4

Una mañana, Esteban se presentó en el apartamento de Jantiff con un amigo.

—¡Jantiff Ravensroke, atención, por favor! Éste es Olin, un querido y buen camarada, a pesar de su prominente estómago, que da cuenta de lo bien que duerme y de que tiene la conciencia en paz, al menos eso es lo que Olin me asegura. No posee ninguna máquina mágica de bonter.

Jantiff saludó educadamente y respondió con una broma que se le acababa de ocurrir.

—Le aseguro que, pese a estar delgado, no sufro ningún complejo de culpa.

Olin y Esteban prorrumpieron en sonoras carcajadas.

—La pantalla de Olin —dijo Esteban— ha desarrollado una dolencia curiosísima. Escupe llamas de fuego rojo, aunque los mensajes sean divertidos. Olin, como es natural, padece las agonías del disgusto, así que le dije, no pierdas el buen humor, mi amigo Jantiff es un técnico de Zeck que disfruta arreglando esos aparatos.

—Se me acaba de ocurrir una buena idea, siguiendo tu razonamiento —dijo Jantiff con desenvoltura—. Imagínate que dirijo un seminario sobre pequeñas reparaciones y que cobro por sesión, digamos, cincuenta fichas por estudiante. Todo el mundo, tú y Olin incluidos, puede aprender lo que yo sé, encargarse de sus propias reparaciones y hacer un favor a los amigos que carecen de dicha habilidad.

Olin esbozó una sonrisa temblorosa de incertidumbre; Esteban enarcó sus refinadas cejas.

—¡Mi querido amigo! —exclamó Esteban—. ¿Hablas en serio?

—Por supuesto. Todo el mundo saldría ganando. Yo me ganaría unas fichas de más y me evitaría la molestia de andar por ahí haciendo favores. Vosotros, a cambio, aumentaríais vuestras aptitudes.

Esteban permaneció en silencio durante unos instantes.

—Pero Jantiff, mi querido e ingenuo Jantiff —repuso Esteban, risueño—. Yo no quiero aumentar mis aptitudes. Eso implicaría una predisposición hacia el trabajo. Para los hombres civilizados, el trabajo es una ocupación inhumana.

—Supongo que el trabajo no conlleva ninguna virtud intrínseca —concedió Jantiff—, a menos que sea otro el que lo realice.

—El trabajo es la función específica de las máquinas —dijo Esteban—. ¡Dejemos que las máquinas aumenten sus aptitudes! ¡Dejemos que los autómatas reflexionen y trabajen! Es tan breve, oh, la duración de la existencia… ¿Por qué desperdiciar un solo segundo?

—Sí, sí, por supuesto —dijo Jantiff—. Un concepto ideal y todo eso. En la práctica, sin embargo, vosotros dos ya habéis desperdiciado dos o tres horas examinando la pantalla de Olin, lamentándoos de los desperfectos, forjando planes y viniendo aquí. Suponiendo que condescienda a inspeccionar el aparato, deberéis volver al apartamento de Olin para observar cómo lo reparo. Digamos un total de cuatro horas, aproximadamente. Ocho horas entre los dos, sin contar mi tiempo, cuando Olin habría podido arreglar el aparato en unos diez minutos. ¿No te parece que es un caso en el que las aptitudes ahorran tiempo?

Esteban asintió con gravedad.

—Jantiff, por encima de todo eres un maestro de la casuística. Esta «aptitud» implica un punto de vista totalmente enfrentado con la vida beatífica[61].

—Creo que yo también estoy de acuerdo —dijo Olin.

—¿Preferirías dejar de utilizar la pantalla antes que arreglarla tú mismo?

Las ágiles cejas de Esteban se movieron de nuevo, expresando en esta ocasión un irónico desagrado.

—¡Es evidente! Este sentido práctico tuyo es un paso hacia atrás. Debo añadir que tu propuesta sobre las clases es explotadora, y pondría en guardia a los Inspectores.

—No me lo había planteado de esa forma —dijo Jantiff—. Bien, debo reconocer con toda sinceridad que esos favores me están robando la mayor parte de mi tiempo y destruyendo la beatitud de mi vida. Si Olin quiere reemplazarme durante mi próximo turno de trabajo, arreglaré su pantalla.

Olin y Esteban intercambiaron una mirada burlona. Ambos se encogieron de hombros, se volvieron y salieron del apartamento.

Jantiff recibió un paquete desde Zeck que contenía pigmentos, aplicadores, papeles y matrices. Jantiff se puso inmediatamente a trabajar para convertir en realidad las imágenes que subyugaban su mente. Skorlet le contemplaba de vez en cuando, sin hacer comentarios ni preguntas. Jantiff no se tomaba la molestia de pedirle su opinión.

Un día, en el comedor, la chica en la que se había fijado Jantiff se sentó ante él. Exhibió una sonrisa desbordante de alegría y le señaló con un dedo.

—¡Explícame una cosa! Cada vez que entro en el vumper me miras primero de un lado y luego del otro. ¿Por qué? ¿Soy tan increíblemente atractiva y extraordinariamente hermosa?

—Te considero increíblemente atractiva y extraordinariamente hermosa —sonrió Jantiff, avergonzado.

—Ssss. —La chica miró con aire travieso a derecha e izquierda—. Ya me consideran una sexivacionista. Has confirmado absolutamente la sospecha general.

—Bien, sea como sea, no puedo apartar mis ojos de ti, y ésa es la verdad.

—¿Y te conformas con mirar? ¡Qué extraño! Claro, eres un inmigrante.

—Un simple visitante. Espero que mi comportamiento grosero no te haya disgustado.

—En modo alguno. Desde el primer momento pensé que parecías agradable. Copularemos, si te apetece: es posible que me enseñes algunas travesuras nuevas y divertidas. No, ahora no; he de ir a trabajar, maldita sea. En otra ocasión, sí te parece bien.

—Bueno, sí. Supongo que se reduce a eso. Según creo, te llamas Kedidah.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo Skorlet.

—No le caigo bien a Skorlet. —Kedidah hizo una mueca—. Dice que soy impertinente y una sexivadora contumaz, como ya te he dicho.

—Me dejas estupefacto. ¿Por qué?

—Oh… La verdad es que no lo sé. Me gusta hacer bromas y jugar. Me peino según el humor. Me agrada gustar a los hombres y no me interesan las mujeres[62].

—No son delitos flagrantes.

—¡Ya, ya! ¡Pregúntale a Skorlet!

—Las opiniones de Skorlet no me interesan. De hecho, me parecen un poco exageradas. Mi nombre, a propósito, es Jantiff Ravensroke.

—¡Qué nombre tan raro! No cabe duda de que eres un elitista innato. ¿Cómo te estás adaptando al igualitarismo?

—Muy bien, aunque todavía me desconciertan algunas costumbres arrabinas.

—Muy comprensible. Somos una gente muy complicada, tal vez para compensar nuestro igualitarismo.

—Supongo que es posible. ¿No te gustaría visitar otros planetas?

—Por supuesto, a menos que me vea obligada a trabajar constantemente, en cuyo caso me quedaré aquí, porque la vida es alegre. Tengo amigos, clubs y deportes. Nunca estoy triste, porque sólo pienso en el placer. En realidad, dentro de un día o dos nos iremos de forraje; si te apetece acompañarnos, serás bienvenido.

—¿Qué es un forraje?

—¡Una expedición hacia lo primitivo! Ascenderemos las colinas y después nos dirigiremos hacia el sur, hacia las Tierras Misteriosas. Esta vez iremos al valle de Patrama, donde conocemos lugares secretos. Confiamos en encontrar un buen bonter, pero aunque no sea así, siempre es divertido.

—Si no me toca turno de trabajo, me gustaría ir.

—Nos iremos el martes por la mañana, después de vumpear, y volveremos el viernes por la noche, o quizá el domingo por la noche.

—Me parece perfecto.

—Bien, nos encontraremos aquí. Trae algo de abrigo, porque probablemente dormiremos al raso. Con un poco de suerte, encontraremos un montón de cosas apetitosas.

A primera hora de la mañana del martes, en cuanto el comedor abrió sus puertas, Jantiff bajó a desayunar. Aconsejado por Skorlet, se proveyó de una mochila que contenía una manta, una toalla y ración de grufo para dos días. Skorlet se había referido en términos bruscos y despectivos hacia la excursión.

—La niebla te calará hasta los huesos, te arañarás con las zarzas y andarás en plena noche hasta quedar rendido, y tendrás suerte de hacer un fuego si alguien se acuerda de llevar cerillas. En cualquier caso, ve, ábrete paso por los bosques como puedas, esquiva a las lagartonas y quizá encuentres un par de bayas y un trozo de carne churruscada. ¿Adónde vais?

—Kedidah me habló de lugares secretos en el valle de Patrama.

—Bah. ¿Qué sabe ella de lugares secretos o cosas similares? Hace mucho tiempo que Esteban está preparando un auténtico festín de bonter. Reserva tu apetito para esa ocasión.

—Bien, pero ya me he comprometido con el grupo de Kedidah.

Skorlet se encogió de hombros y suspiró.

—Haz lo que quieras. Coge estas cerillas y haz los preparativos. No bebas cerveza de sapo, so pena de no regresar jamás a Uncibal. En cuanto a Kedidah, nunca hace nada bien, y me han dicho que no se lava, así que si copulas con ella atente a las consecuencias.

Jantiff murmuró algo incoherente y se dedicó a su cuadro. Skorlet se acercó a mirar por encima de su hombro.

—¿Quién es esa gente?

—Son los Susurros, recibiendo a un comité de contratistas en Serce.

Skorlet le dirigió una mirada penetrante.

—Nunca has estado en Serce.

—Me inspiré en una fotografía del Concepto. ¿La viste?

—Lo único que se ve en el Concepto son anuncios de hussade. —Examinó otra fotografía, una panorámica del río Uncibal. Agitó la cabeza, disgustada—. ¡Todas esas cabezas, tan similares! ¡Me angustian!

—Míralas con atención. ¿Reconoces a alguien?

—¡Desde luego! —exclamó Skorlet, al cabo de un momento—. ¡Ése es Esteban! ¿Es posible que yo sea ésa? Eres muy listo; tienes mucha maña. —Cogió otra hoja—. ¿Qué es esto, el vumper? Todos esos rostros otra vez; parecen tan inexpresivos… —Dedicó otra mirada inquisidora a Jantiff—. ¿Por qué las haces?

—Digamos que los arrabinos parecen siempre muy serenos —se apresuró a decir Jantiff.

—¿Serenos? ¡Qué tontería! Somos fervientes, idealistas, inquietos… inconstantes y apasionados cuando tenemos la ocasión. ¿Serenos? No.

—Sin duda tienes razón, pero no he conseguido captar esta cualidad.

Skorlet se alejó y le habló sin volverse.

—¿Me podrías prestar un poco de ese pigmento azul? Me gustaría pintar algunos símbolos en mis globos rituales.

Jantiff contempló primero las estructuras de papel y alambre, que medían todas treinta centímetros de diámetro, después el ancho y tosco pincel que Skorlet solía emplear, y por fin, enarcando las cejas, la pequeña cápsula de pigmento azul.

—La verdad, Skorlet, me parece difícil. ¿No podrías usar pintura, tinta, o algo similar?

Skorlet enrojeció.

—¿Y cómo o dónde voy a conseguir pintura o tinta? No sé nada de esas cosas; no se hallan a disposición de nadie, y nunca he trabajado en un empleo donde las pudiera esnergar.

—Creo que vi tinta a la venta en el mostrador cinco del almacén de la zona —dijo Jantiff, cauteloso—. Tal vez…

Skorlet hizo un gesto vehemente, que indicaba tanto rechazo como disgusto.

—¿A cien fichas la pizca? Todos los extranjeros sois iguales, engreídos a causa de vuestra riqueza, pero despiadados y egoístas por encima de todo.

—Muy bien —dijo Jantiff, desalentado—. Coge el pigmento si realmente lo necesitas. Utilizaré otro color.

Skorlet, sin embargo, se alejó contoneándose, se plantó frente al espejo y empezó a cambiarse los adornos de las orejas. Jantiff suspiró y continuó pintando.

Los forrajeadores se habían congregado en el vestíbulo del Rosa Viejo. Eran ocho hombres y cinco mujeres. La mochila de Jantiff provocó instantáneamente sus burlas.

—Vaya, ¿adónde pensará Jantiff que vamos, a la Orilla Lejana? —Jantiff, amigo mío, sólo vamos a coger un poco de forraje, no a emigrar.

—¡Jantiff es un optimista! Se lleva bandejas, bolsas y cestas para traer bonter a casa.

—Bah, yo también traeré el mío a casa, pero en el buche.

—Jantiff, dinos la verdad y nada más que la verdad: ¿qué llevas en esa mochila? —preguntó un joven corpulento y rubio llamado Garrace.

—Nada especial —replicó Jantiff con una sonrisa de disculpa—. Una muda, algunos pasteles de grufo, mi cuaderno de bocetos y, si queréis que os diga la verdad, un rollo de papel higiénico.

—¡El bueno de Jantiff! ¡Al menos es sincero!

—Bien, pues vamonos, con papel higiénico y todo.

El grupo se dirigió a la vía immana, subió al río Uncibal, se deslizó durante una hora hacia el oeste y pasó a un lateral que le condujo hacia las colinas del sur.

Jantiff había estudiado un plano el día anterior, y ahora intentaba identificar las peculiaridades del paisaje. Señaló un gran lindero de granito que asomaba delante de ellos.

—Ése debe ser el Testigo Solitario, ¿verdad?

—Exactamente —dijo Thworn, un joven decidido de cabello castaño—. Al otro lado está la Llanura Cercana, y con un poco de suerte encontraremos un montón de bonter. ¿Ves ese desfiladero? Es la Quebrada de Hebrón; nos conducirá al valle de Patrama, que es nuestro punto de destino.

—Sospecho que sería mejor desembocar en la Llanura Intermedia, en dirección a Fruberg —dijo un hombre taciturno llamado Uwser—. Unos tipos que conozco trabajaron en el valle de Patrama hace dos o tres meses, y llegaron a casa muertos de hambre.

—Tonterías —se mofó Thworn—. ¡Desde aquí ya huelo las bayas! Y no te olvides de los Fruberger, esa banda de maleantes que arroja piedras.

—La gente del valle no es mucho mejor —declaró Sunover, una chica tan alta como Jantiff y de dimensiones todavía más impresionantes—. En general, son gordos y malolientes, y no me gusta copular con ellos.

—En ese caso, corre —dijo Uwser—. ¿Es que no tienes imaginación?

—Comer, copular, correr —salmodió Garrace—. Las tres dinámicas de la existencia de Sunover.

—¿Por qué copular o correr, si no tienes ganas de hacerlo? —preguntó Jantiff a Sunover.

Ella se limitó a chasquear la lengua, como impaciente. Kedidah dio una palmadita en la mejilla de Jantiff.

—Porque es bueno para el alma, querido muchacho, y ayudan a obtener consuelo.

—Me gustaría saber qué esperáis de mí —dijo Jantiff con voz preocupada—. ¿Debo copular o correr? ¿Qué señal me lo indicará? ¿Dónde encontraremos bonter?

—Todo sucede al mismo tiempo —dijo Garrace con una sonrisa traviesa.

—¡Todo a su tiempo, Jantiff! —dijo el autoritario Thworn—. ¡No te pongas nervioso en esta fase del juego!

Jantiff se encogió de hombros y concentró su atención en un conjunto de edificios industriales hacia el que parecía dirigirse la mayor parte del tráfico de la vía humana. Respondiendo a su pregunta. Garrace le explicó que allí se extraían, refinaban y empaquetaban las hormonas que constituían el grueso de las exportaciones arrabinas.

—No tardarás en recibir el aviso —le dijo Garrace—. A todos nos pasa. Nos meten en la fábrica como un autómata más, nos tienden en un camastro y hacemos cola para que nos operen. Nos ordeñan las glándulas, destilan la sangre, extraen fluido de los conductos vertebrales y, en general, nos meten mano en nuestras partes más íntimas. No te preocupes, ya te llegará el turno.

Jantiff desconocía este aspecto de la vida de Arrabus. Miró con el ceño fruncido el grupo de edificios de color pardo pálido.

—¿Cuánto dura el proceso?

—Dos días, y te pasas otros dos o tres completamente atontado. Pero debemos exportar, pagar los gastos de manutención y, además, ¿qué son dos días al año si se hace en pro del igualitarismo?

La vía humana terminaba en una estación, donde el grupo subió a un antiguo autobús. Oscilando y dando tumbos peligrosamente, el autobús ascendió por la carretera entre taludes cubiertos de hierbas azules enfermas de cancro y dendritas negras salpicadas de cápsulas de semillas venenosas escarlatas.

Al cabo de una hora, el autobús llegó al extremo de la Quebrada de Hebrón.

—¡Final del camino, todos fuera! —gritó Thworn—. ¡Ahora, debemos seguir a pie, como los aventureros de antaño!

El grupo tomó un sendero que corría colina abajo y atravesó un bosquecillo de kirkashes que desprendían un olor potente y dulzón a resina.

La tierra se aplanaba delante de ellos hasta convertirse en el valle de Patrama; al otro lado se extendían las Tierras Misteriosas, bajo la capa color humo de un bosque.

—Jantiff —gritó Garrace sin volverse—, apresúrate, no te quedes rezagado. ¿Qué estás haciendo?

—Un boceto de ese árbol. Observa la forma en que esas ramas se doblan en ángulo. ¡Parecen bacantes bailando!

—¡No hay tiempo para hacer bocetos! —gritó Thworn—. Aún nos quedan diez o quince kilómetros de camino.

Jantiff, a regañadientes, abandonó su boceto y se reunió con los demás.

El sendero desembocó en un prado y se dividió en media docena de caminos que partían en varias direcciones. En este punto, el grupo se topó con otra partida de forrajeadores.

—¡Hola! —gritó Uwser—. ¿De dónde venís?

—Somos «desesperados» del Dos–veinte de Bumbleville.

—Vivís muy lejos de nosotros. Somos residentes del Rosa Viejo, en el diecisiete, salvo Woble y Vich, habitantes del infame Palacio Blanco. ¿Habéis tenido suerte?

—Ninguna en especial. Nos llegaron rumores de un excelente árbol de nueces amargas, pero no lo hemos encontrado. Comimos algunos frutos dulces y entramos en un huerto, pero los del pueblo nos echaron y enviaron a un chico para que espiara nuestros movimientos hasta salir de sus dominios. ¿Qué buscáis vosotros?

—Bonter de todas clases, y formamos un grupo decidido. Probablemente avanzaremos otros diez o quince kilómetros antes de iniciar nuestro forraje.

—¡Que tengáis buena suerte!

Thworn condujo a su grupo hacia el sur, siguiendo una senda que les internó de inmediato en un espeso bosque de mazas negros. El aire era frío y húmedo, y desprendía un intenso olor a vegetación podrida.

—¡Que todo el mundo busque nueces amargas —gritó Thworn—, y recordad que no muy lejos hay un ciruelo!

Recorrieron un kilómetro sin descubrir señales de nueces o ciruelos, y la senda llegó a una bifurcación. Thworn vaciló.

—No recuerdo esta bifurcación… Quizá hayamos tomado la senda equivocada. Bien, no importa. Tiene que haber bonter en alguna parte. Así que… por la ramificación de la derecha.

—¿Hemos de ir muy lejos? —se quejó Ernaly, una chica endeble y remilgada—. No me gustan esta clase de excursiones, sobre todo si no se sabe el camino.

—Mi querida muchacha —respondió Thworn con firmeza—, no hay otro remedio que continuar. Estamos en pleno bosque y sólo tenemos cortezas de eskano para comer.

—No habléis de comida, por favor —exclamó Rehilmus, una rubia de cara gatuna, pies diminutos y figura curvilínea que exhibía casi hasta el extremo de la sexivación—. Ya me estoy muriendo de hambre.

Thworn alzó el brazo con gesto autoritario.

—¡No quiero quejas! ¡A por el bonter!

El grupo avanzó por la ramificación de la derecha, que al poco rato se convirtió en una pista que serpenteaba bajo los frondosos mazas. Kedidah, que caminaba detrás con Jantiff, gruñó entre dientes.

—Thworn sabe a donde va tanto como yo.

—¿Qué estamos buscando exactamente? —preguntó Jantiff.

—Las granjas de la llanura son las más ricas de las Tierras Misteriosas, porque están en la periferia de la Zona Agradable. Los granjeros están locos por copular; ofrecen cestos de bonter por un poco de mimos. No te puedes ni imaginar los rumores que han llegado a mis oídos: ¡aves asadas, carnes fritas, batrachos en salmuera, cestas de fruta! Y todo por una fugaz copulación.

—Parece demasiado bueno para ser cierto.

—Sólo si se juega limpio —rió Kedidah—. Es cosa sabida que mientras las chicas copulan los hombres comen hasta no dejar nada, y el regreso a casa se hace más bien desagradable.

—Ya me lo imagino. Sunover, por ejemplo, nunca aceptaría sin protestar una situación como la que has descrito.

—Sospecho que no. Mira, Thworn ha descubierto algo.

En respuesta a las señales de Thworn, el grupo guardó silencio. Avanzaron con cautela y vieron a través del follaje una pequeña granja. A un lado, media docena de vacas pastaban en la hierba; al otro, crecían hileras de bantock, maíz y altas matas de vatabayas. En el centro se erguía un edificio irregular de madera y tierra petrificada.

—¡Mirad allí! —indicó Garrace—. ¡Viñas de lyssum! ¿Habéis visto a alguien?

—El lugar parece desierto —murmuró Uwser—. ¡Fijaos en aquel gallinero!

—Bien, me inclino por actuar con audacia —dijo Garrace—. Están todos dentro, engullendo su bonter de mediodía, y aquí estamos nosotros con las bocas abiertas. ¡Acepto la invitación implícita!

Salió del bosque y avanzó hacia las viñas de lyssum, seguido de Colcho, Hasken, Vich, Thworn y los demás. Jantiff, pensativo, continuó en la retaguardia. Garrace emitió un grito de sorpresa cuando la tierra cedió bajo sus pies y desapareció. Los demás se detuvieron, desconcertados, y después se acercaron al lugar en el que Garrace se había hundido entre las zarzas húmedas.

—¡Sacadme de aquí! —rugió—. ¡No os quedéis mirando!

—No hace falta que te pongas así —dijo Thworn—. Dame la mano.

Tiró hasta que Garrace tocó suelo firme.

—¡Qué artimaña tan vil! —exclamó Rehilmus—. ¡Podrías haberte herido de consideración!

—No es que me sienta muy bien —gruñó Garrace—. Se me han clavado espinas por todas partes, y han acumulado ahí abajo las heces de un año, pero todavía me apetece ese lyssum y lo voy a coger.

—¡Ten cuidado! —gritó Maudel, otra de las chicas—. Está claro que esa gente no es amistosa.

—¡Ni yo tampoco!

Garrace avanzó hacia las viñas, tanteando el suelo con el pie. Tras un momento de vacilación, los demás le siguieron.

A veinte metros de las viñas tropezó y estuvo a punto de caerse. Miró hacia abajo.

—¡Un alambre extendido!

Dos hombres, una mujer corpulenta y un par de mozalbetes salieron de la casa. Se armaron con garrotes y uno de los muchachos levantó una trampilla situada en un lado del edificio. Cuatro delpos negros de la especie conocida como «bocazas» se precipitaron al exterior. Cargaron contra los forrajeadores, ladrando y gimoteando, seguidos por los granjeros, que empuñaban sus garrotes. Los forrajeadores, como un solo hombre, dieron media vuelta y corrieron hacia el bosque, con Jantiff, que no se había adentrado demasiado en el prado, a la cabeza.

El más lento de los forrajeadores era el afable Colcho, que tuvo la desgracia de caerse. Los delpos se abalanzaron sobre él, pero los granjeros los azuzaron en persecución de los demás fugitivos, mientras apaleaban a Colcho hasta que éste logró zafarse y, corriendo más deprisa que nunca, alcanzó la relativa seguridad del bosque. Los delpos cayeron sobre Rehilmus y Ernaly, y les habrían causado graves heridas de no ser porque Thworn y Jantiff los golpearon con ramas muertas.

El grupo regresó sobre sus pasos. Al llegar a la bifurcación se dieron cuenta de que Colcho debía de haber tomado otro camino, y que se había perdido. Todos se pusieron a gritar.

—¡Colcho! ¡Colcho! ¿Dónde estás?

Pero Colcho no contestó, y nadie tenía ganas de volver en su busca.

—No debió separarse del grupo —dijo Uwser.

—No tenía otra posibilidad —señaló Kedidah—. Los granjeros le estaban golpeando y tuvo suerte de escaparse.

—Pobre Colcho —suspiró Maudel.

—¿Pobre Colcho? —gritó Garrace, ofendido—. ¿Y yo qué? ¡He sufrido rasguños y heridas! ¡Huelo a inmundicias indescriptibles! ¡He de hacer algo para remediarlo!

—Allí hay un arroyo. Ve a bañarte —sugirió Thworn—. Te sentirás mucho mejor.

—No puedo volver a ponerme estas ropas. Están completamente sucias.

—Bueno, Jantiff lleva un equipo de recambio. Eres más o menos de su talla y estoy seguro de que te lo prestará, ¿verdad, Jantiff? ¡Todos para uno y uno para todos!

Jantiff, a regañadientes, sacó la ropa de su mochila. Garrace fue a bañarse.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Kedidah a Thworn—. ¿Tienes alguna idea de dónde estamos?

—Por supuesto. Tomaremos la ramificación de la izquierda en lugar de la derecha. Tuve un lapso de memoria momentáneo; no existe el menor problema.

—Salvo que es la hora de vumpear y estoy desfallecida —dijo Rehilmus, irritada—. De hecho, me siento incapaz de dar un paso más.

—Todos tenemos hambre —dijo Hasken—. No eres la única.

—Sí, lo soy —replicó Rehilmus—. Nadie tiene tanta hambre como yo, porque sin comida no puedo funcionar.

—Oh, demonios —gruñó Thworn—, Jantiff, dale uno o dos trozos de grufo para que se mantenga en pie.

—Yo también tengo hambre —observó Ernaly, malhumorada.

—Bueno, no hagas pucheros, me lo partiré contigo —dijo Rehilmus.

Jantiff sacó sus cuatro pasteles de grufo y los depositó sobre un tocón.

—Esto es todo lo que tengo. Divididlos como queráis.

Rehilmus y Ernaly cogieron cada una un pastel. Thworn y Uwser compartieron el tercero, y Kedidah y Sunover el cuarto.

Garrace volvió de lavarse en el arroyo.

—¿Te sientes mejor? —preguntó Rehilmus, más animada.

—Hasta cierto punto, aunque me gustaría que las ropas de Jantiff fueran de una talla más grande. De todos modos, mucho mejor que con esos andrajos repugnantes. —Los sostuvo lejos de sí con exagerado de sagrado—. No me los voy a llevar; creo que los dejaré aquí.

—No tires ropas buenas —aconsejó Thworn—. Hay sitio en la mochila de Jantiff. Guárdalas dentro.

—Una buena solución —dijo Garrace, volviéndose hacia Jantiff—. ¿Seguro que no te importa?

—En absoluto —respondió Jantiff con voz lúgubre.

Thworn se puso en pie.

—¿Todo el mundo preparado? ¡En marcha!

Los forrajeadores avanzaron por la senda, encabezados de nuevo por Thworn. Al cabo de un rato, apretó los puños en señal de alegría y giró sobre sus talones.

—Éste es el camino; he reconocido esa prominencia rocosa. Ahí delante hay bonter; lo huelo desde aquí.

—¿Cuánto falta? —preguntó Rehilmus—. Me duelen los pies, con toda sinceridad.

—¡Paciencia, paciencia! Unos cuantos kilómetros, sobre aquella loma. Es mi lugar secreto, así que todos deberéis guardar absoluta discreción.

—Lo que tú digas. Limítate a enseñarnos el bonter.

—Pues vamos, no os retraséis.

El grupo, reanimado, corrió hacia adelante e incluso entonó canciones festivas, referidas a forrajeadores de legendaria glotonería y al chwig.

A medida que ascendían por la pendiente, la campiña se iba ensanchando. A partir de la loma, un vasto panorama se extendía hacia el sur: bosques oscuros, el trazo de un río y un cielo impresionante, de un violeta plomizo en el horizonte y blanco perla en lo alto, moteado de nubes blancas, grises y negras. Jantiff hizo un alto para embeberse del paisaje y buscó su cuaderno para hacer un boceto, pero su mano tropezó con las ropas húmedas de Garrace y abandonó la idea.

Los demás habían seguido adelante. Jantiff corrió para alcanzarles. Los árboles se hacían más numerosos a medida que descendían la ladera.

Thworn ordenó que se detuvieran.

—A partir de aquí, silencio y cautela; no provoquemos más desastres.

—Yo no veo nada —dijo Sunover, forzando la vista—. ¿Estás seguro de que éste es el camino correcto?

—Por completo. Nos encontramos en el borde más alejado del valle de Patrama, donde crecen los mejores limacuatos y los rodaballos son dulces como las nueces. Para asegurarnos avanzaremos un poco más hacia el sur, pero las primeras granjas están justo debajo de nosotros, así que cualquier precaución es poca. Jantiff. ¿Qué demonios estás mirando?

—Nada en especial; los líquenes de este tronco viejo. ¡Fíjate en el contraste de los naranjas con los negros y los pardos!

—Encantador y original, pero no podemos perder el tiempo en éxtasis poéticos. ¡Adelante todos, con cuidado!

Los forrajeadores se movieron en completo silencio; medio kilómetro, un kilómetro. Rehilmus protestó de nuevo, pero Thworn le indicó furiosamente que se callara. Un momento después ordenó al grupo que se parase.

—Mirad allí, pero sin que os vean.

—Que todo el mundo esté atento —aconsejó Uwser—. Vigilad los alambres, los pozos, las vallas electrificadas y otros estorbos por el estilo.

Jantiff divisó entre los árboles otra granja, no muy diferente de la que habían encontrado antes.

Thworn, Garrace, Uwser y los demás deliberaron y señalaron diversos puntos. Después, se armaron con sólidas estacas, por si volvían a tropezarse con delpos.

—¡Iremos en silencio hacia allí! —dijo Thworn al grupo—, donde no parece haber alambradas, y luego nos dirigiremos al corral, en la parte trasera de la casa. Ahora, al suelo. ¡Buena suerte y buen bonter!

Se agachó todo lo que pudo y corrió con un curioso bamboleo; los otros le siguieron. Como antes, Garrace fue el más audaz. Se internó en el huerto, arrancó puñados de raíces, se metió algunas en la boca y en los bolsillos. Doble, Vich y Sunover se ocuparon de las vatabayas, pero ya no era la época y sólo quedaban unas cuantas cáscaras. Thworn se arrastró hacia el corral.

Alguien tropezó con un alambre. De un campanario situado sobre la casa surgió un desconsolador sonido metálico. La puerta se abrió y una pareja de ancianos, seguida de un niño, salió corriendo de la casa. El hombre cogió una estaca y atacó a Garrace, Maudel y Hasken, que se encontraban entre los rábanos. Le tiraron al suelo, así como a la mujer.

El chico entró a toda prisa en la casa y volvió a salir empuñando un hacha. Se precipitó sobre los forrajeadores, echando chispas por los ojos.

—¡Largaos todos inmediatamente! —gritó Thworn.

Los forrajeadores, arrancando unos últimos rábanos, regresaron por donde habían venido. Thworn y Uwser se mostraron exultantes por haberse apoderado de un par de viejas y esqueléticas gallinas, a las que ya habían retorcido el cuello.

El grupo se detuvo en el sendero, jadeante y triunfal.

—Ojalá nos hubiéramos quedado un poco más —protestó Rehilmus—. Vi un melón formidable.

—¿Con la alarma disparada? Nos fuimos justo a tiempo; larguémonos antes de que lleguen refuerzos. ¡Sendero abajo!

El grupo hizo una parada en un claro junto al que corría un arroyuelo. Thworn y Uwser desplumaron y extrajeron las vísceras de las aves mientras Garrace encendía fuego. Atravesaron la carne con estacas afiladas y la pusieron a asar.

Kedidah miró a su alrededor.

—¿Dónde está Jantiff?

Nadie pareció interesado.

—Se habrá perdido —dijo Rehilmus.

Garrace escudriñó el sendero.

—No se ve a nadie. Se habrá quedado mirando embelesado un viejo tocón.

—Bueno, no se ha perdido gran cosa —dijo Thworn—. Mejor para nosotros.

Los forrajeadores iniciaron el festín.

—¡Ah, espléndida carne! —exclamó Garrace—. Deberíamos hacer lo más a menudo.

—¡Ay! —suspiró Rehilmus—. ¡Maravilloso! Tírame unos cuantos rábanos; están buenísimos.

—Ni el Conáctico habrá comido mejor en toda su vida —afirmó Sunover.

—Es una pena que no haya más —dijo Rehilmus—. Podría comer durante horas sin parar. ¡Me gusta tanto!

Thworn se levantó a regañadientes.

—Será mejor que regresemos; nos queda un largo camino por delante.