Los Tanchinaros, al derrotar a los Karpunos, se habían hecho un flaco favor. Puesto que Sagmondo Bandolio y sus astromenteros habían robado el botín, se habían quedado sin recursos económicos y, a causa de su demostrada capacidad Perinda no podía contratar partidos de uno o dos mil ozols. Carecían de los fondos necesarios para retar a cualquier equipo de la categoría de diez mil ozols.
Una semana después del partido contra los Karpunos, los Tanchinaros se reunieron en la isla Rabendary, y Perinda explicó el lamentable estado de cosas.
—Sólo he encontrado tres equipos dispuestos a jugar contra nosotros, y ninguno arriesgara a su sheirl por menos de diez mil ozols. Otra cuestión: no tenemos sheirl. Duissane parece haber llamado la atención de cierto lord, lo que era su objetivo desde luego. Ahora, ni ella ni Tammi están dispuestos a arriesgar el precioso pellejo de la chica.
—¡Bah! —dijo Lucho—. En primer lugar, a Duissane nunca le gustó el hussade.
—Claro que no —dijo Warhound—. Es trevanyi. ¿Habéis visto alguna vez jugar al hussade a un trevanyi? Es la primera sheirl trevanyi que conozco.
—Los trevanyis practican sus propios deportes —dijo Gilweg.
—Como Cuchillos y Gaznates —dijo Glinnes.
—Y Trills y Ladrones.
—Y Merling, Merling, ¿quién tiene el cadáver?
—Y Escóndete y Escabúllete.
—Siempre podemos reclutar otra sheirl —dijo Perinda—. Nuestro problema es el dinero.
—Invertiría mis cinco mil ozols si supiera que los voy a recuperar —gruñó Glinnes.
—Podría reunir unos mil, de una forma u otra —dijo Warhound.
—Eso hacen seis mil —dijo Perinda—. Yo pondré otros mil… o mejor, le pediré prestados mil a mi padre… ¿Quién más? Vamos, miserables destripaterrones, sacad vuestro dinero.
Dos semanas después, los Tanchinaros jugaron contra los Kanchedos de la Isla del Océano, en el gran estadio de la Isla del Océano, por una bolsa de veinticinco mil ozols; los equipos aportaban quince mil, y diez mil el estadio. La nueva sheirl tanchinaro era Sacharissa Simone, una muchacha de la montaña Fal Lal, agradable, ingenua y bonita, pero carente de auténtico sashei. Había dudas generales acerca de su virginidad, pero nadie deseaba poner el asunto en discusión.
—Que cada uno de nosotros pase una noche con ella —gruñó Warhound—, y resuelva la cuestión a satisfacción de todos.
Sea por lo que sea, los Tanchinaros jugaron con lentitud y cometieron una serie de asombrosos errores. Los Kanchedos ganaron cómodamente por tres tantos. El acaso inocente cuerpo de Sacharissa se exhibió con todo detalle ante los treinta y cinco mil espectadores, y Glinnes se encontró con sólo trescientos o cuatrocientos ozols en la cartera. Volvió a la isla Rabendary en un estado de profunda depresión, se dejó caer en las viejas sillas de cuerda y pasó la noche mirando la isla Ambal, al otro lado del ancho. ¡En qué lío caótico había convertido su vida! Los Tanchinaros, empobrecidos, humillados, al borde de la disolución. La isla Ambal, más lejos de su alcance que nunca. Duissane, una chica que había ejercido un curioso hechizo sobre él, ahora había encauzado sus ambiciones hacia la aristocracia, y Glinnes, antes indiferente, se irritaba al pensar en Duissane en la cama de otro hombre.
Dos días después del catastrófico partido contra los Kanchedos, Glinnes se desplazó en el trasbordador a Welgen para encontrar un comprador al que colocar veinte sacos de sus excelentes manzanas almizcleñas de Rabendary. No tardó en solucionar el asunto. Como le quedaba una hora libre antes del viaje de vuelta, Glinnes se detuvo a comer en un pequeño restaurante con mesas en el interior y a la sombra de un emparrado de fulgencias. Bebió una jarra de cerveza y devoró pan con queso, mientras contemplaba a los habitantes de Welgen dirigirse a sus ocupaciones… Pasó un grupo de auténticos fanschers, jóvenes solemnes, erguidos y alertas, frunciendo el ceño a la lejanía como absortos en pensamientos portentosos… No tardó en ver a Akadie, que caminaba a buen paso, con la cabeza agachada y su chaqueta estilo fanscher aleteando a los lados. Glinnes le llamó cuando pasó junto a él.
—¡Akadie! ¡Tome asiento y beba una jarra de cerveza!
Akadie se detuvo como si hubiera chocado contra un obstáculo invisible. Escudriñó el emparrado para localizar el origen de la voz, echó una ojeada por encima del hombro y se apresuró a tomar asiento junto a Glinnes. Tenía la cara tensa; cuando habló, lo hizo con voz aguda y nerviosa.
—Creo que les he despistado, o al menos así lo espero.
—Ah, ¿sí? —Glinnes recorrió con la mirada del trayecto efectuado por Akadie—. ¿A quién ha despistado?
La respuesta de Akadie fue típicamente ambigua.
—Tenía que haber rechazado el encargo; sólo me ha reportado angustia. ¡Cinco mil ozols! Pensar que trevanyis codiciosos me acechan, a la espera de un solo momento de descuido. Qué farsa. Pueden quedarse con sus treinta millones de ozols, junto con mis miserables cinco mil, y construir el asilo de menesterosos más fastuoso que jamás haya contemplado el universo humano.
—En otras palabras, ha reunido los treinta millones de ozols del rescate.
Akadie asintió, malhumorado.
—Te aseguro que no se trata de auténtico dinero. Quiero decir que los cinco mil ozols que cobro como honorarios representan cinco mil ozols gastables. Llevo treinta millones de ozols en este maletín —dio un golpecito a un pequeño maletín negro de asas plateadas—, pero me parecen simples fajos de papel.
—A usted.
—En efecto. —Akadie miró otra vez por encima del hombro—. Otra gente es menos adepta a la simbología abstracta o, para ser más preciso, utiliza símbolos diferentes. Para mí, estos billetes significan fuego y humo, miedo y dolor. Otras personas perciben todo un conjunto distinto de referentes: palacios, yates espaciales, perfumes y placeres.
—En suma, tiene miedo de que le roben el dinero.
La ágil mente de Akadie ya había vislumbrado mucho antes una respuesta categórica.
—¿Puedes imaginarte las vicisitudes a las que se expondría el hombre que extraviara treinta millones de ozols pertenecientes a Sagmondo Bandolio? La conversación podría desarrollarse así. Bandolio: «Le pido que me entregue, Janno Akadie, los treinta millones de ozols entregados a su custodia». Akadie: «Tendrá que ser valiente e indulgente, puesto que ese dinero ya no obra en mi poder». Bandolio… ¡Ay de mí! Mi imaginación desfallece. Me es imposible concebir lo que vendría a continuación. ¿Se compondría con frialdad? ¿Se enfurecería? ¿Lanzaría una carcajada despreocupada?
—Si de verdad le robaran, su curiosidad sería escasamente recompensada.
Akadie admitió la observación con una ácida mirada de soslayo.
—Si pudiera identificar con seguridad a alguien o algo… Si supiera con precisión a quién o qué evitar…
No terminó la frase.
—¿Ha percibido alguna amenaza específica, o sólo está nervioso?
—Estoy nervioso, desde luego, pero es mi estado habitual. Aborrezco la incomodidad, temo el dolor, me niego incluso a reconocer la posibilidad de la muerte. Todas estas circunstancias se ciernen ahora sobre mí.
—Treinta millones de ozols es una cantidad impresionante —dijo Glinnes, pensativo—. Personalmente, sólo necesito doce mil.
Akadie empujó el maletín hacia Glinnes.
—Aquí lo tienes. Coge lo que quieras y dale las explicaciones pertinentes a Bandolio… Pero no. —Recobró el maletín de nuevo—. No se me permite esta opción.
—Hay un detalle que me desconcierta. Puesto que está tan angustiado, ¿por qué no ingresa el dinero en un banco? Allí, por ejemplo, está el banco de Welgen. Sólo tardará veinte segundos en llegar.
—Si fuera tan sencillo… —suspiró Akadie—. He recibido instrucciones de tener el dinero disponible para entregarlo al mensajero de Bandolio.
—¿Cuándo vendrá?
Akadie alzó los ojos hacia las fulgerias.
—¿Cinco minutos, cinco días, cinco semanas? Ojalá lo supiera.
—Todo parece un poco irracional. Sin embargo, los astromenteros utilizan los sistemas de trabajo que más les convienen. Piense que dentro de un año el episodio le proporcionará más de una anécdota divertida.
—Sólo puedo pensar en el momento presente —gruñó Akadie—. Este maletín apoyado en mi regazo me quema como un yunque al rojo vivo.
—¿A quién teme exactamente?
A pesar de sus temores, Akadie no podía resistirse a un análisis didáctico.
—Hay tres grupos que anhelan fervientemente el dinero: los fanschers, para comprar tierras, herramientas, información y energía; los nobles, para renovar sus menguadas fortunas, y los trevanyis, de por sí avariciosos. Hace sólo unos segundos descubrí a dos trevanyis que caminaban con sigilo detrás de mí.
—Tal vez sea significativo, o tal vez no.
—Es mejor quitarle importancia. —Akadie se levantó—. ¿Vuelves a Rabendary? ¿Por qué no me acompañas?
Caminaron hacia el muelle, subieron a la lancha motora blanca de Akadie y se dirigieron hacia el este por el ancho de Inner. Pasaron entre las islas Lace, recorrieron el ancho de Ripil, dejaron atrás Saurkash, se internaron en el angosto estrecho de Athenry y desembocaron en el ancho de Fleharish, donde observaron una embarcación de mástiles inclinados negra y púrpura que iba de un lado a otro a gran velocidad.
—Hablando de trevanyis —dijo Glinnes—, fíjese en quién se divierte con lord Gensifer.
—Ya me he dado cuenta.
Akadie guardó pensativamente el maletín negro bajo el asiento de popa.
Lord Gensifer impulsó a su nave en un deportivo caracoleo, proyectando al aire una larga nube de espuma, y después se lanzó adelante con un siseo para alcanzar a Akadie y Glinnes. Akadie, murmurando una increpación, detuvo su barca. Lord Gensifer se colocó a su lado. Duissane, ataviada con un atractivo vestido azul pálido, miró de soslayo con una expresión de aburrimiento malhumorado, pero se abstuvo de cualquier otro saludo. Lord Gensifer exhibía un excelente estado de ánimo.
—¿Adónde os dirigís en esta tarde maravillosa con tanto sigilo? Apostaría que a robar en la reserva de patos de lord Milfred. —Lord Gensifer hacía alusión burlesca a un antiguo chiste de la región—. Vaya par de bribones.
—Temo que nos embargan preocupaciones más importantes, haga buen día o no —replicó Akadie con su voz más educada.
Lord Gensifer hizo un gesto desenvuelto para indicar que su pequeña broma había concluido.
—¿Cómo va su recolecta?
—Recogí las últimas cantidades esta mañana.
Akadie respondió con rigidez. Estaba claro que no deseaba seguir hablando del asunto, pero lord Gensifer, falto de tacto, prosiguió.
—Entrégueme uno o dos millones de esos ozols. Bandolio apenas notaría la diferencia.
—Me gustaría mucho entregarle los treinta millones —expreso Akadie—, y usted se encargaría de rendirle cuentas a Sasmondo Bandolio.
—Gracias —contestó lord Gensifer—, pero declino la oferta. —Examinó la embarcación de Akadie—. De modo que lleva el dinero encima, ¿eh? Ahí, en la sentina, como si tal cosa. ¿No se ha dado cuenta de que las barcas se hunden a veces? ¿Qué le diría en ese caso a Sagmondo Bandolio?
La voz de Akadie, tensa de desagrado, se quebró.
—Una contingencia muy remota.
—Sin duda, pero estamos aburriendo a Duissane, a quien desagradan estos asuntos. Se niega a visitarme en mi mansión… ¡Piénselo! La he tentado con lujos y elegancia… Se resiste a todo. Trevanyi de pies a cabeza. ¡Salvaje como un pájaro! ¿Estás seguro de que no puede desprenderse de un millón de ozols? ¿Qué me dice de medio millón? ¿Y de unos míseros cien mil?
Akadie sonrió con infinita paciencia y meneó la cabeza. Lord Gensifer tiró de la válvula de estrangulación con un movimiento de la mano; la embarcación púrpura y plateada saltó hacia adelante, describió un brioso arco y se dirigió al norte, hacia los Comunes de la Prefectura, cuyo espolón determinaba el límite del ancho de Fleharish.
Akadie y Glinnes procedieron con más calma. Al llegar a la isla Rabendary. Akadie optó por bajar a tierra y tomar una taza de té, pero se quedó sentado en el borde de su silla, oteando primero el canal de Ilfish, después el ancho de Ambal, y luego la fila de pomanderos que ocultaban el estrecho de Farwan. Las hojas altas y oscilantes de los árboles creaban una sensación de movimientos furtivos que acrecentaron el nerviosismo de Akadie.
Glinnes sacó un frasco de vino rancio para calmar las aprensiones de Akadie, y dio tan buen resultado que la tarde dejó paso al pálido avness.
Por fin, Akadie sintió el impulso de volver a casa.
—Puedes acompañarme, si quieres. A decir verdad, tengo los nervios de punta.
Glinnes accedió a seguir a Akadie en su propia barca, pero éste continuó frotándose el mentón, resistiéndose a partir.
—Quizá sería mejor que llamaras a Marucha para comunicarle que ahora vamos. Pregúntale también si ha reparado en algún detalle extraño de cualquier tipo.
—Como quiera.
Glinnes fue a hacer la llamada. Marucha se sintió aliviada al saber que Akadie volvía a casa. ¿Detalles extraños? Ninguno en especial. Tal vez algunas barcas de más en la vecindad o la misma que no cesaba de pasar arriba y abajo. Apenas se había fijado.
Glinnes encontró a Akadie al final del muelle, contemplando el estrecho de Farwan con el ceño fruncido. Subió a su lancha blanca y Glinnes le siguió muy de cerca hasta el ancho de Clinkhammer, transparente, sereno y desierto a la luz gris malva del avness. Glinnes vio que Akadie llegaba al muelle sano y salvo; después, dio media vuelta y volvió a Rabendary.
Apenas había puesto el pie en casa cuando el teléfono sonó. El rostro de Akadie apareció en la pantalla con una expresión de lúgubre triunfo.
—Ha sucedido exactamente como había esperado —dijo Akadie—. Estaban allí, aguardándome tras el cobertizo de la lancha… Eran cuatro, trevanyis sin duda alguna, a pesar de que se cubrían con máscaras.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Glinnes.
Sospechaba que Akadie manipulaba el relato para conseguir un mayor efecto dramático.
—Justo lo que yo esperaba, eso es lo que ha ocurrido —rugió Akadie—. Me dominaron y se llevaron el maletín; después, huyeron en sus barcas.
—Ya. Treinta millones de ozols tirados al agua.
—¡Ja ja! Nada de eso. Sólo un maletín cerrado con llave, lleno de hierba y tierra. Cuando los Drosset fuercen la cerradura, se quedarán algo decepcionados. Digo los Drosset deliberadamente, porque reconocí la postura peculiar del hijo mayor, y los ademanes de Vang Drosset también son muy característicos.
—¿Ha dicho… cuatro?
Akadie esbozó una sombría sonrisa.
—Uno de los asaltantes era de complexión débil. Esta persona se mantuvo apartada, vigilando.
—Vaya. ¿Dónde está el dinero?
—Te he llamado por eso. Lo dejé en la caja de cebos de tu muelle, y mi previsión estuvo ampliamente justificada. Quiero que hagas lo siguiente: sal al muelle y asegúrate de que nadie te vigila. Saca el paquete envuelto en papel de plata de la caja y ocúltalo en casa. Mañana te llamaré.
Glinnes contempló la imagen de Akadie con el ceño fruncido.
—De modo que ahora estoy a cargo de su odioso dinero. Tengo tantas ganas de que me rebanen el cuello como usted. Me temo que deberé cobrarle unos honorarios profesionales.
Akadie se desentendió al instante de sus preocupaciones.
—¡Qué absurdo! No corres riesgos. Nadie sabe dónde está el dinero…
—Alguien podría tener una intuición de treinta millones de ozols.
No olvide que alguien nos vio juntos hace unas horas.
Akadie respondió con una carcajada algo temblorosa.
—Tu nerviosismo es excesivo. De todas formas, si te sientes más seguro, apostate con tu pistola en un lugar desde el que puedas vigilar a posibles intrusos. De hecho, me parece lo más razonable. La vigilancia nos tranquilizará a ambos.
Glinnes balbuceó de indignación. Antes de que pudiera responder, Akadie hizo un gesto tranquilizador y apagó la pantalla.
Glinnes se puso en pie de un salto y paseó arriba y abajo de la habitación. Después, cogió la pistola, como Akadie había sugerido, y salió al muelle. Las vías fluviales estaban desiertas. Paseó en círculo alrededor de su casa, examinando con particular atención los matorrales. A juzgar por sus investigaciones, sólo él se hallaba en la isla Rabendary.
La caja de los cebos ejercía sobre él una fascinación intolerable. Volvió al muelle y alzó la tapa. Dentro había, ciertamente…, un paquete envuelto en papel de plata. Glinnes lo sacó y, tras dudar un momento, lo entró en la casa. ¿Qué aspecto tendrían treinta millones de ozols?
Calmar su curiosidad no tenía nada de malo. Desenvolvió el paquete y encontró un fajo de papel de periódico. Glinnes, estupefacto, no podía apartar la mirada. Se lanzó hacia el teléfono, pero en seguida se detuvo. Si Akadie se enteraba de la situación, se comportaría de una forma intolerablemente seca y burlona. Si, por otra parte, ignoraba la sustitución, las noticias le destrozarían. No costaba nada retrasarlo hasta la mañana.
Glinnes envolvió de nuevo el paquete y lo puso en la caja de los cebos. Después, se preparó una taza de té y salió a tomarla a la terraza, donde se sentó, contemplando el agua. Era noche cerrada en los marjales; el cielo estaba tachonado de estrellas. Glinnes llegó a la conclusión de que el propio Akadie había cambiado el dinero, dejando el paquete envuelto en papel de plata como señuelo. Una broma típicamente sutil…
Glinnes torció la cabeza al oír el gorgoteo del agua. ¿Merlings? No… Una barca se aproximaba lentamente y en silencio desde el estrecho de Ilfish. Saltó de la terraza y se refugió bajo la sombra de un sombrilla.
El aire estaba completamente en calma. El agua parecía piedra lunar pulimentada. Glinnes forzó la vista a la luz de las estrellas y divisó al poco un esquife sin señales características que llevaba una sola persona, de aspecto frágil, a bordo. ¿Volvía Akadie en busca de sus ozols? No. El corazón de Glinnes saltó en su pecho. Estuvo a punto de salir de las sombras, pero se detuvo y retrocedió.
La barca se deslizó hasta el muelle. La persona que iba a bordo saltó a tierra y ató la amarra a un bolardo. Se acercó en silencio bajo la luz de las estrellas y se inmovilizó frente a la terraza.
—¡Glinnes, Glinnes!
Hablaba entre susurros, como el canto de un pájaro nocturno.
Glinnes siguió a la espera. Duissane se mostraba indecisa, con los hombros caídos. Luego subió a la terraza y escrutó el interior de la casa a oscuras.
—¡Glinnes!
Glinnes se adelantó poco a poco.
Duissane aguardó mientras él cruzaba la terraza.
—¿Me esperabas?
—No, desde luego que no.
—¿Sabes por qué he venido?
Glinnes sacudió lentamente la cabeza.
—Pero estoy asustado.
Duissane rió en silencio.
—¿Porqué?
—Porque en cierta ocasión me entregaste a los merlings.
—¿Tienes miedo a morir? —Duissane se acercó un paso—. ¿Por qué hay que tenerle miedo? Yo no lo tengo. Un pájaro negro de alas suaves transporta nuestros espíritus al Valle de Xian, y allí vagamos en paz.
—La gente devorada por los merlings no deja espíritus. Por cierto, ¿dónde están tu padre y tus hermanos? ¿Se aproximan por el bosque?
—No. Les rechinarían los dientes si supieran que estoy aquí.
—Acompáñame a dar un paseo alrededor de la casa.
Ella le obedeció sin protestar. Una minuciosa inspección reveló que sólo ellos dos se hallaban en la isla Rabendary.
—Presta atención. Escucha a los graznadores de los árboles…
—Los he oído —asintió Glinnes—. No hay nadie en el bosque.
—¿Me crees ahora?
—Lo único que me has dicho es que tu padre y tus hermanos no andan por aquí. Lo creo porque no puedo verles.
—Entremos en la casa.
Ya dentro de la casa, Glinnes encendió la luz. Duissane dejó caer su capa. Sólo llevaba sandalias y un vestido tenue. No portaba armas.
—Hoy salí a navegar con lord Gensifer y te vi. Decidí que esta noche vendría aquí.
—¿Por qué? —preguntó Glinnes, no del todo sorprendido aunque no del todo seguro.
Duissane puso las manos sobre sus hombros.
—¿Recuerdas cómo me burlé de ti en la isleta?
—Me acuerdo muy bien.
—Estabas demasiado vulnerable. Deseaba tu rudeza. Quería que te rieras de mis palabras, que me estrecharas entre tus brazos. En ese instante me habría derretido.
—Disimulaste muy bien. Si no recuerdo mal, me llamaste «despreciable, sucio y glotón». Estaba convencido de que me odiabas.
Duissane esbozó una mueca de tristeza.
—Nunca te he odiado nunca. Has de saber que soy solitaria y caprichosa, y lenta en amar. Mírame ahora. —Ladeó la cabeza—. ¿Crees que soy hermosa?
—Mucho. Jamás he pensado lo contrario.
—Entonces, abrázame y bésame.
Glinnes volvió la cabeza y escuchó. En ningún momento había cesado el susurro de los graznadores de los árboles en el bosque de Rabendary. Miró de nuevo el rostro que estaba tan cerca del suyo. Transparentaba emociones inusitadas, que no podía definir y que, por tanto, le preocupaban. Jamás había visto una mirada semejante. Suspiró; cuesta mucho amar a alguien de quien se desconfía tanto. Cuesta tanto como no amarle. Inclinó la cabeza y besó a Duissane. Fue como si nunca hubiera besado a nadie. Olía a hierbas aromáticas, o a limón, y vagamente a humo de leña. Con el pulso latiéndole atropelladamente, supo que ya no podría volver atrás. Si ella había venido para cautivarle, había triunfado; experimentó la sensación de que nunca se cansaría de ella. ¿Y Duissane? De su cuello colgaba una pastilla en forma de corazón. Glinnes comprendió que era el llamado cauch de los amantes. Ella partió la pastilla con dedos nerviosos y le dio la mitad a Glinnes.
—Nunca he tomado cauch —dijo la joven—. Nunca he deseado amar a nadie. Bebamos un vaso de vino.
Glinnes llevó una botella de vino verde de la despensa y llenó un vaso. Salió a la terraza y examinó las aguas en ambas direcciones. Su plácida tranquilidad sólo se vio truncada por las ondas producidas por un merling que había emergido en algún punto.
—¿Qué esperabas ver? —preguntó Duissane en voz baja.
—Media docena de Drossets, echando chispas por los ojos y con cuchillos en la boca.
—Glinnes —dijo Duissane con gravedad—, te juro que nadie sabe que estoy aquí, excepto tú y yo. ¿Ignoras la seriedad con que se toma mi pueblo la virginidad? Nos tratarían a los dos sin compasión.
Glinnes cruzó la habitación con el vaso en la mano. Duissane abrió la boca.
—Actúa como un amante —dijo ella.
Glinnes puso el cauch en la punta de su lengua; la joven lo remojó con vino.
—Ahora tú.
Glinnes abrió la boca. Duissane puso la mitad de la pastilla de los amantes sobre su lengua. Puede que sea cauch, pensó Glinnes, o puede que lo haya sustituido por un soporífero o un veneno. Sostuvo la pastilla frente a sus dientes, cogió el vaso, bebió vino y se apresuró a escupir la pastilla dentro del vaso. Dejó el vaso sobre el aparador y se volvió de cara a Duissane. Ella se había quitado el vestido: se erguía desnuda y graciosa frente a él; Glinnes jamás había contemplado una visión tan deliciosa. Se convenció por fin de que los Drosset no se aproximaban sigilosamente en la oscuridad. Se acercó a Duissane y la besó. La joven soltó los cierres de la camisa. Glinnes se despojó de sus ropas y la llevó en brazos a la cama, pero antes de que pudiera proseguir Duissane se arrodilló y apoyó la cabeza de Glinnes sobre su pecho. Glinnes oyó los latidos de su corazón y se convenció de que sus sentimientos eran auténticos.
—He sido cruel —susurró ella—, pero ya ha pasado. A partir de este momento viviré sólo para enaltecerte, para hacerte el más feliz de los hombres, y nunca te arrepentirás.
—¿Quieres vivir conmigo aquí, en Rabendary? —preguntó Glinnes, cauteloso y desconcertado al mismo tiempo.
—Mi padre me mataría antes —suspiró Duissane—. No puedes imaginar su odio… Debemos huir a un planeta lejano y vivir en él como aristócratas. Quizá compremos un yate espacial y vaguemos entre las estrellas de colores.
—Todo eso está muy bien —rió Glinnes—, pero requiere dinero.
—No hay problema: emplearemos los treinta millones de ozols.
Glinnes agitó la cabeza con aire sombrío.
—Estoy seguro de que Akadie se opondría.
—¿Cómo puede negárnoslos Akadie? Mi padre y mis hermanos le robaron esta noche. El maletín contenía basura. Hoy guardaba el dinero en su barca, y sólo ha estado aquí. Dejó el dinero aquí, ¿verdad?
Duissane escrutó el rostro de Glinnes.
—Akadie dejó un paquete en mi caja de cebos —sonrió Glinnes—, para ser exactos.
Sin esperar más, la tendió en la cama.
Yacieron abrazados, y Duissane, con la cara extasiada, levantó la vista hacia Glinnes.
—¿Me sacarás de Trullion y me llevarás muy lejos de aquí? Quiero vivir en la abundancia.
Glinnes la besó en la nariz.
—Ssss —susurró—. Sé feliz con lo que poseemos ahora y aquí…
—Dime que harás lo que te pido.
—Es imposible. Lo único que puedo darte es mi persona y Rabendary.
La voz de Duissane adquirió un tono de ansiedad.
—¿Y el paquete de la caja de cebos?
—Basura también. Akadie nos ha engañado a todos, o alguien le dio el cambiazo antes de salir de Welgen.
—¿Quieres decir que aquí no hay dinero? —preguntó Duissane con rigidez.
—Que yo sepa, ni un ozol.
Duissane gimió, y el sonido creció en su garganta hasta convertirse en un aullido de dolor por su virginidad perdida. Se liberó del abrazo y atravesó corriendo la habitación tenuemente iluminada hasta salir al muelle. Abrió la caja de cebos, sacó el paquete y lo desenvolvió a tirones. Al ver el fajo de papeles sin valor emitió un grito de agonía. Glinnes la contemplaba desde el umbral de la puerta, triste, mohíno y sombrío, pero de ningún modo perplejo. Duissane le había amado tan bien como pudo. Indiferente a su desnudez, corrió ciegamente por el muelle y saltó a su barca, pero perdió pie y cayó al agua con un chillido. Se oyó un chapoteo y su voz se transformó en un gorgoteo.
Glinnes corrió por el muelle y saltó a la barca de Duissane. Su forma pálida se debatía a unos dos metros de distancia. Divisó a la luz de las estrellas su rostro aterrorizado… No sabía nadar. A tres metros detrás de ella apareció el aceitoso cráneo negro de la cabeza de un merling; sus ojos circulares emitían un brillo plateado. Glinnes lanzó un ronco grito de desesperación y fue en busca de Duissane. El merling se aproximó nadando y la agarró por el tobillo. Glinnes se abalanzó sobre su cabeza e intentó darle un puñetazo entre los ojos; sólo consiguió hacerse daño en los nudillos y tal vez sorprender al merling. Duissane se aferró a Glinnes con el frenesí de quien está a punto de ahogarse, y rodeó su cuello con las piernas. Glinnes tragó agua. Se liberó de la presa y, tras ganar la superficie, tiró de la chica hacia la barca. Un palpo de merling se apoderó de su tobillo, como en las pesadillas que atormentaban todas las mentes de Trullion: ser arrastrado vivo bajo las aguas a la mesa de los merlings. Glinnes pataleó como un maníaco; su tacón se hundió en las fauces del merling. Se retorció hasta quedar libre. Duissane, lloriqueando, se cogió a los pilotes del muelle. Glinnes nadó con dificultades hacia la escalerilla. Trepó a la barca y pasó a la joven por encima de la borda. Yacieron sin fuerzas, jadeando como peces atrapados.
Algo, un merling decepcionado, golpeó el fondo de la barca. Acosado por el hambre, tal vez intentara volcar la embarcación. Glinnes subió al muelle tambaleándose, izó a Duissane y la guió por el sendero iluminado por la luz de las estrellas hasta la casa.
Duissane se quedó de pie en el centro de la habitación, silenciosa y desdichada, mientras Glinnes llenaba dos vasos con ron de Olanche.
Duissane bebió con apatía, sumida en sus lúgubres pensamientos. Glinnes la secó con una toalla después de hacer él lo mismo, y la acomodó en la cama, donde la joven se puso a llorar. Él la acarició y le besó las mejillas y la frente. Poco a poco, la joven entró en calor y se tranquilizó. El cauch hacía efecto en sus venas. Pensar en las quietas aguas oscuras estremecía su mente. Recuperó la capacidad de respuesta y se abrazaron otra vez.
Duissane se levantó de la cama a primera hora de la mañana. La joven, sin pronunciar palabra, se vistió y se calzó. Glinnes la observaba, desapasionado y letárgico, como si la viera a través de un telescopio. Se incorporó cuando ella se ciñó la capa sobre los hombros.
—¿Adónde vas?
Duissane le dirigió una brevísima mirada de soslayo; su expresión silenció las palabras de Glinnes. Éste se levantó de la cama y anudó un paray alrededor de su cintura. Duissane ya estaba al otro lado de la puerta. Glinnes la siguió por el sendero hasta el muelle, pensando en decirle algo que no sonara hueco o petulante.
Duissane subió a su barca. Le dedicó una sonrisa inexpresiva y después partió. Glinnes se quedó mirándola, confuso y absorto en sus pensamientos. ¿Por qué actuaba ella así? Había venido a él; Glinnes no le había pedido nada, no le había ofrecido nada… Comprendió su error. Era necesario, se dijo, ver la situación desde el punto de vista trevanyi. Él había ofendido su extravagante orgullo trevanyi. Había aceptado de ella algo de inconmensurable valor; no le había dado nada a cambio, sin contar con lo que ella esperaba recibir. Él era duro, superficial, insensible; le había puesto en ridículo.
Existían implicaciones más profundas y oscuras, derivadas de la visión del mundo trevanyi. No sólo era Glinnes Hulden ni un trill lascivo; representaba el Hado oscuro, el Alma Cósmica hostil contra la cual los trevanyis se consideraban heroicamente opuestos. Para los trills, la vida discurría con negligente placidez… Lo que no llegaba hoy, llegaría mañana; el período intermedio carecía de importancia. La vida era en sí misma un placer. Para los trevanyis, cada acontecimiento era un portento que debía ser examinado en todos sus aspectos, a fin de sopesar las consecuencias y resultados. Moldeaban su universo pieza por pieza. Cualquier beneficio o golpe de suerte era una victoria personal que merecía celebrarse y disfrutar al máximo; cualquier calamidad o revés, por leve que fuera, constituía una derrota o un insulto para uno mismo. Duissane, por lo tanto, había sufrido una catástrofe psicológica por obra de Glinnes, pese a que, desde el punto de vista trill, él se había limitado a aceptar lo que le ofrecían libremente.
Apesadumbrado. Glinnes volvió a casa. Su mirada se detuvo en la caja de los cebos. Una curiosa idea se insinuó en su mente. Levantó la tapa y miró en el interior. Allí seguía el paquete de papeles sin valor, que sacó. Exploró con los dedos la capa inferior de paja y serrín y encontró un objeto que resultó ser otro paquete envuelto en una película transparente. Glinnes vio billetes rosas y blancos del Banco de Welgen. Akadie había utilizado un truco astuto para ocultar el dinero. Glinnes meditó un momento; después, cogió el paquete envuelto en papel de plata para envolver el dinero, que volvió a colocar en la caja de los cebos. Apenas había terminado oyó el ruido de una barca que se aproximaba.
La embarcación blanca de Akadie se acercaba por el estrecho de Farwan con dos pasajeros; Akadie y Glay. La barca se adosó al muelle.
Glinnes cogió la amarra y pasó el lazo por el bolardo.
Akadie y Glay saltaron al muelle.
—Buenos días —dijo Akadie con discreto regocijo. Examinó a Glinnes con ojo clínico—. Estás pálido.
—No he dormido mucho, preocupado por su dinero.
—Confío en que esté a salvo —dijo Akadie, risueño.
—Duissane Drosset le echó una ojeada —respondió Glinnes, aparentando ingenuidad—. Sea por lo que fuere, lo dejó en su sitio.
—¡Duissane! ¿Cómo supo que estaba ahí?
—Preguntó dónde estaba: le dije que usted había dejado un paquete en la caja de los cebos. Afirmó que sólo contenía papeles sin valor.
—Mi pequeña broma —rió Akadie—. Creo que oculté el dinero con cierta habilidad.
Akadie fue hacia la caja de los cebos, desenvolvió el paquete, que dejó caer sobre el muelle, y rebuscó en la capa de desperdicios. Su rostro se petrificó.
—¡El dinero ha desaparecido!
—¡Quién lo iba a decir! —exclamó Glinnes—. Es difícil creer que Duissane Drosset sea una ladrona.
Akadie apenas le escuchaba. Su voz se convirtió en un grito estrangulado por el miedo.
—Dime. ¿dónde está el dinero? Bandolio no me tratará con amabilidad; enviará a sus hombres para que me conviertan en picadillo… ¿Dónde, oh, dónde? ¿Duissane robó el dinero?
Glinnes no pudo atormentar más a Akadie. Empujó un poco el paquete envuelto en papel de plata con la punta del pie.
—¿Qué es esto?
Akadie se precipitó sobre el paquete y lo abrió. Miró a Glinnes con exasperación y gratitud.
—Es una monstruosidad burlarse de un hombre preso de ansiedad.
—¿Qué va a hacer ahora con el dinero? —sonrió Glinnes.
—Lo de antes, esperar instrucciones.
Glinnes miró a Glay.
—¿Qué me cuentas? Supongo que sigues siendo un fanscher.
—Naturalmente.
—¿Cómo va tu cuartel general?, o instituto central…, como quieras llamarlo.
—Hemos reclamado un pedazo de terreno libre no lejos de aquí, en el extremo del valle Karbashe.
—¿En el extremo del Karbashe? ¿No es el Valle de Xian?
—El Valle de Xian se halla muy cerca.
—Una extraña elección —comentó Glinnes.
—¿Por qué extraña? —replicó Glay—. La tierra está libre y desocupada.
—Exceptuando el pájaro de la muerte de los trevanyis e incontables almas trevanyis.
—No nos entrometeremos en sus terrenos, y dudo que ellos se entrometan en los nuestros. Digamos que haremos uso de la tierra en condominio.
—Ya que vuestra tierra os va a costar tan barata, ¿qué pasa con mis doce mil ozols?
—Olvídate de los doce mil ozols. Ya hemos discutido bastante el asunto.
Akadie ya había subido a su embarcación.
—Vamos, pues; volvamos a Rorquin antes de que los ladrones infesten el río.