El estadio de Welgen, el mayor de la Prefectura de Jolany, estaba ocupado en toda su capacidad. La aristocracia de las prefecturas de Jolany. Minch, Straveny y Gulkin abarrotaba las cuatro alas. Treinta mil personas se apiñaban en los bancos de las secciones de clase baja. Un enorme contingente había llegado de Vertrice, cuatro mil kilómetros al oeste. Ocupaba una sección decorada con los colores de los Karpunos, naranja y verde. En lo alto ondeaban veintiocho gonfalones naranja y verde, alusivos a las veintiocho victorias consecutivas de los Karpunos.
La orquesta había tocado durante una hora música de hussade; himnos triunfales de una docena de equipos diferentes, la Canción de guerra de los jugadores de Miraksian, que crispaba los nervios y constreñía las vísceras; la embelesadora, dulce y triste a la vez, Tristezas de la sheirl Urales, y después, cinco minutos antes del partido, Gloria de los héroes olvidados.
Los Tanchinaros salieron al campo y se quedaron de pie junto al pedestal este, con las máscaras subidas. Un momento después, los Karpunos aparecieron al lado del pedestal oeste. Vestían justillos verde oscuro y pantalones a rayas verde oscuro y naranja; como los Tanchinaros, llevaban las máscaras subidas. Los equipos se examinaron con aire sombrío de un extremo a otro del campo. De Jehan Aud, el capitán karpuno, veterano de mil partidos, se sabía que era un genio táctico; ningún detalle escapaba a su vista. Para cada cambio en el juego aportaba instintivamente una respuesta óptima. Denzel Warhound era joven, innovador, rápido como el rayo. Aud contaba con la seguridad de la experiencia. Múltiples esquemas bullían en la mente de Warhound. Ambos hombres confiaban en sus capacidades. Los Karpunos tenían la ventaja de llevar mucho tiempo juntos. Los Tanchinaros oponían una fuerza bruta de vitalidad e ímpetu, cualidades muy valiosas en el juego. Los Karpunos sabían que iban a ganar. Los Tanchinaros sabían que los Karpunos iban a perder.
Los equipos aguardaron mientras la orquesta interpretaba Thresildama, un saludo tradicional a los equipos en liza.
Los capitanes aparecieron con las sheirls. La orquesta tocó Prodigios de gracia y gloria. La sheirl de los Karpunos era una criatura maravillosa llamada Farero, una rubia de ojos centelleantes, radiante de sashei. De acuerdo con algún procedimiento místico, al subir al pedestal se trascendió para convertirse en su propio arquetipo. Del mismo modo, Duissane se transformó en una versión intensificada de ella misma: delicada, melancólica, valiente hasta lo indecible, henchida de imponente arrojo y de su particular sashei, tan arrebatador como el de la sublime Farero.
Los jugadores se bajaron las máscaras. Los deslumbradores Tanchinaros clavaron la mirada en los crueles Karpunos.
Los Karpunos consiguieron la luz verde y el primer despliegue ofensivo. Los equipos tomaron posiciones en el campo. La música cambió y de cada instrumento brotó una docena de modulaciones para crear un dorado acorde final. Silencio absoluto. Los cuarenta mil espectadores contuvieron el aliento.
Luz verde. Los Karpunos se lanzaron hacia adelante con su celebrada Marejada, tratando de envolver y abrumar a los Tanchinaros. Los delanteros atravesaron el foso, seguidos de los libres y, muy cerca, de los defensas, que buscaron el cuerpo a cuerpo con ferocidad.
Los Tanchinaros estaban preparados para la táctica. En lugar de retroceder, los cuatro defensas cargaron hacia adelante y los equipos chocaron como un par de rebaños en estampida, dando origen a una indecisa reyerta. Algunos minutos después, Glinnes se zafó y ganó el pedestal. Miró de frente a Farero, la sheirl karpuna, y aferró la anilla. La joven estaba pálida de excitación y desconcierto; jamás un enemigo había puesto la mano sobre su anilla.
Sonó el gong. Jean Aud pagó con aire sombrío ocho mil ozols. Los equipos se tomaron un período de descanso. Cinco tanchinaros y cinco karpunos habían sido lanzados al depósito; el honor de ambos estaba salvado. Warhound se mostró jubiloso.
—Es un gran equipo, no hay duda, pero nuestros defensas son inamovibles y nuestros delanteros más rápidos. Sólo sus libres son superiores, y no mucho.
—¿Qué intentarán esta vez? —preguntó Gilweg.
—Creo que lo mismo —contestó Warhound—, pero con más orden. Quieren inmovilizar a nuestros delanteros y emplear al máximo sus energías.
El partido se reanudó. Aud utilizó a sus hombres de manera conservadora. Hostigaban y embestía con la esperanza de arrojar al depósito a un delantero. El astuto Warhound, tras haber examinado la situación, contuvo a sus fuerzas hasta que Aud perdió la paciencia. Los Karpunos intentaron una repentina carga por el centro. Los delanteros tanchinaros se apartaron, les dejaron pasar y después saltaron el foso. Lucho subió al pedestal y aferró la anilla de Farero.
Se pagaron siete mil ozols como rescate.
—¡No descuidéis la vigilancia! —dijo Warhound al equipo—. Ahora es cuando serán más peligrosos. No han ganado veintiocho partidos por chiripa. Me huelo una Marejada.
Warhound estaba en lo cierto. Los karpunos arrollaron la ciudadela tanchinara con todas sus fuerzas. Glinnes fue a parar al depósito, así como Sladine y Wilmer Guff. Glinnes subió por la escalerilla a tiempo de lanzar al depósito a un karpuno que se hallaba a sólo tres metros del pedestal: después, fue arrojado al agua por segunda vez, y antes de que pudiera volver al campo sonó el gong.
Por primera vez. Duissane había sentido una mano en su anilla de oro. Warhound devolvió con furia ocho mil ozols.
Glinnes nunca había jugado un partido tan agotador. Los Karpunos parecían incansables; corrían por el campo, saltaban y se columpiaban como si el partido acabara de empezar. Ignoraba que para los Karpunos los delanteros tanchinaros parecían destellos plateados y negros impredecibles, fieros como demonios, tan sobrenaturalmente ágiles que parecían correr por el aire, mientras que los defensas tanchinaros se materializaban sobre el terreno de juego como cuatro sentencias inexorables.
La batalla se desarrollaba a lo largo y ancho del campo, los Tanchinaros, paso a paso, se abrieron camino hasta el pedestal. Los delanteros, implacables y despiadados, empujaban, golpeaban, se columpiaban, hostigaban. El rugido de la multitud retrocedió hasta el límite de la conciencia. Toda la realidad estaba concentrada en el campo, en las pasarelas y caminos, en el agua que centelleaba al sol. Una vasta nube tapó por un instante el sol. Casi en el mismo momento, Glinnes vio un sendero abierto entre los colores verde y naranja. ¿Una trampa? Se lanzó hacia adelante con las últimas fuerzas de sus piernas, evitando a sus contrincantes. Naranjas y verdes aullaron roncamente. Las máscaras karpunas, antes tan austeras y compuestas, parecían ahora retorcerse de dolor. Glinnes ganó el pedestal, aferró la anilla de oro ceñida a la cintura de Farero y ya sólo debía tirar de ella y dejar desnuda a la doncella de ojos azules ante cuarenta mil ojos exaltados. La música, majestuosa y trágica, aumentó de intensidad. La mano de Glinnes se crispó y vaciló; no se atrevía a humillar a esta maravillosa criatura…
La nube oscura no era una nube. Tres cascos negros se cernieron sobre el estadio, ocultando la luz de la tarde. La música cesó de repente, y del público brotó un grito agudo.
—¡Astromenteros! Salgan…
Palabras confusas interrumpieron el grito, y otra voz ronca habló.
—Sigan en sus asientos. No se muevan ni un milímetro.
No obstante, Glinnes cogió a Farero por el brazo, la hizo bajar del pedestal y descender por la escalerilla hasta el depósito situado bajo el campo.
—¿Qué está haciendo? —murmuró ella, debatiéndose horrorizada.
—Intento salvar su vida —dijo Glinnes—. Los astromenteros se la llevarían y nunca volvería a ver su hogar.
—¿Estaremos a salvo aquí abajo? —preguntó la muchacha con voz temblorosa.
—Yo diría que sí. Saldremos por el desagüe. Rápido… Está en el otro extremo.
Nadaron por el agua lo más de prisa que pudieron, bajo los caminos, hasta rebasar el foso central. Por la otra escalerilla bajaba Duissane, con el rostro contraído y blanco de miedo. Glinnes la llamó.
—Acércate… Saldremos por el desagüe. Quizá no lo vigilen.
En una esquina del depósito, el agua fluía por una zanja que daba a una vía de agua corta y estrecha. Glinnes se deslizó por la zanja y se izó a un saliente de barro negro y maloliente. A continuación llegó Duissane, apretando el vestido blanco contra su cuerpo. Glinnes la ayudó a subir al talud de barro, pero la joven perdió pie y quedó sentada sobre el barro. Glinnes no pudo reprimir una sonrisa.
—¡Lo has hecho a propósito! —gritó Duissane con voz temblorosa.
—¡No!
—¡Sí!
—Lo que tú digas.
Farero se acercó por el desagüe. Glinnes tiró de ella y la subió al saliente. Duissane luchó para ponerse en pie. Los tres observaron con aire de duda el canal, que serpenteaba hasta perderse de vista bajo los árboles arqueados. El agua parecía oscura y profunda; un leve aroma a merling flotaba en el aire. No cabía la menor posibilidad de nadar, ni siquiera de vadear la corriente. Al otro lado del canal había amarrada una tosca y pequeña canoa, perteneciente sin duda a dos muchachos que habían entrado de forma ilegal en el campo por el sumidero.
Glinnes gateó sobre la zanja hasta la canoa, que estaba llena de agua y osciló precariamente bajo su peso. Vació unos cuantos litros de agua, pero no se atrevió a demorarse más. Empujó la embarcación hacia la otra orilla. Subió Duissane, después Farero, y el agua alcanzó casi las bordas. Glinnes entregó el cubo que había utilizado a Duissane, quien se puso a trabajar con el ceño fruncido. Glinnes empezó a remar con cautela por la vía de agua. Desde el estadio, detrás de ellos, se oyó el chirrido del sistema de megafonía.
—Los espectadores de las alas A, B, C y D salgan en fila hacia las salidas del sur. No nos llevaremos a todos; tenemos una lista exacta de lo que queremos. Vayan de prisa y no causen problemas; mataremos a todo aquel que nos estorbe.
¡Increíble!, pensó Glinnes. Una extravagante avalancha de acontecimientos: excitación, colorido, pasión, música y victoria…, y ahora miedo y salir a escape con dos sheirls. Una le odiaba. La otra, Farero, le examinaba por el rabillo de sus magníficos ojos azules como el mar. Farero sustituyó a Duissane y cogió el cubo. Duissane, malhumorada, se quitó el barro del vestido. Menudo contraste, pensó Glinnes. Farero se veía triste pero resignada; era obvio que había preferido escaparse por el sumidero que quedar desnuda sobre el pedestal. Duissane lamentaba cada instante de incomodidad y daba la impresión de descargar toda la responsabilidad de lo sucedido sobre Glinnes.
La vía fluvial describió una curva. Delante, a unos cien metros, centelleaba el canal de Welgen, y más allá el Océano del Sur. Glinnes remó con más confianza; habían escapado de los astromenteros. ¡Un ataque por sorpresa en masa! Y, sin duda, planeado desde hacía mucho tiempo, para capturar de un solo golpe a toda la gente rica de la prefectura. Tomarían rehenes para conseguir un rescate, y chicas para divertirse. Los cautivos regresarían cabizbajos y arruinados, pero las chicas nunca volverían a ser vistas. Las arcas del estadio contendrían como mínimo cien mil ozols, y los fondos de ambos equipos aportarían otros treinta mil. Incluso era posible que saquearan los bancos de Welgen.
La vía fluvial se ensanchó y se alejó serpenteando de la orilla por un bajío repleto de barro sembrado de cráteres de gas. Hacia el este se prolongaba la Punta de Welgen, y al otro lado se abría el puerto; la orilla se alejaba en dirección oeste hasta hundirse en la neblina del atardecer. Glinnes se sentía expuesto a cielo abierto. Se dijo que era irracional, pues los astromenteros no podían permitirse el lujo de perseguirles, aunque hubieran reparado en la endeble canoa. Farero no había parado un momento de achicar el agua. El agua penetraba por varias vías, y Glinnes se preguntó por cuánto tiempo la embarcación seguiría a flote. El tembloroso limo negro de las tierras bajas inundadas por la marea alta era poco atractivo. Glinnes se desvió hacia la más próxima de las isletas boscosas esparcidas por el canal, un montículo de tierra que distaba unos cincuenta metros.
La embarcación se meció sobre una oleada que provenía del océano y se llenó de agua. Farero achicó con la mayor rapidez posible, Duissane hizo lo propio con las manos, y llegaron a la isleta justo cuando la canoa se hundía bajo sus pies. Glinnes tiró de la canoa con gran alivio hasta depositarla sobre la diminuta playa. Nada más poner el pie en tierra, las tres naves astromenteras surgieron a la vista. Enfilaron hacia el sur y desaparecieron, junto con su preciosa carga.
Farero exhaló un suspiro.
—De no ser por usted —dijo a Glinnes—, iría a bordo de una de esas naves.
—De no ser por mí misma, yo también estaría allí arriba —rezongó Duissane.
Ajá, pensó Glinnes, ya comprendo el motivo de su disgusto: se siente menospreciada.
Duissane saltó a tierra.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—Alguien pasará tarde o temprano. Entretanto, esperaremos.
—No tengo ganas de esperar —replicó Duissane—. Cuando achiquemos el agua de la canoa podremos volver remando a la costa. ¿Es necesario que nos quedemos sentados, temblando de frío, en este miserable pedazo de tierra?
—¿Tienes alguna sugerencia mejor? La barca hace agua y el agua está infestada de merlings. De todas formas, creo que podré arreglar las grietas.
Duissane fue a sentarse sobre un trozo de madera. Naves de la Maza aparecieron por el oeste, rodearon la zona, y una aterrizó en Welgen.
—Muy tarde, demasiado tarde —dijo Glinnes.
Vació de agua la canoa y taponó con musgo todas las grietas que pudo encontrar. Farero se acercó para observarle.
—Se ha portado muy bien conmigo —dijo la joven.
Glinnes levantó la vista para mirarla.
—Vaciló cuando no le hubiera costado nada tirar de mi anilla. No quiso humillarme.
Glinnes asintió en silencio y prosiguió su trabajo.
—Tal vez por eso esté enfadada su sheirl.
Glinnes miró de soslayo a Duissane, que contemplaba el agua con el ceño fruncido.
—Pocas veces está de buen humor.
—Ser sheirl es una experiencia muy extraña —dijo Farero con aire pensativo—. Se experimentan los impulsos más extraordinarios… Hoy he perdido, pero los astromenteros me salvaron. Quizá ella se sienta estafada.
—Tiene suerte de estar aquí, y no a bordo de una nave pirata.
—Creo que está enamorada de usted y celosa de mí.
Glinnes la miró, estupefacto.
—¿Enamorada de mí? —Dirigió otra mirada disimulada a Duissane—. Creo que se equivoca. Me odia. Lo he comprobado ampliamente.
—Es posible. No soy experta en la materia.
Glinnes se levantó y examinó la canoa con sombría satisfacción.
—No confío en ese musgo…, sobre todo ahora que el viento del avness sopla desde tierra.
—Estando secos no es tan desagradable. De todas formas, mi familia debe de estar muy preocupada, y tengo hambre.
—Encontraremos algo de comer. Tendremos una cena excelente pero nos falta fuego. Aunque… allí veo un plátano.
Glinnes trepó al árbol y lanzó fruta a Farero. Cuando volvieron a la playa. Duissane y la canoa habían desaparecido. Se hallaba ya a cincuenta metros de distancia, remando en la vía fluvial por la que habían salido del estadio. Glinnes emitió una carcajada sardónica.
—Está tan enamorada de mí y tan celosa de usted que nos deja abandonados juntos.
—No es imposible —dijo Farero, muy ruborizada.
Observaron la canoa durante un rato. La brisa de mar adentro dificultaba la labor de Duissane. Dejó de remar y achicó unos momentos. Era evidente que el musgo no había servido para taponar las grietas. Cuando volvió a remar hizo oscilar la canoa, y mientras se aferraba a la borda perdió el remo. La brisa la empujó hacia atrás, y pasó frente a la isleta desde donde Glinnes y Farero estaban observándola. Duissane ni les miró.
Glinnes y Farero subieron al montículo central y contemplaron la canoa que retrocedía mientras se preguntaban si Duissane sería arrastrada hacia el mar. La joven se deslizó entre las isletas y se perdió de vista.
Los dos volvieron a la playa.
—Si tuviéramos un fuego —dijo Glinnes—, estaríamos muy confortables, al menos durante uno o dos días… No me apetece el pescado crudo.
—Ni a mí —dijo Farero.
Glinnes encontró un par de palos secos y trató de hacer fuego frotándolos, sin éxito. Tiró los palos, disgustado.
—Las noches son cálidas, pero el fuego es agradable.
Farero miraba a todas partes, excepto a Glinnes.
—¿Cree que estaremos mucho tiempo aquí?
—No podremos irnos hasta que pase una barca. Puede tardar una hora, o una semana.
—¿Deseas hacerme el amor? —tartamudeó más que habló Farero.
Glinnes la examinó durante un momento. Extendió la mano y tocó la anilla de oro.
—No tengo palabras para describir tu belleza. Sería un gran placer para mí ser tu primer amante.
Farero apartó la vista.
—Estamos solos… Hoy mi equipo ha sido derrotado, y nunca más volveré a ser sheirl. Aun así… —Dejó de hablar, señaló con el dedo y dijo en voz baja—. Por allí pasa una barca.
Glinnes titubeó. Farero no hizo ningún movimiento perentorio.
—Hay que hacer algo con esa tonta de Duissane y la canoa —dijo Glinnes a regañadientes.
La barca, un esquife a motor pilotado por un pescador, alteró el curso; Glinnes y Farero no tardaron en subir a bordo. El pescador venía de mar abierto y no había visto ninguna canoa a la deriva. Era muy posible que Duissane hubiera atracado en una de las isletas.
El pescador rodeó el extremo de la punta de tierra y amarró en el muelle de Welgen. Farero y Glinnes fueron en taxi al estadio. El taxista no cesó de hablar sobre el ataque de los astromenteros.
—¡Nunca vi una proeza igual! Se llevaron a las trescientas personas más ricas de la región y, como mínimo, a cien doncellas, pobres criaturas, por las que nunca pedirán rescate. La Maza llegó demasiado tarde. Los astromenteros sabían muy bien a quién coger y a quién dejar. Cronometraron al segundo la operación y desaparecieron. ¡Ganarán una fortuna con los rescates!
Ya en el estadio, Glinnes dedicó a la sheirl Farero una muda despedida. Corrió al vestuario, se quitó el uniforme tanchinaro y se puso sus ropas ordinarias.
El taxi le condujo de vuelta al muelle, donde Glinnes alquiló una pequeña lancha motora. Rodeó la punta de tierra y se internó en el canal de Welgen. La luz mate del avness pintaba el mar, el cielo, las isletas y la costa con unos colores pálidos y sutiles a los que no se podía aplicar ningún nombre. El silencio parecía irreal; el gorgoteo del agua bajo la quilla era casi una intrusión.
Pasó por delante de la isleta donde había desembarcado antes con Farero y Duissane, y siguió adelante hasta desembocar en la zona hacia la que había derivado la canoa. Describió un círculo alrededor de la primera isleta, sin observar la menor señal de la canoa o de Duissane. Las siguientes tres isletas también estaban vacías. El mar se extendía en calma más allá de las tres isletas que quedaban por investigar. En la segunda, reparó en una esbelta figura vestida de blanco que agitaba los brazos frenéticamente.
Cuando Duissane reconoció al hombre que conducía la barca, cesó al instante de hacer señales. Glinnes se acercó a tierra y detuvo la barca en la playa. Aseguró la amarra a una raíz retorcida y después echó un vistazo a su alrededor. La luz incierta apenas permitía ver la desdibujada silueta de la tierra. El mar se arqueaba con movimientos lentos y elásticos, como ceñido por una película de seda. Glinnes miró a Duissane, que se había encerrado en un frío silencio.
—Un lugar muy tranquilo. Hasta dudo de que los merlings se atrevan a llegar tan lejos.
Duissane desvió la vista hacia la barca.
—Si has venido en mi busca, ya estoy preparada para irme.
—No hay prisa. Ninguna en absoluto. He traído pan, carne y vino. Podemos asar plátanos, quorlos[26] y tal vez un cúrselo[27]. Cenaremos mientras salen las estrellas.
Duissane apretó los labios, malhumorada, y clavó la vista en la costa.
Glinnes avanzó. Ella se hallaba a sólo un paso de distancia, más cerca que nunca. Le miró sin la menor calidez; sus ojos grises, según creyó percibir Glinnes, revelaron una docena de estados de ánimo y emociones diferentes. Glinnes inclinó la cabeza y, rodeándola con un brazo, besó sus labios, que encontró fríos y carentes de respuesta. Ella le rechazó con un empujón y recuperó la voz de repente.
—¡Todos los trills sois iguales! Apestáis a cauch, vuestro cerebro es una glándula que rezuma lascivia. ¿Es que sólo aspiráis a la depravación? ¿No tenéis dignidad, no tenéis pundonor?
Glinnes respondió con una carcajada.
—¿Tienes hambre?
—No. Tengo una cita para cenar y llegaré tarde a menos que nos vayamos cuanto antes.
—Qué bien. ¿Por eso robaste la canoa?
—No he robado nada. La canoa era tan mía como tuya. Parecías contento de coquetear con esa insípida chica karpuna. Me extraña que no hayáis seguido con lo vuestro.
—Tuvo miedo de ofenderte.
Duissane enarcó las cejas.
—¿Por qué debería yo pensar dos veces, o incluso una, en tu conducta? La preocupación de esa chica me desconcierta.
—No importa mucho. ¿Serías tan amable de reunir leña mientras voy a buscar plátanos?
Duissane abrió la boca para negarse, pero después decidió que tal reacción sería contraproducente. Encontró algunas ramas secas y las tiró con altivez a la orilla. Examinó la barca, que había sido arrastrada hacia el interior de la playa. Carecía de las fuerzas necesarias para llevarla de nuevo hacia el agua. La llave de contacto no estaba en la cerradura.
Glinnes llevó plátanos, encendió fuego, desenterró cuatro espléndidos quorlos, los lavó en el agua y los puso a asar junto con los plátanos.
Sacó carne y pan de la barca, y extendió una tela sobre la arena. Duissane le observaba desde lejos.
Glinnes abrió la botella de vino y se la ofreció a Duissane.
—Prefiero no beber vino.
—¿Vas a comer?
Duissane se pasó la punta de la lengua por los labios.
—¿Qué piensas hacer después?
—Descansaremos en la playa y observaremos las estrellas. Quién sabe qué más.
—Eres una persona despreciable. No quiero saber nada de ti. Sucio y glotón, como todos los trills.
—Bueno, al menos no soy peor. Acomódate; comeremos y contemplaremos la puesta del sol.
—Tengo hambre, así que comeré, pero luego debemos volver. Ya sabes lo que opinan los trevanyis de los amoríos indiscriminados. Tampoco olvides que soy… ¡la sheirl tanchinaro, una virgen!
Glinnes hizo un gesto indicativo de que estas consideraciones no poseían demasiada fuerza.
—En nuestras vidas siempre se producen cambios.
Duissane se puso rígida, ofendida.
—¿Así es como piensas mancillar a la sheirl del equipo? Eres un villano de la peor especie; insististe santurronamente en lo referente a mi pureza y después sembraste toda clase de sucias mentiras acerca de mí.
—No dije mentiras —declaró Glinnes—. Ni siquiera llegué a decir la verdad, cómo tú y tu familia me robasteis y me abandonasteis como pasto para los merlings, y cómo te reíste al verme yacer, casi muerto.
—Recibiste sólo lo que merecías —dijo Duissane sin excesiva convicción.
—Aún les debo a tu padre y a tus hermanos uno o dos puñetazos. En cuanto a ti, no acabo de decidirme. Come, bebe vino y recupera las fuerzas.
—No tengo hambre. De ninguna clase. No me parece justo que se trate tan mal a una persona.
Glinnes no contestó y empezó a comer.
Duissane no tardó en imitarle.
—Debes recordar —le dijo— que si llevas adelante tu amenaza, no sólo me traicionarás a mí, sino a todos tus tanchinaros, y que tu honor quedará empañado. Después, tendrás que rendir cuentas a mi familia. Te acosarán hasta el fin de los tiempos, nunca volverás a conocer un momento de paz. En tercer lugar, te ganarás todo mi desprecio. ¿Y para qué? Para satisfacer tu glándula. ¿Cómo eres capaz de utilizar la palabra «amor» si lo que buscas en realidad es venganza? Y de la más despreciable. Como si yo fuera un animal, o algo desprovisto de sentimientos. Desde luego… Haz uso de mí, si así lo deseas, o mátame, pero disponte a cargar con mi mayor desprecio por tus repugnantes costumbres. Además…
—Mujer —gruñó Glinnes—, ten la bondad de cerrar la boca. Me has estropeado el día y también la noche. Come en silencio y regresaremos a Welgen.
Glinnes, malhumorado, se acuclilló sobre la arena. Comió plátanos, quorlos, carne y pan; se bebió dos botellas de vino mientras Duissane le observaba por el rabillo del ojo, con una peculiar expresión en el rostro, entre burlona y presuntuosa.
Cuando terminaron de comer, Glinnes se recostó contra una protuberancia del terreno y reflexionó durante un rato mientras el sol se ponía. Los colores se reflejaban con absoluta fidelidad sobre el agua, excepto por un ocasional tono negruzco en la cresta de alguna ola.
Duissane estuvo sentada en silencio, con las manos enlazadas alrededor de sus rodillas.
Glinnes se levantó y empujó la barca hacia el agua. Hizo un gesto a Duissane.
—Sube.
Ella obedeció. La barca volvió por el canal, rodeó el extremo de la punta y se dirigió hacia el muelle de Welgen.
Un gran yate blanco, que Glinnes reconoció como el de lord Gensifer, flotaba junto al rompeolas. Surgía luz de las portillas, lo que significaba actividad a bordo.
Glinnes miró con desconfianza el yate. ¿Estaría celebrando lord Gensifer una fiesta esa noche, después del ataque astromentero? Muy extraño, pero las costumbres de la aristocracia siempre habían estado más allá de su comprensión. Duissane, para su sorpresa, saltó de la barca y corrió hacia el yate. Subió por la pasarela y desapareció en el salón.
Glinnes oyó la voz de lord Gensifer.
—Duissane, mi querida joven, ¿qué…?
No pudo oír el resto de la frase.
Glinnes se encogió de hombros y llevó la barca hasta el depósito de embarcaciones alquiladas. Mientras volvía a pie al muelle, lord Gensifer le llamó desde el yate.
—¡Glinnes! ¡Sube a bordo un momento, y únete a la reunión!
Glinnes recorrió con indiferencia la pasarela. Lord Gensifer le palmeó en la espalda y le guió hasta el salón. Glinnes vio a una docena de personas vestidas a la moda, en apariencia amigos aristócratas de lord Gensifer, y también a Akadie, Marucha y Duissane, que llevaba ahora sobre su vestido blanco una capa roja, evidentemente prestada por alguna de las damas presentes.
—¡Aquí está nuestro héroe! —exclamó lord Gensifer—. Salvó con sangre fría a dos adorables sheirls de los astromenteros. A pesar de nuestro gran dolor, podemos estar agradecidos por esta dicha.
Glinnes paseó su mirada asombrada por el salón. Se sentía como si estuviera viviendo un sueño particularmente absurdo. Akadie, lord Gensifer, Marucha, Duissane, él mismo… ¡Qué extraña mezcla de gente!
—Apenas me he dado cuenta de lo que ha ocurrido —dijo Glinnes—, exceptuando los hechos concretos del ataque.
—El hecho concreto es el que todos conocemos ——dijo Akadie.
Parecía mucho más comedido y neutral de lo acostumbrado, y elegía las palabras con sumo cuidado.
—Los astromenteros sabían exactamente a quién querían. Se llevaron trescientas personas de buena posición, y también unas doscientas chicas. El rescate de las trescientas personas ascenderá a cien mil ozols por cabeza, como mínimo. No se ha fijado precio por las chicas, pero haremos lo posible por comprar su libertad.
—Eso quiere decir que ya se han puesto en contacto.
—En efecto, en efecto. Los planes se llevaron a cabo con gran minuciosidad, y se estimó la fortuna de cada persona con suma precisión.
—Los que fuimos despreciados hemos sufrido una merma en nuestro prestigio, cosa que lamentamos profundamente —dijo lord Gensifer con jocosa humildad.
—Por razones en teoría justas y suficientes —prosiguió Akadie—, he sido nombrado recaudador de los rescates; recibiré unos honorarios por esta tarea. No gran cosa, te lo aseguro… De hecho, mi esfuerzo supondrá cinco mil ozols.
Glinnes escuchaba, atónito.
—De modo que el rescate total ascenderá a cien veces cien mil ozols, lo que significa…
—Treinta millones de ozols… Una excelente jornada de trabajo.
—A menos que terminen en el prutanshyr.
—Una reliquia bárbara —dijo Akadie con expresión agria—. ¿Qué beneficio obtenemos de la tortura? Los astromenteros vuelven, a pesar de todo.
—Da ejemplo al público —dijo lord Gensifer—. Piense en las doncellas secuestradas… ¡Una de ellas podría haber sido mi buena amiga Duissane!
Rodeó con su brazo los hombros de Duissane y le dio un burlón apretón fraternal.
—¿Es, pues, la venganza demasiado severa? No, según mi opinión.
Glinnes parpadeó y miró alternativamente a lord Gensifer y a Duissane, que parecían sonreír ante un chiste privado. ¿Habría enloquecido el mundo? ¿O estaba viviendo en verdad un sueño descabellado?
Akadie dibujó un arco burlón con sus cejas.
—Los pecados de los astromenteros son muy reales, dejemos que los expíen.
—A propósito —preguntó un amigo de lord Gensifer—, ¿qué banda de astromenteros en particular ha sido la responsable?
—No ha habido el menor intento de guardar el anonimato —dijo Akadie—. Hemos atraído la atracción personal de Sagmondo Bandolio, Sagmondo el Inflexible, taimado como el que más.
Glinnes conocía el nombre bien; hacía mucho tiempo que Sagmondo Bandolio era el objetivo de la Maza.
—Bandolio es un hombre terrible —dijo Glinnes—. No concede piedad.
—Algunos dicen que sólo es astromentero por deporte —señaló Akadie—. Dicen que posee una docena de identidades esparcidas por todo el cúmulo, y que podría vivir hasta el fin de sus días con las fortunas que ha ganado.
El grupo se sumió en el silencio. Hablaban de una maldad tan vasta que alcanzaba proporciones pavorosas.
—Hay un espía en la prefectura —dijo Glinnes—, alguien que intima con todos los aristócratas, alguien que conoce con exactitud su grado de riqueza.
—Hay que convenir en el acierto de tus palabras —dijo Akadie.
—¿Quién puede ser? —se preguntó lord Gensifer—. ¿Quién puede ser?
Y todos los presentes se hicieron eco de la pregunta, y cada uno se formó su propia opinión.