17

Glinnes siguió con la mirada la lancha blanca hasta que desapareció. Examinó el cielo. Espesas nubes colgaban sobre las montañas y ocultaban el sol. Parecía que las aguas del ancho de Ambal bajaban caudalosas y apáticas. La isla Ambal era un dibujo a carboncillo sobre un fondo gris malva. Glinnes subió a la terraza y se acomodó en una de las viejas sillas de cuerda. Los acontecimientos de la pasada noche, tan ricos y dramáticos, parecían ahora simples productos de su imaginación. A Glinnes no le agradó rememorarlos. Los motivos de Duissane, por ingenuos que fueran, no habían sido del todo falsos. Podría haberse burlado de ella y haberla enviado de vuelta a casa enfadada, pero no avergonzada. ¡Qué diferente parecía todo a la luz cenicienta del día! Se puso en pie de un brinco, disgustado por el incómodo hilo de sus pensamientos. Tenía que trabajar. Había mucho por hacer. Podía recoger manzanas almizcleñas. Podía ir al bosque y reunir lepidios para secar. Podía remover con una pala el terreno destinado a jardín. Podía reparar la cerca, que estaba a punto de caerse. La perspectiva de tantos esfuerzos le hizo amodorrarse; se dirigió a la cama y se quedó dormido.

A mediodía se despertó al oír el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado. Glinnes se tapó con una capa y siguió meditando. Algo en el fondo de su mente, un asunto que reclamaba su atención, le despertaba una oscura urgencia. ¿La práctica del hussade? ¿Lute Casagave? ¿Akadie? ¿Glay? ¿Duissane? ¿Qué le pasaría a Duissane? Había venido, se había ido, y nunca más llevaría una flor amarilla en el pelo. Tal vez lo hiciera para ocultar la verdad a Vang Drosset. Por otra parte, podía arriesgarse a desatar su ira y contárselo todo. Lo más probable es que le presentara una versión alterada de sus correrías nocturnas. Esta posibilidad, ya reconocida en su subconsciente, originó en Glinnes una gran inquietud. Se levantó y caminó hacia la puerta. Una llovizna plateada ocultaba casi toda la extensión del ancho de Ambal, pero, hasta donde alcanzaba la vista de Glinnes, no se divisaba ningún barco. Los trevanyis, nómadas por naturaleza, consideraban la lluvia un mal presagio; un trevanyi no se expondría a la lluvia ni para infligir una venganza.

Glinnes rebuscó en la despensa y encontró un plato de gusano de cenagal hervido frío, que comió sin apetito. Después, la lluvia cesó bruscamente; el sol inundó el ancho de Ambal. Glinnes salió a la terraza. El mundo se veía limpio y húmedo, vivos los colores, el agua reluciente y el cielo puro. Glinnes se sintió reanimado.

Había trabajo por hacer. Se arrellanó en la silla de cuerda para reflexionar sobre el asunto. Una barca procedente del estrecho de Ilfish se internó en el ancho de Ambal. Glinnes se levantó de un salto, tenso y cauteloso, pero se trataba de una de las embarcaciones que Marrad alquilaba. El ocupante, un joven vestido con un uniforme semioficial, se había perdido. Desvió el rumbo hacia el muelle de Rabendary y se irguió sobre el asiento.

—¡Hola! —gritó a Glinnes—. Creo que me he perdido. Voy al ancho de Clinkhammer, cerca de la isla Sarpassante.

—Se encuentra bastante más al sur. ¿A quién busca?

El joven consultó un papel.

—A un tal Janno Akadie.

—Suba por el estrecho de Farwan hacía el Saur, tome el segundo canal a la izquierda y continúe todo recto hasta el ancho de Clinkhammer. La mansión de Akadie se yergue sobre un saliente.

—Muy bien. Veo mentalmente la ruta a seguir. ¿No es usted Glinnes Hulden, el tanchinaro?

—En efecto, soy Glinnes Hulden.

—Le vi jugar contra los Elementos. Creo recordar que fue un partido sin color.

—Es un equipo joven y temerario, pero básicamente sólido.

—Sí, yo opino lo mismo. Bien… Buena suerte para los Tanchinaros, y gracias por su ayuda.

La barca se encaminó estrecho de Farwan arriba, dejó atrás los pomanderos plateados y bermejos y se perdió de vista. Glinnes se quedó pensando en los Tanchinaros. No se habían entrenado desde el partido contra los Kanchedos. Carecían de dinero, carecían de sheirl… Los pensamientos de Glinnes se desviaron hacia Duissane, que nunca más podría ser sheirl, y después hacia Vang Drosset, que tal vez estuviera al corriente de los acontecimientos ocurridos la noche anterior. Glinnes escrutó el ancho de Ambal. No se veía ninguna embarcación. Fue al teléfono y llamó a Akadie.

La pantalla se iluminó. El rostro de Akadie transparentaba una irritación desacostumbrada, y respondió en tono malhumorado.

—Lo único que oigo es gong, gong, gong. El teléfono constituye una ventaja dudosa. Estoy esperando a un visitante distinguido y no quiero que me molesten.

—¡Vaya! —exclamó Glinnes—. ¿Se trata de un joven de uniforme azul pálido y gorra de mensajero?

—¡Por supuesto que no! —declaró Akadie. Su voz adquirió una brusca cautela—. ¿Por qué lo preguntas?

—Hace unos minutos, un hombre de esas características me preguntó el camino de su casa.

—Le estoy esperando. ¿Eso es todo lo que querías?

—Pensaba venir más tarde y pedirle prestados veinte mil ozols.

—¡Puf! ¿De dónde voy a sacar veinte mil ozols?

—Conozco un sitio.

Akadie soltó una amarga risotada.

—Se lo tendrás que pedir a alguien más proclive al suicidio que yo.

La pantalla se apagó.

Glinnes reflexionó un momento, pero no pudo encontrar más excusas para seguir perdiendo el tiempo. Sacó unas cajas al huerto y empezó a recoger manzanas, trabajando con la energía irritada de un trill inmerso en una actividad que considera una perversidad apenas necesaria. Oyó dos veces el gong de su teléfono, pero no hizo caso, debido a lo cual no se enteró de un fatídico acontecimiento que había sucedido horas antes. Recogió doce cajas de manzanas, las cargó en una carretilla que transportó hasta un cobertizo y regresó al huerto para recoger más y terminar el trabajo.

La tarde fue cayendo; la luz pálida del avness dio paso a los tonos bronce de cañón, rosa marchita y berenjena del anochecer. Glinnes continuó trabajando con tozudez. Un viento fresco sopló desde las montañas y traspasó su camisa. ¿Llovería más? No. Las estrellas ya habían salido… Esa noche no llovería. Cargó las últimas manzanas en la carretilla y se dirigió al cobertizo que hacía las veces de almacén. Glinnes se detuvo. La puerta del cobertizo estaba entreabierta. Sólo entreabierta. Muy extraño, teniendo en cuenta que la había dejado abierta del todo a propósito. Glinnes dejó la carretilla en el suelo y volvió al huerto para pensar. No estaba muy sorprendido; de hecho, había tomado la precaución inusual de guardar su pistola en el bolsillo. Observó el cobertizo por el rabillo del ojo. Habría una persona dentro, otra detrás, y una tercera agazapada en la esquina de la casa, si sus sospechas eran ciertas. En el huerto se hallaba fuera del alcance de un cuchillo, y de todas formas no querrían matarle al aire libre. Primero se intercambiarían algunas palabras, después vendrían los cortes, las luxaciones y las quemaduras, para asegurarse de que no obtendría ningún provecho de su ofensa. Glinnes se humedeció los labios. Sintió su estómago hueco y convulso… ¿Qué hacer? No podía seguir mucho más tiempo bajo la luz del crepúsculo, fingiendo que admiraba sus manzanos.

Rodeó sin apresurarse un lado de la casa. Cogió una estaca, retrocedió corriendo y aguardó en la esquina. Se oyó el ruido de pasos que corrían y el murmullo de veloces palabras. Una forma oscura se acercó a la esquina. Glinnes blandió la estaca. El hombre levantó el brazo y recibió el golpe en la muñeca, lanzando un aullido de dolor. Glinnes alzó la estaca otra vez; el hombre inmovilizó la estaca bajo su brazo. Glinnes tiró con fuerza. Ambos giraron y remolinearon juntos. Entonces, otro hombre cayó sobre él, un hombre corpulento que olía a sudor y rugía de rabia: Vang Drosset. Glinnes retrocedió de un salto y disparó su pistola. Erró a Vang Drosset, pero alcanzó a Harving, el primer hombre, que gimió y se alejó tambaleándose. Una tercera forma oscura surgió de ninguna parte y agarró a Glinnes. Ambos forcejearon mientras Vang Drosset se aproximaba de un salto sin cesar de rugir guturalmente. Glinnes disparó la pistola, sin poder apuntar, y dio en el suelo, a los pies de Vang Drosset; éste saltó hacia atrás con torpeza. Glinnes pataleó, golpeó y se libró de la presa de Ashmor, pero no antes de que Vang Drosset le asestara un puñetazo en la cabeza y le aturdiera. En respuesta. Glinnes consiguió dar una patada en la ingle a Ashmor, a quien envió tambaleando contra la pared de la casa. Harving, desde el suelo, ejecutó un movimiento convulso. Un destello metálico se clavó en el hombro de Glinnes, que hizo fuego. Harving se desplomó y quedó inmóvil.

—Comida para los merlings —jadeó Glinnes—. ¿Quién es el siguiente? ¿Tú, Vang Drosset? ¿Tú? No os mováis ni un ápice, u os haré un agujero en las tripas.

Vang Drosset permaneció inmóvil. Ashmor se apoyó en la pared de la casa.

—Caminad delante de mí —ordenó Glinnes—. Id hacia el muelle. —Como Vang Drosset vacilara, Glinnes cogió la estaca y la descargó sobre su cabeza—. Ya os enseñaré yo a venir a matarme, mis bravucones trevanyis. Os arrepentiréis de esta noche, os lo aseguro… ¡Moveos! Al muelle. Id delante, e intentad huir si os atrevéis. Es posible que no os atrapara en la oscuridad. —Glinnes esgrimió la estaca—. ¡Moveos!

Los dos Drosset se tambalearon hacia el muelle, abrumados por el fracaso de su expedición. Glinnes les golpeó hasta que cayeron al suelo, y les siguió golpeando hasta que parecieron inconscientes. Entonces, les ató con trozos sueltos de cuerdas.

—Así os veis, mis queridos chapuceros. Bien, ¿quién de vosotros asesinó a mi hermano Shira? Ah, ¿no os apetece hablar? Bueno, no voy a golpearos más, a pesar de que recuerdo perfectamente otra ocasión en la que me abandonasteis a merced de los merlings. Os voy a explicar una cosa… Vang, ¿me escuchas? Habla, Vang Drosset, contéstame.

—Te oigo muy bien.

—Escucha, pues. ¿Asesinaste a mi hermano Shira?

—Y si lo hice, ¿qué? Estaba en mi derecho. Le dio cauch a mi muchacha; tenía derecho a matarle, como tengo derecho a matarte a ti.

—De modo que Shira le dio cauch a tu hija.

—Lo hizo, el varmoso[28] y cornudo trill.

—Y ahora, ¿qué te ocurre?

Vang Drosset guardó silencio durante un minuto, pero después estalló.

—Puedes matarme o cortarme en pedazos, pero eso es lo único que conseguirás.

—Éste es mi trato —dijo Glinnes—. Escribe una nota diciendo que asesinaste a Shira…

—Soy analfabeto. No escribiré nada.

—En ese caso, declararás ante testigos que asesinaste a Shira…

—¿Para acabar en el prutanshyr? ¡Ja!

—Declara tus motivos; en este momento, me da igual. Sostén que te golpeó con un garrote, molestó a tu hija o calificó a tu esposa de vieja corneja varmusa… Me da igual. Da fe de tu testimonio y te dejaré en libertad, y tú jurarás por el alma de tu padre que me dejarás en paz. De lo contrario, te arrojaré a ti y al criminal de Ashmor al fango y os abandonaré a los merlings.

Vang Drosset gimió e intentó zafarse de sus ligaduras.

—¡Jura lo que quieras, pero no cuentes conmigo! —bramó su hijo—. ¡Le mataré aunque tarde toda mi vida!

—Contén tu lengua —croó Vang Drosset—. Nos ha vencido; hemos de salvar nuestras vidas. Una vez más… ¿Qué quieres? —preguntó a Glinnes.

Glinnes explicó de nuevo sus condiciones.

—¿No prefieres una acusación legal? Ya te he dicho que el gran cornudo la llenó de cauch y se habría revolcado con ella sobre el prado…

—Prefiero no presentar una acusación legal.

—¿Nos cortarás la polla o las narices? —rugió el hijo de Vang—. ¿Nos dejarás algún miembro?

—No necesito para nada vuestras partes pudendas —replicó Glinnes—. Podéis quedároslas.

Vang Drosset emitió un repentino gruñido de furia.

—¿Qué me dices de mi hija, a la que mancillaste y drogaste con cauch, y despojaste de su virtud? ¿Pagarás la pérdida? Todo lo contrario, has matado a mi hijo y has proferido amenazas contra mí.

—Tu hija vino aquí por voluntad propia. Yo no le pedí nada. Ella trajo el cauch. Me sedujo.

Vang Drosset, furioso, hizo rechinar sus dientes. Su hijo gritó una serie de amenazas obscenas. Vang Drosset, agotado por fin, le ordenó que guardara silencio.

—Estoy de acuerdo con el trato —dijo a Glinnes.

Glinnes liberó a su hijo.

—Recoge el cadáver y lárgate.

—Obedece —dijo Vang Drosset.

Glinnes acercó su barca al muelle y arrojó a Vang Drosset a la sentina; después, volvió a la casa y llamó a Akadie, pero no pudo hablar con él: Akadie había descolgado el teléfono. Glinnes regresó a su barca y subió por el estrecho de Farwan a toda velocidad, arrojando chorros de espuma pálida a cada lado.

—¿Adónde me llevas? —gruñó Vang Drosset.

—A ver a Akadie el tutor.

Vang Drosset gruñó de nuevo, sin hacer comentarios.

La barca avanzó en dirección al muelle situado bajo la excéntrica mansión de Akadie. Glinnes cortó las ataduras que inmovilizaban las piernas de Vang Drosset y le izó hasta el muelle. Tropezando y dando tumbos, subieron por el sendero. Brotaron luces de las torres, que incidieron en el rostro de Glinnes. La voz aguda de Akadie surgió de unos altavoces.

—¿Quién va? Haga el favor de anunciarse.

—¡Glinnes Hulden y Vang Drosset suben por el sendero! —chilló Glinnes.

—Un improbable par de camaradas —se mofó la voz—. Me parece haber dicho antes que esta mañana estaría ocupado.

—¡Solicito sus servicios profesionales!

—Entonces, adelante.

Cuando llegaron a casa la puerta estaba entreabierta y un chorro de luz se filtraba por la rendija. Glinnes empujó a Vang Drosset hasta hacerle entrar en la mansión.

Akadie hizo acto de presencia.

—¿De qué asunto se trata?

—Vang Drosset ha decidido aclarar la muerte de Shira —dijo Glinnes.

—Muy bien —aprobó Akadie—. Tengo un invitado, y confío en que serás breve.

—El caso es importante —afirmó Glinnes con rudeza—. Debe ser conducido correctamente.

Akadie se limitó a hacer un gesto en dirección al estudio. Glinnes soltó los brazos de Vang Drosset y le empujó hacia adelante.

El estudio estaba tranquilo y tenuemente iluminado. En el hogar ardía un fuego naranja rosáceo. Un hombre se levantó de una butaca situada junto a la chimenea y ejecutó una educada inclinación de cabeza. Glinnes, atento a Vang Drosset, le dedicó una mirada rápida y observó que era de estatura mediana, vestía ropas discretas y su rostro carecía de rasgos notables o característicos.

Akadie, recordando tal vez los acontecimientos del día anterior, recobró algo de su afabilidad y se dirigió a su huésped.

—Permítame que le presente a Glinnes Hulden, mi querido vecino, y también a —Akadie hizo un gesto cortés— Vang Drosset, miembro de esa peregrina raza, los trevanyis. Glinnes y Vang Drosset, tengo el placer de presentaros a un hombre de amplias miras intelectuales y considerable erudición, que se halla interesado en nuestro pequeño rincón del cúmulo. Se llama Ryl Shermatz. A juzgar por su medallón de jade, creo que su planeta natal es Balmath. ¿Estoy en lo cierto?

—Hasta cierto punto —dijo Shermatz—. La verdad es que estoy muy familiarizado con Balmath. Por otra parte, me halaga demasiado. No soy más que un periodista errante. No se preocupe por mí y dedíquese a sus asuntos. Si quieren hablar en privado, me retiraré.

—No hay motivos para que lo haga —dijo Glinnes—. Vuelva a sentarse, por favor. —Se giró hacia Akadie—. Vang Drosset desea realizar una declaración jurada ante usted, un testigo legalmente acreditado, que tendrá como resultado clarificar el título de Rabendary y de la isla Ambal. —Hizo un gesto con la cabeza a Vang Drosset—. Procede, si así lo deseas.

Vang Drosset se humedeció los labios.

—Shira Hulden, un ser miserable, atacó a mi hija. Le ofreció cauch e intentó violarla. Me presenté de improviso y le maté accidentalmente, defendiendo lo que es mío. Está muerto, y eso es todo.

Las últimas palabras se convirtieron en un gruñido dirigido a Glinnes.

—¿Constituye esta declaración una prueba válida de la muerte de Shira? —preguntó Glinnes a Akadie.

—¿Jura por el alma de su padre que ha dicho la verdad? —preguntó Akadie a Vang Drosset.

—Sí —rezongó Vang—. Le recuerdo que fue en defensa propia.

—Muy bien —dijo Akadie—. La confesión ha sido hecha libremente ante un tutor y consejero público y otros testigos. La confesión posee fuerza legal.

—Sea tan amable, por consiguiente, de telefonear a Lute Casagave y ordenarle que abandone mi propiedad.

Akadie se acarició la barbilla.

—¿Se propone devolverle su dinero?

—Que se lo pida al hombre a quien se lo pagó: Glay Hulden.

—Considero esta reunión un trabajo profesional, por supuesto, así que te cobraré unos honorarios —dijo Akadie, encogiéndose de hombros.

—No esperaba menos.

Akadie fue a telefonear.

—¿Estás contento? —preguntó Vang Drosset con amargura—. Habrá una gran aflicción en mi campamento esta noche, y todo gracias a los Hulden.

—La pena será consecuencia de tus instintos criminales —replicó Glinnes—. ¿Es necesario que entre en detalles? No olvidaré nunca que me dejaste tirado en el barro, dándome por muerto.

Vang Drosset caminó con semblante hosco hacia la puerta, donde se giró y dio rienda suelta a su mal humor.

—A pesar de todo, es una justa compensación por la vergüenza que descargasteis sobre nosotros, tú y los demás trills, con vuestra gula y lujuria. ¡Cornudos todos! Lo único que os importa a los trills son las tripas y el bajo vientre. En cuanto a ti, Glinnes Hulden, no te cruces en mi camino; la próxima vez no saldrás tan bien parado.

Se dio la vuelta y salió a toda prisa de la casa.

Akadie, que regresaba al estudio, le vio marchar y arrugó la nariz en un gesto de desagrado.

—Será mejor que vigiles tu barca —dijo a Glinnes—. De lo contrario, se irá en ella y tendrás que volver nadando.

Glinnes permaneció de pie en el umbral de la puerta y contempló la figura corpulenta de Vang Drosset alejarse por la carretera.

—El peso de su aflicción es excesivo para que se detenga a pensar en la barca o en cualquier otra malicia. Llegará a su casa por el puente de Verleth. ¿Ha hablado con Lute Casagave?

—Se niega a descolgar el teléfono. Tendrás que aplazar tu triunfo.

—En ese caso, usted tendrá que aplazar el cobro de sus honorarios. ¿Consiguió llegar hasta aquí el mensajero?

—Sí, desde luego. Debo decir con toda justicia que me ha descargado de un buen número de responsabilidades. Estoy muy satisfecho de haber liquidado el asunto.

—En ese caso, tal vez pueda ofrecerme una taza de té, a menos que desee conferenciar con Ryl Shermatz en privado.

—Tendrás tu té —dijo Akadie con displicencia—. La conversación es general. Ryl Shermatz está interesado en la fanscherada. Se pregunta cómo habrá engendrado un mundo tan generoso y agradable una secta tan austera.

—Supongo que debemos considerar a Junius Farfan una especie de catalizador —señaló Shermatz—, o tal vez, empleando una comparación más feliz, deberíamos pensar en términos de solución sobresaturada. En apariencia es plácida y estable, pero un solo cristal microscópico produce el desequilibrio.

—¡Una imagen impresionante! —declaró Akadie—. Permítanme que les sirva algo más estimulante que té.

—¿Por qué no? —Shermatz estiró las piernas hacia el fuego—. Tiene una casa muy confortable.

—Sí, es agradable. —Akadie fue a buscar una botella.

—¿Encuentra Trullion entretenido? —preguntó Glinnes a Shermatz.

—Mucho. Cada planeta del cúmulo proyecta un talante propio, y el viajero sensible no tarda en aprender a identificar y saborear esta característica distintiva. Trullion, por ejemplo, es tranquilo y apacible. Sus aguas reflejan las estrellas. La luz es suave; los paisajes terrestres y marinos, embelesadores.

—Este aspecto apacible es el que sorprende a primera vista —corroboró Akadie—, pero a veces me pregunto sobre su realidad. Por ejemplo, bajo esas tranquilas aguas nadan merlings, criaturas de lo más desagradable, y esas serenas caras trills enmascaran fuerzas terribles.

—Vamos, vamos —dijo Glinnes—, está exagerando.

—¡De ninguna manera! ¿Has oído alguna vez al público del hussade pedir a gritos que se le ahorre la humillación a la sheirl conquistada? ¡Nunca! Debe ser desnudada al compás de la música de… ¿De qué? La emoción no tiene nombre, pero es tan intensa como la sangre.

—Bah —dijo Glinnes—. Se juega al hussade en todas partes.

—Después tenemos el prutanshyr —prosiguió Akadie sin hacerle caso—. Es asombroso contemplar las caras arrebatadas cuando algún desdichado criminal demuestra cuán espantoso puede llegar a ser el proceso de morir.

—El prutanshyr puede ser útil a ciertos propósitos —dijo Shermatz—. Los efectos de esos acontecimientos son difíciles de juzgar.

—Desde el punto de vista del reo, no —dijo Akadie—. ¿Acaso no es una forma amarga de morir ser exhibido ante una multitud fascinada, sabiendo que tus espasmos van a proporcionar una buena ración de diversión?

—No es una circunstancia íntima o sosegada —reconoció Shermatz con una sonrisa triste—, pero la gente de Trullion parece considerar el prutanshyr una institución necesaria, y por eso persiste.

—Es una vergüenza para Trullion y para el Cúmulo de Alastor —dijo Akadie con frialdad—. El Conáctico debería acabar con esta barbaridad.

Shermatz se frotó el mentón.

—Hay algo de verdad en lo que dice, pero el Conáctico vacila a la hora de entrometerse en las costumbres locales.

—¡Una virtud de doble filo! Dependemos de él para las decisiones sabias. Le gusten o no los fanschers, al menos desprecian el prutanshyr y terminarán con esa institución. Si alguna vez alcanzan el poder, lo harán.

—No cabe duda de que también acabarían con el hussade —indicó Glinnes.

—De ninguna manera —dijo Akadie—. Los fanschers son indiferentes al deporte; no significa nada para ellos.

—¡Qué tipos más severos y remilgados!

—Aún lo parecen más comparados con sus varmosos progenitores —señaló Akadie.

—Ciertamente —dijo Ryl Shermatz—. De todas formas, debe tenerse en cuenta que una filosofía radical suele provocar su antítesis.

—Es lo que sucede aquí en Trullion —dijo Akadie—. Ya le he advertido que la atmósfera idílica es engañosa.

Un chorro de luz bañó el estudio y persistió sólo un momento. Akadie soltó una imprecación y fue hacia la ventana, seguido por Glinnes.

Vieron un gran crucero blanco que se acercaba lentamente por el ancho de Clinkhammer. El faro de celcés, que al recorrer la costa había acariciado por un breve instante la mansión de Akadie, había iluminado el estudio.

—Me parece que es el Scopoeia, el yate de lord Rianle —dijo Akadie en tono dubitativo—. ¿Por qué, de entre todos los lugares, se halla en el ancho de Clinkhammer?

Una barca bajó del yate y se dirigió hacia el muelle de Akadie; al mismo tiempo, la bocina emitió tres trompetazos perentorios. Akadie murmuró para sí y salió corriendo de la casa. Ryl Shermatz vagó de un lado a otro de la habitación, inspeccionando la confusión de recuerdos, chucherías y curiosidades pertenecientes a Akadie. En una vitrina se desplegaba su colección de pequeños bustos, todos de personajes que habían moldeado la historia de Alastor: maestros, científicos, guerreros, filósofos, poetas, músicos y, en el estante inferior, un formidable conjunto de antihéroes.

—Interesante —dijo Ryl Shermatz—. Nuestra historia ha sido rica, así como las historias precedentes.

Glinnes señaló un busto concreto.

—Ahí tiene al propio Akadie, que se coloca entre los inmortales.

—Puesto que Akadie ha reunido el grupo —rió Shermatz—, debe haberse permitido el privilegio de incluir a quién le apetecía.

Glinnes fue a la ventana con el tiempo justo de ver la barca regresando al yate. Un momento después, Akadie entró en la estancia; tenía el rostro ceniciento y el cabello colgando en lacios mechones.

—¿Qué le pasa? —preguntó Glinnes—. Parece un fantasma.

—Era lord Rianle —graznó Akadie—. El padre de lord Ezran—Rianle, que fue secuestrado. Quiere que le devuelva sus cien mil ozols.

—¿Dejará que su hijo se pudra? —inquirió asombrado Glinnes.

Akadie se dirigió al gabinete donde guardaba el teléfono y puso el aparato en funcionamiento.

—La Maza ha atacado el reducto de Bandolio —dijo, volviéndose hacia Glinnes y Shermatz—. Capturaron a Bandolio, todos sus hombres y naves; liberaron a los cautivos que Bandolio hizo en Welgen y otros muchos.

—¡Excelentes noticias! —exclamó Glinnes—. Entonces, ¿por qué deambula como un muerto?

—Esta tarde envié el dinero. Los treinta millones de ozols han desaparecido.