20

Glay llegó a la isla Rabendary con la ropa sucia y desgarrada y el brazo en cabestrillo.

—He de vivir en algún sitio —dijo con tristeza—. Mejor que sea aquí.

—Es un lugar tan bueno como cualquier otro —dijo Glinnes—. Supongo que no te habrás tomado la molestia de traer dinero.

—¿Dinero? ¿Qué dinero?

—Los doce mil ozols.

—No.

—Qué pena. Casagave se hace llamar ahora lord Ambal. Glay se mostró indiferente. No le quedaban fuerzas para experimentar sentimientos; su mundo actual era plano y gris.

—Supón que sea lord Ambal. ¿Le da derecho eso a la isla?

—Da la impresión de que él lo cree así.

Sonó el gong del teléfono. La pantalla mostró el rostro de Akadie.

—¡Ah, Glinnes! Me alegro de haberte encontrado en casa. Necesito tu ayuda. ¿Puedes acudir cuanto antes al Diente de Rorquin?

—Desde luego, siempre que me abone los honorarios de costumbre.

—No tengo tiempo para bromas —replicó Akadie con un gesto petulante—. ¿Puedes venir enseguida?

—Muy bien. ¿Cuál es el problema?

—Te lo explicaré cuando llegues.

Akadie recibió a Glinnes en la puerta y le condujo al estudio casi trotando.

—Deseo presentarte a dos oficiales de la prefectura, lo bastante mal informados como para sospechar de mi pobre y cansada persona como autora de fechorías. A mi derecha se halla nuestro estimado jefe de policía Benko Filidice; a mi izquierda está el inspector Lucian Daul, detective, carcelero y encargado del prutanshyr. Éste, caballeros, es mi amigo y vecino Glinnes Hulden, a quien tal vez conocen mejor como temible delantero derecho de los Tanchinaros.

Los tres hombres intercambiaron saludos; tanto Filidice como Daul hablaron en términos elogiosos del juego desplegado por Glinnes en el campo de hussade. Filidice, un hombrón de torso corpulento, facciones pálidas y melancólicas y fríos ojos azules, llevaba un traje de gabardina color de ante, adornado con cintas negras. Daul era delgado y enjuto, de brazos largos y delgados, manos grandes y dedos largos. Su rostro, rematado por una mata de cabello negrísimo, era tan pálido como el de su superior, huesudo y de rasgos exageradamente acentuados. Se comportaba con extrema educación y delicadeza, como si no soportara la idea de cometer la menor ofensa.

Akadie se dirigió a Glinnes con su tono más pedante.

—Estos dos caballeros, ambos servidores públicos competentes y desapasionados, dicen que me he confabulado con el astromentero Sagmondo Bandolio. Me han explicado que el dinero del rescate que me entregaron continúa en mi poder. He llegado a dudar de mi propia inocencia. ¿Puedes tranquilizarme al respecto?

—En mi opinión —dijo Glinnes—, usted haría cualquier cosa por ganar un ozol excepto ponerse en peligro.

—No me refería exactamente a eso. ¿Acaso no enviaste un mensajero a mi casa? ¿No llegaste y me encontraste reunido con un tal Ryl Shermatz, estando mi teléfono desconectado?

—Absolutamente cierto —afirmó Glinnes.

—Le aseguro, Janno Akadie —dijo el jefe de policía Filidice con voz suave—, que hemos venido a verle porque no se nos ocurría otro lugar adónde ir. El dinero le fue entregado a usted, y después desapareció. Bandolio no llegó a recibirlo. Hemos sondeado su mente, y no nos ha engañado; de hecho, se ha mostrado de lo más franco y cordial.

—¿Cuál fue el trato, según Bandolio? —preguntó Glinnes.

—La situación es muy curiosa. Bandolio trabajaba con una persona fanáticamente cautelosa, una persona que, y permítame que le cite a usted, «haría cualquier cosa por ganar un ozol excepto ponerse en peligro». Esta persona inició el proyecto. Envió un mensaje a Bandolio mediante canales conocidos sólo por los astromenteros; de aquí se deduce que esta persona, llamémosla X, era o bien un astromentero o tenía un cómplice de ese calibre.

—Es cosa sabida que no soy un astromentero —declaró Akadie.

Filidice asintió vigorosamente.

—De todas maneras, y es sólo una hipótesis, usted tiene muchos conocidos, uno de los cuales podría ser un astromentero o un exastromentero.

—Supongo que es posible.

Akadie parecía algo desconcertado.

—Tras recibir el mensaje —prosiguió Filidice—, Bandolio tomó las medidas necesarias para encontrarse con X. Fueron medidas complicadas; ambos hombres eran precavidos. Se citaron en un lugar cercano a Welgen, en la oscuridad, X se cubría el rostro con una máscara de hussade. Su plan era muy sencillo. Procuraría que la gente más rica de la prefectura ocupara una sola sección en el partido de hussade: se aseguraría enviando entradas gratuitas. X recibiría dos millones de ozols. Bandolio se quedaría con el resto…

»El plan parecía ingenioso. Bandolio se mostró de acuerdo y los acontecimientos se desarrollaron como ya sabemos. Bandolio envió a un lugarteniente de confianza, un tal Lempel, para recibir el dinero del encargado de recogerlo… o sea, usted.

Akadie enarcó las cejas en señal de duda.

—¿El mensajero era Lempel?

—No. Lempel llegó al espaciopuerto de Port Maheul una semana después del ataque. Nunca llegó a marcharse; en realidad, fue envenenado, presumiblemente por X. Murió mientras dormía en la Posada de los Viajeros de Welgen el día antes de que llegaran las noticias referentes a la captura de Bandolio.

—¿El día antes de que yo entregara el dinero?

El jefe de policía Filidice se limitó a sonreír.

—Le aseguro que el dinero del rescate no estaba entre sus efectos personales. Le acabo de presentar los hechos. Usted tenía el dinero. Lempel no. ¿Dónde fue a parar?

—Tal vez quedó de acuerdo con el mensajero antes de que le envenenaran. El mensajero debe de tener el dinero.

—¿Y quién es este misterioso mensajero? Algunos lores los consideran una pura invención.

—Voy a hacer ante usted una declaración formal —dijo Akadie con voz clara—. Entregué el dinero a un mensajero de acuerdo con las instrucciones. Un tal Ryl Shermatz estaba presente en aquel momento, y fue testigo de la transferencia.

—¿Vio cómo el dinero cambiaba de manos? —habló Daul por primera vez.

—Es muy probable que viera cómo le entregaba al mensajero un maletín negro.

Daul agitó uno de sus largos dedos.

—Un hombre suspicaz se preguntaría si el maletín contenía el dinero.

—Un hombre sensato —replicó Akadie con frialdad— se daría cuenta de que no me atrevería a robarle ni un ozol a Sagmondo Bandolio, ni mucho menos treinta millones.

—Pero en ese momento ya habíamos capturado a Bandolio.

—Yo no sabía nada. Puede verificarlo interrogando a Ryl Shermatz.

—Ah, el misterioso Ryl Shermatz. ¿Quién es?

—Un periodista itinerante.

—¡Vaya! ¿Y dónde está ahora?

—Le vi hace dos días. Dijo que no tardaría en marcharse de Trullion. Tal vez se haya ido ya…, pero no sé adónde.

—Sin embargo, es el único testigo que corrobora sus declaraciones.

—De ninguna manera. El mensajero se equivocó de ruta y preguntó la dirección a Glinnes Hulden. ¿Cierto?

—Cierto —dijo Glinnes.

—Por desgracia, la descripción que hace Janno Akadie de este «mensajero» es demasiado vaga para servirnos de ayuda.

Daul dio a la palabra «mensajero» un énfasis especial.

—¿Qué quiere que le diga? —protestó Akadie—. Era un joven de estatura media y apariencia vulgar. Carecía de rasgos distintivos.

Filidice se volvió hacia Glinnes.

—¿Está de acuerdo con eso?

—Absolutamente.

—¿Se identificó cuando habló con usted?

Glinnes intentó recordar lo sucedido semanas atrás.

—Según creo recordar, se limitó a preguntarme la dirección de Akadie.

Glinnes se interrumpió de repente. Daul sospechó al instante y movió la cara hacia adelante.

—¿Y nada más?

Glinnes sacudió la cabeza y habló con decisión.

—Nada más.

Daul retrocedió. Se produjo un momento de silencio.

—Es una pena que ninguna de estas personas a las que menciona esté a mano para confirmar sus afirmaciones —insistió Filidice.

Akadie no pudo reprimir por más tiempo su indignación.

—¡No veo la necesidad de tal corroboración! ¡Me niego a aceptar que debo hacer algo más que referir los hechos!

—En circunstancias normales, sí —dijo Filidice—. Habiendo desaparecido treinta millones de ozols, no.

—Ahora sabe tanto como yo —declaró Akadie—. Le deseo que lleve a cabo una investigación fructífera.

El jefe de policía Filidice emitió un gruñido de desconsuelo.

—Nos estamos agarrando a un clavo ardiendo. El dinero existe… en alguna parte.

—Aquí no, se lo aseguro —dijo Akadie.

Glinnes ya no pudo contenerse más y fue hacia la puerta.

—Que ustedes lo pasen bien. Debo cuidarme de mis obligaciones.

Los policías le despidieron educadamente. Akadie le dedicó una mirada irritada.

Glinnes casi corrió hacia su barca. Se dirigió por el estrecho de Vernice hacia el este, pero en lugar de desviarse hacia el sur giró al norte por el canal de Sarpent, hasta desembocar en el ancho de Junctuary, donde se juntaban las aguas del río Scurge con las del río Saur. Glinnes remontó el Scurge. Fue siguiendo los meandros, maldiciéndose cada cien metros por su propia estupidez. En la confluencia del Scurge con el Karbashe se hallaba Erch, una aldea adormilada casi oculta a la sombra de enormes candelas, donde hacía tiempo los Tanchinaros habían derrotado a los Elementos.

Glinnes amarró la barca al muelle y habló con un hombre que estaba sentado en el exterior de la destartalada licorería.

—¿Dónde puedo encontrar a un tal Jarcony, o tal vez Jarcom?

—¿Jarcony? ¿A quién busca, al padre, al hijo o al criador de cavutos?

—Quiero ver al joven que trabaja con uniforme azul.

—Debe de ser Remo. Trabaja de camarero en el trasbordador de Port Maheul. Le encontrará en casa. Está allí, subiendo por el sendero, bajo aquellos arbustos.

Glinnes recorrió el camino hasta llegar a un gran arbusto que casi sumergía una cabaña de palos y frondas. Tiró de un cordel que hacía sonar el badajo de una campanita. Un rostro soñoliento se asomó a la ventana.

—¿Quién es y qué quiere?

—Veo que estaba descansando después de trabajar. ¿Se acuerda de mí?

—Vaya, claro que sí. Es Glinnes Hulden. ¡Bien, bien, mira por dónde! Espere un momento.

Jarcony se ciñó un paray y abrió la puerta chirriante. Señaló un emparrado practicado en el arbusto.

—Siéntese, por favor. ¿Le apetece un poco de vino fresco?

—Buena idea.

Remo Jarcony sacó una vasija de barro y dos jarras.

—Me pregunto qué le habrá impulsado a visitarme.

—Un asunto bastante curioso. Como recordará, nos conocimos cuando usted iba buscando la mansión de Janno Akadie.

—En efecto. Un caballero de Port Maheul me contrató para que llevara un recado. ¿Ha surgido alguna dificultad?

—Creo que iba a entregar un paquete, o algo por el estilo.

—En efecto. ¿Quiere tomar otra copa de vino?

—Con mucho gusto. ¿Entregó el paquete?

—Seguí las instrucciones al pie de la letra. El caballero debió de quedar satisfecho, porque no le he visto desde entonces.

—¿Puedo preguntarle los detalles de esas instrucciones?

—Por supuesto. El caballero solicitó que transportara el paquete a la terminal espacial de Port Maheul y lo guardara en la taquilla 42, cuya llave me entregó. Hice lo que me pidió y me gané veinte ozols…, una miseria.

—¿Recuerda al caballero que le contrató?

Jarcony desvió la vista hacia el follaje.

—No muy bien. Yo diría que un extranjero… Un hombre bajo y fornido, de movimientos ágiles. Creo recordar que es calvo y lleva una hermosa esmeralda en la oreja, que me gustó mucho. Tal vez consiga usted aclararme una duda. ¿Por qué me hace esas preguntas?

—Es muy sencillo. El caballero es un editor de Gethryn; Akadie desea añadir un apéndice a un tratado que dejó en manos de ese caballero.

—Ay, ya comprendo.

—No le haré más preguntas. Le comunicaré a Akadie que su obra ya debe de estar en Gethryn. —Glinnes se levantó—. Gracias por el vino. Ahora he de volver a Saurkash… Por pura curiosidad, ¿qué hizo con la llave de la taquilla?

—Seguí las instrucciones y la dejé en la consigna.

Glinnes se dirigió hacia el oeste a toda velocidad; la estela de su barca levantó burbujas a todo lo ancho del angosto canal de Jade. Se internó en el río Barabas mientras lanzaba una ola blanquecina sobre los jardines que bordeaban la orilla, y dobló hacia el oeste; cuando se aproximó a Port Maheul aminoró la velocidad. Ató la amarra al muelle principal con diestros nudos, y después caminó a buen paso hacia la terminal, un alto edificio de hierro negro y vidrio que los años habían teñido de verde pálido y violeta. En la pista de aterrizaje no se venían ni naves espaciales ni transportes aéreos locales.

Glinnes entró en la estación y escudriñó la penumbra submarina. Algunos viajeros esperaban sentados en los bancos el autobús aéreo correspondiente. Una fila de taquillas ocupaba la pared situada tras el depósito de equipajes. Un empleado estaba sentado ante un mostrador bajo.

Glinnes atravesó la sala e inspeccionó las taquillas. Las disponibles estaban abiertas, y había llaves magnéticas encajadas en las cerraduras. La puerta de la taquilla 42 estaba cerrada. Glinnes echó una rápida mirada al empleado de los equipajes y después forcejeó con la cerradura, pero no pudo abrirla.

La taquilla estaba hecha de sólidas láminas metálicas; las puertas encajaban herméticamente. Glinnes se sentó en un banco próximo.

Se le ocurrieron varias posibilidades. Pocas taquillas estaban ocupadas. Glinnes sólo contó cuatro que tuvieran las puertas cerradas. ¿Era demasiado esperar que la taquilla 42 contuviera todavía el maletín negro? En absoluto, pensó Glinnes. Cabía la posibilidad de que Lempel y el extranjero calvo y robusto que había contratado a Jarcony fueran la misma persona. Lempel había muerto antes de poder reclamar el maletín de la taquilla 42… Al menos, eso parecía.

Y ahora: ¿cómo abrir la taquilla 42?

Glinnes examinó al empleado que velaba por los equipajes, un hombre bajo de cabello bermejo grisáceo ralo, larga y temblorosa nariz y una expresión que denotaba ridícula obstinación. Era inútil esperar de él cooperación directa o indirecta; era la viva imagen de la trapacería.

Glinnes reflexionó durante unos cinco minutos. Después, se levantó y caminó hacia la fila de taquillas. Depositó una moneda en la ranura de la taquilla 30. Cerró la puerta y retiró la llave.

Se acercó al mostrador de equipajes y depositó la llave sobre la superficie. El empleado se acercó.

—¿Sí, señor?

—¿Será tan amable de guardarme la llave? —dijo Glinnes—. No me gusta llevarla encima.

El empleado torció la boca y cogió la llave.

—¿Cuánto tiempo estará ausente, señor? Algunas personas dejan sus llaves un tiempo exagerado.

—Un día como máximo. —Glinnes puso una moneda sobre el mostrador—. Por los problemas que le causo.

—Gracias.

El empleado abrió un cajón y tiró la llave en un compartimento.

Glinnes se alejó y se sentó en un banco desde el que podía observar al empleado.

Pasó una hora. Aterrizó un autobús aéreo procedente de Cabo Flory. Bajaron algunos pasajeros y subieron otros. En el mostrador de equipajes se desplegó una gran actividad; el empleado no cesó de remover sus armarios y estantes. Glinnes le vigiló con suma atención. Confiaba en que después de sus esfuerzos necesitaría descansar o visitar el lavabo; sin embargo, después de que el último cliente se marchara, se sirvió una taza de té frío, que bebió de un sorbo, y después una segunda taza, sobre la que estuvo reflexionando unos minutos. Luego volvió a sus tareas, y Glinnes se resignó a tener paciencia.

Glinnes empezó a sentirse aletargado. Veía a la gente ir y venir y se entretuvo un rato especulando sobre sus ocupaciones y secretos íntimos, pero no tardó en aburrirse. ¿Qué le importaban esos viajantes de comercio, esos abuelos y abuelas que volvían a casa aliviados después de sus visitas, esos funcionarios y dependientes? ¿Y el empleado? ¿Y su vejiga? Mientras Glinnes seguía observándole, el empleado bebió más té. ¿En qué órgano de su diminuto cuerpo se almacenaba tanto líquido? La idea causó en Glinnes cierta incomodidad. Su mirada se desvió hacia el lavabo. Si entraba aunque fuese por un momento, cabía la posibilidad de que el empleado eligiera ese preciso instante, y su vigilancia no habría servido de nada… Glinnes cambió de postura. No cabía duda de que podía esperar tanto como el empleado. La entereza le había sido de gran ayuda en el campo de hussade; la entereza volvería a ser un factor decisivo en su competición con el encargado de los equipajes.

No cesaba de pasar gente; un hombre que llevaba un sombrero adornado con una ridícula roseta amarilla, una anciana que desprendía un potente olor a almizcle, un par de jóvenes que exhibían ropas fanschers y miraban de un lado a otro para ver quién reparaba en su orgulloso desafío… Glinnes cruzó las piernas y las descruzó. El encargado de los equipajes se sentó en un taburete y empezó a anotar las entradas en un diario. Se sirvió otra taza de té de la jarra para calmar su sed. Glinnes se puso en pie y caminó arriba y abajo. El encargado de los equipajes estaba de pie frente al mostrador, mirando al otro extremo de la estación. Daba la impresión de que se estaba mordiendo el labio inferior. Se dio la vuelta y alargó la mano para… ¡No!, pensó Glinnes, ¡la jarra de té no! ¡Ese hombre no era humano! Pero el empleado se limitó a enroscar la tapa de la jarra. Se frotó el mentón y pareció meditar, mientras Glinnes se aplastaba contra la pared, balanceándose de un lado a otro.

El empleado tomó una decisión. Salió de detrás del mostrador y se dirigió al lavabo de caballeros.

Glinnes se lanzó hacia adelante, gruñendo de alivio y ansiedad al mismo tiempo. Nadie pareció fijarse en él. Se agachó detrás del mostrador, abrió el cajón y rebuscó en su interior. Dos llaves. Cogió ambas, cerró el cajón y volvió a la zona de espera. No parecía que nadie se hubiera fijado en sus movimientos.

Glinnes fue directamente hacia la taquilla 42. La primera llave llevaba una etiqueta con el número 30 impreso en negro. La etiqueta de la segunda llave ostentaba el número 42. Glinnes abrió la taquilla. Sacó el maletín negro y volvió a cerrar la puerta. ¿Era el momento oportuno de devolver la llave a su sitio? Glinnes pensó que no. Salió de la terminal a la luz brumosa del avness y se encaminó hacia el muelle. Se detuvo unos instantes tras un viejo muro para tranquilizarse.

Encontró su barca tal como la había dejado. Desató la amarra y partió en dirección este.

Intentó abrir el maletín mientras sujetaba el timón con la rodilla. La cerradura se resistió a sus dedos. La forzó con una palanca metálica y el cerrojo saltó. La tapa se deslizó a un lado. Glinnes tocó el dinero que había en su interior: pulcros fajos de papel moneda de Alastor. Treinta millones de ozols.