La isla Rabendary parecía anormalmente tranquila y solitaria. Una hora después de que Glinnes regresara sonó el gong. Descubrió el rostro de su madre en la pantalla del teléfono.
—Pensé que te habías ido con los fanschers —dijo Glinnes con falsa jocosidad.
—No, no, yo no.
La voz de Marucha sonaba inquieta y preocupada.
—Janno se marchó para alejarse de la confusión. ¡No puedes imaginarte las amenazas, los insultos y las acusaciones que han caído sobre nosotros! No nos dieron tregua, y el pobre Janno se vio obligado finalmente a marcharse.
—Así que después de todo no es un fanscher.
—¡Claro que no! Siempre te has tomado las cosas al pie de la letra. ¿No puedes comprender que una persona se interese en una idea sin necesidad de convertirse en su más ardiente defensor?
Glinnes aceptó los defectos que se le imputaban.
—¿Cuánto tiempo se quedará Akadie en el valle?
—Tengo ganas de que vuelva lo antes posible. ¿Cómo puede llevar una vida normal? Es, literalmente, muy peligroso. ¿Te has enterado de que los trevanyis le atacaron?
—He oído que intentaron robarle su dinero.
La voz de Muracha adquirió un tono agudo.
—¡No deberías decir eso ni en broma! ¡Pobre Janno! ¡Lo que ha llegado a sufrir! Además, siempre ha sido un buen amigo tuyo.
—No he hecho nada en su contra.
—Pues ahora debes hacer algo por él. Quiero que vayas al valle y le traigas a casa.
—¿Qué? No entiendo el porqué de la expedición. Si quiere volver a casa, ya lo hará.
—¡Eso no es cierto! No tienes ni idea de su estado de ánimo: ha perdido toda vitalidad. ¡Nunca le había visto así!
—Quizá sólo está descansando… tomándose unas vacaciones, como si dijéramos.
—¿Unas vacaciones? ¿Peligrando su vida? Todo el mundo sabe que los trevanyis planean una masacre.
—¿Ummm? Me cuesta creerlo.
—Muy bien. Si no me ayudas, yo iré.
—¿Adónde? ¿A hacer qué?
—Iré al campamento de los fanschers e insistiré en que Janno vuelva a casa.
—¡Maldita sea! Muy bien. ¿Y si no quiere venir?
—Haz lo que esté en tu mano.
Glinnes fue en el autobús aéreo hasta la ciudad de Circanie, enclavada en las montañas, y allí alquiló un antiguo coche de superficie para trasladarse al Valle de Xian. Un viejo parlanchín que llevaba una bufanda azul atada alrededor de la cabeza iba incluido en el precio del alquiler; manipulaba el arcaico artefacto como si dirigiera a un animal recalcitrante. El coche arañaba a veces la tierra; en otras, saltaba nueve metros por el aire y proporcionaba a Glinnes sorprendentes perspectivas del paisaje. Dos pistolas energéticas que descansaban sobre el asiento contiguo al del conductor atrajeron su atención, y preguntó por qué las llevaba.
—Territorio peligroso —dijo el conductor—. ¿Quién iba a decir que algún día lo veríamos?
Glinnes examinó el paisaje, que parecía tan plácido como la isla Rabendary. A intervalos se alzaban pomanderos de las montañas, como nubes de bruma rosada aferradas por dedos plateados. Fiales verde azulados deambulaban por las lomas. Cada vez que el coche saltaba en el aire los horizontes se ensanchaban. La tierra que se extendía hacia el sur se perdía de vista en sucesivas estriaciones de colores pálidos.
—No veo motivos para alarmarnos —dijo Glinnes.
—Mientras no sea un fanscher, sus probabilidades son tolerables —dijo el conductor—. Buenas no, dése cuenta, porque la reunión trevanyi se desarrolla a sólo dos o tres kilómetros de aquí, y son suspicaces como avispas. Beben racq, que influye en sus nervios y les excita sobremanera.
El valle se estrechó; las montañas se hicieron más empinadas a cada lado. Un río silencioso discurría por el llano terreno. En cada orilla crecían arboledas de sombarillas, pomanderos y cedros deodaras.
—¿Es éste el valle de los Fantasmas Verdes? —preguntó Glinnes.
—Hay quien le llama así. Los trevanyis entierran a sus críos muertos entre los árboles. El auténtico valle sagrado está más adelante, pasado el campamento de los fanschers. Mire, allí está. No cabe duda de que forman un grupo trabajador… Me pregunto qué intentarán hacer. ¿Lo sabrán ellos mismos?
El coche entró en el campamento, un escenario lleno de confusión. Cientos de tiendas se habían levantado a lo largo de la orilla del río. En el prado se estaban construyendo edificios de espuma de hormigón.
Glinnes encontró a Akadie sin dificultades. Estaba sentado ante un escritorio situado bajo la sombra de un glipto, efectuando trabajos de oficina. Saludó a Glinnes sin sorpresa ni cordialidad.
—He venido para hacerle entrar en razón —dijo Glinnes—. Marucha quiere que vuelva al Diente de Rorquin.
—Volveré cuando esté de humor para ello —respondió Akadie con voz serena—. Hasta que tú has llegado la vida era plácida…, si bien debo reconocer que no se ha tenido muy en cuenta mi sabiduría. Esperaba que se me recibiera como a un ilustre sabio, pero en lugar de eso estoy aquí haciendo sumas inútiles. —Señaló con un gesto despreciativo el escritorio—. Me dijeron que debía ganarme la manutención y nadie quiere encargarse de este trabajo. —Dedicó una mirada de reproche al cercano grupo de tiendas—. Todo el mundo quiere participar en los proyectos gloriosos. Por doquier surgen directrices y declaraciones.
—Pensaba que con treinta millones de ozols podría abrirse camino sin dificultades.
Akadie le dirigió una mirada de cansado reproche.
—¿Te das cuenta de que este episodio ha destrozado mi vida? Mi integridad ha sido cuestionada, y nunca más podré ejercer de consejero.
—Ya posee bastante riqueza sin necesidad de los treinta millones. ¿Qué voy a decirle a mi madre?
—Dije que estoy aburrido y saturado de trabajo, pero que al menos las acusaciones no me han seguido hasta aquí. ¿Tienes la intención de ver a Glay?
—No. ¿Qué son esos edificios de hormigón?
—Me las he arreglado para no saber nada.
—¿Ha visto a los fantasmas?
—No, pero por otra parte tampoco los he buscado. Encontrarás las tumbas trevanyis al otro lado del río, pero el santuario sagrado del pájaro de la muerte se halla a dos kilómetros remontando el valle, más allá de aquel bosque de deodaros. Hice una excursión improvisada y me quedé entusiasmado. Un lugar encantador, sin duda alguna… Demasiado bueno para los trevanyis.
—¿Qué tal está la comida? —preguntó Glinnes ingeniosamente.
Akadie hizo una mueca de amargura.
—Los fanschers intentan descubrir los secretos del universo, pero por ahora no saben ni hacer bien una tostada. No hay una botella de vino en kilómetros a la redonda…
Akadie siguió hablando durante varios minutos. Hizo hincapié en la dedicación e inocencia de los fanschers, pero sobre todo en su austeridad, que consideraba inexcusable. Temblaba de rabia ante cualquier mención de los treinta millones de ozols, aunque demostraba una patética necesidad de que le tranquilizaran.
—Tú mismo viste al mensajero; tú le dirigiste hacia mi casa. ¿No es un argumento de peso?
—Nadie ha solicitado mi testimonio. ¿Por dónde anda su amigo Ryl Shermatz?
—No estuvo presente en la transacción. Un hombre extraño, ese tal Shermatz. Muy temperamental.
—Vamos —dijo Glinnes, levantándose—. Aquí no hace nada. Si le disgusta la celebridad, quédese en Rabendary una semana.
Akadie se tiró de la barbilla.
—Bien, ¿por qué no? —Dio un golpecito despreciativo a los papeles—. ¿Qué saben los fanschers de estilo, urbanidad o discernimiento? Me tienen haciendo sumas. —Se levantó—. Dejare este lugar. La fanscherada llega a hacerse aburrida. A fin de cuentas, esta gente nunca conquistará el universo.
—Vamos, pues. ¿Va a llevarme algo, como treinta millones de ozols, por ejemplo?
—La broma ha perdido su gracia. Me iré con lo puesto, y para añadir un poco de elegancia a mi partida, calcularé una ecuación peculiar. —Garrapateó unas recargadas fiorituras en el papel, y después se tiró la capa sobre los hombros—. Estoy preparado.
El coche terrestre descendió por el valle de los Fantasmas Verdes y llegó a Circanie al caer el avness. Akadie y Glinnes se detuvieron para pasar la noche en una pequeña fonda rural.
Unas voces excitadas despertaron a Glinnes a medianoche, y al cabo de pocos minutos percibió el ruido de unos pasos apresurados. Miró por la ventana, pero la calle se veía tranquila bajo la luz de las estrellas. Una pelea de borrachos, pensó Glinnes, y volvió a su lecho.
Por la mañana se enteraron de las noticias que explicaban lo sucedido. Por la noche, los trevanyis se habían excitado muchísimo durante su cónclave. Habían caminado por en medio de las hogueras, bailando sus agitadas danzas, y sus Grotescos, como llamaban a sus adivinos, habían respirado el humo de raíces de baicha y maldecido el destino de la raza trevanyi. Los guerreros respondieron con espantosos chillidos y aullidos. Después de correr y saltar por las colinas iluminadas por las estrellas, habían atacado el campamento fanscher.
Los fanschers no estaban ni mucho menos desprevenidos. Emplearon sus pistolas energéticas con terrible eficacia; los saltarines trevanyis quedaron convertidos en estupefactas estatuas que chispas azuladas silueteaban. Siguió una gran confusión. El primer y animoso ataque se convirtió en una terrible carnicería. Había cuerpos retorcidos por todo el valle, y los enfrentamientos no tardaron en cesar. Los trevanyis estaban muertos o habían huido presos de un terror tan completo y salvaje como su ataque. Los fanschers contemplaron su desbandada en un silencio sobrecogedor. Habían ganado, pero habían perdido. La fanscherada ya no volvería a ser la misma; su entusiasmo y vitalidad se habían desvanecido, y el amanecer traería consigo una tarea deprimente.
Akadie y Glinnes volvieron a Rabendary sin más incidentes, pero el desorden que reinaba en casa de Glinnes irritó a Akadie, que decidió volver al Diente de Rorquin antes de que el día terminara.
Glinnes telefoneó a Marucha, que había experimentado un cambio de humor; ahora se sentía inquieta ante el regreso de Akadie.
—Tanto alboroto y total para nada. Mi cabeza va a estallar. Lord Gensifer exige que Janno se ponga en contacto con él inmediatamente. No para de insistir y se muestra de lo más antipático.
Akadie, ultrajado, dejó que sus sentimientos reprimidos se desbordaran.
—¿Es que osa amenazarme? Le voy a enseñar lo que es bueno, y rápido. ¡Que se ponga al teléfono!
Glinnes efectuó la conexión. El rostro de lord Gensifer apareció en la pantalla.
—Tengo entendido que desea intercambiar unas palabras con Janno Akadie —dijo Glinnes.
—En efecto —respondió lord Gensifer—. ¿Dónde está?
Akadie se adelantó.
—Estoy aquí, ¿qué le parece? No recuerdo que tengamos ningún asunto urgente pendiente; pese a ello, ha estado llamando incesantemente a mi casa.
—Vamos, vamos —dijo lord Gensifer, proyectando el labio inferior—. Queda todavía por discutir un asunto de treinta millones de ozols.
—En cualquier caso, ¿por qué debería discutirlo con usted? —preguntó Akadie—. No tiene nada que ver con ello. No fue secuestrado, ni ha pagado rescate.
—Soy el secretario del Consejo de Lores, y estoy autorizado a investigar el tema.
—Con todo, no me gusta el tono de su voz. Mi postura está clara. No seguiré discutiendo del asunto.
Lord Gensifer se quedó en silencio unos instantes.
—Tal vez no tenga otra elección —dijo por fin.
—La verdad es que no le entiendo —replicó Akadie con voz gélida.
—La situación es muy sencilla. La Maza entregará a Sagmondo Bandolio al jefe de policía Filidice en Welgen. No cabe duda de que se verá obligado a revelar la identidad de sus cómplices.
—Eso me da igual. Puede identificar a quien le dé la gana.
Lord Gensifer estiró la cabeza hacia un lado.
—Alguien que conoce la ciudad a fondo proporcionó información a Bandolio. Esa persona compartirá el destino de Bandolio.
—Bien merecido.
—Permítame decirle tan sólo que si recuerda cualquier información de utilidad, por nimia que sea, puede comunicarse conmigo a cualquier hora del día o de la noche, exceptuando desde luego tal día como hoy dentro de una semana —lord Gensifer rió por lo bajo, complacido—, en que contraeré matrimonio con lady Gensifer.
El interés profesional de Akadie se animó.
—¿Quién será la nueva lady Gensifer?
Lord Gensifer entornó los ojos como si meditara beatíficamente.
—Su gracia, belleza y virtud son incomparables; incluso es demasiado excelente para una persona como yo. Me refiero a la antigua sheirl tanchinara Duissane Drosset. Su padre resultó muerto en la reciente refriega y vino a mí en busca de consuelo.
—Al menos, el día nos ha deparado una sorpresa deliciosa —dijo Akadie con sequedad.
El rostro de lord Gensifer se desvaneció en la pantalla.
En el valle reinaba un extraño silencio. El mítico paisaje nunca había parecido tan hermoso. La atmósfera era excepcionalmente clara; el aire, una lente de cristal, intensificaba los colores. Los sonidos se oían con toda nitidez, aunque algo amortiguados; quizá se debía a que la gente del valle hablaba en voz baja y procuraba evitar los ruidos repentinos. Escasas y tenues luces brillaban por la noche, y las conversaciones eran simples murmullos en la oscuridad. El ataque de los trevanyis había corroborado lo que muchos sospechaban, que la fanscherada, si llegaba a triunfar, debería dar al traste con toda una serie de fuerzas opuestas. ¡Había llegado el momento de tomar decisiones y fortalecer el espíritu! Algunas personas abandonaron de repente el valle y jamás fueron vistas de nuevo.
La furia había aumentado en el cónclave trevanyi. Las pocas voces que urgían a la moderación fueron silenciadas por la música estridente de tambores, trompetas y de ese instrumento gutural en forma de espiral conocido como narwoun. Al llegar la noche, los hombres saltaron a través de las hogueras y se hicieron sangre con sus cuchillos para utilizarla en sus ritos. Llegaron clanes desde la lejana Bassway y las Tierras del Este; muchos de sus miembros portaban pistolas energéticas. Se abrieron y consumieron barriles del ardiente licor llamado racq, y los guerreros profirieron grandes blasfemias al son de la música del narwoun, los oboes y los tambores.
Al cabo de tres días del ataque, un escuadrón de policías, al mando del jefe Filidice, apareció por la mañana en el cónclave. Aconsejó a los trevanyis que se portaran de forma razonable y anunció su decisión de mantener el orden.
Los trevanyis lanzaron gritos de protesta. ¡Los fanschers habían traspasado los límites del suelo sagrado, el Valle por el que caminaban los espíritus!
—¡Tenéis motivos para estar preocupados! —dijo Filidice, alzando la voz—. Es mi intención defender vuestro caso ante los fanschers. Sin embargo, suceda lo que suceda, debéis respetar mi decisión. ¿Estáis de acuerdo?
Los trevanyis permanecieron en silencio.
El jefe de policía Filidice repitió su demanda de cooperación, sin recibir tampoco respuesta esta vez.
—Si rehusáis aceptar mi decisión, os obligaré por la fuerza. ¡Estáis avisados!
Los policías volvieron a su avión y sobrevolaron la colina para adentrarse en el valle de los Fantasmas Verdes.
Junius Farfan se entrevistó con Filidice. Farfan había perdido peso. Sus ropas colgaban flojamente sobre su figura, y profundas arrugas surcaban su cara. Escuchó al jefe de policía en silencio. Su respuesta fue fría.
—Hemos estado trabajando aquí durante varios meses, sin molestar a nadie. Respetamos las tumbas trevanyis, no se han producido irreverencias, no se les ha impedido el paso a su Valle de Xian. Los trevanyis son irracionales; debemos negarnos respetuosamente a abandonar nuestra tierra.
El jefe de policía Filidice, un hombre corpulento y pálido de fríos ojos azules, investido de la dignidad de su cargo, nunca había aceptado de buen grado las negativas.
—Como quiera —respondió—. He ordenado moderación a los trevanyis; ahora hago lo mismo con ustedes.
Junius Farfan inclinó la cabeza.
—Nunca atacaremos a los trevanyis, pero estamos dispuestos a defendernos.
El jefe de policía Filidice lanzó una carcajada sarcástica.
—Todos y cada uno de los trevanyis son guerreros. Si se lo permitiéramos, les cortarían a todos ustedes el pescuezo sin pestañear. Les aconsejo muy seriamente que modifiquen sus planes. ¿Por qué es necesario que construyan su cuartel general en este sitio?
—La tierra estaba disponible. ¿Nos va a proporcionar otro terreno?
—Desde luego que no. En primer lugar, no entiendo la razón por la que necesitan una sede tan grande. ¿Por qué no se marchan a sus casas y se ahorran esta disputa?
—Percibo sus inclinaciones ideológicas —sonrió Junius Farfan.
—Favorecer las seguras y verdaderas costumbres del pasado no constituye una inclinación ideológica; se trata de simple sentido común.
Junius Farfan se encogió de hombros y se abstuvo de refutar un punto de vista irrefutable. La policía estableció una patrulla al otro lado de la loma.
Pasó el día. El avness trajo una tormenta acompañada de gran aparato eléctrico. Durante una hora, hebras de fuego lavanda se estrellaron contra los flancos en tinieblas de las montañas. Los fanschers salieron a contemplar el espectáculo, fascinados. Los trevanyis se encogieron de hombros ante el portento; según su visión del mundo, Urmank el Matafantasmas se erguía sobre las nubes, escupiendo las almas de trevanyis y trills por igual. No obstante, se colocaron en orden de batalla, bebieron racq, intercambiaron abrazos y a medianoche se pusieron en marcha con la intención de atacar en la hora gris que precede al alba. Se desplegaron bajo los deodaros y a lo largo de las lomas, esquivando a los policías y a sus aparatos detectores. A pesar de su sigilo cayeron en una emboscada fanscher. Gritos y chillidos rompieron el silencio de la madrugada. Las pistolas energéticas llamearon; las formas que forcejeaban dibujaron grotescas siluetas contra el cielo. Los trevanyis pelearon siseando maldiciones y emitiendo gritos guturales de dolor. Los fanschers combatieron en un silencio horrendo. Los policías hicieron sonar las trompetas y avanzaron hacia la contienda ondeando la bandera negra y gris de las autoridades gubernamentales. Los trevanyis, repentinamente conscientes de que se enfrentaban a un enemigo implacable, cedieron terreno. Los fanschers les persiguieron como parcas. La policía hizo sonar las trompetas y gritó órdenes; la resistencia fue encarnizada, y perdieron la bandera negra y gris a manos del enemigo. Los policías rodearon Circanie. El jefe Filidice, arrancado de su sueño y ya irritado con la fanscherada, ordenó salir a la milicia.
La milicia, una compañía de campesinos trills, llegó al valle mediada la mañana. Despreciaban a los trevanyis, pero les conocían y aceptaban su existencia. Los estrafalarios fanschers eran ajenos a su experiencia, y por tanto extraños. Los trevanyis, repuestos de su pánico, siguieron a la milicia al interior del valle, mientras algunos músicos corrían a su lado tocando himnos bélicos.
Los fanschers habían retrocedido hasta refugiarse en el bosque de deodaros; sólo Junius Farfan y unos pocos más aguardaban a la milicia. Ya no confiaban en la victoria; el poder del Estado se había levantado contra ellos. El capitán de la milicia se adelantó y dio una orden: los fanschers debían abandonar el valle.
—¿Por qué motivos?
—Su presencia provoca disturbios.
—Nuestra presencia es legal.
—Pese a todo, crea una tensión que antes no existía. La legalidad ha de comportar el sentido práctico, y su continua presencia en el valle de los Fantasmas Verdes es poco práctica. Debo insistir en que se vayan.
Junius Partan consultó con sus camaradas. Después, con las mejillas cubiertas de lágrimas por su sueño destruido, se alejó para dar instrucciones a los fanschers que observaban la escena desde la sombra de los deodaros. Los trevanyis, ayudados por el racq, no pudieron contenerse más. Se abalanzaron sobre el odiado Farfan; alguien lanzó un cuchillo que se clavó hasta la empuñadura en la nuca de Farfan. Los fanschers lanzaron un gemido estremecedor. Se lanzaron sobre la milicia y los trevanyis al mismo tiempo, con los ojos abiertos de par en par a causa del horror. La milicia, indiferente al litigio, rompió filas y huyó a la desbandada. Trevanyis y fanschers rodaron por el suelo, ansiosos de destruirse mutuamente.
En un momento dado, por algún misterioso proceso de mutuo acuerdo, los supervivientes se fueron apartando. Los trevanyis subieron a las colinas para unirse al fúnebre cónclave. Los fanschers se detuvieron apenas unos momentos en su campamento, y después se desperdigaron por el valle. La fanscherada ya no existía. La gran aventura había terminado.
Meses después, el Conáctico mencionó en el curso de una conversación con uno de sus ministros la batalla del valle de los Fantasmas Verdes.
—Me hallaba en las cercanías y fui informado de los acontecimientos. Un trágico cúmulo de circunstancias.
—¿No pudo evitar el enfrentamiento?
—Habría podido llamar a la Maza —dijo el Conáctico, encogiéndose de hombros—. Lo probé en un caso similar, el de los tamarchistas de Rhamnotis, sin ningún resultado. Una sociedad agitada es como un hombre que padece dolor de estómago. Cuando se purga, mejora.
—Aun así… mucha gente pagó con su vida.
El Conáctico hizo un ademán irónico.
—Aprecio la camaradería de las posadas, las fondas rurales, las tabernas portuarias. Viajo por los mundos de Alastor y en todas partes encuentro gente fascinante y perspicaz, gente que me gusta. Cada individuo de los cinco trillones es un cosmos en sí mismo; cada uno es irreemplazable, único… En ocasiones, me encuentro con un hombre o una mujer odiosos. Miro sus rostros y veo maldad, crueldad, corrupción. Entonces pienso, estas personas son igualmente útiles en el esquema global de las cosas; actúan como ejemplos frente a los cuales pueden medirse la virtud. La vida sin contrastes es como la comida sin sal… Como Conáctico debo pensar desde el punto de vista político; entonces sólo veo la totalidad de los hombres, cuya faz borrosa engloba cinco trillones de rostros. Hacia este hombre no siento la menor emoción. Ése fue el caso en el valle de los Fantasmas Verdes. La fanscherada estaba condenada desde su nacimiento… ¿Ha existido algún hombre más predestinado a un fin aciago que Junius Farfan? Hay supervivientes, pero ya no son fanschers. Algunos se desprenderán de sus uniformes y volverán a ser trills. Otros se irán a vivir a otros planetas. Unos pocos se harán astromenteros. Un reducido grupo de tozudos seguirán siendo fanschers en su vida privada. Y todos los que participaron recordarán el gran sueño y se sentirán hombres diferentes de aquellos que no compartieron la gloria y la tragedia.