Akadie vivía en una peculiar y vieja mansión situada en una punta de tierra conocida como el Diente de Rorquin, suspendida sobre el ancho de Clinkhammer, varios kilómetros al noroeste de Rabendary. El Diente de Rorquin era un saliente de piedra negra curtido por la intemperie, quizá la chimenea de un antiguo volcán, cubierto ahora de jardo, capullos de fuego y pomanderos enanos. Detrás se erguía un bosquecillo de sentinellos. La mansión de Akadie, capricho de un lord hacía mucho tiempo olvidado, alzaba cinco torres hacia el cielo, todas de altura y estilo arquitectónico diferentes. Una tenía techo de pizarra, otra de tejas, una tercera de cristal verde, la cuarta de plomo y la última de spandex, un material artificial. Todas contenían en su parte superior un estudio provisto de accesorios especiales y panorámicas diferentes, con el fin de adaptarse a los diversos estados anímicos de Akadie, éste reconocía y disfrutaba de sus excentricidades, y transformaba la inconsistencia en una virtud.
A primera hora de la mañana, cuando la neblina todavía remolineaba, Glinnes condujo su barca por el estrecho de Farwan hacia el Saur, se desvió hacia el oeste por el angosto estrecho de Vernice, donde crecían en profusión las malas hierbas, y desembocó en el ancho de Clinkhammer. Sobre las tranquilas aguas oscilaba el reflejo doble de la mansión con sus cinco torres.
Akadie acababa de levantarse. Tenía el cabello revuelto y apenas podía abrir los ojos. Sin embargo, saludó a Glinnes con cordialidad.
—Haz el favor de no exponer tus problemas hasta después del desayuno; el mundo todavía se ve confuso.
—He venido a ver a Marucha —dijo Glinnes—. No necesito sus servicios.
—En tal caso, di lo que quieras.
Marucha, que siempre madrugaba, parecía tensa y malhumorada, y saludó a Glinnes sin efusividad. Sirvió a Akadie un desayuno compuesto de fruta, té y bollos, y vertió té en la taza de Glinnes.
—¡Ay! —exclamó Akadie—. Comienza el día, y una vez más aceptaré que existe un mundo más allá de los confines de esta habitación. —Bebió el té—. ¿Cómo van tus asuntos?
—Todo lo bien que cabía esperar. Mis problemas no han desaparecido con un simple chasquido de los dedos.
—A veces —observó Akadie—, las personas se crean ellas mismas los problemas.
—Es absolutamente cierto en mi caso. Me esfuerzo por recobrar mi propiedad y proteger lo que queda, y al actuar así estimulo a mis enemigos.
Marucha, que trabajaba en la cocina, demostraba un total desinterés por la conversación.
—El principal culpable es Glay, por supuesto —prosiguió Glinnes—. Sembró la discordia y después se marchó sin solucionar nada. Como Hulden y como hermano, no se le puede disculpar.
Marucha no pudo contener su lengua por más tiempo.
—Dudo que le preocupe ser o no un Hulden. En cuanto a la relación entre hermanos, la interacción es mutua. Te recuerdo que no le estás ayudando mucho en su trabajo.
—Es demasiado oneroso —replicó Glinnes—. Glay puede permitirse regalos de doce mil ozols porque el dinero nunca le perteneció. Yo sólo ahorré tres mil cuatrocientos ozols, que los compinches de Glay, los Drosset, me robaron. Ahora no tengo nada.
—Te queda la isla Rabendary. Vale mucho.
—Al menos reconoces la muerte de Shira.
Akadie levantó la mano.
—¡Basta ya! Vamos a tomar el té en la torre que mira al sur. Sube por la escalera, pero ten cuidado, los peldaños son estrechos.
Ascendieron a la torre más baja y espaciosa, que permitía admirar toda la perspectiva del ancho de Clinkhammer. Akadie había colgado de las paredes de madera oscura antiguos gonfalones; en una esquina había reunida una excéntrica colección de vasijas de barro rojo. Akadie puso sobre la mesa de mimbre la tetera y las tazas e indicó con un gesto a Glinnes que acercara una vieja silla de mimbre con el respaldo en forma de abanico.
—Cuando instalé a Marucha en casa no esperaba como complemento una serie de disputas familiares.
—Quizá esta mañana me siento de mal humor —admitió Glinnes—. Los Drosset me asaltaron aprovechando la oscuridad, me dieron una paliza y se llevaron todo mi dinero. Por eso no puedo dormir por las noches. Mis entrañas arden, hierven y se retuercen de rabia.
—Exasperado, como mínimo. ¿Has pensado en tomar medidas preventivas?
—¡No he pensado en nada! Nada parece sensato, podría matar a uno o dos Drosset y acabar en el prutanshyr, pero así tampoco recuperaría mi dinero. Podría echar una droga en su vino y registrar el campamento mientras duermen, pero carezco de drogas y aunque tuviera, ¿cómo podría estar seguro de que todos beberían vino?
—Es más fácil planear estos actos que llevarlos a cabo —dijo Akadie—, pero permíteme que te haga una sugerencia. ¿Conoces el claro de Xian?
—Nunca he visitado ese lugar. Tengo entendido que es el cementerio de los trevanyis.
—Es mucho más que eso. El Pájaro de la Muerte vuela desde el valle de Xian, y el hombre agonizante oye su canto. Los fantasmas trevanyis caminan a la sombra de los grandes ombriles, que sólo crecen en ese lugar de Merlank. Ahora escucha con atención. Si localizaras la cripta de los Drosset y te apoderases de una urna funeraria, Vang Drosset sacrificaría la castidad de su hija por recuperarla.
—No me interesa… o casi no me interesa la castidad de su hija. Sólo quiero mi dinero. Su idea es excelente.
Akadie hizo un gesto de menosprecio.
—Eres muy amable, pero la propuesta es tan inepta y alucinante como cualquier otra. Las dificultades son insuperables. Por ejemplo, ¿cómo podrías descubrir el emplazamiento de la cripta, sino por boca del propio Vang Drosset? Si te apreciara lo bastante como para confiarte este secreto fundamental de su existencia, ¿por qué te negaría tu dinero y los favores de su hija? Imaginemos, pese a todo, que persuades a Vang Drosset de que te revele su secreto y vas al valle de Xian. ¿Cómo te librarías de las Tres Brujas, por no mencionar a los fantasmas?
—No lo sé.
Los dos hombres permanecieron sentados en silencio, bebiendo té.
—¿Ya has conocido a Lute Casagave? —preguntó Akadie al cabo de un momento.
—Sí. Se niega a abandonar la isla Ambal.
—Era de esperar. Como mínimo, exigiría la devolución de sus doce mil ozols.
—Afirma ser lord Ambal.
Akadie se irguió en su silla. Sus ojos reflejaban el veloz fluir de sus pensamientos. La idea le resultaba verdaderamente fascinante. Sacudió la cabeza con cierto pesar y se reclinó en la silla.
—Improbable, muy improbable, e irrelevante, en cualquier caso.
Me temo que deberás resignarte a la pérdida de la isla Ambal.
—¡No puedo resignarme a perderlo todo! —gritó con pasión Glinnes—. Un partido de hussade, la isla Ambal: todo es lo mismo. Nunca me rendiré. ¡He de recobrar lo que es mío!
Akadie levantó la mano.
—Cálmate. Me lo pensaré en mis ratos de ocio, y algo se me ocurrirá. Los honorarios son quince ozols.
—¡Quince ozols! —clamó Glinnes—. ¿Por qué? Lo único que ha hecho es decirme que me calmara.
Akadie hizo un gesto afable.
—Te he dado ese consejo negativo, que a menudo es tan valioso como un programa positivo. Por ejemplo, supón que me preguntaras: «¿Cómo puedo ir de aquí a Welgen de un solo salto?». Me limitaría a pronunciar una palabra, «imposible», y te ahorraría una gran cantidad de ejercicio inútil, lo que justificaría unos honorarios de veinte o treinta ozols.
—En lo referente al tema de que hablábamos —sonrió con tristeza Glinnes——, no me ha ahorrado ningún ejercicio inútil. No me ha dicho nada que no supiera ya. Considere este encuentro una visita social.
Akadie se encogió de hombros.
—No tiene la menor importancia.
Los dos hombres regresaron a la planta baja, donde Marucha estaba leyendo una revista publicada en Port Maheul. Actividades interesantes de la élite.
—Adiós, madre —dijo Glinnes—. Gracias por el té.
Marucha levantó la mirada de la revista.
—Eres más que bienvenido, por supuesto —dijo, y se puso a leer de nuevo.
Mientras Glinnes regresaba por el ancho de Clinkhammer, se preguntó por qué Marucha no le quería, aunque en el fondo de su corazón sabía muy bien la respuesta. Marucha no le tenía aversión; tenía aversión a Jut y a su «grosero comportamiento», sus parrandas, francachelas, la franca disposición amorosa y su falta general de elegancia. En pocas palabras, consideraba a su marido un patán. Glinnes, aunque más cortés y moderado que su padre, le recordaba a Jut. Jamás existiría auténtico cariño entre ellos. Bien, pensó Glinnes. Tampoco le gustaba especialmente Marucha…
Glinnes internó la barca en el estrecho de Zeur, que conducía por el noreste a los Comunes de la Prefectura. Llevado por un impulso, aminoró la velocidad y volvió a la orilla. Avanzó entre las cañas, amarró la barca al trono de un casamón y subió por la orilla hasta un punto desde el que pudo examinar la isla.
A trescientos metros de distancia, junto a un bosquecillo de candeleras negros, los Drosset habían plantado sus tres tiendas, los mismos rectángulos de colores naranja, marrón sucio y negro que habían ofendido la vista de Glinnes en Rabendary. Vang Drosset estaba sentado en un banco, inclinado sobre una fruta que parecía un melón, o tal vez un cazaldo. Tingo, que llevaba un pañuelo de color lavanda atado a la cabeza, se hallaba en cuclillas junto al fuego, pelando patatas y echándolas en el caldero. No divisó a sus hijos. Ashmor, Harving y Duissane.
Glinnes les espió durante cinco minutos. Vang Drosset terminó el cazaldo y tiró la cáscara al fuego. Después, con las manos apoyadas en las rodillas, se volvió para hablar con Tingo, que proseguía sus tareas.
Glinnes bajó por la orilla hacia la barca y volvió a casa a toda velocidad.
Regresó una hora después. Glay había adoptado la indumentaria trevanyi cuando viajó con ellos. Glinnes la llevaba ahora, así como el turbante trevanyi. Un cavuto joven estaba tirado en el suelo de la barca, con la cabeza cubierta y las patas atadas. La barca también contenía tres cajas vacías, varias ollas de hierro de buena calidad y una pala.
Glinnes amarró la barca en el lugar de antes. Subió por la orilla y observó el campamento de los Drosset con unos prismáticos.
El caldero hervía sobre el fuego. Tingo no estaba a la vista. Vang Drosset continuaba sentado en el barco, esculpiendo un nudo dako. Glinnes le observó con suma atención. ¿Estaría utilizando Vang Drosset su cuchillo? Astillas y virutas saltaban del dako sin el menor esfuerzo, y Vang Drosset examinaba el cuchillo de vez en cuando con satisfacción.
Glinnes subió el cavuto desde la barca, le quitó la caperuza y mantuvo sujeto al animal por una pierna, para que pudiera internarse unos metros en el campamento.
Glinnes se resguardó tras un matorral; ocultaba la parte inferior del rostro con el cabo suelto del turbante.
Vang Drosset esculpía el dako. Hizo una pausa, estiró los brazos y advirtió la presencia del cavuto. Lo contempló un momento y después, levantándose, escrutó todo el campamento. No había nadie a la vista. Limpió el cuchillo y lo introdujo en su bota. Tingo Drosset asomó la cabeza por la puerta de la tienda. Vang Drosset cruzó unas palabras con ella. Salió y miró con expresión dudosa al cavuto. Vang Drosset avanzó por el terreno, caminando con aire furtivo. Se detuvo a diez metros del cavuto, como si lo viera por primera vez. Reparó en la cuerda atada a la pata y la siguió hasta el casamón. Dio cuatro silenciosos pasos hacia adelante y estiró el cuello. Vio la barca y se quedó inmóvil, mientras sus ojos realizaban un inventario del contenido. Una pala, varios cacharros útiles. ¿Qué habría dentro de aquellas cajas? Se humedeció los labios y miró rápidamente a ambos lados. Extraño. Tal vez obra de un niño. De todos modos, ¿por qué no echar un vistazo a las cajas? No cuesta nada mirar.
Vang Drosset bajó con cautela por la orilla y jamás supo qué le golpeó. Glinnes, con la furia palpitando en sus venas, saltó hacia adelante y casi le rompió la cabeza con dos tremendos golpes sobre las orejas.
Vang Drosset cayó al suelo. Glinnes hundió su cabeza en el barro, le ató las manos a la espalda e inmovilizó sus rodillas y tobillos con una cuerda que había llevado a propósito. Después le amordazó y vendó los ojos.
Vang Drosset emitió unos gemidos ahogados.
Extrajo el cuchillo de su propiedad que Vang Drosset guardaba en la bota. Era fantástico recuperar aquella hoja acerada. Registró la ropa de Vang Drosset, que cortó con el cuchillo para facilitar el examen. La bolsa de Vang sólo contenía veinte ozols, que Glinnes se quedó. Le sacó las botas y abrió las suelas. No encontró nada y tiró las botas lejos.
Vang Drosset no llevaba más dinero encima. Glinnes, disgustado, le dio un puntapié en las costillas. Dirigió la mirada hacia el campamento y vio a Tingo Drosset caminando hacia el retrete. Glinnes se cargó el cavuto al hombro, ocultó su rostro y avanzó hacia el campamento. Llegó a la tienda marrón justo cuando Tingo Drosset entraba en el retrete. Examinó la tienda. Vacía. Se dirigió a la tienda naranja. Vacía. Entró. Tingo Drosset habló a su espalda.
—Parece un espléndido animal, pero no lo entres ahí. ¿Qué te pasa? Mátalo junto al agua.
Glinnes puso el animal en el suelo y esperó. Tingo Drosset, protestando por el extraño comportamiento de su marido, entró en la tienda.
Glinnes tiró el turbante por encima de su cabeza y la arrojó a tierra. Tingo Drosset se quejó y maldijo la inesperada reacción de su marido.
—Una palabra más —rugió Glinnes—, y te rebano el pescuezo de oreja a oreja. Estate quieta si sabes lo que te conviene.
—¡Vang, Vang! —chilló Tingo.
Glinnes le introdujo el cabo del turbante en la boca.
Tingo era corpulenta y fuerte, y a Glinnes le llevó considerables esfuerzos atarla, vendarle los ojos y amordazarla. Le dolía la mano de un mordisco. A Tingo Drosset le dolía la cabeza de un espantoso puñetazo. No era probable que Tingo portara encima el dinero de la familia, pero cosas más raras se habían visto. Glinnes registró con todo cuidado sus ropas mientras ella gruñía y gemía, se debatía y agitaba, horriblemente ultrajada, aguardando lo peor.
Glinnes examinó la tienda negra, a continuación un rincón de la tienda naranja en el que Duissane había alineado unas cuantas baratijas y recuerdos, y por fin la tienda marrón. No encontró dinero, pero tampoco lo esperaba; los trevanyis tenían la costumbre de enterrar sus objetos de valor.
Glinnes se sentó en el banco de Vang Drosset. ¿Dónde enterraría el dinero Vang Drosset? El lugar debería estar cerca y lo indicaría alguna señal, un poste, una roca, un matorral, un árbol. Tendría que estar a la vista. Vang Drosset preferiría que el escondite se hallara bajo su vigilancia. Glinnes paseó la mirada en derredor. Frente a él colgaba el caldero sobre el fuego, y a un lado había una tosca mesa con un par de bancos para sentarse. A sólo unos pasos, la tierra se veía chamuscada por el fuego de otra hoguera. Parecía un lugar más conveniente que aquel donde ahora colgaba el caldero. Los peculiares hábitos de los trevanyis carecían de explicación, pensó Glinnes. En el campamento de Rabendary… El pensamiento se desvaneció mientras Glinnes recordaba el campamento de la isla Rabendary, donde, en el punto donde habían emplazado la hoguera, la tierra aparecía cavada recientemente.
Glinnes asintió. Eso era. Se levantó y caminó hacia el fuego. Apartó el trípode y el caldero, y con ayuda de una vieja azada con el mango roto, tiró las brasas a un lado. La tierra calcinada cedió con facilidad. A quince centímetros de profundidad, la azada tropezó con una plancha de hierro negro. Glinnes levantó el hierro y descubrió una capa de arcilla seca, que también quitó. La cavidad ocultaba un pote de cerámica.
Glinnes sacó el pote. Contenía un fajo de billetes rojos y negros de cien ozols. Glinnes asintió, complacido, y lo guardó todo en el bolsillo.
El cavuto, que estaba pastando, había defecado. Glinnes introdujo las deyecciones en el pote, lo devolvió a la cavidad y volvió a colocarlo todo en su sitio, tal como antes, incluso el fuego que ardía bajo el caldero. Una inspección ocasional no revelaría la menor alteración.
Echándose al hombro el cavuto, Glinnes cruzó el campamento en dirección hacia donde había dejado la barca. Vang Drosset había luchado por liberarse, pero lo único que consiguió fue rodar por la pendiente y caer en el barro, junto al borde del agua. Glinnes sonrió, divertido, y se abstuvo de patear la forma retorcida, considerando que llevaba en el bolsillo toda la fortuna de Vang Drosset. Ató el cavuto en la popa de la barca y zarpó. Glinnes condujo la barca por entre las cañas hasta una raíz torcida, amarró la boza y se izó desde la raíz hasta las ramas. Escrutó por una abertura entre el follaje el campamento de los Drosset, que parecía tranquilo.
Glinnes se acomodó y contó el dinero. En la primera bolsa encontró tres mil cuatrocientos diez ozols. Glinnes rió por lo bajo, satisfecho.
Sacó la cinta de la segunda bolsa, que contenía una faltriquera de oro y mil cuatrocientos ozols. Glinnes no les prestó atención, y se concentró en la faltriquera. Un estremecimiento recorrió su espina dorsal. Recordaba muy bien el objeto: había pertenecido a su padre. Vio los ideogramas que representaban el nombre de Jut Hulden, y debajo los de Shira Hulden.
Había dos posibilidades: o bien los Drosset habían rodado a Shira en vida o le habían robado ya muerto. ¡Y éstos eran los bondadosos camaradas de su hermano Glay! Glinnes escupió en la tierra.
Se sentó sobre la rama; su cerebro bullía de excitación y horrorizada repugnancia. Shira estaba muerto. De lo contrario, los Drosset nunca habrían podido arrebatarle el dinero. Estaba convencido.
Se sentó a observar y esperar. Su euforia se disipó, y también su horror; le embargó un estado de pasividad. Pasó una hora y parte de otra. Desde el muelle del estrecho de Ilwish llegaron tres personas: Ashmor, Harving y Duissane. Ashmor y Harving fueron directamente a la tienda naranja. Duissane se quedó inmóvil, como si escuchara algún sonido producido por Tingo. Se precipitó en el interior de la tienda marrón, y en seguida asomó la cabeza para llamar a sus hermanos. Desapareció de nuevo en la tienda. Ashmor y Harving se reunieron con ella. Cinco minutos después salieron poco a poco, discutiendo acaloradamente. Tingo, al parecer poco afectada por su experiencia, apareció también. Señaló al otro lado del campamento. Ashmor y Harving corrieron hacia el punto indicado y no tardaron en encontrar y liberar a Vang Drosset. Los tres volvieron al campamento; los hijos hablaban y gesticulaban. Vang Drosset renqueaba sobre sus pies descalzos y apretaba contra su cuerpo sus vestidos desgarrados. Al llegar al campamento, lo examinó todo, en especial la hoguera. Daba la impresión de continuar intacta.
Entró en la tienda marrón. Los hijos siguieron discutiendo con Tingo, que protestaba presa de histeria, señalando al otro lado del campamento. Vang Drosset salió de la tienda marrón, vestido de nuevo. Avanzó hacia Tingo y la abofeteó; la mujer retrocedió entre imprecaciones de rabia. Vang fue otra vez hacia ella; Tingo aferró una gruesa rama, sin dar muestras de flaqueza. Vang Drosset se alejó con semblante malhumorado. Examinó la hoguera más cerca, agachó la cabeza y observó cenizas y brasas en el lugar al que Glinnes había desplazado el fuego. Lanzó un ronco grito que Glinnes oyó desde su rama. Tiró el trípode a un lado, pateó el fuego y con sus dedos desnudos levantó la placa de hierro, rompió la capa de arcilla y después el pote de cerámica. Miró en su interior. Levantó los ojos hacia Ashmor y Harving, que aguardaban expectantes.
Vang Drosset alzó las manos en un gesto de enorme desesperación. Arrojó el pote a tierra, pateó los fragmentos, pateó el fuego y envió los tizones por los aires. Levantó sus brazos nervudos y profirió maldiciones a los cuatro puntos cardinales.
Es hora de partir, pensó Glinnes. Bajó del árbol, saltó a la barca y volvió hacia la isla Rabendary. Un día muy satisfactorio. La indumentaria trevanyi había ocultado su identidad. Tal vez los Drosset sospecharan, pero no tendrían la certeza. En ese momento, todos los trevanyis de la región se habían convertido en sospechosos, y los Drosset no dormirían mucho esa noche, intentando dilucidar quién había sido el culpable.
Glinnes se preparó algo de comer y se lo tomó en la terraza. La tarde dio paso al auness, ese melancólico y mortecino momento del día en que el cielo y las distancias lejanas quedan bañados por el color de la leche diluida en agua.
El timbre del teléfono provocó una repentina interrupción. Glinnes entró para encontrarse frente al rostro de Thammas, lord Gensifer, que le miraba desde la pantalla. Glinnes tocó el botón de visión.
—Buenas tardes, lord Gensifer.
—¡Buenas tardes tengas, Glinnes Hulden! ¿Estás preparado para jugar al hussade? No me refiero a este preciso instante, por supuesto.
Glinnes respondió con otra cautelosa pregunta.
—¿Debo entender que sus planes han madurado?
—Sí. Los Gorgonas de Fleharish están organizados y dispuestos para empezar a entrenarse. He apuntado tu nombre como atacante derecho.
—¿Quién es el atacante izquierdo?
Lord Gensifer consultó su lista.
—Un joven muy prometedor que se llama Savat. Los dos formaréis un brillante combinado.
—¿Sabat? No he oído hablar nunca de él. ¿Quiénes son los laterales?
—Lucho y Helsing.
—Umm. Ninguno de estos nombres me es familiar. ¿Son los jugadores con los que contaba inicialmente?
—Lucho, desde luego. En cuanto a los otros… bien, esta lista siempre fue provisional, a fin de rectificarla si se podía conseguir algo mejor. Como bien sabes. Glinnes, los jugadores veteranos son muy inflexibles. Nos irá mejor con gente predispuesta y ansiosa de aprender. ¡Entusiasmo, afición, dedicación! ¡Éstas son las cualidades que forjan a los ganadores!
—Entiendo. ¿A quién más ha fichado?
—Iskelatz y Wilmer Guff son los libres… ¿Qué te parece? No hay mejores libres en toda la prefectura. Los defensas… Ramos es de primera, y Pylan no le va a la zaga. Sinforetta y «Porrazo» Candolf no son muy ágiles, pero sí robustos; nadie les echará a un lado. Yo jugaré de capitán y…
—¿Eh? ¿Qué significa esto? ¿He oído bien?
Lord Gensifer frunció el ceño.
—Yo jugaré de capitán —dijo con voz serena—. Y éste es más o menos el equipo, exceptuando los suplentes.
Glinnes permaneció en silencio unos momentos.
—¿Y el fondo?
—El fondo será de tres mil ozols —respondió lord Gensifer con modestia—. Durante los primeros partidos nos jugaremos unos prudentes mil quinientos ozols, hasta que el equipo cuaje.
—Entiendo. ¿Cuándo y dónde se entrenarán?
—En el campo de Saurkash, mañana por la mañana. ¿Doy por hecho, entonces, que jugarás con los Gorgonas?
—Mañana bajaré, desde luego, y veré cómo van las cosas, pero permítame que le sea honesto, lord Gensifer. El capitán es el hombre más importante del equipo. Dudo que usted tenga experiencia.
Lord Gensifer compuso una expresión altanera.
—He llevado a cabo un estudio completo del juego. He leído tres veces las Tácticas del hussade de Kalenshenko, he llegado a dominar el Manual corriente del hussade y he examinado a fondo las teorías más recientes, como el Principio de Contracorriente, el Sistema de la Pirámide Doble, la Supermuralla…
—Todo eso es posible que sea cierto, lord Gensifer. Mucha gente puede teorizar sobre el juego, pero lo que cuenta en definitiva son los reflejos, y a menos que haya jugado mucho…
—Si te esfuerzas al máximo —replicó lord Gensifer con rigidez—, los demás también lo harán. ¿Algo más? Al cuarto toque de gong, pues.
La pantalla se apagó.
Glinnes, decepcionado, rezongó. Había estado en un tris de decirle a lord Gensifer que jugara de capitán, delantero, libre, defensa y sheirl a la vez. ¡Lord Gensifer de capitán!
Al menos, como compensación a la paliza, había recuperado el dinero. Casi cinco mil ozols: una cantidad sustancial, que debía esconder en un lugar seguro.
Glinnes guardó el dinero en un pote de cerámica igual al que los Drosset habían utilizado. Lo enterró en el patio de atrás.
Una hora más tarde, una barca surgió del estrecho de Ilfish y atravesó el ancho de Ambal. Dentro iban sentados Vang Drosset y sus dos hijos. Cuando pasaron junto al muelle de Rabendary, Vang Drosset se irguió y examinó la barca de los Hulden con mirada atenta. Glinnes había retirado todos los artículos con los que había tentado a Vang Drosset; la barca no se distinguía en nada de cientos de otras. Glinnes estaba sentado en la terraza, con los pies apoyados en la barandilla. Vang Drosset y sus hijos le miraron desde la barca, con la sospecha aleteando en sus ojos. Glinnes devolvió la mirada, impasible.
La barca de los Drosset continuó su ruta por el estrecho de Farwan. Los hombres murmuraron entre sí y volvieron a mirar a Glinnes. «Ahí van los que mataron a mi hermano», pensó Glinnes.