En su morada de la cumbre, el Conáctico vivía sin formalismos. Para sus apariciones públicas se ataviaba con un severo uniforme negro y un casco del mismo color, a fin de proyectar una imagen austera, vigilante e inflexiblemente autoritaria, y así era conocido por sus súbditos. En ocasiones más informales (solo en su morada, como alto funcionario al servicio del Conáctico, como visitante anónimo de los más apartados rincones del Cúmulo), parecía un hombre mucho más asequible, de apariencia normal, notable sólo por aparentar una moderada competencia.
Su gabinete de trabajo de Lusz ocupaba el extremo más elevado de su residencia: una cúpula desde la que podía escudriñar en todas direcciones. Los muebles estaban hechos de maciza madera negra: un par de sillas acolchadas, una mesa de trabajo, un aparador sobre el que se amontonaban recuerdos, fotografías, curiosidades y baratijas, incluyendo una esfera de la Vieja Tierra. A un lado de la mesa de trabajo, un tablero desplegaba un plano convencional del Cúmulo, con tres mil luces rutilantes de varios colores[45] que representaban los mundos habitados.
El gabinete de trabajo constituía para el Conáctico su refugio más familiar y confortable. Estaba anocheciendo; un crepúsculo azul rojizo invadía la estancia. El Conáctico se encontraba de pie frente a la ventana oeste, contemplando el resplandor del ocaso y la salida de las estrellas.
El silencio fue roto por un sonido breve y claro, ¡tink!, como una gota de agua al caer en una vasija.
—¿Esclavade? —dijo el Conáctico sin volverse.
—Una delegación de cuatro personas ha llegado desde Arrabus de Wyst. Se han presentado como los Susurros, y solicitan una audiencia cuando a usted le parezca conveniente —replicó una voz.
El Conáctico, sin apartar la vista del crepúsculo, reflexionó un momento.
—Les recibiré dentro de una hora. Condúceles a la Cámara Negra y ofréceles el aperitivo que deseen.
—Como ordene, señor.
El Conáctico se apartó de la ventana y se acercó a su mesa de trabajo. Pronunció el número 1716. Cayeron tres tarjetas en una bandeja. La primera, fechada dos semanas antes en Waunisse, una ciudad de Arrabus, rezaba:
Señor:
Mis informes previos sobre el asunto en cuestión se identifican mediante los códigos que agrego más abajo. En esencia, Arrabus celebrará en breve el Festival del Centenario, para conmemorar cien años bajo la égida de la así llamada Multiplicidad Igualitarista. Si me permite refrescar su memoria, ese documento impone a todos los hombres, y en especial a los arrabinos, una sociedad basada en la igualdad humana, libre de trabajos pesados, privaciones y coerciones.
La realización de estos ideales no se ha producido sin trastornos. Le remito a mis informes anteriores.
Los Susurros, un comité ejecutivo de cuatro miembros, han llegado a considerar muy grave la situación. Sus previsiones les han convencido de que son necesarios ciertos cambios fundamentales. Anunciarán en el curso del Centenario un programa para revitalizar la economía arrabina, y es posible que no se haga muy popular. Los arrabinos, como cualquier otro pueblo, confían y esperan que su vida mejore, no que empeore. La actual semana laboral comprende trece horas de rutina más o menos sencilla, que los arrabinos, pese a todo, confían en reducir.
A fin de dramatizar la necesidad del cambio, los Susurros irán a Lusz. Tienen la intención de consultar con usted sobre una base realista, y esperan que usted aparezca en el Festival del Centenario para identificarse con el nuevo programa y tal vez aportar ayuda económica. Me he reunido con los Susurros en Waunisse. Mañana volverán a Uncibal, y partirán de inmediato para Númenes.
En mi opinión, han llevado a cabo un análisis realista de las circunstancias, y le recomiendo que les escuche con buena disposición de ánimo.
Bonamico
Cursar del Conáctico en Uncibal,
Arrabus
El Conáctico leyó la tarjeta con atención y después cogió la segunda, que había sido fechada en Waunisse al día siguiente del primer mensaje.
Al Conáctico de Lusz:
Saludos de los Susurros de Arrabus.
No tardaremos en llegar a Lusz, donde confiamos en entrevistarnos con usted para discutir asuntos de gran alcance y urgencia. También seremos portadores de una invitación dirigida a usted para asistir a nuestro Festival del Centenario, que marca cien años de igualitarismo. Hay mucho que tratar sobre el tema, y en nuestra entrevista expondremos nuestras opiniones sobre los próximos cien años y los ajustes que, inevitablemente, han de efectuarse. En ese momento solicitaremos su consejo y ayuda constructivos.
Con todos nuestros respetos,
Los Susurros de Arrabus.
El Conáctico ya había estudiado antes los dos mensajes, y su contenido le era familiar. El tercer mensaje, que había llegado después de los dos primeros, constituía una novedad para él.
Al Conáctico de Lusz:
Desde la Centralidad de Alastor en Uncibal (Arrabus). Es mi deber advertirle sobre una situación extraña y perturbadora. Un tal Jantiff Ravensroke se ha personado en la Centralidad con una información que considera de la más absoluta urgencia. El Cursar Bonamico se encuentra misteriosamente ausente y sólo se me ocurre solicitarle que envíe cuanto antes a un oficial de investigación para averiguar la verdad de lo que puede ser un asunto grave.
Clode Morre, funcionario
Centralidad de Alastor,
Uncibal
Mientras el Conáctico reflexionaba sobre este tercer mensaje, un cuarto cayó en la bandeja.
Al Conáctico de Lusz:
Ante mi gran disgusto y consternación, los acontecimientos se están precipitando en todas direcciones. En concreto, temo por el pobre Jantiff Ravensroke, que se halla en un terrible peligro; a menos que alguien lo impida, derramarán su sangre o algo peor. Se le acusa de un crimen detestable, pero casi con toda seguridad es tan inocente como un niño. El funcionario Morre ha sido asesinado y el Cursar Bonamico no puede ser localizado. Por tanto, he ordenado a Jantiff que vaya al sur, a las Tierras Misteriosas, pese a los rigores del viaje.
Le envío esta misiva conmocionada, con la esperanza de que la ayuda ya esté en camino.
Aleida Gluster, funcionaria
Centralidad de Alastor,
Uncibal
El Conáctico permaneció inmóvil, examinando la tarjeta con el ceño fruncido. Al cabo de un momento dio media vuelta y descendió por una escalera de caracol al nivel inferior. Una puerta se deslizó a un lado. Entró en un vehículo, bajó al Anillo de los Mundos y por uno de los pasillos radiales reservados para su uso exclusivo fue a la Cámara 1716.
Un cartel en el vestíbulo proporcionaba algunos datos básicos concernientes a Wyst. El único planeta de la estrella Dwan era pequeño, frío, denso y estaba habitado por unos tres billones de personas. Prosiguió hacia la cámara principal. En el centro flotaba un globo de dos metros de diámetro, una reproducción en miniatura de Wyst, aunque los relieves fisiográficos habían sido ampliados diez veces en interés de la claridad. El Conáctico tocó la superficie y el globo giró bajo su mano. Aparecieron los continentes opuestos Trembal y Tremora; el Conáctico detuvo la rotación. Los continentes abarcaban en conjunto una longitud de seis mil kilómetros alrededor del flanco de Wyst, desde el Golfo del Norte hasta la Montaña de los Lamentos al sur, y adoptaban la forma de un reloj de arena abombado. En el ecuador, la sección más estrecha del reloj de arena, los continentes eran divididos por el Mar de Salaman, una hendidura invadida por el agua que medía ciento cincuenta kilómetros de ancho. La faja de litoral comprendida entre el mar y los acantilados que la flanqueaban al norte y al sur, de apenas treinta kilómetros de anchura, encerraban el país de Arrabus. Al sur había las ciudades de Uncibal y Serce, al norte las de Propunce y Waunisse; cada par formaba un conjunto indistinguible. De hecho, Arrabus era una sola área metropolitana. Más allá del norte y del sur se extendían las llamadas Tierras Misteriosas, en un tiempo territorios civilizados y ahora dos yermos ocultos por bosques sombríos.
El Conáctico hizo girar al globo media revolución e inspeccionó brevemente Zumer y Pombal, dos islas–continentes opuestas, una a cada lado del ecuador, cada una un territorio inhóspito de peñascos montañosos y pantanos medio helados, que albergaban una población escasa.
El Conáctico se apartó del globo y estudió una hilera de efigies. Las más cercanas eran de un par de arrabinos, vestidos de forma similar con camisas vistosamente labradas, pantalones cortos y sandalias de fibra sintética. Llevaban el cabello peinado con cardados y flequillos extravagantes, siguiendo evidentemente el capricho personal Su expresión era alegre aunque algo distraída, como la de los niños cuando son testigos de una buena travesura. Su tez era de un tono pálido, y su tipo étnico daba la impresión de ser una mezcla. Al lado había habitantes de Pombal y Zumer, hombres y mujeres de características diferentes, altos, de grandes huesos, largas narices corvas, mandíbulas y barbillas huesudas. Vestían ropas abolsadas tachonadas de adornos de cobre, botas y sombreros sin ala, de piel arrugada. En la pared de detrás una foto mostraba a un zur cabalgando sobre su temible shunko[46], ambos enjaezados para el deporte conocido como shunkería. Una mujer madura, cuyo vestido a rayas verticales de color amarillo, naranja y negro estaba rematado por una capucha, se acuclillaba algo apartada de las demás imágenes; sus uñas brillaban con un tono dorado. La placa identificadora rezaba «Bruja de las Tierras Misteriosas».
El Conáctico se dirigió al registro informativo y examinó una sinopsis de la historia arrabina[47], que sólo conocía en líneas generales. Mientras leía, asentía con la cabeza lentamente, como si estuviera confirmando una opinión particular. Se apartó del registro y se dedicó a examinar tres grandes fotografías que colgaban de la pared. La primera, una vista aérea de Uncibal, podría haber pasado por un ejercicio geométrico en el que hileras de bloques multicoloreados se alejaban hasta perderse en un punto del horizonte. La segunda plasmaba el interior del estadio del distrito 32. Los espectadores se apretujaban en el espacio disponible. Un par de shunkos se enfrentaban en el campo. La tercera fotografía mostraba una panorámica de una de las grandes vías deslizantes arrabinas, una cinta rodante, de unos treinta metros de anchura, abarrotada de gente, que se alejaba hasta perderse de vista.
El Conáctico miró las fotografías con cierto temor reverente. La idea de enormes concentraciones de seres humanos sólo le era familiar como abstracción; esta abstracción adquiría realidad en las fotografías.
Echó una ojeada a un archivo de informes emitidos por los cursars[48]; uno de ellos, que databa de diez años antes, decía:
Arrabus es el corazón de Wyst. Pese a los rumores que abonan lo contrario, Arrabus funciona, Arrabus es real; de hecho, Arrabus es una experiencia sorprendente. Quien lo dude puede venir y comprobarlo por sí mismo. Los inmigrantes ya no se consideran aportaciones positivas a una sociedad superpoblada que goza de grandes oportunidades; sin embargo, quien posea la suficiente insensibilidad puede participar temporal o permanentemente en un experimento social fantástico, en el que la comida y la vivienda, al igual que el aire, se consideran derechos naturales de todos los hombres.
El recién llegado se encontrará repentinamente aliviado de toda ansiedad. Trabajará dos breves períodos de trabajo abrumador cada semana, más otras dos horas de manutención en el bloque donde resida. Se sentirá atrapado de inmediato por una sociedad dedicada a la realización de los propios deseos, el placer y la frivolidad. Bailará, cantará, chismorreará, entablará incontables relaciones amorosas, recorrerá interminablemente los ríos humanos sin ningún destino concreto y dilapidará el tiempo en esa obsesiva ocupación de los arrabinos, observar a la gente. Su desayuno, comida y cena se compondrán de sano grufo y nutritivo dedlo, junto con un plato de tambaleo, «para llenar las grietas», como dice la expresión popular. Si es inteligente aprenderá a tolerar e incluso a disfrutar la dieta, puesto que no hay nada más para comer.
El bonter, o comida natural, es casi desconocido en Arrabus. Los problemas que se derivan de cultivar, distribuir y preparar bonter para tres billones de personas superan con mucho la capacidad de los que han eliminado de sus vidas por completo el trabajo. De vez en cuando, el bonter es objeto de melancólicas especulaciones, pero nadie parece seriamente preocupado por su falta. Un cierto oprobio recae sobre la persona que se preocupa demasiado por la comida. El visitante ocasional se abstendrá de protestar, a menos que desee ser considerado un gútrico. Lo mismo se puede decir de la cocina refinada de Arrabus: no existe. Una nota final: ninguna empresa pública produce bebidas alcohólicas. Disselberg, que no bebía vino, cerveza o licores, las calificó de «desechos sociales». Pese a ello, cada día en cada nivel de cada bloque alguien elaborará una o dos jarras de bazofia, a partir de las sobras de grufo.
Y otro:
Todo visitante de Wyst espera sorpresas y sobresaltos, pero ninguno está preparado para el brusco trastorno que le inflige la realidad. Observa los interminables bloques de casas que se alejan en estricta conformidad con las leyes de la perspectiva hasta que por fin desaparecen; se para en un paso elevado para contemplar el flujo de un río humano de treinta metros, y su impresionante desfile de caras blancas; visita Disjerferact, en las tierras bajas de Uncibal, un parque de atracciones entre las que se cuenta una casa de la muerte, donde la gente que así lo desea pronuncia elocuentes discursos y después se suicida entre los aplausos de los paseantes ocasionales; contempla un desfile de shunkos que se bambolean ominosamente en dirección al estadio. Se pregunta si todo lo que ve es real, o siquiera posible. Parpadea; todo sigue como antes. ¡Pero su incredulidad todavía persiste!
Tal vez se traslade a los confines de Arrabus y vague por los bosques brumosos que se extienden al norte y al sur, las llamadas Tierras Misteriosas. En cuanto deja atrás los acantilados, se encuentra en otro mundo, que en apariencia sólo existe para confirmar a los arrabinos que su territorio es realmente afortunado. Cuesta imaginar que hace mil años esos yermos eran los dominios de duques y príncipes. Los árboles ocultan cada huella del antiguo esplendor. Wyst es un planeta pequeño, de sólo siete mil quinientos kilómetros de diámetro; un viaje relativamente corto permite acceder a todos los puntos del horizonte. Si el viajero se dirige al sur, al otro lado de las Tierras Misteriosas, llega por fin a la orilla del Océano de los Lamentos, y descubre una tierra con características propias. Sólo por ver la luz opalina de Dwan reflejándose sobre las olas de un color gris plomizo vale la pena efectuar la travesía.
Con todo, el visitante ocasional de Wyst no suele salir de las ciudades de Arrabus, donde en seguida experimenta una asfixia casi abrumadora, una claustrofobia psíquica. La persona sensible no tarda en percibir una presencia más oscura y profunda, y mira a su alrededor fascinada con un estremecimiento en las vísceras, como un hombre primitivo que observa la boca de una caverna, convencido de que una bestia terrorífica aguarda en el interior.
El estilo algo ferviente del informe hizo sonreír al Conáctico. Buscó el nombre del autor: Bonamico, el actual cursar, un hombre más bien emocional. De todos modos…, ¿quién podía decir lo contrario? El Conáctico nunca había visitado Wyst; tal vez debería compartir las experiencias de Bonamico. Leyó una nota final, también firmada por éste:
Zumer y Pombal. Los continentes pequeños, son montañosos y medio helados; sólo merecen una mención porque son la cuna de los enfadadizos shunkos y del no menos irascible pueblo que los entrena.
El tiempo se agotaba; faltaban pocos minutos para la entrevista del Conáctico con los Susurros. Echó un último vistazo al globo y lo hizo girar. Daría vueltas varios días, hasta que la fricción del aire lo detuviera.
El Conáctico volvió arriba y se dirigió directamente a su vestidor, donde creó la versión de sí mismo que consideraba más adecuada para presentarse ante los habitantes del Cúmulo. Primero, unos cuantos toques de tintura de piel para acentuar los huesos de la mandíbula y las sienes; luego, una película que oscurecía sus ojos y aumentaba su intensidad; y después, un trozo de cartílago falso que alzaba el puente de su nariz y dotaba a su perfil de un aspecto más incisivo. Se puso un austero traje negro, adornado sólo por un botón plateado sobre cada hombro, y finalmente encajó un casco de tela negra sobre su cabello cortado al cero.
Tocó un botón. Al otro lado de la habitación apareció su imagen holográfica, un hombre enjuto y taciturno de edad indefinida, cuyo aspecto sugería fuerza y autoridad. Examinó su imagen sin aprobación ni disgusto; estaba, por decirlo así, vestido para trabajar, con el uniforme de su oficio.
La voz serena de Esclavade surgió de un punto invisible.
—Los Susurros han llegado a la Sala Negra.
—Gracias.
El Conáctico entró en una cámara adyacente, una réplica de la Sala Negra, incluidas las imágenes de los propios Susurros, tres hombres y una mujer vestidos al habitual estilo frívolo del Arrabus actual. El Conáctico examinó las imágenes con suma atención. Siempre hacía un reconocimiento previo de todas las delegaciones, a fin de contrapesar, al menos en parte, las cautelosas estratagemas con que los visitantes confiaban en lograr sus propósitos. Inquietud, rigidez, cólera, serenidad, desesperación, indiferencia fatalista: el Conáctico había aprendido a reconocer los signos y a juzgar el estado de ánimo con el que las delegaciones acudían a la entrevista.
En opinión del Conáctico, este grupo parecía particularmente variopinto, pese a la uniformidad de sus ropas. Cada uno presentaba una faceta psicológica diferente, lo que indicaba con frecuencia falta de unión, o tal vez antagonismo mutuo. En el caso de los Susurros, que habían sido seleccionados mediante un proceso casi aleatorio, esta falta de cohesión interna podía carecer de significado, o así al menos lo pensó el Conáctico.
A primera vista, el miembro de mayor edad del grupo, un hombre no muy alto de cabello gris, parecía el menos válido de los cuatro. Estaba sentado en una posición incómoda, con el cuello torcido, la cabeza ladeada, las piernas extendidas, los codos doblados en ángulos extraños; un hombre nervudo y demacrado, de larga nariz zorruna. Hablaba con voz desasosegada y malhumorada.
—… las alturas me ponen nervioso. Incluso aquí, entre cuatro paredes, sé que el suelo firme se encuentra a mucha distancia. Deberíamos haber solicitado la conferencia a una altitud menor.
—Abajo no hay suelo firme, sino agua —gruñó otro Susurro.
Era un hombre corpulento de expresión arisca. Su cabello colgaba en lacios mechones negros, sin hacer concesiones a la moda de Arrabus. Parecía el más enérgico y resuelto del grupo.
—Si el Conáctico se siente a salvo entre estas paredes, no temas —dijo el tercer hombre—. Tu pellejo mucho menos valioso se encuentra seguro.
—¡No temo a nada! —exclamó el viejo—. ¿Acaso no subí al Pedestal? ¿No volé en el Disco Marino y en la nave espacial?
—Cierto, cierto —dijo el tercero—. Eres famoso por tu valor.
Era un hombre más joven que los otros dos y notablemente atractivo, de fina nariz recta y expresión alegre y sonriente. Estaba sentado junto al cuarto Susurro, una mujer de cara redonda, tez pálida y algo áspera y agresiva mandíbula cuadrada.
Esclavade entró en la sala.
—El Conáctico les prestará su atención dentro de poco. Sugiere que, en el ínterin, tomen algún aperitivo. —Hizo un gesto en dirección a la pared del fondo; una mesa apareció en la sala—. Sírvanse, por favor; observarán que hemos tenido en cuenta sus preferencias.
Sólo el Conáctico percibió la crispación en la comisura de la boca de Esclavade.
Esclavade salió de la sala. El Susurro de mayor edad se puso en pie de un salto.
—Veamos qué hay aquí. —Se movió hacia la mesa—. ¿Eh? ¿Eh? ¿Qué es esto? ¡Grufo y dedlo! ¿Es que el Conáctico no puede permitirse una pizca de bonter para nuestras pobres y depauperadas bocas?
—Seguramente piensa que es simple cortesía servir alimentos familiares a sus invitados —dijo la mujer con voz monótona.
El hombre atractivo lanzó una carcajada sardónica.
—El Conáctico no es proclive al concepto igualitarista. Por definición es la élite de la élite. Tal vez nos haya enviado un mensaje de esta forma.
El hombre corpulento fue a la mesa y cogió un pastel de grufo.
—Lo como en casa; lo comeré aquí y no le daré mayor importancia al asunto.
El viejo se sirvió una copa del viscoso líquido blanco; lo probó, e hizo una mueca irónica.
—No es tan bueno como todo eso.
El Conáctico, sonriente, se sentó en una pesada butaca de madera. Tocó un botón y su imagen apareció en la Sala Negra. Los Susurros se sobresaltaron. Los dos hombres que se encontraban frente a la mesa dejaron lentamente su comida; el hombre atractivo empezó a levantarse, cambió de opinión y continuó sentado.
Esclavade entró en la Sala Negra y se dirigió a la imagen.
—Señor, éstos son los Susurros de la nación arrabina de Wyst. Lady Fausgard, de Waunisse. —Después, señaló al hombre corpulento—. El caballero Orgold, de Uncibal. —Al hombre atractivo—. El caballero Lemiste, de Serce. —Y al anciano—. El caballero Delfín, de Propunce.
—Les doy la bienvenida a Lusz —dijo el Conáctico—. Se habrán dado cuenta de que aparezco ante ustedes en proyección; es mi precaución invariable, a fin de soslayar muchas incertidumbres.
—Como monomarca —dijo Fausgard con cierta aspereza—, y la élite de la élite, supongo que vive en el constante temor de ser asesinado.
—Es un riesgo muy real. Veo a cientos de personas de toda condición. Algunas, inevitablemente, resultan ser dementes que me consideran un tirano cruel y sensual. Empleo toda una serie de técnicas para evitar ataques criminales, aunque bien intencionados.
Fausgard agitó la cabeza con energía. El Conáctico pensó: «He aquí una mujer de firmes convicciones».
—De todas formas —dijo Fausgard—, como señor absoluto de varios trillones de seres, debe reconocer que ocupa una posición monstruosamente privilegiada.
El Conáctico pensó: «También es de carácter pendenciero».
—¡Por supuesto! —respondió en voz alta—. Siempre soy consciente del hecho, equilibrado o neutralizado por su total irrelevancia.
—Creo que no le entiendo.
—La idea es compleja, aunque simple. Yo soy yo y, por motivos que escapan a mi control, soy el Conáctico. Si fuera otra persona, no sería Conáctico; esto es indiscutible. El corolario también es obvio: habría un Conáctico que no sería yo. Él, como yo, reflexionaría sobre la singularidad de su condición. Por tanto, como ve, como Conáctico no descubro más privilegios maravillosos en mi vida que usted en su condición de Fausgard la Susurro.
Fausgard rió, desconcertada. Fue a replicar, pero el suave Lemiste se le adelantó.
—Señor, no hemos venido para analizar su persona, su cargo o las casualidades del destino. De hecho, como igualitaristas pragmáticos, negamos la existencia del Destino como ente sobrenatural o inefable. Nuestra misión es más específica.
—Me complacerá mucho escucharla.
—Arrabus lleva existiendo cien años como nación igualitarista. Somos únicos en el Cúmulo, quizá en todo el universo gaénico. Dentro de poco, en nuestro Festival del Centenario, celebraremos un siglo de realizaciones.
El Conáctico, algo asombrado, reflexionó: «¡Emplean un tono diferente del que esperaba! Una vez más se demuestra que nunca hay que dar nada por garantizado».
—Estoy enterado del Centenario, por supuesto —dijo—, y espero recibir cuanto antes su amable invitación.
Lemiste prosiguió hablando con mayor rapidez y voz algo entrecortada.
—Como sabe, hemos construido una sociedad ilustrada, dedicada al pleno igualitarismo y a la realización individual. Estamos ansiosos de hacer públicos nuestros logros, por descontado, tanto por la gloria como por el beneficio material; ése es el motivo de nuestra invitación. Pero permítame que le explique. Por lo general, la presencia del Conáctico en una celebración igualitarista podría ser considerada anómala, incluso una declaración de principios. No obstante, esperamos que, en el caso de que se digne asistir, se mantenga apartado de su papel elitista y se convierta durante unos días en uno de nosotros, residiendo en nuestros hogares, subiendo a las vías humanas, asistiendo a los espectáculos públicos. De esta manera, se hará una idea de nuestras instituciones en persona.
—Una propuesta interesante —dijo el Conáctico tras un momento de pensativo silencio—. Debo concederle una seria atención. ¿Han tomado el aperitivo? Podría haberles ofrecido alimentos más elaborados, pero desistí a causa de sus principios.
Delfín, a quien le había costado mucho refrenar su lengua, estalló por fin.
—¡Nuestros principios son muy reales! Por eso estamos aquí, para fomentarlos y al mismo tiempo protegerlos de su propio éxito. En todas partes del Cúmulo viven millones de chacales y entremetidos; consideran Arrabus un albergue de caridad, hacia el que acuden en tropel para cebarse en las cosas buenas que hemos ganado mediante el trabajo y el sacrificio. Se hace en nombre de la inmigración, que queremos detener, pero siempre nos lo impide la Ley del Libre Desplazamiento. Traemos, pues, ciertas exigencias que consideramos…
—El término más adecuado es «peticiones» —le interrumpió al instante Fausgard.
Delfín agitó su mano en el aire.
—Exigencias, peticiones, todo conduce al mismo fin. Queremos, en primer lugar, frenar la inmigración. En segundo, fondos del Cúmulo para alimentar a las hordas que ya nos han invadido. En tercer lugar, nueva maquinaria para reemplazar el material estropeado por nutrir a esa plaga.
Delfín, en apariencia, no era muy popular entre sus camaradas Susurros: cada uno intentó mostrar su desacuerdo con los modales más bien vulgares de Delfín.
—Ya está bien, Delfín —habló Fausgard en un tono humorístico aunque algo irritado—, no es necesario aburrir al Conáctico con una perorata.
Delfín le dedicó una sonrisa torcida.
—Conque perorata, ¿eh? Cuando se habla de lobos, no se describen ratones. El Conáctico aprecia que se hable con claridad, de manera que no sirve de nada estar sentados sonriendo estúpidamente con los dedos metidos en el culo. Sí, sí, como quieras, contendré mi lengua. —Desvió la vista hacia el Conáctico—. Se lo advierto, esa mujer empleará una hora para repetirle lo que yo le he dicho en veinte segundos.
—Señor, el Susurro Lemiste le ha hablado de nuestro Centenario —dijo Fausgard sin hacer caso del comentario—. Éste es el principal propósito de nuestra visita. Sin embargo, existen otros problemas, a los que ha aludido el Susurro Delfín, que tal vez deberíamos discutir en este momento.
—Desde luego —dijo el Conáctico—. Mi deber consiste en mitigar las dificultades, siempre que sea justo, factible y aprobado por la Ley Básica Alastride.
—Nuestros problemas pueden explicarse en muy pocas palabras —dijo Fausgard con vehemencia.
Delfín no pudo contenerse.
—Una sola palabra es suficiente: ¡inmigrantes! ¡Mil por semana! Simios y lagartos, estetas frívolos, lánguidos holgazanes sin otro pensamiento que chicas y bonter. ¡No se nos permite ponerles freno! ¿Acaso no es absurdo?
—El Susurro Delfín se expresa con exuberancia —dijo Lemiste con suavidad—. Muchos de los inmigrantes son idealistas válidos, pero muchos otros apenas son mejores que los parásitos.
Delfín no se arredró.
—¡Hay que detener el flujo, aunque todos sean unos santos! No se lo va a creer, pero un inmigrante me expulsó de mi propio apartamento.
—Tal vez eso explique el fervor de Delfín —ironizó Fausgard.
—Parecemos una reunión de gallinas cluecas —intervino por primera vez Orgold, evidentemente disgustado.
—Mil por semana en una población de tres billones de personas no es un porcentaje muy alto —reflexionó en voz alta el Conáctico.
Orgold replicó con el estilo de un hombre de negocios, dando al Conáctico una impresión más favorable que las groserías y el aspecto desaliñado de Delfín.
—Nuestros recursos se están agotando. En este momento necesitamos dieciocho fábricas nuevas de esturgo…
—Esturgo es pasta alimenticia en bruto —aclaró Lemiste.
—… una nueva red de desagües, depósitos y alimentadores, mil bloques de casas nuevos. El trabajo que supone es tremendo. A los arrabinos no les gusta dedicar todas las horas de su vida al trabajo. Hay que tomar medidas. La primera, y quizá la menos importante, aunque sólo sea para tranquilizar a Delfín, es detener el flujo de inmigrantes.
—Difícil —dijo el Conáctico—. La Ley Básica garantiza la libertad de desplazamiento.
—¡Todo el Cúmulo envidia el igualitarismo! —gritó Delfín—. Puesto que Alastor no puede venir a Arrabus, el igualitarismo debe esparcirse por todo el Cúmulo. ¡Ésta ha de ser su tarea inmediata!
El Conáctico esbozó una sonrisa sombría.
—Debo estudiar sus ideas con detenimiento. En este momento, la lógica se me escapa.
Delfín murmuró para sí, se giró de costado, malhumorado, y masculló por encima del hombro.
—La lógica es lo que impele a los inmigrantes. Sus multitudes marchan sobre Arrabus.
—¿Mil por semana? Diez mil arrabinos se suicidan en el mismo período de tiempo.
—¡No ha sido demostrado!
El Conáctico se encogió de hombros con indiferencia y examinó al grupo desapasionadamente. Es extraño, reflexionó, que si bien Orgold, Lemiste y Fausgard no se hallan nada interesados en los criterios de Delfín, le permitan actuar de portavoz, presentando exigencias absurdas y rebajando la dignidad de todos ellos. La percepción de Lemiste era quizá la más aguda. Éste ensayó una sonrisa de disculpa.
—Es necesario que los Susurros seamos resueltos, y no siempre estamos de acuerdo en la mejor manera de resolver nuestros problemas.
—Ni de identificarlos, por cierto —dijo Fausgard.
Lemiste no le hizo caso.
—En esencia, nuestra maquinaria es obsoleta. Necesitamos nuevos aparatos para producir más alimentos con mayor eficiencia.
—¿Están solicitando una subvención monetaria?
—Sería de ayuda, siempre que fuera continuada.
—¿Por qué no recuperan las tierras del norte y del sur? En otro tiempo estuvieron habitadas.
Lemiste sacudió la cabeza, vacilante.
—Los arrabinos son gente urbana, no sabemos nada de agricultura.
El Conáctico se puso en pie.
—Enviaré investigadores expertos a Arrabus. Analizarán su situación y harán las recomendaciones que crean pertinentes.
—No queremos investigadores ni comisiones de estudio —estalló Fausgard, sin poder contener sus nervios—. Nos dirán: hagan esto, hagan lo otro… ¡Absolutamente antiigualitarista! No queremos más competitividad ni avaricia. ¡No podemos tirar por la borda nuestros logros!
—Tengan la seguridad de que estudiaré el asunto personalmente —dijo el Conáctico.
Orgold abandonó su aire de indiferencia impasible.
—¿Quiere decir que vendrá a Wyst?
—¡Recuerde que está invitado a participar en el Centenario! —exclamó con jovialidad Lemiste.
—Consideraré la invitación con gran detenimiento. Veo que han mostrado escaso interés por la colación que les he ofrecido; tal vez prefieran una cocina más audaz, y deseo que sean mis invitados. Existen cientos de excelentes restaurantes en los paseos inferiores; cenen donde les apetezca e indiquen al encargado que cargue todos los gastos en la cuenta del Conáctico.
—Gracias —dijo Fausgard, algo rígida—. Es muy amable de su parte.
El Conáctico se volvió para marcharse, pero se detuvo como inspirado por un súbito pensamiento.
—A propósito, ¿quién es Jantiff Ravensroke?
Los Susurros, petrificados, le miraron con expresión de duda y extrañeza.
—¿Jantiff Ravensroke? —dijo Lemiste por fin—. El nombre no me suena.
—¡No! —gritó Delfín, ronca y agresivamente.
Fausgard movió en silencio la cabeza, y Orgold se limitó a mirar con semblante impasible un punto situado sobre la cabeza del Conáctico.
—¿Quién es este «Jantiff»? —preguntó Lemiste.
—Una persona que me ha escrito; no tiene importancia. Si visito Arrabus me tomaré la molestia de intentar localizarle. Buenas noches a todos.
Su imagen se mezcló con las sombras que ocultaban un lado de la habitación y se desvaneció.
El Conáctico se quitó el casco en el vestidor.
—¿Esclavade?
—¿Señor?
—¿Qué opinas de los Susurros?
—Un grupo extraño. Noto un temblor en la voz de Fausgard y Lemiste. La seguridad de Orgold es impermeable a la tensión. Delfín es incapaz de refrenarse. Es posible que el nombre «Jantiff Ravensroke» no les sea desconocido.
—Aquí hay un misterio —dijo el Conáctico—. Está claro que no han hecho el largo viaje desde Wyst sólo para presentar una serie de propuestas imposibles, absolutamente reñidas con sus propósitos declarados.
—Estoy de acuerdo. Algo ha alterado su punto de vista.
—Me pregunto si estará relacionado con Jantiff Ravensroke.