5

Al día siguiente, cuando entró en el comedor, Kedidah descubrió a Jantiff sentado discretamente en una esquina alejada. Atravesó la sala y se sentó delante de él.

—¿Qué te pasó ayer? Te perdiste lo bueno.

—Ya, me lo imagino. Decidí que no tenía tanta hambre.

—Oh, vamos, Jantiff, sé lo que piensas. Estás enfadado y resentido.

—La verdad es que no. No me gusta robar las cosas de los demás.

—¡Qué tontería! —exclamó Kedidah con altivez—. Tienen de sobra; ¿por qué no pueden compartir un poco con nosotros?

—No queda mucho para compartir entre tres billones de personas.

—Tal vez no. —La joven le tomó la mano—. Debo decirte que actuaste con mucha corrección ayer. Me gustaste mucho.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Jantiff, ruborizado.

—¡Por supuesto!

—He… estado pensando —dijo Jantiff, vacilante.

—¿Sobre qué?

—El viejo de tu apartamento… ¿Cómo se llama?

—Sarp.

—Sí. Me pregunto si querría cambiar de apartamento conmigo. Así podríamos estar siempre juntos.

—Al viejo Sarp ni se le ha pasado por la cabeza mudarse —rió Kedidah—. Además, no es nada divertido vivir juntos y contemplarse mutuamente en los peores momentos, ¿verdad?

—Bueno, no lo sé. Si te gusta alguien, te apetece estar con esa persona lo más a menudo posible.

—Bien, me gustas y te veo lo más a menudo posible.

—¡Pero no es suficiente!

—Por otra parte, tengo montones de amigos y todos me hacen objeto de sus demandas.

Jantiff fue a decir algo, pero decidió refrenar su lengua. Kedidah cogió su cartera.

—¿Qué llevas ahí? ¿Pinturas? ¿Me las enseñas?

—Por supuesto.

Kedidah examinó los bocetos lanzando grititos de placer.

—¡Jantiff, es fantástico! Reconozco éste; es nuestro grupo de forrajeadores en la senda. Éste es Thworn, y aquí está Garrace, y… ¡ésta soy yo! ¡Jantiff! ¿Soy así, tan rígida, pálida y con esa mirada fija, como si hubiera visto a un trasgo? No me contestes, no quiero disgustarme más. ¡Si me hicieras un retrato bonito lo colgaría de la pared! —Volvió a examinar el boceto—. Sunover…, Uwser… Rehilmus…, todos. Y este vislumbre de una persona en la retaguardia… ¡Eres tú!

Skorlet y Esteban entraron en el comedor, acompañados de aquel duende de estados de ánimo contradictorios que era su hija Tanzel.

—¡Venid a ver los maravillosos dibujos de Jantiff! —gritó Kedidah—. Ésta es nuestra partida de forrajeadores, caminando por la senda. ¡Es tan real que se puede oler el bálsamo de kerkash!

Esteban examinó el boceto con una sonrisa indulgente.

—No parecéis atiborrados de bonter.

—¡Claro que no! Todavía es por la mañana, y vamos en dirección al sur. Y no os preocupéis por el bonter. Todos cenamos opíparamente. Ave asada, ensalada de verduras frescas, cestas de fruta… ¡Todo fue fantástico!

—¡Oh! —exclamó Tanzel—. ¡Me habría gustado ir!

—Moderación, por favor —pidió Esteban—. Yo también he ido a forrajear.

—La próxima vez ven con nosotros —dijo Kedidah con dignidad—, y verás lo bien que nos lo montamos.

—Eso me recuerda algo —musitó Jantiff—. ¿Consiguió Colcho encontrar el camino de vuelta a su casa?

Nadie se molestó en contestar.

—Me apetece el bonter tanto como al que más —dijo Esteban—, pero por ahora pago mis fichas y los gitanos se encargan del festín. Además, en este preciso momento tengo un plan en vías de realización. Uníos al grupo, si queréis. Tendréis que pagaros vuestra parte, por supuesto.

—¿Cuánto? Quizá vaya.

—Quinientas fichas, incluyendo el transporte aéreo hasta las Tierras Misteriosas.

Kedidah palmeó sus rizos castaño dorados, sorprendida.

—¿Me tomas por un contratista? ¡No puedo reunir semejante cantidad!

—Yo tampoco tengo quinientas fichas —dijo Tanzel con tristeza.

Skorlet dirigió una penetrante mirada a Esteban y otra a Jantiff.

—No te preocupes, querida. Te incluiremos.

Esteban, sin hacer caso del comentario, siguió examinando los bocetos de Jantiff.

—Muy buenos… Éste, ambicioso en exceso. Demasiados rostros… ¡Ajá! Aquí reconozco a alguien.

—Somos Sarp y yo sentados en nuestras sillas —dijo Kedidah—. Jantiff, ¿cuándo lo hiciste?

—Hace unos días. Skorlet, ¿te importaría cambiar de apartamento con Kedidah?

—¿Para qué? —exclamó Skorlet, estupefacta y divertida al mismo tiempo.

—Me gustaría compartir un apartamento con ella.

—¿Para que yo lo comparta con ese viejo demente y rezongón? ¡Ni hablar!

Esteban ofreció su consejo.

—Nunca lo compartas con nadie que te guste; cuando el estímulo se acaba, empieza la irritación.

—No es sensato copular demasiado con la misma persona —dijo Kedidah.

—De hecho, no me gusta copular —dijo Tanzel—. Es muy aburrido.

Esteban volvió a los bocetos.

—¡Vaya, vaya! ¿A quién tenemos aquí?

—Sois tú, Skorlet y el viejo Sarp. No sé quién es el hombre grande —señaló Tanzel, excitada.

—Ni yo —rió Esteban—. Existe un parecido, pero sólo porque Jantiff dibuja todos sus rostros con la misma expresión.

—De ninguna manera —se defendió Jantiff—. Un rostro es un símbolo, la imagen gráfica de una personalidad. ¡Piénsalo! Los signos gráficos representan palabras habladas. ¡Los rasgos dibujados representan personalidades! Dibujo rostros inmóviles y serenos para que su significado no sea confuso.

—Se me escapa —suspiró Esteban.

—¡Nada de eso! ¡Piensa un poco más! Podría dibujar a dos hombres riendo de un chiste. Uno es de carácter avinagrado, el otro alegre. Si ambos ríen, podrías pensar que ambos son alegres. Si las facciones están inmóviles, la personalidad se revela por sí misma.

Esteban alzó las manos.

—¡Ya basta! ¡Me rindo! Sería el último en negar que posees una gran destreza para este ejercicio.

—No es destreza —repuso Jantiff—. He tenido que practicar durante años.

—¿No es elitismo el que alguien trate de hacer algo mejor que los demás? —preguntó lúcidamente Tanzel.

—En teoría, sí —dijo Skorlet—, pero Jantiff es un miembro del Rosa Viejo, y nada elitista, por descontado.

—¿Podemos cargar algún delito más sobre los hombros de Jantiff? —rió Esteban.

Tanzel reflexionó unos momentos.

—Es un monopolista avaro de su tiempo, que no quiere compartir conmigo, y me cae muy bien —declaró.

—Los hábitos obscenos de Jantiff incurren en la sexivación más flagrante —rezongó Skorlet—, y están afectando incluso a la pobre Tanzel.

—También es un explotador, porque quiere agotar a Kedidah.

Jantiff abrió la boca para expresar una réplica indignada, pero no encontró las palabras. Kedidah le palmeó en la espalda.

—No te preocupes, Tanzel. A mí también me gusta y hoy podrá monopolizarme todo lo que quiera, porque quiero ir a los juegos e iremos juntos.

—A mí también me gustaría ir —dijo Esteban—. Ese fantástico Shkooner combatirá con el moteado Wewark; dos bestias terroríficas.

—Quizá sí, pero estoy loca por Kizzo, que participa en la segunda contienda. Va montado en el Jamouli azul, y es tan absolutamente gallardo que me desmayo nada más verle.

Esteban se humedeció los labios.

—Sus florituras son demasiado exuberantes, y no apruebo las acciones que lleva a cabo con las rodillas. De todos modos, es temerario en exceso, y hace que los pobres Lamar y Kelchaff parezcan un par de apocadas ancianas.

—Oh, querido —dijo Skorlet—, tengo trabajo y no puedo ir.

—Ahorra tus fichas para los gitanos, si te propones unirte a la fiesta, claro está.

—Es verdad. He de dedicarme a mis globos. Me pregunto dónde podré encontrar más pigmentos.

Miró especulativamente a Jantiff, que se apresuró a decir:

—No puedo desprenderme de más. Mis existencias han menguado mucho.

—¿Y tú? —preguntó Esteban a Jantiff—. ¿Te apuntas a este festín de bonter?

—He estado forrajeando —vaciló Jantiff—, y no estoy seguro de que me guste.

—Mi querido amigo, no tiene nada que ver. ¿Te quedan ozols?

—Muy pocos. Guardados a buen recaudo, desde luego.

—En ese caso, puedes permitirte el festín de bonter. Te reservaré una plaza.

—Oh… Muy bien. ¿Dónde y cuándo se celebrará el acontecimiento?

—¿Cuándo? Tan pronto como me encargue de los preparativos. ¡Todo ha de marchar sobre ruedas! ¿Dónde? En las Tierras Misteriosas, para que disfrutemos del campo. Conocí hace poco a Shubart el contratista. Nos permitirá usar un vehículo aéreo.

—¿Quién es ahora el explotador, el monopolista, el magnate elitista y todo eso? —rió Jantiff—. ¿Dónde está el igualitarismo?

—El igualitarismo está muy bien, y yo lo suscribo —replicó Esteban con voz jovial, aunque algo aguda—. Aun así, ¿por qué negar lo obvio? Todo el mundo desea disfrutar al máximo de su vida. Si yo fuera capaz, sería contratista; quizá lo haga.

—Has elegido el peor momento —dijo Kedidah—. ¿Has leído el Concepto? Los Susurros insisten en que los contratistas cuestan demasiado y deben producirse cambios. Tal vez ya no haya más contratistas.

—¡Ridículo! —rezongó Skorlet—. ¿Quién haría el trabajo?

—No tengo ni idea —dijo Kedidah—. No soy ni Susurro ni contratista.

—Se lo preguntaré a mi amigo Shubart —dijo Esteban—. Él lo sabrá.

—¡No lo comprendo! —se quejó Tanzel—. Yo pensaba que todos los contratistas eran extranjeros ignorantes, vulgares y mezquinos, que hacían el trabajo sucio por nosotros. ¿De veras quieres ser como ellos?

—Sería un estupendo contratista —rió Esteban—, tan educado e inteligente como soy ahora.

Kedidah se puso en pie de un brinco.

—¡Vamos, Jantiff! Salgamos ahora si queremos encontrar buenas localidades, y tráete unas fichas de más; esta semana estoy totalmente arruinada.

Jantiff regresó a última hora de la tarde por el río Disselberg. Las peleas de shunkos[63] habían sobrepasado todas sus expectativas; su mente bullía de imágenes y sensaciones.

Las masas se habían aglomerado antes de hora y atestaron todas las vías humanas que conducían al estadio. Jantiff había reparado en la vivacidad de sus rostros, el brillo húmedo de los ojos, la temblorosa flexibilidad de sus bocas cuando hablaban y reían; ésa no era la gente serena y plácida que paseaba por el río Uncibal. El estadio era un lugar gigantesco, que se componía de una sucesión de niveles. Fila tras fila, contrafuerte tras contrafuerte, galería tras galería hasta ocultar el cielo; los espectadores se convertían en una mancha compacta. Un penetrante murmullo, bronco como el mar, surgía de todas las bocas, menguando o aumentando de intensidad según las circunstancias.

Las ceremonias preliminares (una hora de desfiles y contradesfiles, ejecutados por músicos ataviados con uniformes púrpuras y marrones que evolucionaban al compás de trompetas, estruendosos resonadores de bajos y címbalos de noventa centímetros) aburrieron a Jantiff. Por fin, se abrieron ocho portales y salieron ocho hombres, sombríos y erguidos sobre las plataformas de carrozas motorizadas. Dieron la vuelta al campo, mirando al frente, como concentrados exclusivamente en sus lúgubres pensamientos. Sin dejar de mirar al frente, los hombres abandonaron el campo.

El estruendo del estadio fluctuó, en consonancia con el estado de ánimo de medio millón de personas apiñadas, y Jantiff se preguntó qué leyes psicológicas gobernaban tal fenómeno.

De pronto, respondiendo a cierta influencia ejercida sobre la percepción de Jantiff, los sonidos cesaron y se adueñó de la atmósfera un tenso silencio.

Los portales del este y el oeste se abrieron; un par de shunkos salieron bamboleándose. Rugieron de rabia, patearon el césped, dieron un salto de tres metros hacia atrás, como queriendo desembarazarse de los serenos e indomables jinetes que se mantenían erguidos sobre su grupa. Así se iniciaron las contiendas.

Las enormes masas chocaron con un espantoso impacto; el equilibrio de los jinetes parecía increíble, pese a ocurrir ante los propios ojos de Jantiff. Una y otra vez esquivaron las enormes patas, y volvieron a montar con serena autoridad cuando los shunkos se irguieron de nuevo con paso vacilante. Jantiff comunicó su asombro a Kedidah.

—¡Es un milagro que sigan con vida!

—A veces, mueren dos, o incluso tres. Hoy… tienen suerte.

Jantiff le dirigió una mirada de curiosidad. La tristeza que se reflejaba en sus ojos, ¿era por los jinetes aplastados o por los que lograban escapar a la muerte?

—Se entrenan durante años y años —le dijo Kedidah cuando se marcharon del estadio—. Viven inmersos en el hedor, el estruendo y la cercanía de las bestias. Después, vienen a Arrabus y su meta es participar en diez contiendas, para regresar luego a Zonder con su fortuna.

Kedidah se calló y dio la sensación de pensar en otras cosas. Cuando el lateral confluyó en el río Disselberg, dijo de repente:

—Te dejo aquí, Jantiff. Debo acudir a una cita.

—Pensé que podríamos pasar la velada juntos, quizá en tu apartamento —respondió Jantiff, sorprendido.

Kedidah sonrió y negó con la cabeza.

—Imposible. Jantiff. Perdóname, por favor, tengo prisa.

—¡Pero quería discutir lo de ir a vivir contigo!

—¡No, no, no! ¡Janty, compórtate! Nos veremos en el vumper.

Jantiff regresó ofendido al Rosa Viejo. Encontró a Skorlet ocupada en sus globos, embadurnando los artilugios de papel con sus últimas existencias de pigmentos azul, negro, verde oscuro y ocre.

—¿Qué estás haciendo? —se asombró Jantiff—. La verdad, Skorlet, no es muy decente de tu parte.

Skorlet le fulminó con la mirada; Jantiff advirtió en su rostro blanco una desesperación que nunca antes había observado. La mujer volvió a su trabajo, pero a los pocos momentos encontró las palabras que no le salían y habló con los dientes apretados.

—No es justo que tú tengas de todo y yo no tenga nada.

—¡Pero si no tengo nada! —se lamentó Jantiff—. ¡No tengo nada! ¡Me lo has quitado todo! ¡El marrón, el negro, el verde, el azul! Me quedan el rojo, ciertamente, el naranja, el ocre amarillento y el amarillo… No, ahora me has quitado también el amarillo…

—¡Escucha, Jantiff! Necesito fichas para ir con Tanzel al festín de bonter. La pobrecilla nunca ha ido a ningún sitio ni ha visto nada, ni ha probado el bonter, por supuesto. ¡Me da igual utilizar tus pigmentos! Eres muy rico y puedes conseguir más, y debo terminar esos globos rituales de una vez.

—¿Y por qué Esteban no invita a Tanzel? Da la impresión de que nunca anda escaso de fichas.

—Esteban es demasiado engreído para gastar fichas en nadie —se quejó Skorlet—. Para ser sincera, de haber vivido en los Mundos Malos habría llegado a ser un gran magnate o un explotador. No es igualitarista, desde luego, y nunca podrías imaginarte los planes maquiavélicos que forja en su mente.

Jantiff, sorprendido por la vehemencia de Skorlet, se sentó en su silla. Skorlet continuó pintarrajeando sus artefactos.

—¿Son tan valiosos esos trastos que necesitas acabar con mis pigmentos? —gruñó Jantiff.

—¡No sé si son valiosos! Los llevo a Disjerferact y la gente paga sus buenas fichas por ellos; es lo único que me importa. Ahora, necesito un poco de ese naranja… ¡No sirve de nada que exhibas esa expresión de terquedad, Jantiff!

—¡Toma, cógelo! ¡Es la última vez! ¡De ahora en adelante lo guardaré todo en mi bolsa de viaje bajo llave!

—Jantiff, eres una persona muy mezquina.

—Y tú muy generosa… ¡con las pertenencias de los demás!

—¡Controla tu lengua, Jantiff! ¡No tienes derecho a intimidarme! Conecta la pantalla. Los Susurros van a pronunciar un importante discurso y quiero escucharlo.

—Bah —murmuró Jantiff—. Siempre lo mismo. Sin embargo, tras reparar en la mirada malhumorada de Skorlet, la obedeció.

Jantiff escribió una carta a su casa:

Querida familia:

Antes que nada, mis inevitables peticiones. No quiero ser un estorbo, pero las circunstancias están en mi contra. Haced el favor de enviarme otra selección de pigmentos, de doble tamaño. Aquí no es posible comprarlos, como todo lo demás. De todas formas, la vida progresa. La comida, por supuesto, es mortalmente monótona; todo el mundo está obsesionado con el bonter. Algunos amigos están preparando un banquete gitano, sea lo que sea. He sido invitado, y es probable que acuda, aunque sólo sea para liberarme del grufo y el dedlo por unas horas.

Temo estar desarrollando una personalidad fragmentada. A veces me pregunto si estaré viviendo en un país irreal, donde el blanco es negro y el negro no es blanco, lo que sería demasiado sencillo, pero totalmente absurdo, como, por ejemplo, diez lijas muertas o el perfume de los alhelíes. Recordad que, en un tiempo. Arrabus fue una nación industrializada muy normal. ¿Es ésta la inevitable consecuencia? Las ideas se suceden con lógica aterradora. La vida es breve; ¿por qué desperdiciar un segundo en trabajos ingratos? ¡La tecnología existe a este propósito! Por tanto, es preciso mejorar y extender la tecnología, a fin de ahorrar la mayor cantidad de trabajo.

¡Que lo hagan las máquinas! ¡El objetivo es el ocio, el exquisito sabor de la existencia pura! Muy bien. Ojalá las máquinas pudieran hacerlo todo, pero no se autorreparan ni prestan servicios humanos, de manera que hasta los arrabinos han de trabajar: trece amargas horas a la semana. Y encima, las máquinas son lo bastante antipáticas como para estropearse. Hay que emplear a contratistas de las fábricas de Blale, Froke y otros lugares de las Tierras Misteriosas. Los contratistas, por descontado, rehúsan trabajar por una miseria. De hecho, según he oído, absorben la mayor parte del producto arrabino bruto. Los arrabinos podrían mitigar la situación preparando a personas con vocación de técnicos o mecánicos, pero los igualitaristas afirman que la especialización es el primer paso hacia el elitismo.

No cabe duda de que están en lo cierto. A nadie se le ocurre que los contratistas son elitistas de primera clase, que se hacen ricos explotando a los arrabinos…, si es que se puede hablar de explotación.

He escrito «a nadie se le ocurre», pero tal vez no me haya expresado con propiedad. La otra noche escuché un mitin de los Susurros. Hice algunos bocetos mientras aparecían en la pantalla. Os adjunto uno. Los Susurros son elegidos mediante un procedimiento aleatorio. Se elige al azar un inspector por cada nivel de cada bloque. Los veintitrés inspectores eligen al azar un alcalde del bloque. De entre todos los alcaldes de bloque de cada distrito se selecciona un delegado, al azar, por supuesto. Cada una de las grandes divisiones metropolitanas (Uncibal, Propunce, Waunisse y Serce) se halla representada por su junta de delegados. Uno de estos delegados, al azar, se convierte en Susurro. Se espera que los Susurros ejerzan su autoridad, como así es, de una forma discreta, igualitarista; de ahí el apodo Susurros, que proviene, según me dijeron, de una conversación jocosa mantenida hace muchos años.

Sea como sea, los Susurros aparecieron en la pantalla la otra noche. Hablaron con mucha cautela, y rindieron tributo a las magnificencias del igualitarismo. Aun así, el efecto causado fue muy poco optimista. Incluso yo comprendí las alusiones, pese a que mis oídos no están tan entrenados como los de los arrabinos. La mujer, Fausgard, leyó estadísticas sin hacer comentarios, pero todo el mundo se enteró de que el equilibrio fallaba y que los gastos eran muy superiores a los ingresos, así que cada uno sacó las conclusiones que le dio la gana. Los Susurros anunciaron que visitarán próximamente al Conáctico, en Lusz, para discutir la situación. Esta idea no es popular y los arrabinos la rechazan automáticamente; ya he oído rumores de que la expedición a Númenes es un simple paseo para vivir a lo grande con fondos públicos. Recordad que los Susurros viven en los mismos apartamentos y comen el mismo grufo, dedlo y tambaleo que la demás gente, pero no trabajan. Aprovechando el Centenario harán pública una noticia, con la esperanza, sin duda, de conseguir que los contratistas sean eliminados poco a poco. Esta idea no hiere la sensibilidad de los arrabinos. Los contratistas viven como señores en sus fincas rurales, y los arrabinos les llaman (¿con envidia?) elitistas.

Algunas informaciones adicionales: Blale, en el límite sur de las Tierras Misteriosas, goza del efecto benigno de una corriente ecuatorial y no es tan frío como sugiere su latitud. ¡Recordad que Wyst es un mundo muy pequeño! La gente que vive en Froke, al oeste de Blale, recibe el apelativo de frooks. Por los bosques de las Tierras Misteriosas vagan tribus nómadas; se les llama a algunas gitanas, y a otras brujas, por razones que escapan a mi comprensión. Las gitanas suelen frecuentar Arrabus, y ofrecen festines de bonter a cambio de un estipendio. A los arrabinos no les interesa en absoluto la música. Nadie toca instrumentos musicales, presumiblemente por el esfuerzo que supone. ¡Es un lugar muy extraño, os lo aseguro! ¡Chocante, inquietante, incómodo, estéril, pero fascinante! ¡Nunca me canso de contemplar esas enormes multitudes! ¡Gente por todas partes! Esas masas poseen una auténtica magnificencia. Es fantástico situarse sobre el río Uncibal y mirar los rostros. Inventad una cara, la que queráis. Nariz grande, orejas pequeñas, ojos redondos, barbilla larga… ¡Tarde o temprano la veréis en el río Uncibal! ¿Provocan estas muchedumbres monotonía o uniformidad? ¡Al contrario! Cada arrabino defiende con desesperación su individualidad, con toda clase de adornos y ardides. Una forma de vivir inútil, sin duda, pero ¿no son acaso todas las vidas inútiles? Los arrabinos nacen de la nada y cuando mueren nadie, les recuerda. No producen nada sustancial; de hecho (se me acaba de ocurrir), el único bien de consumo que producen es el ocio.

Y ya basta por hoy. Os volveré a escribir muy pronto.

Con todo mi afecto, como siempre.

Jantiff

Jantiff encerró bajo llave los pigmentos que le quedaban. Skorlet, forzosamente, decidió que sus globos rituales ya estaban terminados y empezó a atarlos en grupos de seis. La incesante actividad de Jantiff atrajo por fin su atención. Levantó la vista de su trabajo y barbotó una queja irritada.

—¿Por qué, en nombre de la perversidad, has de revolotear de un lado para otro como un pájaro que se ha roto un ala? ¡Estate quieto, te lo ruego!

—Estoy haciendo algunos bocetos de los Susurros, tal como aparecieron la otra noche —respondió Jantiff con serena dignidad—. Quería enviar uno o dos a mi familia, pero han desaparecido. Me estoy oliendo una esnerguería.

Skorlet lanzó una grosera carcajada.

—En ese caso, te sentirías adulado.

—Sólo me siento disgustado.

—¡Armas un follón por nada! Haz otro boceto, o envía los otros. El asunto carece de la menor importancia, y no sabes lo mucho que me distraes.

—Perdona. Tal como has sugerido, enviaré otro boceto, y ten la bondad de presentarle mis respetos al esnergo.

Skorlet se encogió de hombros y acabó su trabajo.

—Ahora. Jantiff, ayúdame a transportar los globos al apartamento de Esteban. Conoce al comerciante que ofrece el mejor precio.

Jantiff empezó a protestar, pero Skorlet le interrumpió.

—¡La verdad. Jantiff, me tienes desconcertada! ¡Te has pasado la vida disfrutando de toda clase de lujos, y no quieres colaborar en que la pobre Tanzel pruebe un bocado de bonter!

—Eso no es verdad —se indignó Jantiff—. La llevé el otro día a Disjerferact y le compré todos los poguetos[64], buñuelos de marisco y pasteles de anguila que fue capaz de comer.

—¡Eso no importa! Échame una mano, no te estoy pidiendo nada extraordinario.

Jantiff condescendió de mal humor a cargar con los globos rituales. Skorlet cogió el resto y recorrieron una serie de pasillos hasta llegar al apartamento de Esteban. En respuesta a la llamada de Skorlet, Esteban se asomó al pasillo. Contempló los globos sin demostrar ningún entusiasmo.

—¿Tantos?

—¡Sí, tantos! Yo los he hecho y tú los vas a vender, y haz el favor de traerme todo el alambre desechado que puedas reunir.

—Me causas un inconveniente tan grande…

Skorlet intentó hacer un gesto de furia, pero, dificultada por los globos, sólo consiguió sacudir los codos.

—¡Tú y Jantiff sois insufribles! Tengo la intención de ir al festín y Tanzel también vendrá. A menos que te tomes la molestia de invitarla, has de ayudarme con estos globos.

—¡Una molestia abominable! —gruñó Esteban, irritado—. Bien, qué le vamos a hacer, es inevitable. Contémoslos.

Mientras contaban, Jantiff se sentó en el sofá, que Esteban había tapizado con una excelente tela gruesa, adornada con dibujos geométricos de color naranja, pardo y negro. Los demás muebles evidenciaban el mismo gusto y distinción. Jantiff divisó sobre una mesita auxiliar una cámara que le resultó familiar. La cogió, la examinó con detenimiento y la guardó en el bolsillo.

Skorlet y Esteban terminaron el recuento.

—Kibner no es tan generoso como tú crees —dijo Esteban—. Exigirá como mínimo, el treinta por ciento de las ganancias.

Skorlet emitió un agudo grito de contralto, afligida.

—¡Es exorbitante! ¡Piensa en el esfuerzo, el trabajo y los inconvenientes que he padecido! ¡Con el diez por ciento basta y sobra!

—Empezaré con el cinco y procuraré que quede lo más bajo posible —rió Esteban, vacilante.

—¡Actúa con firmeza y trata de impresionar a Kibner! Igual se piensa que desconocemos el valor del dinero.

—¡Eso es elitismo subrepticio! —la amonestó Esteban en broma—. ¡Domina esa tendencia!

—Sí, por supuesto —replicó Skorlet con sarcasmo—. Vamos, Jantiff. Casi es hora de vumpear.

La mirada de Esteban resbaló sobre la mesita, se detuvo en seco, paseó por la habitación, regresó un momento a la mesita y se posó en Jantiff.

—Un momento. Se ha producido una esnerguería y no tengo la menor intención de colaborar en ella.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Skorlet—. No posees nada que valga la pena.

—¿Y mi cámara, qué? Vamos, Jantiff, desembucha. Estabas sentado en el sofá, e incluso vi como hacías el movimiento.

—Esto es muy embarazoso —dijo Jantiff.

—Sin duda. La cámara no está. ¿La tienes tú?

—En realidad, llevo mi cámara encima, la que traje de Zeck. Aún no he visto la tuya.

Esteban avanzó un paso con aire amenazador y extendió la mano.

—Aquí no quiero esnergos, por favor. Has cogido mi cámara; devuélvemela.

—No, ésta es definitivamente mi cámara.

—¡Es mía! Estaba sobre la mesa y vi cómo la cogías.

—¿Puedes identificarla?

—¡Por supuesto, sin temor a equivocarme! Incluso podría describir las fotos de la matriz. —Vaciló y añadió—: Si me diera la gana.

—La mía lleva el nombre Jantiff Ravensroke grabado junto al número de serie en caracteres entrelazados de mish antiguo. ¿La tuya también?

Esteban miró a Jantiff con ojos iracundos, dilatados por la sorpresa.

—No sé lo que hay grabado junto al número de serie —respondió con voz áspera.

Jantiff trazó elegantes fiorituras sobre un trozo de papel.

—Esto es mish antiguo. ¿Te importa inspeccionar mi cámara?

Esteban farfulló algo incomprensible y le dio la espalda.

Jantiff y Skorlet salieron del apartamento.

—Ha sido tan infantil como innecesario —dijo Skorlet, mientras caminaban por el pasillo—. ¿Qué ganas enemistándote con Esteban?

Jantiff se paró, asombrado y escandalizado. Skorlet siguió andando sin aminorar el paso. Jantiff corrió para alcanzarla.

—¡No hablarás en serio!

—¡Claro que hablo en serio!

—¡Sólo he reclamado la propiedad que me robó! ¿No es un acto razonable?

—Deberías utilizar la palabra «esnergo»; es más educado.

—Fui muy educado con Esteban, dadas las circunstancias.

—No mucho. Ya sabes lo puntillosamente orgulloso que es.

—Ummm. No comprendo cómo pueden ser orgullosos los arrabinos.

Skorlet se giró en redondo y abofeteó a Jantiff. Éste dio un pasoatrás, y después se encogió de hombros. Volvieron en silencio a su apartamento. Skorlet abrió la puerta y entró en la sala de estar. Jantiff cerró la puerta con exagerado cuidado.

Skorlet se volvió para mirarle de frente. Jantiff retrocedió, pero Skorlet estaba arrepentida.

—No estuvo bien abofetearte —gimió con voz entrecortada—. Perdóname, por favor.

—En realidad, fue culpa mía —murmuró Jantiff—. No debería haber mencionado a los arrabinos.

—No hablemos de eso; ambos estamos cansados y preocupados. De hecho, lo mejor será que vayamos a la cama y copulemos, para restaurar nuestra ecuanimidad. Necesito relajarme.

—Me parece una propuesta extraña, pero… Bueno, está bien, si te apetece.

Al llegar al apartamento de Kedidah, Jantiff encontró sólo a Sarp.

Éste anunció con rudeza que Kedidah no tardaría en volver…

—… metiendo ruido, barullo y alboroto. No es fácil vivir con ella, te lo aseguro.

—Qué pena —dijo Jantiff—. ¿Por qué no cambiáis de apartamento con alguien?

—¡Es más fácil decirlo que hacerlo! ¿Quién se atrevería a agobiar su vida con ese putón verbenero? ¡Crea desórdenes de la nada!

—En realidad, considero que mi compañera de cuarto es demasiado reservada. Nunca sabes qué va a hacer, y tiene un sentido de la limpieza casi geométrico. Quizá podría convencerla de que se cambiara contigo.

Sarp ladeó la cabeza y miró a Jantiff, suspicaz.

—Nunca se sabe. ¿Quién es ese dechado?

—Se llama Skorlet.

—¡Skorlet! ¿Limpia? —exclamó con sorna Sarp—. ¿Con sus incesantes globos rituales? ¿Y «demasiado reservada»? ¡No sólo habla por los codos, sino que es impertinente y dominante! ¡Atormentó tanto al pobre Wissilim que no sólo cambió de nivel, sino que se marchó del Rosa Viejo! ¿Por qué clase de imbécil me tomas?

—Tienes un concepto erróneo; ahora es muy dócil. Escucha, incluiré un incentivo. —¿Cuál?

—Bien, pintaré tu retrato de varios colores.

—¡Ja! Allí está el espejo. ¿Qué más necesito?

—Bueno… Aquí tengo una pluma estilográfica que traje de Zeck, una maravilla científica. Extrae carbón, agua y nitrógeno del aire para preparar una tinta suave que queda impresa en el papel para siempre. Nunca falla y dura toda la vida.

—Escribo muy poco. ¿Qué más me ofreces?

—Poca cosa más. ¿Un medallón de jade y plata para tu gorra?

—No soy un hombre presumido. Sólo me cambiaría por un bocado de bonter en los bajíos, así que ya ves. Me conformaré con buen grufo y dedlo, acompañados de tambaleo para llenar las grietas.

—Pensaba que Kedidah era un suplicio.

—Comparada con Skorlet es un ángel misericordioso. Un poco ruidosa y demasiado sociable, nadie puede negarlo, y ahora se ha ido a vivir con Garch Darskin, de los Eftalotes… En fin, ahí viene.

La puerta se deslizó a un lado. Kedidah irrumpió en el apartamento, en compañía de tres jóvenes musculosos.

—¡Bien, querido Sarp! —gritó la muchacha—, ¡ya sabía que encontraría casa! Saca tu jarra de bazofia y sírvenos a todos un poco. Garch se ha estado entrenando y estoy agotada sólo de verle.

—La bazofia se ha terminado —gruñó Sarp—. Te la acabaste ayer.

Kedidah advirtió la presencia de Jantiff.

—¡Aquí tenemos a un amigo obsequioso! Jantiff, ve a buscar tu jarra de bazofia. ¡El hussade es una ocupación agotadora, y todos necesitamos un trago!

—Lo siento —dijo Jantiff, algo violento—. No puedo complacerte.

—Qué asco. Garch, Kirso, Rambleman: éste es Jantiff Ravensroke, de Zeck. Janty, te hallas ante el filo cortante de los Eftalotes, el mejor equipo de Wyst.

—Es un honor conoceros —dijo Jantiff con su tono más formal.

—Jantiff tiene mucho talento —dijo Kedidah—. ¡Realiza los dibujos más fascinantes! ¡Jantiff, haznos un retrato!

Jantiff negó con la cabeza, turbado.

—La verdad, Kedidah, es que estas cosas no me salen así de golpe. Además, no tengo material a mano.

—¡Eres muy modesto! Vamos, Janty, haz algo gracioso y divertido. Ahí tienes tu pluma, y en algún sitio, en algún sitio, en algún sitio, habrá un trozo de papel… Utiliza el reverso de este impreso de registro.

Jantiff cogió a regañadientes los útiles.

—¿Qué quieres que dibuje?

—Lo que te apetezca. Garch, yo, o el viejo Sarp.

—No te molestes conmigo —dijo Sarp—. De todas formas, voy a buscar a Esteban. Quiere comunicarme una misteriosa propuesta.

—Será su festín de bonter, probablemente. Iría ahora mismo si tuviera las fichas. ¡Jantiff, haznos una demostración! Dibuja a Rambleman, es el más pintoresco. Fíjate en su nariz, es como la uña de un ancla. ¡Tienes a la auténtica punta norte de Pombal ante ti!

Jantiff se puso a trabajar con dedos agarrotados. Los demás le observaron unos momentos, pero en seguida empezaron a charlar y no le prestaron más atención. Jantiff, disgustado, se levantó y abandonó el apartamento. Nadie pareció darse cuenta de su desaparición.

Queridos todos:

Eternas gracias por los pigmentos; los guardaré con sumo cuidado. Skorlet esnergó mi último surtido para decorar sus globos rituales. Confiaba en venderlos por una gran suma, pero ahora piensa que Kibven, el tendero de Disjerferact, la engañó. Está terriblemente enfadada, así que me desplazo por el apartamento con mucha cautela. De un tiempo a esta parte se muestra abstraída y distante; no entiendo por qué. A veces, parece traspuesta. ¿El festín de bonter? Es un gran acontecimiento, tanto para ella como para Tanzel. No pretendo comprender a Skorlet, pero no puedo evitar la impresión de que se halla desequilibrada y alterada. Tanzel es una criatura encantadora. La llevé a Disjerferact y me gasté medio ozol comprándole golosinas, como algas tostadas y tartas de anguila agria. Los comerciantes de Disjerferact no son arrabinos, y forman un grupo de lo más curioso. Disjerferact ocupa una extensa zona, y hay miles de estos individuos, gente de todos los lugares. Tahúres, chatarreros, prestidigitadores, jugadores, titiriteros y marionetistas, ilusionistas y magos, tramposos, excéntricos, músicos, acróbatas, clarividentes, y, por supuesto, vendedores de comida. Disjerferact es patética, sórdida, incitadora, fascinante, un tumulto de color y ruido. Lo más sorprendente de todo son los Pabellones de Reposo, que deben ser únicos en el universo gaénico. Los arrabinos que desean morir acuden a los pabellones. Los propietarios de los diversos pabellones cuidan de que sus servicios sean atractivos. Funcionan con regularidad. La actividad más económica tiene lugar sobre un podio cilíndrico de tres metros de altura. El cliente sube al podio y, a continuación, pronuncia un discurso de despedida, en ocasiones espontáneo, en otras ensayado durante meses. Estos discursos son muy interesantes y siempre cuentan con un público atento, que vitorea, aplaude o emite lamentos de conmiseración. A veces, el contenido no despierta el fervor popular, y el discurso termina con un abucheo. Entretanto, una cortina de piel negra desciende desde lo alto. En un momento dado, cae sobre el orador y enmudece su alocución. Un gaénico emprendedor, nativo de un Planeta Cuna, ha reunido y publicado un gran número de estos discursos en un libro titulado Antes de que me olvide.

Muy cerca se encuentra la Casa de Halción. La persona que pretende poner fin a su vida, después de pagar el billete, entra en un laberinto de prismas. Vaga de un lado a otro rodeado de un fulgor dorado, mientras sus amigos observan desde el exterior. Su figura no puede distinguirse de los reflejos, y no vuelve a ser vista.

En el siguiente pabellón, el Barco Perfumado flota en un canal. El viajero embarca y se reclina sobre un sofá. Se dispone una gran cantidad de flores de papel sobre su cuerpo. Se le entrega un vaso de licor y se le envía flotando hacia un túnel del que surge una música etérea. El barco regresa al muelle, vacío y limpio. Nadie sabe lo que sucede en el túnel.

Los servicios dispensados por la Estación de Tránsito de la Felicidad son más alegres. El viajero llega en compañía de sus amigos. En una lujosa sala chapada de madera se les sirven todas las golosinas y bebidas que el viajero puede pagar. Todos comen, beben y se sumergen en sus recuerdos; intercambian bromas hasta que las luces disminuyen de intensidad; en ese momento, los amigos se marchan y la sala queda a oscuras. A veces, el viajero cambia de opinión en el último momento y se va con sus amigos. En otras (según me han dicho), la fiesta deviene orgía y pueden cometerse errores. El viajero logra salir a cuatro patas, mientras sus amigos, sentados alrededor de la mesa borrachos, permanecen en la sala desprovista de luz.

El quinto pabellón es un centro de diversión muy popular, en el que se celebra una especie de juego de azar. Cinco participantes apuestan cada uno una suma estipulada y se sientan en sillas de hierro numeradas del uno al cinco. Los espectadores también pagan una entrada y pueden hacer apuestas. Un indicador se pone en movimiento, aminora la velocidad y se detiene ante un número. La persona que ocupa la silla señalada gana una cantidad equivalente a cinco veces su apuesta. Los otros cuatro caen por unas trampillas y nunca más vuelven a ser vistos. Circula cierta historia (tal vez falsa) sobre un hombre desesperado llamado Bastwick, que se sentó en la silla 2 y apostó solamente veinte fichas. Ganó y continuó sentado; entonces elevó su apuesta a cien fichas. Ganó otra vez sin abandonar su asiento, y la suma aumentó hasta quinientas fichas. Ganó de nuevo, y Bastwick ya había reunido dos mil quinientas fichas cuando, en un acceso de nervios, salió a escape del pabellón. El asiento dos ganó dos veces consecutivas más. Si Bastwick se hubiera quedado sentado, habría conseguido sesenta y dos mil quinientas fichas.

Visité los pabellones con Tanzel, que está muy informada. En realidad, todo lo que sé me lo ha contado ella. Le pregunté qué ocurría con los cadáveres, y averigüé más de lo que deseaba. Los cuerpos son macerados y vertidos en un desagüe, junto con otros desperdicios y residuos. La pasta, que se conoce como esturgo consumido, se canaliza mediante unas tuberías a una planta de procesamiento central, junto con el esturgo consumido procedente de todos los puntos de la ciudad. Allí es procesada, renovada y rellenada, y enviada a todos los bloques de la ciudad como esturgo corriente. En las cocinas de los bloques, el esturgo se convierte en los familiares y nutritivos grufo, dedlo y tambaleo.

A propósito, dejadme que os cuente un suceso extraño que ocurrió una mañana de la semana pasada. Skorlet y yo nos encontrábamos en el jardín de la azotea cuando fue descubierto un cadáver entre unos arbustos. Aparentemente, había sido degollado. La gente lo rodeaba, murmurando, Skorlet y yo incluidos, hasta que llegó el alcalde del bloque. Arrastró el cuerpo hasta el descensor y ahí terminó la cosa.

Me quedé perplejo, por supuesto. Le dije a Skorlet que en Zeck nadie tocaría el cuerpo hasta que la policía hubiera llevado a cabo una minuciosa investigación.

Skorlet me respondió en tono despectivo, como de costumbre.

—Ésta es una nación igualitarista. No necesitamos policía, tenemos a nuestros recíprocos para aconsejarnos y reprimir a los dementes.

—¡Pero es evidente que los recíprocos no bastan! —le dije—. Acabamos de ver a un hombre asesinado.

—¡Era Tango! —se enfureció Skorlet—. ¡Un alborotador y un timador! Cambiaba sus turnos con todo descaro, y nunca encontraba tiempo para terminar su trabajo. Nadie le echará de menos.

—¿Me estás diciendo que no habrá ninguna investigación?

—No, a menos que alguien entregue un informe al alcalde.

—¡Algo por completo innecesario! El alcalde se llevó el cuerpo.

—Bien, no veo cómo puede enviarse un informe a sí mismo. ¡Sé práctico!

—¡Soy práctico! ¡Hay un asesino entre nosotros, tal vez en nuestro mismo nivel!

—Muy probable, pero ¿a quién le interesa presentar un informe? El alcalde se vería obligado a interrogar a todo el mundo y a tomar incesantes declaraciones; escucharía toda clase de desagradables revelaciones y todo el mundo se irritaría sin objeto alguno.

—De modo que han asesinado al pobre Tango y a nadie le importa.

—¡No es el «pobre Tango»! ¡Era un patán, un pelmazo!

Abandoné la discusión. Imagino que toda sociedad posee los medios para deshacerse de los elementos indeseables. Así se hace bajo el igualitarismo.

Quiero contaros tantas cosas que no puedo parar. Las diversiones públicas son prodigiosas. He asistido a lo que llaman shunkería; es algo increíble. El hussade también es muy popular aquí; de hecho, una amiga mía conoce a algunos miembros de los Eftalotes, un equipo de Port Cass, en la costa norte de Zumer. Ningún arrabino juega al hussade. Todos los jugadores provienen de otras partes de Wyst o de fuera del planeta. Creo que aquí los partidos son más disputados que…

Un tap–tap–tap. Jantiff puso a un lado la carta y fue a abrir la puerta. Kedidah estaba de pie en el pasillo.

—Hola, Jantiff. ¿Puedo entrar?

El joven se apartó; Kedidah entró en la habitación. Dirigió a Jantiff una mirada entre severa y burlona.

—¿Dónde te has metido? ¡Hace una semana que no te veo! ¡Ni siquiera vas al vumper!

—Voy más tarde.

—Bueno, te echo de menos. Cuando te acostumbras a una persona, ésta no tiene derecho a darte el esquinazo.

—Parecías muy preocupada con tus Eftalotes.

—¡Sí! ¿A que son maravillosos? ¡Adoro el hussade! Hoy juegan, por cierto. Tenía un pase, pero lo he perdido. ¿Te gustaría ir?

—No mucho. Estoy bastante ocupado…

—Vamos, Jantiff, no seas rudo conmigo. Me parece que estás celoso. ¿Cómo puedes preocuparte por todo un equipo de hussade?

—Muy fácilmente. Multiplica la preocupación por nueve, sin contar los suplentes y la sheirl.

—¡Qué tonto! Al fin y al cabo, no es justo dar esquinazo o despreciar a una persona porque esté muy ocupada.

—Depende de en qué esté ocupada —murmuró Jantiff.

Kedidah se limitó a reír.

—¿Vas a venir conmigo al hussade? ¡Por favor, Jantiff!

Jantiff suspiró, resignado.

—¿Cuándo quieres ir?

—Ahora mismo, en este preciso momento, o llegaremos tarde. Cuando no pude encontrar el pase, me puse frenética, pero luego pensé en ti, en lo buen chico que eres. A propósito, tendrás que pagar mi entrada. Voy muy corta de fichas.

Jantiff se volvió para mirarla; su boca, incapaz de articular palabras, temblaba de indignación. Al ver su cara sonriente se encogió de hombros, irritado.

—Soy incapaz de comprenderte —dijo.

—Y yo no te comprendo a ti, Jantiff, así que estamos empatados. ¿Qué pasaría si fuera al revés, en qué nos beneficiaría? Mejor así. Vamonos ya o llegaremos tarde.

Jantiff volvió a su carta:

… en ninguna otra parte.

Por una coincidencia de lo más extraña, he acompañado a mi amiga a un partido de hussade. Los Eftalotes jugaron contra un equipo llamado los Bravios de Dangsgot, de las islas Caradas. Todavía estoy sobrecogido. El hussade de Uncibal no tiene nada que ver con el hussade de Frayness. El estadio es increíblemente enorme, abarrotado de hordas inverosímiles. De cerca ves rostros humanos e incluso distingues voces individuales, pero cuando miras a lo lejos la muchedumbre se transforma en una corteza palpitante.

El juego se desarrolla como en todas partes, con algunas modificaciones locales que no me han gustado nada. Las ceremonias iniciales son majestuosas, complicadas y prolongadas; al fin y al cabo, todo el mundo tiene mucho tiempo. Los jugadores desfilan con espléndidos atavíos, y son presentados de uno en uno. Por cierto, ninguno de ellos es arrabino. Cada uno ejecuta una serie de posturas rituales, y después se retira. Las dos sheirls aparecen en cada extremo del campo, y suben a sus pedestales mientras un par de orquestas interpretan Gloria a las sheirls vírgenes. Al mismo tiempo, sacan al campo una gran efigie de madera, una representación del karkún[65] Claubus que mide tres metros y medio. Por razones que después comprenderéis, las sheirls prescinden de ella ostensiblemente. Una tercera orquesta toca una chillona y estruendosa música karkuna, en marcado contraste con las dos Glorias. Me fijé en las personas que me rodeaban; todas se veían inquietas y nerviosas, estremecidas por la discordancia, aunque ansiosas, interesadas y excitadas por el drama que se iba a desarrollar. En este momento, las sheirls se quedan inmóviles sobre sus pedestales, bañadas por la luz de Dwan e inmersas en un halo psíquico maravilloso. Ambas encarnan toda la belleza, toda la gracia. Sin embargo, no me cabe la menor duda de que en sus mentes se agita la pregunta estremecedora; ¿alcanzaré la gloria, o seré entregada a Claubus?

El partido se dirime hasta que uno de los equipos no puede pagar más rescates. Entonces, su sheirl es mancillada por Claubus de la forma más nauseabunda y antinatural; de esta guisa, Claubus y ella son paseados alrededor del campo en una carroza de la que tira el equipo vencido, a los sones de la música estridente y chillona. Los vencedores celebran un espléndido festín de bonter; los espectadores experimentan una catarsis y, según parece, se descargan de sus tensiones. En cuanto a la sheirl humillada, pierde para siempre su belleza y dignidad. Se convierte en una paria y, en su desesperación, puede intentar cualquier cosa. Ya os habréis dado cuenta de que en Uncibal el hussade no es un alegre pasatiempo. Es un espectáculo sórdido y repugnante, un rito público inmensamente popular. Dadas las circunstancias, parece muy extraño que los equipos nunca carezcan de hermosas sheirls, atraídas por el peligro como la mariposa a la llama. Los arrabinos son un pueblo muy extraño, que disfruta jugando con las posibilidades más morbosas. Por ejemplo: en las contiendas de shunkos las barreras son muy bajas, y el shunko, llevado por sus enloquecidos movimientos, suele cargar contra los espectadores. Mueren aplastados a docenas. ¿Se hacen más altas las barreras? ¿Están vacíos los asientos de abajo? ¡Nunca! De esta manera, los arrabinos participan en estos rituales de vida y muerte. No es preciso decir que nadie espera ser convertido en picadillo, pero tampoco la sheirl espera ser mancillada. Se trata de puro egocentrismo: ¡el mito del ego que triunfa sobre el destino! Creo que cuanto más se urbaniza la gente más fortalece su individualismo, y no al contrario. Desde este punto de vista, las masas que fluyen por el río Uncibal trascienden por completo la imaginación. ¡Intentad haceros una idea! Fila tras fila, hilera tras hilera de rostros, cada uno de ellos el núcleo de un universo distinto y autónomo.

Con este apunte termino mi carta. Me gustaría informaros de planes definitivos, pero por ahora no tengo ninguno. Estoy dividido entre la fascinación y la repulsión que ejercen sobre mí este extraño lugar.

Ahora, debo ir a trabajar. He intercambiado el turno con un tal Arsmer, que vive en un apartamento del pasillo. Esta semana estoy extraordinariamente ocupado, aunque si juzgamos por los criterios de Zeck, es un ocio idílico.

Con todo mi amor, vuestro caprichoso

Jantiff