Jantiff llegó a Uncibal en una noche lluviosa y recordó un párrafo de la Gazeta Alastride: «A lo largo de muchos años, los viajeros inteligentes han aprendido a no tener en cuenta sus primeras impresiones sobre un entorno nuevo. Tales juicios se derivan de experiencias previas de lugares previos, y siempre resultan erróneos». En aquella deprimente noche, el espaciopuerto de Uncibal carecía de todo rasgo pintoresco o atractivo, y Jantiff se preguntó por qué un sistema que durante un siglo había complacido a incontables arrabinos no proporcionaba mayores comodidades a los relativamente escasos visitantes.
Doscientos cincuenta pasajeros, que habían desembarcado de las naves espaciales, se encontraron abandonados en la oscuridad, a unos cuatrocientos metros de una hilera de tenues luces azules que debían de pertenecer al edificio de la terminal. Los pasajeros, murmurando y protestando, salieron chapoteando en los charcos[53].
Jantiff se mantuvo algo apartado de la dispersa tropa, ansioso de pisar suelo extranjero. Desde Uncibal se percibía un olor agrio y espeso, aunque un poco familiar, que sólo servía para acentuar la singularidad del planeta Wyst.
En la terminal, una voz perezosa se dirigió a los pasajeros.
—Bienvenidos a Arrabus. Distinguimos tres tipos de visitantes: en primer lugar, los representantes comerciales y los turistas que sólo desean realizar una breve visita; en segundo, personas que proyectan permanecer menos de un año, y en tercero, los inmigrantes. Hagan el favor de formar colas ordenadas ante las puertas señalizadas. Atención: la entrada de productos alimenticios está prohibida. Tales productos deben entregarse en el mostrador de Propiedades de Contrabando. Bienvenidos a Arrabus. Distinguimos tres tipos de visitantes…
Jantiff se abrió paso a empujones entre la muchedumbre; al parecer, varios cientos de pasajeros desembarcados en el vuelo anterior todavía aguardaban en la sala de recepción. Por fin, descubrió la fila señalada con un 2, que serpenteaba por la sala de manera muy confusa, y ocupó su lugar en la cola. Reparó en que la mayoría de las personas eran inmigrantes, y la cola de la fila 3 era varias veces superior a la de la fila 2. La cola de la fila 1 era muy corta.
Jantiff atravesó la sala paso a paso. En el extremo opuesto de la cola una hilera de ocho ventanillas controlaba los movimientos de los recién llegados, pero sólo dos funcionaban. Un hombre corpulento, situado detrás de Jantiff, intentó acelerar el movimiento de la cola pegándose a él y empujándole con el estómago. Cuando Jantiff, para evitar el contacto, se acercó tanto como le pareció oportuno a la persona que iba delante de él, el hombre corpulento avanzó unos centímetros al instante y estrujó a Jantiff todavía más. El hombre de delante se volvió hacia el joven y le habló con voz fría.
—Le aseguro, señor, que estoy tan ansioso como usted de abandonar esta cola; por más que empuje no avanzará más rápido.
Jantiff no pudo dar ninguna explicación por temor a ofender al hombre corpulento, que ahora se encontraba tan cerca que su aliento calentaba la mejilla de Jantiff. Por fin, cuando el hombre de delante avanzó, Jantiff decidió no ceder terreno, pese a los jadeos y empujones del hombre obeso.
Jantiff llegó a la ventanilla y presentó su permiso de aterrizaje. La empleada, una joven cuyo cabello rubio colgaba en mechones extravagantes sobre la oreja, lo tiró a un lado.
—¡No está correcto! ¿Dónde tiene la carta verde?
Jantiff rebuscó en sus bolsillos.
—Me parece que no tengo ninguna carta verde. No me entregaron ese documento.
—Señor, tendrá que volver a la nave a buscar su carta verde.
Jantiff observó que el hombre gordo portaba una carta blanca similar a la suya.
—Este hombre tampoco tiene carta verde —dijo desesperado.
—Eso carece de importancia. No puedo permitirle la entrada sin que presente los documentos pertinentes.
—Sólo me entregaron esto. ¿De veras que no es suficiente?
—Por favor, señor, está entorpeciendo la cola.
Jantiff se quedó mirando la carta blanca, consternado.
—Aquí dice «Permiso de aterrizaje y carta de autorización».
La empleada la miró de reojo y chasqueó la lengua. Se dirigió a la segunda ventanilla y habló con el empleado, que hizo una llamada telefónica. La joven rubia volvió a la ventanilla.
—Esta formalidad es nueva; sólo hace un mes que la introdujeron. No he abandonado esta oficina desde hace un año, y he obligado a todo el mundo a dar media vuelta y volver a su nave. Su cuestionario, por favor…. No, la hoja azul.
Jantiff exhibió el documento, un complicado formulario que había rellenado con grandes dificultades.
—Hummm… Jantiff Ravensroke… Frayness, Zeck. Profesión: experto en técnicas gráficas. Motivo de la visita: curiosidad. —Le miró, enarcando las cejas—. ¿Curiosidad? ¿Acerca de qué?
—Quiero estudiar el sistema social arrabino —se apresuró a decir Jantiff.
—Entonces, debería haber escrito «estudios».
—Lo cambiaré.
—No, no puede alterar el documento. Tendrá que llenar uno nuevo. En alguno de los despachos exteriores encontrará formularios en blanco y un empleado; así era hace un año, al menos.
—¡Espere! —gritó Jantiff—. Después de «curiosidad» escribiré «sobre el sistema social arrabino». Hay mucho espacio y no será una alteración.
—Ah, muy bien. No es correcto, por supuesto.
Jantiff hizo a toda prisa la anotación y la empleada alargó la mano hacia el sello de conformación. Sonó un gong. Dejó caer el sello, se levantó, cogió una capa colgada al fondo de la garita y se la puso sobre los hombros. Un joven de cara redonda, ojos soñolientos y expresión infantil entró en la garita.
—¡Aquí estoy! —dijo a la chica rubia—. Un poco tarde, pero no demasiado. Acabo de volver de una borrachera en Serce y he venido directamente a trabajar. De todas formas, tendré que recobrarme del trabajo en cuanto termine. Si te paras a pensarlo, es la mejor manera.
—Qué suerte tienes. Hoy me siento deprimida. Probablemente me encargaré de aparatos sanitarios o de engrasar rodillos.
—La semana pasada me encargué de una máquina de zapatos. Es divertido cuando aprendes a tirar de las manijas correctas. Cuando iba por la mitad del turno los circuitos se estropearon y todos los zapatos salieron disparados, con unas grandes y curiosas punteras. Los envié de todas maneras, a ver si lanzaba un estilo nuevo. ¿Te das cuenta? ¡A lo mejor me hago famoso!
—No creo. ¿Quién querrá llevar zapatos raros de grandes puntas?
—Más valdrá que alguien los lleve; ya los han puesto en las cajas.
—¿Es que no podemos darnos un poco de prisa? —gritó el gordo por encima del hombro de Jantiff—. Todo el mundo tiene ganas de descansar y comer un poco.
Los dos empleados le dedicaron idénticas miradas de total incomprensión. La chica recogió su bolso.
—Me voy a la cama. No tengo fuerzas ni para copular.
—Te entiendo… Bien, supongo que debo ganarme mi grufo. —Se adelantó y cogió los papeles de Jantiff—. Bueno, veamos… En primer lugar, necesito su carta verde.
—No tengo carta verde.
—¿No tiene carta verde? Entonces, amigo mío, será mejor que consiga una. Al menos, puedo indicarle cómo. Vuelva corriendo a la nave y localice al sobrecargo. Se lo arreglará en un periquete.
—Esta carta blanca incluye la carta verde.
—Ah, ¿así es como lo hacen ahora? Estupendo, pues. Y ahora, ¿qué más? El cuestionario azul… No le molestaré con eso, nos aburriría a ambos. Querrá una asignación de residencia. ¿Tiene alguna preferencia?
—En realidad, no. ¿Qué me sugiere?
—Uncibal, por supuesto. Aquí tengo un sitio decente. —Entregó a Jantiff un disco de metal—. Vaya al bloque 17–882 y enseñe este disco al encargado de la planta baja. —Alzó el sello y golpeó estrepitosamente los papeles de Jantiff—. ¡Aquí los tiene, amigo mío! Le deseo que disfrute su cama, la digestión de su grufo y le dé fuerte al barril de bazofia.
—Gracias. ¿Puedo pasar la noche en el hotel, o debo ir al bloque 17–lo–que–sea?
—La Posada de los Viajeros, por descontado, siempre que tenga los ozols[54] suficientes. Las vías humanas están húmedas esta noche. No es hora de ir a buscar el bloque.
La Posada de los Viajeros, una antigua mole compuesta por una docena de alas y anexos, estaba justo enfrente de la salida de la terminal. Jantiff entró en el vestíbulo y pidió al recepcionista una habitación. El empleado le tendió una llave.
—Serán siete ozols, señor.
Jantiff retrocedió, horrorizado.
—¿Siete ozols? ¿Por una habitación individual? ¿Por una sola noche?
—Exacto, señor.
Jantiff pagó el dinero a regañadientes. Todavía se indignó más al ver la habitación. Una habitación semejante sería considerada minúscula en Frayness, y no costaría más de un ozol.
Jantiff bajó al restaurante y se sentó ante un mostrador de hormigón esmaltado. Un camarero depositó frente a él una bandeja cubierta.
—No tan de prisa —dijo Jantiff—. Quiero ver el menú.
—Aquí no hay menú, amigo mío. Hay grufo y dedlo, y un poco de tambaleo para llenar las grietas. Todos comemos lo mismo.
Jantiff alzó la tapa de la bandeja. Descubrió cuatro pasteles de pasta marrón pasados por el horno, una jarra de líquido blanco y un cuenco de pasta blanca. Jantiff probó el grufo; era de sabor suave y no desagradable. El dedlo era agrio y algo astringente, mientras que el tambaleo parecía un simple flan.
Jantiff terminó su cena y el camarero le entregó una hoja de papel.
—Pague en la caja principal, por favor.
Jantiff echó un vistazo a la hoja, asombrado.
—Dos ozols. ¿Es correcto este precio?
—Es posible que el precio no sea correcto —dijo el camarero—, pero es el precio que fijamos en la Posada de los Viajeros.
El cavernoso cuarto de baño era compartido por ambos sexos; el recato personal había sucumbido ante el igualitarismo. Jantiff utilizó los servicios con timidez, y se preguntó qué diría su madre. Después, aliviado, se retiró a su habitación.
Por la mañana, tras la corta noche de Wyst. Jantiff saltó de la cama y descubrió que Dwan ya había recorrido la mitad de su trayectoria. Jantiff examinó la ciudad con gran interés; estudió el juego de la luz entre los bloques y a lo largo de las vías humanas. Cada bloque tenía un color diferente, y tal vez porque Jantiff los miraba expectante los colores parecían peculiarmente ricos y puros, como si los acabaran de lavar.
Jantiff se vistió, bajó a la planta y preguntó al conserje el emplazamiento del bloque 17–882. Evitó entrar en el restaurante y tomar su desayuno de dos ozols y subió a una vía humana, una superficie deslizante atestada de arrabinos, rápida en el centro y lenta en los bordes.
La luz de Dwan iluminaba la vista de la ciudad a cada lado, de una manera que Jantiff consideró fascinante. Su estado de ánimo mejoró.
La vía humana dobló hacia el oeste. Los bloques que se alineaban a derecha e izquierda marchaban hacia el horizonte, disminuyendo hasta el tamaño de puntos. Los laterales vertían torrentes de gente en la vía humana. Jantiff jamás había imaginado multitudes tan enormes, un espectáculo maravilloso en sí mismo. ¡La ciudad de Uncibal debía contarse entre las maravillas del universo gaénico! Otro de los gigantescos ríos humanos arrabinos atravesaba en ángulo recto la vía en la que se deslizaba Jantiff, formando dos bulevares que fluían en direcciones opuestas. Jantiff divisó hilera tras hilera de hombres y mujeres que avanzaban con rostros curiosamente serenos.
La vía humana torció bruscamente y confluyó en otra más ancha. Jantiff empezó a mirar los letreros colgantes que anunciaban las salidas. Se desvió a un afluente más lento y no tardó en bajar frente a un bloque rosa maltratado por el tiempo, de sesenta metros de lado y veintitrés plantas. El bloque 17–882, el domicilio que le habían asignado.
Jantiff se detuvo a inspeccionar la fachada del edificio. La pintura de la superficie, desprendida en algunas zonas, presentaba manchas de rosa, rosa viejo y rosa pálido, que prestaban al bloque un aire vulgar e inquietante, en contraste con su vecino, pintado de un azul arrogante. El color le pareció agradable a Jantiff, y se felicitó por su suerte. En el bloque, al igual que en los demás, no había ventanas ni otra abertura que la puerta de entrada. Sobre el antepecho que rodeaba el tejado colgaba follaje perteneciente al jardín de la azotea. En el portal se desarrollaba una circulación incesante; entraban y salían hombres, mujeres y algunos niños, vestidos igual, con colores demasiado llamativos para el gusto de Jantiff, como si fueran ataviados para asistir a un carnaval. Sus rostros eran alegres. Reían, charlaban y caminaban con desenvoltura. Jantiff recuperó el buen humor al verles, y sus recelos empezaron a desvanecerse.
El joven entró en el vestíbulo y se acercó al mostrador. Presentó su petición al empleado, un hombre bajo y rechoncho de cabello color gengibre, cuyos rizos largos le cubrían la frente y las orejas. La cara oronda y jovial adquirió de repente un aire quisquilloso.
—¡Por mis dolidas tripas! ¿Otro inmigrante más?
—No —replicó Jantiff con dignidad—. Soy un visitante.
—¿Y qué más da? Es un vaso de agua más en el cubo lleno. ¿Por qué no funda una sociedad igualitarista en su propio planeta?
—La gente no siente tales inclinaciones en Zeck —replicó Jantiff educadamente.
—¡Ni en Zeck ni en ningún otro antro elitista! No podemos absorber inútiles indefinidamente. Nuestras máquinas se estropean, ¿y qué pasará cuando el esturgo se acabe y no haya más vumpo? Nos moriremos todos de hambre.
Jantiff se quedó boquiabierto.
—¿De verdad hay tantos inmigrantes?
—¡Claro que es verdad! ¡Mil por semana!
—Pero algunos se marcharán…
—¡No los suficientes! Sólo seiscientos, o como máximo setecientos. De todos modos, espero que no arreglen las máquinas. —Tendió una llave a Jantiff—. Su compañero de habitación le enseñará el vumper y le explicará las instrucciones. Esta tarde recibirá su horario de trabajo.
—Prefiero un apartamento individual, si es posible —probó Jantiff.
—Tiene un apartamento individual, de dos camas. Si la población aumenta en otro billón pondremos hamacas. Piso 19, apartamento D–18. Llamaré para anunciar que sube.
El ascensor subió a Jantiff a la planta diecinueve. Encontró el pasillo D y llegó en seguida al apartamento 18. Vaciló, levantó la mano para llamar, y después decidió que, dadas las circunstancias, tenía derecho a entrar sin más requisitos, de modo que tocó con su llave la placa del cerrojo. La puerta se deslizó a un lado y reveló una sala de estar amueblada con un par de sofás bajos, una mesa, una serie de armarios y una pantalla mural. Una alfombra adornada con diseños de color beige y negro cubría el suelo. Del techo colgaban una docena de globos hechos con alambre y papel coloreado. Un hombre y una mujer mucho mayores que Jantiff estaban sentados en un sofá.
El joven dio un paso adelante, un poco avergonzado.
—Soy Jantiff Ravensroke, y me han asignado este apartamento.
El hombre y la mujer sonrieron con cordialidad y se levantaron con movimientos elegantes.
(Más tarde, cuando Jantiff recordaba su estancia en Uncibal, nunca dejaba de reflexionar sobre la cuidadosa etiqueta con la que los arrabinos suavizaban las circunstancias de sus vidas).
El hombre era alto y elegante, de tina nariz recta y ojos brillantes. Lustrosos mechones negros cubrían sus orejas, y artísticos picos resbalaban sobre su frente: de los dos parecía el más franco. Deparó a Jantiff un saludo cordial, carente de la desaprobación expresada por el portero.
—¡Bienvenido a Arrabus, Jantiff! ¡Bienvenido al Rosa Viejo y a su excelente apartamento!
—Muchas gracias —respondió Jantiff.
Este hombre amable e inteligente sería, evidentemente, su compañero de habitación. Los recelos de Jantiff desaparecieron.
—Permíteme que haga las presentaciones. Esta dama es la prodigiosa Skorlet, un dechado de encanto y aptitud, y yo soy Esteban.
—Pareces limpio y tranquilo, y estoy segura de que no habrá dificultades —habló Skorlet con voz rápida y ronca—. Haz el favor de no silbar en el apartamento, preguntar la finalidad de mi trabajo más de una vez o eructar sonoramente. No puedo soportar a los hombres que eructan.
Jantiff logró conservar su sangre fría. Se hallaba en una situación para la que no estaba preparado.
—Tendré presentes sus indicaciones —dijo con desesperada desenvoltura.
Examinó a Skorlet con el rabillo del ojo. Una mujer introvertida, pensó, quizá un poco tensa. Era casi tan alta como él, y tenía brazos y piernas macizos. Su cara era pálida y redonda; carecía de rasgos destacables, excepto los ojos que brillaban bajo espesas cejas negras. Sobre sus orejas caían mechones cortos, y unos rizos negros formaban un promontorio sobre la cabeza. Una mujer ni bien parecida ni repulsiva. Con todo, no sería una compañera de cuarto tan agradable como Esteban.
—Espero que no me encuentre demasiado problemático.
—Estoy segura de que no. Pareces un chico simpático. Esteban, trae tres picheles del vumper. Tomaremos un poco de bazofia[55] para celebrar la ocasión. Confío en que hayas traído uno o dos paquetes de bonter, ¿verdad?
—Lo siento —dijo Jantiff—. No se me ocurrió.
—Esteban salió a cumplir el encargo. Skorlet rebuscó bajo una caja y sacó una jarra.
—No pienses que soy poco recíproca[56], pero no puedo creer que un trago de bazofia de vez en cuando destruya Arrabus. ¿Estás seguro de que no llevas en el equipaje ni rastro de bonter?
—No traigo equipaje, sólo esta bolsa de mano.
—Qué pena. No hay nada como una salsa de vinagre y pimienta para mejorar la bazofia. Mientras esperamos, te enseñaré tu cama.
Jantiff la siguió a una pequeña habitación cuadrada, amueblada con dos armarios roperos, dos armarios bajos, una mesa en la que se amontonaban las escasas pertenencias de Skorlet, y dos catres, separados por una cortina de poco grosor. Skorlet apartó las baratijas a un lado de la mesa.
—Tu mitad —dijo—, y tu cama. —Agitó el pulgar—. Durante mi jornada de trabajo el apartamento está a tu entera disposición, en el caso de que quieras divertir a una amiga o viceversa. Las cosas irán bien, a menos que nos toque el mismo turno, pero no sucede a menudo.
—Ajá, sí, ya entiendo —dijo Jantiff.
Esteban regresó con tres picheles de cristal azul. Skorlet los llenó con aire solemne.
—¡Por el Centenario! —gritó con voz metálica—. ¡Que el Conáctico cumpla su misión!
Jantiff tragó el oscuro líquido y reprimió una mueca, pues dejaba un gusto de fondo que relacionó con los ratones y los colchones viejos.
—Muy bueno —aprobó Esteban—. Está realmente bueno. Tienes una mano estupenda para la bazofia.
—Sí, muy bueno —dijo Jantiff—. ¿Cuándo se celebrará el Centenario?
—Dentro de poco…, unos cuantos meses. Será un festival simplemente explosivo, con partidos gratis, bailes en las calles y bazofia a punta pala. Prepararé una buena cantidad. Esteban, ¿puedes conseguirme una docena de jarras?
—Querida, sólo me ha tocado una vez trabajar con vitaminas, y el Recíproco estuvo todo el rato sobre mí, sin quitarme el ojo. Aún tuve suerte de llevarme dos.
—Pues nos pasaremos sin bazofia.
—¿Por qué no usa una bolsa de plástico? —sugirió Jantiff—. Después de todo, el recipiente no ha de ser rígido.
Esteban negó con pesar.
—Se ha intentado muchas veces; todas nuestras bolsas de plástico rezuman.
—El viejo Sarp tiene una jarra, y es demasiado frugal para utilizarla. Le diré a Kedidah que se ocupe de ello. Al menos, habrá tres jarras. ¿Dónde está el grufo?
—Aportaré el de la comida —dijo Esteban.
—Si es necesario, yo también —se ofreció Jantiff.
Skorlet le dirigió una mirada de aprobación.
—¡Un detalle estupendo! ¿Quién ha dicho que los inmigrantes son lampreas que chupan nuestros jugos? ¡Éste no es el caso de Jantiff!
—Conozco a un tipo en Vendetta Púrpura que saca esturgo de las tuberías y fabrica una bazofia muy fuerte —dijo Esteban con aire pensativo—. Podría comprarle un cubo o dos de esturgo en bruto. El experimento vale la pena.
—¿Qué es esturgo? —preguntó Jantiff.
—Simple pulpa alimenticia. Se distribuye mediante tuberías desde la fábrica central. En la cocina se convierte como por arte de magia en grufo, dedlo y tambaleo. Nada impide que pueda proporcionarnos una buena bazofia.
Skorlet llenó con todo cuidado la mitad de los tres picheles.
—Bien… Por el Festival otra vez, y que el Conáctico obligue a todos los supuestos inmigrantes a fabricar salsa de vinagre y pimienta, para el disfrute de Uncibal.
—¡Y que los Propunceros se coman el grufo de la semana anterior!
—Reserva algo para el Conáctico. Es posible que sea tan igualitario como nosotros.
—Oh, él comerá bonter en la Posada de los Viajeros, no temas.
—¿Asistirá el Conáctico al Festival? —preguntó Jantiff.
Skorlet se encogió de hombros.
—Los Susurros irán a Lusz para invitarle, pero nadie sabe lo que responderá.
—No vendrá —afirmó Esteban—. Se sentiría como un imbécil en la ceremonia, con toda la gente gritando: «¡Viva el igualitarismo!», e «¡Igualitarismo para el Cúmulo!».
—Y «¡Menos trabajo para el Conáctico y para nosotros!».
—Exactamente. ¿Qué podría decir?
—Oh, algo así como «Mis queridos súbditos, me disgusta que no hayáis extendido terciopelo rojo a lo largo del río Uncibal para mis delicados pies. Casi nadie lo sabe, y sólo lo revelaré aquí, en Arrabus, pero la verdad es que soy un chwig[57]. Os ordeno que me obsequiéis con un depósito de vuestro mejor bonter».
—¡Sois injustos con él! —exclamó Jantiff, divertido y escandalizado a partes iguales—. Vive con mucha frugalidad.
—Puro esmarmo de su Oficina de Aclamaciones —rezongó Skorlet—. Nadie sabe cómo es el Conáctico en realidad.
Esteban vació su pichel de cristal azul y miró calculadoramente la jarra.
—Todos sabemos que el Conáctico desaparece a menudo de Lusz. He oído, y no son más que rumores, pero no hay humo sin fuego, que durante estos períodos, y sólo durante estos concretos períodos, Bosko Boskowitz[58] lleva a cabo sus pillajes. Esta coincidencia está siendo muy investigada, según tengo entendido, y no existen dudas acerca de ella.
—¡Interesante! —dijo Skorlet—. ¿No posee Bosko Boskowitz un palacio secreto entre los astromentos, cuyos servidores son únicamente hermosas criaturas que deben obedecer hasta el menor de sus deseos?
—¡Nada más cierto! ¿Y no es extraño que la Maza jamás se entremeta con Bosko Boskowitz?
—¡Mucho más extraño! Y yo digo: «¡Que el igualitarismo se esparza por el Cúmulo!».
—No creo ni una palabra de lo que habéis dicho —comentó Jantiff, disgustado.
—Eres joven e inexperto —rió lúgubremente Skorlet.
—No puedo opinar.
—No importa. —Skorlet escrutó el interior de la jarra—. Supongo que lo mejor será terminarla.
—¡Excelente idea! —exclamó Esteban—. Lo mejor siempre queda en el fondo.
Skorlet levantó la cabeza.
—No hay tiempo, acaba de sonar el gong. Vamos a vumpear. Después, ¿por qué no llevamos a nuestro nuevo amigo a dar un paseo por la ciudad?
—¡Claro, siempre estoy a punto para dar un paseo! La lluvia ha dado paso a un bonito día. Podríamos recoger de camino a Tanzel.
—Sí, por supuesto. Pobrecita, hace días que no la veo. La llamaré ahora mismo. —Fue hacia la pantalla, pero apretó los botones en vano—. ¡Sigue sin funcionar! ¡Estúpido aparato! ¡Los de mantenimiento ya han venido dos veces!
Jantiff se acercó a la pantalla, tocó los botones y escuchó. Soltó la anilla de sujeción y desprendió la pantalla de sus goznes.
Skorlet y Esteban observaron por encima del hombro de Jantiff.
—¿Entiendes de estas cosas?
—No mucho. De niños, nos enseñan a manejar circuitos elementales, pero no fui más allá. De todas maneras, este aparato es muy sencillo. Todo son conexiones, y el dispositivo de aviso revela cuándo se han estropeado… Um. Todas éstas funcionan bien. Mirad; este grupo de filtros no está bien encajado. Probad ahora.
La pantalla se iluminó.
—El tipo de mantenimiento se estuvo mirando dos horas el cuaderno de instrucciones y ni aun así pudo arreglarlo —dijo Skorlet, irritada.
—Oh, bueno —comentó Esteban—, le pasa lo mismo que a mí cuando me dan un trabajo técnico.
Skorlet se limitó a emitir un gruñido malhumorado. Apretó botones y habló a la mujer cuyo rostro había aparecido.
—Tanzel, por favor.
Una niña de nueve o diez años se asomó a la pantalla.
—Hola, mamá. Hola. papá.
—Vendremos dentro de una hora para dar un bonito paseo. ¿Estarás preparada?
—¡Oh, sí! Esperaré frente al portal.
—Estupendo. Hasta dentro de una hora.
Los tres se dispusieron a marcharse. Jantiff se detuvo en seco.
—Pondré mi bolsa en el ropero. Empezaré mi estancia con pulcritud.
—Creo que aquí tienes una joya, Skorlet —dijo Esteban, palmeando el hombro de Jantiff.
—Bueno, creo que se portará bien.
—¿Qué le pasó a tu anterior compañero de cuarto? —preguntó Jantiff mientras recorrían el pasillo.
—No lo sé —respondió Skorlet—. Se marchó un día y no volvió.
—Qué raro.
—Supongo que sí. Nunca sabes lo que ronda en la mente de los demás. Aquí está el vumper.
Los tres entraron en una larga y amplia estancia, con mesas y bancos puestos en fila. Los parlanchines residentes del Nivel 19 se agolpaban en ella. Un asistente marcó en un registro el número de sus apartamentos. Los tres cogieron bandejas cubiertas de un distribuidor automático y se dirigieron a una mesa. La bandeja contenía los mismos alimentos que le habían servido a Jantiff la noche anterior en la Posada de los Viajeros.
Skorlet puso a un lado un pastelillo de grufo.
—Para nuestra próxima bazofia.
Esteban, con expresión de pesar, la imitó.
—La bazofia merece cualquier sacrificio.
—Ahí va mi parte —dijo Jantiff—. Insisto en contribuir.
Skorlet reunió los tres pastelillos.
—Los llevaré al apartamento y fingiremos que nos los hemos comido.
—Una buena idea, pero déjame a mí —dijo Esteban, levantándose—. Lo haré con gusto.
—No seas tonto. Apenas son dos pasos.
—Iremos los dos —rió Esteban—, si te empeñas.
Jantiff paseó la mirada de uno a otro, pasmado.
—¿De veras se llega a tales extremos de cortesía? En ese caso, yo también iré.
Esteban suspiró y sacudió la cabeza.
—Desde luego que no. Skorlet es una persona caprichosa… No irá nadie.
—Como quieras. —Skorlet se encogió de hombros.
—No cuesta nada reprimir nuestro apetito. Yo puedo hacerlo, al menos. Dejaremos el grufo al salir —dijo Jantiff.
—Por supuesto —dijo Esteban—. Así será mejor.
Jantiff estaba intrigado por la exquisita finura de Esteban.
—Come el vumpo y cierra el pico —dijo Skorlet.
Comieron en silencio. Jantiff examinó a los demás residentes con interés. No existía reserva ni anonimato; todos parecían conocerse. Saludos cordiales, bromas, alusiones a acontecimientos sociales y a mutuos amigos resonaban a lo largo y ancho de la sala. Una joven esbelta de hermoso cabello color de miel se detuvo junto a Skorlet y le susurró algo al oído, mirando de soslayo con las cejas arqueadas a Jantiff. Skorlet lanzó una triste carcajada.
—¡Qué va! ¡Todo son tonterías, como sabes bien!
La chica se reunió con unos amigos en una mesa cercana. Jantiff pensó que su cuerpo esbelto y curvilíneo, sus encantadoras facciones y su atrevida espontaneidad resultaban de lo más atractivo, pero no hizo ningún comentario.
Skorlet captó la dirección de su mirada.
—Se llama Kedidah. Aquel viejo pajarraco es Sarp, su compañero de habitación. Intenta copular una docena de veces al día, por lo que resulta un acompañante muy inconveniente. Al fin y al cabo, la vida social suele desarrollarse en otra parte. Me ha ofrecido cambiarte por Sarp, pero ni siquiera he querido escucharla. Esteban siempre está disponible cuando me encuentro en forma, lo que tal vez no sucede tan a menudo como debería.
Jantiff, hundiendo la cuchara en el tambaleo, no dijo nada.
Tras salir del comedor, los tres se detuvieron en el apartamento, y Skorlet dejó los tres pasteles de grufo. Luego, se volvió hacia Jantiff.
—¿Estás preparado?
—No sé si llevarme la cámara. Mi familia espera docenas de fotografías.
—Esta vez será mejor que no —dijo Esteban—. Espera a conocer las reglas. Entonces, conseguirás fotos realmente impresionantes. También habrás aprendido a trampear con la, ay, demasiado frecuente esnerguería.
—¿Esnerguería? ¿Qué es eso?
—Robo, para decirlo sin ambages. Hay muchos esnergos en Arrabus. ¿No lo sabías?
Jantiff negó con la cabeza.
—No entiendo por qué ha de robar alguien bajo el igualitarismo.
—Esnergar fortalece el igualitarismo —rió Esteban—. Es un remedio muy directo contra cualquiera que intente acumular bienes. En Arrabus, todos lo compartimos todo por igual.
—No puedo entender la lógica de esto —dijo Jantiff.
Ni Skorlet ni Esteban demostraron el menor interés en proseguir la conversación.
Los tres se encaminaron a la vía humana y rodaron durante casi un kilómetro hasta la guardería del barrio, donde Tanzel esperaba. Era una chiquilla menuda, con la cara redonda de Skorlet, los rasgos afilados de Esteban y una inteligencia reflexiva muy personal. Saludó a Skorlet y a Esteban con afecto reprimido, y a Jantiff con obvia curiosidad. Tras unos pocos momentos de disimulada inspección, le dijo:
—¡Se parece mucho a nosotros!
—¡Claro! ¿Qué aspecto esperabas que tuviera?
—El de un caníbal, el de un explotador, o quizá el de una de sus víctimas.
—¡Qué ideas más peregrinas! —dijo Jantiff—. En Zeck, al menos, a nadie le gusta que le tomen por un explotador, ni mucho menos por una víctima.
—Entonces, ¿por qué has venido a Arrabus?
—Una pregunta difícil —dijo Jantiff con gravedad—. No estoy seguro de saber la respuesta. En casa me presionaban demasiado, porque me pasaba el tiempo buscando algo que no podía encontrar. Necesitaba marcharme y poner un poco de orden en mis ideas.
Esteban y Skorlet escuchaban la conversación con una distante sonrisa apenas esbozada.
—Y bien, ¿ya has puesto orden en tus ideas? —preguntó Esteban en tono distendido.
—No lo sé. En esencia, quiero crear algo notable y hermoso, algo que surja de mí… Quiero descubrir los misterios de la vida. No confío en poder explicarlos, ni lo haría aunque pudiera. Quiero revelar sus dimensiones y sus prodigios, tanto a la gente que le interese como a la que no… Temo que no me estoy explicando muy bien.
—Te explicas bastante bien, pero nadie te entiende —replicó Skorlet con voz algo fría.
Tanzel, que escuchaba con el ceño fruncido, dijo:
—Comprendo algo de lo que dice. A mí también me intrigan esos misterios. Por ejemplo, ¿por qué yo soy yo, y no otra persona?
—Si sigues pensando en esas cosas, se te va a secar el cerebro —dijo Skorlet con brusquedad.
—Recuerda, querida —remachó Esteban—, que Jantiff no es igualitarista como nosotros; quiere hacer algo completamente extraordinario e individualista.
—Sí, en parte —reconoció Jantiff, arrepentido de haber emitido su opinión—, pero hay algo más. Aquí estoy, nacido a la vida con ciertas aptitudes. Si no empleo estas aptitudes para dar lo mejor de mí, me estoy engañando y desperdiciando la vida.
—Ummm. Si toda la gente fuera como tú el mundo sería un lugar muy agitado —observó sagazmente Tanzel.
Jantiff, desconcertado, lanzó una carcajada.
—No hay que preocuparse; da la impresión de que no existe mucha gente como yo.
Tanzel sacudió los hombros, como desinteresada, y a Jantiff le alegró abandonar el tema. Sin embargo, Tanzel no tardó en cambiar de humor. Tiró a Jantiff de la manga y señaló hacia arriba.
—¡El río Uncibal! ¡Me gusta tanto mirar desde el puente! ¡Venid todos, por favor! ¡Vamos a la plataforma!
Tanzel subió corriendo a la plataforma. Los demás la siguieron con paso más lento, y todos se acodaron en la barandilla a contemplar el río Uncibal, que corría bajo sus pies: un par de pistas deslizantes, cada una de treinta metros de ancho, atestadas de arrabinos.
—Si te quedas aquí el tiempo que haga falta, verás pasar a todos los habitantes del mundo —dijo Tanzel, excitada, a Jantiff.
—Eso, naturalmente, no es verdad —se crispó Skorlet, como si no aprobara las fantasías de Tanzel.
Bajo sus pies desfilaban los arrabinos, personas de todas las edades, con los rostros serenos y relajados, como si caminaran solos, absortos en la contemplación. De vez en cuando, alguien alzaba los ojos para mirar la fila de caras que sobresalían de la plataforma, pero, por lo general, las masas pasaban indiferentes a quienes las contemplaban desde arriba.
Esteban empezó a mostrar señales de inquietud. Se enderezó, dio unos golpecitos sobre la barandilla y, lanzando una pensativa mirada al cielo, dijo:
—Tal vez será mejor que me vaya. Mi amiga Hester estará esperándome.
Los ojos negros de Skorlet echaron chispas.
—No es necesario que te vayas corriendo.
—Bueno, en cierta manera…
—¿Por dónde vas a ir?
—Oh…, por el río.
—Iremos todos juntos y te acompañaremos al bloque de Hester. Creo que vive en Tesseract.
—¿Nos vamos, pues? —consiguió articular Esteban, luchando para que su disgusto no se impusiera a su sentido de la dignidad.
Una rampa descendía curvándose hasta la plataforma de acceso. Se incrustaron entre la multitud y fueron arrastrados hacia el oeste. Mientras atravesaban las pistas más rápidas, Jantiff descubrió un curioso efecto. Cuando volvía la vista hacia la derecha, las caras de su inmediata vecindad se encogían y se convertían en una mancha. Cuando miraba hacia su izquierda, las caras surgían como por ensalmo, pasaban de largo y avanzaban hacia un más allá igualmente anónimo. El efecto era perturbador por motivos que era incapaz de definir con precisión. Empezó a sentir vértigo y clavó la vista al frente. Los bloques iban desfilando, cada uno de diferente color: rosas pardos y amarillos, verdes de todas las gamas (musgo, blanco verdoso moteado, verde azulado cadavérico, verdinegro), rojos mate y púrpuras anaranjados, y todos intensificados por la claridad de la luz de Dwan.
Los colores interesaban cada vez más a Jantiff. Cada uno, sin duda, ejercía una influencia simbólica sobre los que vivían en ellos. Melocotón, lleno de manchas de tanino difuminado… ¿Quién elegía los colores? ¿Qué criterios se tenían en cuenta? Blanco lavanda, azul, verde ácido… Y así interminablemente, colores apreciados por la gente que vivía allí… Tanzel le tomó por el codo. Jantiff se volvió y vio que Esteban se alejaba con rapidez hacia la derecha.
—Acaba de recordar un compromiso importante. Me ha encargado que te exprese su pesar —dijo la niña, repentinamente seria.
Skorlet, enrojecida de disgusto, pasó delante de ellos.
—¡Tengo algo que hacer! ¡Nos veremos más tarde!
Desapareció entre la multitud, y Jantiff se quedó solo con Tanzel, a la que miró desconcertado.
—¿Adónde van tan de repente?
—No lo sé, pero sigamos. No me importaría recorrer el río Uncibal eternamente.
—Creo que lo mejor será regresar. ¿Conoces el camino?
—¡Por supuesto! Hay que volver al río Disselberg y cruzar después al lateral 112.
—Tú me guías. Ya he paseado bastante por hoy. Es extraño que tanto Skorlet como Esteban decidieran marcharse tan de repente.
—Supongo que sí, pero he llegado a esperar siempre lo más extraño… Bueno, si quieres volver, nos desviaremos por la próxima vía que dé la vuelta.
Mientras seguían su camino. Jantiff examinó con atención a Tanzel. Un encanto de criatura, decidió. Le preguntó si le gustaba la escuela. Tanzel se encogió de hombros.
—De lo contrario tendría que trabajar, así que aprendo a contar, leer y ontología. El año que viene haré dinámicas personales, que es más divertido. Aprendemos a expresarnos y a escenificar. ¿Tú has ido a la escuela?
—Sí. desde luego: dieciséis largos años.
—¿Y qué has aprendido?
—Una sorprendente variedad de datos y tópicos.
—¿Y después fuiste a trabajar?
—No, todavía no. Aún no he encontrado lo que realmente quiero hacer.
—Supongo que no llevas una forma de vida igualitarista.
—No como aquí. Todo el mundo trabaja mucho más, pero casi todo el mundo disfruta con su trabajo.
—Pero tú no.
Jantiff rió, turbado.
—Tengo muchas ganas de trabajar, pero no sé cómo. Mi hermana Ferian talla postes de amarre. Quizá me dedique a algo parecido.
—Algún día volveremos a hablar —dijo Tanzel—. Allí está la guardería; yo me bajo aquí. Tu bloque está siguiendo recto. Es el Rosa Viejo, a la izquierda. Adiós.
Jantiff se quedó en la vía humana y no tardó en divisar enfrente el bloque que ahora debía considerar su «casa»: el Rosa Viejo.
Entró, subió al Nivel 19 y recorrió el pasillo hasta su apartamento. Abrió la puerta y dijo en voz alta, precavido:
—Ya he llegado. Soy Jantiff.
Nadie respondió. El apartamento estaba desierto. Jantiff entró y cerró la puerta. Se detuvo un momento y se preguntó qué podía hacer. Todavía faltaban dos horas para la cena. Otra ración de grufo, dedlo y tambaleo. Jantiff hizo una mueca. Los globos de papel y alambre captaron su atención y se acercó a examinarlos. Su función no estaba del todo clara. El papel de color verde era frágil; el alambre se había recuperado de algún dispositivo. Tal vez Skorlet intentaba decorar el apartamento con alegres globos verdes. De ser así, pensó Jantiff, no había conseguido gran cosa[59]. Bien, mientras le gustaran a Skorlet no era asunto suyo. Inspeccionó el dormitorio, los dos catres y la no demasiado adecuada cortina. Jantiff se preguntó qué diría su madre. Nada halagador, por supuesto. Bien, para eso viajaba, para conocer otras costumbres, otros modos de vida. De todas formas, dado lo casual de las circunstancias, habría preferido a la joven… (¿cómo se llamaba, Kedidah?) a quien había conocido en el comedor.
Decidió deshacer el equipaje y abrió el ropero donde lo había dejado. Bajó la vista, consternado. La cerradura estaba rota y la tapa torcida. Abrió la bolsa y revisó su contenido. Daba la impresión de que no habían tocado su ropa, excepto los zapatos de repuesto, de fina lantilla gris. No estaban, como tampoco los pigmentos, el cuaderno de notas, la cámara, la grabadora y una docena de pequeños utensilios. Jantiff volvió lentamente a la sala de estar y se dejó caer en una silla.
Skorlet entró en el apartamento pocos minutos después. Jantiff pensó que venía de muy mal humor, puesto que sus ojos echaban chispas y apretaba fuertemente los labios. Su voz se quebró cuando habló.
—¿Hace mucho que has llegado?
—Cinco o diez minutos.
—El lateral Kindergoff se ha estropeado. He tenido que andar casi dos kilómetros.
—Mientras estábamos fuera alguien abrió mi bolsa y se llevó casi todo.
La noticia pareció dar al traste con el autocontrol de Skorlet.
—¿Y qué esperabas? —replicó con voz áspera y desagradable—. Estamos en un país igualitarista; ¿por qué has de tener más que los demás?
—He sobrepasado los límites de la igualdad —dijo Jantiff secamente—, puesto que ahora tengo menos que los demás.
—Has de aprender a enfrentarte con esos problemas —dijo Skorlet entrando en el dormitorio.
Unos días después, Jantiff escribió una carta a su familia:
Mis queridos padres y hermanas:
Ya estoy establecido en el que debe de ser el país más notable del Cúmulo de Alastor: Arrabus de Wyst. Vivo en un apartamento de dos habitaciones, en estrecha convivencia con una hermosa mujer que cree firmemente en el igualitarismo. No tiene un gran concepto de mí. Sin embargo, es educada, y a veces útil. Se llama Skorlet. Os intrigará este arreglo anticonvencional, pero es muy sencillo. El igualitarismo se niega a reconocer las diferencias sexuales. Todas las personas se consideran iguales a todos los efectos. Poner énfasis en las diferencias sexuales se denomina sexivación. Que una chica exhiba o adorne su cuerpo para extraer provecho constituye sexivación, y se considera una ofensa grave.
Al principio, se pretendía que los apartamentos alojaran parejas masculinas, femeninas o casadas, pero la filosofía fue denunciada como sexivacionista, y la asignación de apartamentos se realiza ahora al azar, aunque es frecuente que se realicen intercambios entre personas. ¡Todo aquel que llegue a Arrabus debe dejar atrás sus prejuicios! Ya he aprendido que, aunque el apartamento se parezca mucho al propio hogar, el extranjero no se debe llamar a engaño. ¡No hay que fiarse de las apariencias! ¡Pensadlo bien! ¡Pensad en todos los planetas del Cúmulo, en la Extensión Gaénica, en los Dominios de Erdic y en el Primárquico! ¡Pensad en esos trillones de personas, cada una con su propio rostro! Un pensamiento aterrador, en verdad. De todas formas, Arrabus me ha impresionado mucho. El sistema funciona; nadie desea que cambie. Los arrabinos parecen felices y contentos, o al menos resignados. Lo que más valoran es el ocio, a expensas de las posesiones personales, la buena comida y ciertos grados de libertad. No reciben una buena educación y nadie posee experiencia en ningún campo específico. Del mantenimiento y las reparaciones se encarga la gente a la que ha sido asignada la tarea, y en casos graves a empresas privadas de las Tierras Misteriosas, las provincias del norte y el sur. No son naciones; dudo que tengan gobiernos formales, pero no sé mucho sobre ellas.
No he podido realizar ningún trabajo serio porque me robaron los aparatos. Skorlet lo considera muy normal y no comprende mi aflicción. Se burla de mi «antiigualitarismo». Bien, así sea. Como os decía, los arrabinos son gente extraña, a la que sólo excita la comida, no su vumpo habitual, sino la buena comida natural. De hecho, un conocido llamado Esteban ha mencionado uno o dos vicios tan peculiares y repugnantes de los que no se puede hablar, por lo que no me extenderé más.
El bloque donde vivo se conoce como Rosa Viejo, debido a su color eccematoso. Cada bloque, ostensiblemente idéntico a los demás, es absolutamente distinto, al menos a los ojos de la gente que vive en ellos, y los bloques pueden calificarse de «deprimentes», «frívolos», «rebosantes de energía oculta», «deparadores de buen vumpo», «deparadores de mal vumpo», «saturados de bromistas», «sexivacionistas» y otros. Cada bloque posee sus propias leyendas, canciones y jerga particulares. Al Rosa Viejo se le considera plácido y algo vulgar, lo que también me describe a mí, por supuesto.
Os preguntaréis qué es un esnergo. Un ladrón. Ya he sufrido las atenciones de uno de ellos, y como me he quedado sin cámara no puedo enviaros fotografías. Os ruego que me mandéis a vuelta de correo pigmentos nuevos, excipiente, aplicadores y muchas matrices. Ferian os dirá lo que necesito. Enviadlos protegidos por una póliza de seguros. Si llegaran por los conductos ordinarios, podrían ser igualitarizados.
Más tarde: he realizado mi primer turno de trabajo en una factoría de exportaciones, y he recibido a cambio lo que se llama driveto: diez fichas por cada hora trabajada. Mi driveto semanal es de ciento treinta fichas, de las que debo entregar de inmediato ochenta y dos para pagar el bloque, la comida y el alojamiento. Lo que resta no me sirve de mucho, pues no se puede comprar casi nada: ropas, zapatos, entradas para el estadio y algas marinas tostadas en Disjerferact. Me visto de arrabino para pasar desapercibido. Algunas tiendas del espaciopuerto venden productos de importación, como herramientas, juguetes y pizcas de bonter, a los precios más exorbitantes. En fichas, por supuesto, que apenas tienen valor comparadas con el ozol, algo así como quinientas fichas por ozol. Absurdo, claro está. Aunque si lo piensas dos veces, no es tan absurdo. ¿Quién quiere fichas? No se puede comprar nada.
Con todo, esta forma de vida, aunque parezca peculiar, no tiene por qué ser un mal sistema. Sospecho que todos los estilos de vida se afanan por establecer un equilibrio entre varios tipos de libertades. Existe un gran número de libertades distintas, y a veces una libertad implica la ausencia de otra.
En cualquier caso, se me han ocurrido ideas para plasmar en pinturas, aunque ya sé que no os las tomáis en serio. La luz de aquí es absolutamente cautivadora; una luz pálida engañosa, que parece difractarse por todas partes en franjas de colores.
Me gustaría contaros muchas más cosas, pero reservaré algo para mi próxima carta. No os pediré que me enviéis bonter. Me… Bueno, a decir verdad, no sé lo que ocurriría, pero no me apetece averiguarlo.
Los inmigrantes y los visitantes no son muy apreciados, aunque he descubierto que mi fama de «reparador» se ha extendido ampliamente. ¿A que es divertido? Sólo sé lo que me enseñaron en la escuela y lo que aprendí en casa. Aun así, todos los que tienen la pantalla estropeada me piden que se la arregle. ¡A veces piden cosas más extrañas todavía! Les hago estos favores, pero ¿me lo agradecen? De palabra, sí, pero con una expresión muy peculiar en sus rostros. No sabría describirla. ¿Desprecio, disgusto, antipatía? Puesto que domino con tanta facilidad esta complicada (para ellos) habilidad, he tomado una decisión: no volveré a hacer favores gratis. Pediré a cambio fichas u horas de trabajo. Se burlarán y harán comentarios, pero me respetarán más.
He aquí algunas de mis ideas para los cuadros:
Los bloques de Uncibal, con los colores que encierran tanto significado para los arrabinos.
La vista del río Uncibal desde un puente, con el mar de rostros que se acercan, todos inexpresivos y serenos.
Los partidos, los combates de shunkos, la versión arrabina del hussade[60].
Disjerferact, el parque de atracciones enclavado en las tierras bajas.
Una o dos palabras sobre la versión local del hussade, y espero que nadie de la familia se escandalice o consterne. Se juega según las reglas habituales. Sin embargo, la sheirl derrotada debe sufrir una experiencia de lo más desagradable. Le quitan la ropa y la colocan sobre una carroza en la que hay una repulsiva efigie de madera, controlada con tal maestría que somete a la sheirl a un acto antinatura. Entretanto, el equipo perdedor ha de empujar la carroza alrededor del estadio. Nunca dejo de asombrarme. ¿Cómo se reclutan las sheirls? Todas deben ser conscientes de que tarde o temprano su equipo perderá, aunque ninguna parece reflexionar jamás sobre esta contingencia.
O son muy valientes o muy estúpidas, o tal vez se sienten impulsadas por alguna oscura inclinación humana que se regocija en la degradación pública.
Bien, ya me he extendido bastante sobre este tema. Creo haber mencionado antes que me robaron la cámara; por tanto, no he podido hacer fotos. En realidad, no estoy seguro de que exista ninguna empresa en Uncibal capaz de hacer copias de mi matriz.
Os informaré de más cosas en mi próxima carta.
Os quiere,
Jantiff.