólicos y sombreados por cejas oscuras. Una gente apuesta, pensó Jantiff, aunque algo repelente al mismo tiempo. De nuevo le asaltaron sospechas en relación con su participación en el festín de bonter, pero por razones que no podía definir, tal vez a causa de la expresión de los gitanos cuando miraban a los arrabinos, una frialdad que se diferenciaba del desprecio sólo en virtud de la indiferencia. Jantiff se preguntó si debía tomar la comida preparada por los gitanos. Ofrecerían a los arrabinos cualquier cosa apetitosa, sin hacer caso de los remilgados. Jantiff no pudo evitar una sonrisa irónica al pensar en sus propios escrúpulos. A fin de cuentas, había comido ración tras ración de vumpo arrabino, fabricado a partir de esturgo, sin hacer más de una o dos muecas. Siguió a los demás a través del prado.

A pesar de las advertencias de Esteban, todos se precipitaron hacia el barril, donde la gitana más joven servía el vino en copas de madera. Jantiff se aproximó al barril, pero retrocedió al observar la multitud apiñada. Se alejó para examinar los preparativos. Sobre las mesas estaban dispuestas ollas, soperas y platos trincheros. Despedían aromas que Jantiff, pese a sus reservas, consideró de lo más apetitosos. A un lado, grandes troncos de madera ardían bajo una parrilla de metal.

Esteban y el gitano más anciano se acercaron a la mesa. Esteban contrastó los artículos con su lista, y en apariencia se sintió satisfecho. Los dos hombres se volvieron y contemplaron al grupo congregado alrededor del barril de vino. Esteban habló con gran seriedad.

Tanzel tiró de la manga de Jantiff.

—Jantiff, por favor, consígueme una copa de vino. Cada vez que doy un paso adelante, alguien se me cuela.

—Haré lo que pueda —dijo Jantiff, dudoso—, aunque ya he pasado por la misma experiencia. Este grupo de igualitaristas parece muy agresivo.

Jantiff logró hacerse con dos copas de vino, y le llevó una a Tanzel.

—No bebas muy rápido o la cabeza te dará vueltas, y no querrás comer.

—¡No temas! —Tanzel probó el vino—. ¡Delicioso!

Jantiff sorbió el vino con cautela y lo encontró áspero y ligero, con una ligera fragancia a almizcle.

—Muy aceptable.

—¿A que es divertido? —dijo Tanzel, volviendo a beber—. ¿Por qué no habrá festines de bonter cada día? ¡Todo huele tan bien! Tengo un hambre atroz.

—Tal vez comas más de la cuenta y te pongas enferma —repuso Jantiff, de mal humor.

—¡No me cabe la menor duda! —Tanzel vació su copa dé vino—. Por favor…

—Todavía no; espera unos minutos. Quizá no quieras otra.

—Claro que querré otra, pero supongo que no hay prisa. Me pregunto de qué estará hablando Esteban. No para de mirarnos.

Jantiff volvió la cabeza, pero Esteban y el gitano habían finalizado la conversación.

Esteban se reunió con el grupo.

—Dentro de cinco minutos servirán el aperitivo. He llegado a un acuerdo con el jefe. Han quedado garantizadas la cortesía y la libertad de movimientos. Nadie será molestado a menos que se aleje demasiado del claro. El vino es de primera calidad, como ya os indiqué. No debéis temer fiebres ni retortijones. Aun así, os pido a todos moderación.

—¡Pero no demasiada! —gritó Dobbo—. Sería muy frustrante. La moderación sólo debe ser practicada en la moderación.

Esteban, que se hallaba de un humor magnífico, hizo un gesto benevolente.

—Bueno, no importa. Divertíos a vuestro modo. ¡Ésa será la consigna de hoy!

—¡Por Esteban y los próximos festines! —gritó Cadra—. ¡Malditos sean todos los aguafiestas!

Esteban aceptó con una sonrisa las felicitaciones de sus amigos y señaló la mesa con un gesto.

—Ya podemos tomar el aperitivo. No comáis en exceso; la carne ya está preparándose en la parrilla.

Jantiff se rezagó de nuevo cuando el grupo se abalanzó sobre la mesa.

Por larga que fuera la vida de Jantiff, nunca olvidaría el festín de bonter. Los recuerdos siempre llegaban acompañados de ese peculiar nudo en la garganta que la mente de Jantiff reservaba exclusivamente para esta ocasión, y siempre con un conglomerado de sensaciones: los pantalones y trajes gitanos, en vivido contraste con las pálidas caras, las llamas que lamían los pedazos de carne, la mesa rebosante de ollas y bandejas, los propios comensales que, en la memoria de Jantiff, se habían convertido en caricaturas de la glotonería, en tanto los gitanos se movían al fondo, silenciosos como sombras. Aromas fantasmales vagaban por su mente (adobos, papayas, chirimoyas, carne asada). Los rostros siempre adquirían una gran definición: Skorlet, en un estado que trascendía los límites imaginables de la emoción; Tanzel, tan vulnerable al placer como al dolor; Sarp y sus miradas lascivas de soslayo; Booch, grosero, maloliente, henchido de esencia animal; Esteban…

No se veía por ninguna parte al cuarto hombre de la camarilla, y Jantiff perdió por completo el apetito. Tanzel se sentó junto a él en el banco, cargando su jarra de vino y un plato lleno hasta los bordes de comida.

—¿No comes, Jantiff?

—Dentro de un momento, cuando amainen los empujones.

—No te pierdas los escabeches. Prueba uno. ¿A que es estupendo? Me arde toda la boca.

—Sí, es muy bueno.

—Si no te das prisa, no quedará nada.

—Me da igual.

—Jantiff, eres una persona extraña, muy extraña. Perdona, voy a comer.

Jantiff se acercó por fin a la mesa. Se sirvió un plato de comida y aceptó una segunda jarra de vino de la mujer impasible que se encargaba del barril. Al regresar al banco descubrió que Tanzel ya había devorado el contenido de su plato.

—Gozas de un excelente apetito —dijo Jantiff.

—¡Por supuesto! Me he pasado dos días sin comer. ¿Puedo comer más chobchows, u otra porción de estas deliciosas tortas de pimienta, o debo esperar a que sirvan la carne?

—Yo de ti esperaría. Después, puedes volver a repetir de lo que te haya gustado más.

—Creo que tienes razón. Oh, Jantiff, es tan excitante. Me gustaría poder disfrutar de ocasiones como esta eternamente. Jantiff, ¿me escuchas?

—Sí. claro.

Jantiff, en realidad, estaba prestando atención a un incidente algo extraño. Esteban, un poco alejado, estaba conversando con el jefe gitano. Esteban hizo un gesto con su jarra y ambos se volvieron para mirar en la dirección de Jantiff. Éste fingió no darse cuenta, pero un escalofrío erizó sus nervios.

Alguien se había acercado. Jantiff levantó la vista y vio que Skorlet se encontraba de pie a su lado.

—¿Y bien, Jantiff? ¿Cómo va el bonter?

—Muy bien. Me gustan estas salchichas…, aunque no puedo evitar preguntarme de qué están rellenas.

—¡Nunca preguntes, nunca demuestres curiosidad! —rió Skorlet—. Si es sabroso, devora cada pedazo. Recuerda que, al final, todo va a parar al mismo desagüe.

—Sí, tienes razón.

—¡Come hasta reventar, Jantiff!

Skorlet volvió a la mesa y llenó su plato por tercera vez. Jantiff la miró por el rabillo del ojo, disgustado con su comportamiento. Observó que Esteban atravesaba el claro hacia donde Skorlet se encontraba de pie devorando su comida. Esteban le hizo una pregunta al oído. Skorlet, con la boca llena, se encogió de hombros e intentó responderle. Esteban asintió y continuó su recorrido alrededor del grupo.

Se detuvo junto a Jantiff.

—Bueno, ¿cómo va? ¿Está todo a tu satisfacción?

—Así es —dijo Jantiff, a la defensiva.

—Yo quiero saber cuándo podremos volver —dijo Tanzel.

—¡Ajá! No hemos de convertirnos en gútricos, que sólo piensan en comer.

—Claro que no, pero…

Esteban rió y le palmeó la cabeza.

—Ya haremos planes, no temas. Hasta el momento, es un éxito, ¿eh?

—Todo es maravilloso.

—Bueno, no te sacies demasiado pronto. Aún faltan muchas cosas. Jantiff, ¿has hecho fotos?

—Todavía no.

—¡Mi querido Jantiff! La mesa del banquete, rebosante, aromática, invitadora. ¿No te has dado cuenta?

—Temo que no.

—¿Y nuestros pintorescos anfitriones, sus magníficos rostros, tan plácidos y distantes? ¿Sus espléndidos pantalones y botas puntiagudas? Trae, déjame utilizar tu cámara.

—Bueno, no lo sé —vaciló Jantiff—. De hecho, prefiero no dejártela. Podrías perderla.

—¡De ninguna manera! Aleja aquella pequeña travesura de tu mente. Sólo fue una broma. Te aseguro que la cámara estará a salvo.

Jantiff, a regañadientes, sacó el aparato.

—Gracias. ¿Quedan suficientes fotografías?

—Toma tantas como quieras. La matriz es nueva.

Esteban se puso rígido. Sus dedos se cerraron sobre la cámara.

—¿Dónde está la otra matriz?

—Estaba casi terminada. No quise arriesgarme a perderla.

Esteban se quedó en silencio.

—¿Dónde está la matriz antigua? ¿La has traído?

Sorprendido por la brusca pregunta, Jantiff alzó los ojos y observó que Esteban se hallaba profundamente molesto.

—¿Por qué lo preguntas? —preguntó Jantiff con fría cortesía—. ¡No entiendo tu interés!

Esteban intentó contener sin éxito la furia que transparentaba su voz.

—Porque hay fotografías mías en esa matriz, como tal vez sepas.

—No tienes por qué preocuparte. La matriz está completamente a salvo.

—En ese caso, me siento satisfecho —contestó Esteban, recuperando su aplomo—. ¿No bebes? Es vino de Houlsbeima. Lo han traído en nuestro honor.

—Luego tomaré más.

—¡No te reprimas!

Esteban se alejó. Pasados unos pocos minutos, Jantiff vio que hablaba primero con Skorlet, y después con Sarp.

«Hablan de mí y de la matriz», pensó Jantiff. Por ese motivo se había mostrado Skorlet tan interesada en que trajera la cámara. Esteban y ella estaban muy preocupados por la matriz. Pero ¿por qué? La luz se hizo de repente en el cerebro de Jantiff. ¡Por supuesto! ¡La imagen del cuarto hombre estaba impresa en ella!

Jantiff sacudió la cabeza con acre autorreconvención. Después de recuperar la cámara que le había robado Esteban, no había pensado en examinar la matriz. ¡Qué descuido tan imperdonable! Claro que en aquel momento no había tenido motivos para hacerlo; las actividades de Esteban no le interesaban en absoluto. Por suerte, la matriz estaba a salvo en la caja fuerte. Un nuevo y estremecedor pensamiento acudió a su mente: Sarp conocía el código, porque a Jantiff no se le había ocurrido cambiarlo. Debía rectificar este otro descuido en cuanto regresara a Uncibal.

Los gitanos ordenaron la mesa, sacaron la carne del fuego y la dispusieron sobre largas platas de madera. Una de las mujeres vertió salsa sobre la carne, otra sacó enormes hogazas de pan, y una tercera llegó con un gran cuenco de ensalada. Todas se reintegraron después a las sombras del bosque.

—¡Todo el mundo a la mesa! —gritó Esteban—. ¡Comed como nunca habéis comido! ¡Por una vez, comportémonos como gútricos!

Los comensales se lanzaron hacia adelante, y Jantiff, como de costumbre, se quedó atrás.

Media hora después, el grupo se dispersó por el prado, letárgico.

—¡Recordad que todavía faltan los postres! —graznó Esteban—. ¡Pastel de millicento blanco bañado en almíbar de flores! ¡No os rindáis todavía!

Gruñidos de protesta se elevaron del grupo.

—¡Ten piedad, Esteban!

—¿Cómo? ¿No hay más platos?

—¡Traedme mi ración de grufo!

—¡Junto con tambaleo para llenar las grietas!

Los gitanos pasearon entre el grupo distribuyendo porciones de empanada, regadas con tazas de té de verbena. Después, se dedicaron a guardar sus utensilios.

—He de ir al bosque —susurró Tanzel a Jantiff.

—En ese caso, hazlo cuanto antes.

—Ese tal Booch ha intentado cortejarme. No quiero ir sola; seguro que me sigue.

—¿Lo crees así?

—¡Claro! Vigila todos mis movimientos.

Jantiff paseó la mirada por el claro y observó que los ojos de Booch estaban clavados en Tanzel con algo más que interés superficial.

—Ah, muy bien. Iré contigo. Tú me guías.

Tanzel se levantó y se encaminó hacia el bosque. Booch se movió con cierta pereza, pero Jantiff se apresuró a seguir los pasos de Tanzel, y Booch, con aire sombrío, continuó descansando.

Jantiff alcanzó a Tanzel bajo las sombras de los enormes olmos.

—Iré un poco más lejos —dijo Tanzel—. Tú espérate aquí. No tardaré.

La niña desapareció entre el follaje. Jantiff se acomodó sobre un árbol caído y escudriñó el bosque. Los sonidos procedentes del claro eran inaudibles. Franjas de luz de Dwan penetraban oblicuamente entre el follaje y se diseminaban sobre la tierra. ¡Cuán lejanas parecían las enormes ciudades de Arrabus! Jantiff reflexionó sobre las circunstancias de su vida en Uncibal y la gente que había conocido, en su mayor parte habitantes del Rosa Viejo. ¡Pobre y orgullosa Kedidah, precipitándose aturdida y humillada hacia la muerte! Y Tanzel, ¿qué esperaba conseguir? Miró hacia atrás, confiando en ver regresar a la niña, pero el claro estaba desierto. Jantiff se obligó a esperar.

Pasaron tres minutos. El joven, inquieto, se irguió de un salto. ¡Ya debería estar de vuelta!

—¡Tanzel! —gritó.

No hubo respuesta.

Muy extraño.

Jantiff se internó entre los arbustos, mirando a derecha e izquierda.

—¡Tanzel! ¿Dónde estás?

Distinguió una marca reciente en la hierba, que tal vez fuera la huella de una pisada, y cerca, en los líquenes húmedos, una serie de surcos paralelos sin significado aparente. Jantiff se detuvo, desorientado por completo. Echó una rápida mirada hacia atrás, se mojó los labios y volvió a gritar, sin emitir más que un cauteloso graznido.

—¿Tanzel?

O bien se había perdido, o bien había regresado al festín por un camino diferente.

Jantiff volvió sobre sus pasos al claro. Miró por todas partes. Los gitanos se habían marchado con todos sus pertrechos. Ni rastro de Tanzel.

Esteban vio a Jantiff. Su rostro expresaba una consternación total. Jantiff se acercó a Esteban.

—Tanzel ha desaparecido en el bosque. No puedo encontrarla.

Skorlet llegó corriendo, con los ojos abiertos de par en par. Sus pupilas brillantes estaban rodeadas por aros blancos.

—¿Qué pasa, qué pasa? ¿Dónde está Tanzel?

—Ha desaparecido en el bosque —tartamudeó Jantiff, asustado por la expresión de Skorlet—. La he buscado y llamado, pero no ha vuelto.

Skorlet emitió un chillido espantoso.

—¡Los gitanos se la han llevado! ¡La han raptado! ¡Después de este despreciable festín se celebrará otro!

—¡Contrólate! —dijo Esteban con los dientes apretados, agitando el brazo de Skorlet.

—¡Nos hemos comido a Tanzel! —gimió Skorlet—. ¿Cuál es la diferencia? ¿Hoy, mañana?

Alzó la cara hacia el cielo y lanzó un aullido tan horrísono que las rodillas de Jantiff flaquearon.

Esteban, con el rostro ceniciento, sacudió a Skorlet por los hombros.

—¡Vamos! ¡Les cogeremos en el río! —Se volvió y llamó a los demás—. ¡Los gitanos han raptado a Tanzel! ¡Todos tras ellos! ¡Hacia el río, detendremos su barca!

Los miembros del grupo siguieron con paso vacilante a Esteban y Skorlet. Jantiff avanzó unos pasos, pero no pudo controlar los espasmos de su estómago. Se desvió del camino y, semiinconsciente, cayó de rodillas y vomitó una y otra vez.

Cerca de él, alguien canturreaba una extraña canción en dos tonos alternantes. Jantiff se dio cuenta al cabo de unos segundos de que el sonido procedía de sus propios labios. Se arrastró unos cuantos metros sobre la tierra húmeda y quedó tendido, inerte. Los estremecimientos de su estómago se hicieron intermitentes.

Un sabor agrio y aceitoso le llenaba la boca, y recordó la salsa que habían vertido sobre la carne. Sus órganos se retorcieron y estrujaron de nuevo, pero tan sólo pudo regurgitar una diminuta masa acre, que escupió en el suelo. Se levantó, miró con ojos nublados a uno y otro lado, y regresó al sendero. Oyó gritos y llamadas lejanos, pero no les prestó atención.

Divisó el río a través de un hueco en el follaje. Se abrió camino hacia la orilla del agua, se enjuagó la boca, se lavó la cara y se recostó sobre un tronco de madera.

Los miembros del grupo regresaron por la senda, murmurando entre sí con desconsuelo. Jantiff hizo un esfuerzo para ponerse en pie, pero cuando se encaminaba hacia la senda oyó primero la voz de Skorlet, y después el murmullo de barítono de Esteban. Se habían apartado de la senda y se dirigían hacia él.

Jantiff se detuvo, temeroso de encontrarse cara a cara con Skorlet y Esteban en este lugar desierto. Saltó tras un grupo de polípteras y se escondió.

Esteban y Skorlet pasaron de largo y se dirigieron hacia la orilla del río, donde escrutaron la corriente en ambas direcciones.

—No se ve a nadie —graznó Esteban—. Ya deben de estar a mitad de camino de Aotho.

—No lo comprendo —lloró Skorlet, temblorosa—. ¿Por qué te han engañado, por qué te han traicionado?

Esteban vaciló.

—Quizá se trate de un malentendido, de una equivocación terrible.

Los dos nos sentamos juntos. Hablé con el jefe y le comuniqué mis deseos. Volvió la vista y preguntó, como dudando: «¿Es aquella persona joven de allí?». Sin pensar en Tanzel, le respondí: «Exactamente». El jefe secuestró a la más joven de las dos. Éstos son los amargos hechos. Ahora los extirparé de mi mente y tú harás lo mismo.

Skorlet no dijo nada durante un rato.

—Y ahora…, ¿qué hacemos con él? —preguntó después, con la voz ronca por la tensión.

—Antes que nada, la matriz. Después, haré lo que sea necesario.

—Tendrás que actuar rápidamente —dijo Skorlet, sin que su tono expresara la menor emoción.

—Todo está controlado. Faltan tres días.

Skorlet paseó la mirada por el río.

—Pobre criatura, tan alegre y cariñosa. No soporto pensar en ella, pero los pensamientos no cesan.

—Es imposible evitarlo de momento —dijo Esteban, vacilante—. No podemos permitirnos la menor distracción. Nos jugamos demasiado.

—Sí. demasiado. A veces, su enormidad me hace tambalear.

—¡Va, va! ¡No inventes espectros! El asunto es de una sencillez apabullante.

—El Conáctico es un espectro muy real.

—El Conáctico descansa en su torre de Lusz. reflexionando y soñando. Si viene a Arrabus, demostraremos que es tan mortal como cualquiera.

—Esteban, no hables en voz alta.

—Hay que expresar los pensamientos con palabras. Hay que pensar los pensamientos. Hay que planear los planes. Hay que llevar a cabo las acciones.

Skorlet clavó la vista al otro lado del río. Esteban se apartó.

—Aléjala de tu mente. Vamonos.

—El maldito extranjero vive, y la pobre Twit ha muerto.

—Vamos.

Los dos volvieron a la senda. Jantiff les siguió al cabo de unos instantes, caminando como un sonámbulo.