Por la mañana. Marucha todavía no había vuelto a casa. Glinnes supuso que había pasado la noche con un amante. Glinnes se alegró de que no estuviera; habría analizado cada aspecto del incidente, y no estaba de humor para ello.
Glinnes yacía sobre el sofá; le dolían todos los huesos y sudaba de odio hacia los Drosset. Se tambaleó hasta el cuarto de baño y examinó su cara púrpura. Encontró en el armario un ungüento para aliviar el dolor; se lo aplicó y cojeó de nuevo hacia el sofá.
Durmió durante toda la mañana. A mediodía sonó el timbre del teléfono. Glinnes atravesó la habitación a duras penas y habló por el micrófono, sin mostrar el rostro a la pantalla.
—¿Quién llama?
—Soy Marucha —dijo la clara voz de su madre—. Glinnes…, ¿estás ahí?
—Sí, estoy aquí.
—Bien, muéstrate. No soporto hablar con alguien a quien no veo.
Glinnes buscó torpemente el mando de visión.
—Parece que los botones están hundidos. ¿Me ves?
—No, no te veo. Bueno, da igual. Glinnes, he tomado una decisión. Hace mucho tiempo que Akadie desea que viva en su casa, y como ahora has vuelto y no tardarás en encontrar una mujer, he decidido aceptar su oferta.
Glinnes apenas pudo reprimir una exclamación de pena. ¡Cómo habría rugido de ira su padre!
—Te deseo que seas muy feliz, madre, y presenta mis respetos a Akadie.
Marucha escrutó la pantalla.
—Glinnes, tu voz suena extraña. ¿Estás bien?
—Sí…, un poco ronco. Cuando te hayas instalado, iré a visitaros.
—Muy bien. Glinnes. Cuídate y no seas severo con los Drosset, por favor. Si quieren quedarse en Rabendary, ¿qué tiene de malo?
—Tendré en cuenta tu consejo, madre.
—Adiós, Glinnes.
La pantalla se apagó.
Glinnes exhaló un profundo suspiro. El dolor que laceraba sus costillas le hizo gemir. ¿Estaría rota alguna? Exploró con los dedos apretando las zonas más blandas, pero no llegó a ninguna conclusión.
Sacó un cuenco de gachas a la terraza y comió con tristeza. Los Drosset, por supuesto, se habían marchado, dejando un montón de basura esparcida, una pila de follaje seco y un deprimente retrete de ramas y hojas que señalaba el emplazamiento de su campamento. Habían obtenido tres mil cuatrocientos ozols gracias a su labor nocturna, así como el placer de castigar a quien les expulsaba. Los Drosset se sentirían hoy muy complacidos.
Glinnes fue al teléfono y llamó a Egon Rimbold, el médico de Saurkash. Le explicó algunas de sus dificultades y Rimbold accedió a visitarle.
Glinnes salió cojeando a la terraza y se acomodó en una silla de cuerda. El paisaje era plácido, como siempre. Una neblina de color perla ocultaba las distancias. Ambal parecía una isla flotante salida de un cuento. Su mente vagó… Marucha, que no disimulaba su desdén hacia los ritos de la aristocracia, había llegado a ser una princesa del hussade, arriesgándose a la enorme humillación (¿o acaso gloria?) de ser desnudada en público, en la confianza de que tal vez así contraería matrimonio con un aristócrata. Se había conformado con el señor de Rabendary, Jut Hulden. En el fondo de su mente tal vez estaba latente la imagen de la mansión de Ambal, donde Jut no quería vivir de ninguna manera… Para recuperar la isla Ambal tenía dos posibilidades: pagar doce mil ozols a Casavage y anular el contrato o demostrar la muerte de Shira, con lo que la transacción devenía ilegal. Era difícil conseguir doce mil ozols, y un hombre arrastrado a la mesa de los merlings dejaba pocas huellas… Glinnes dobló la espalda para recorrer el sendero con la mirada. Allí, los Drosset le habían esperado tras un seto.
Allí, le habían golpeado. Allí, se veían las marcas que había dejado en la hierba. No muy lejos se extendía la plácida superficie del estrecho de Farwan.
Egon Rimbold llegó en su lancha motora negra.
—En lugar de volver de la guerra —comentó—, parece que le hayan sacado de una.
Glinnes le contó lo que había ocurrido.
—Me golpearon y robaron.
Rimbold miró al otro lado del prado.
—Veo que los Drosset se han marchado.
—Pero no me olvido de ellos.
—Bien, veamos lo que puedo hacer por usted.
Rimbold trabajó con efectividad, empleó los avanzados productos farmacéuticos de Alastor y vendas adhesivas. Glinnes empezó a sentirse un hombre relativamente sano.
—Supongo que informó del asalto a la policía —dijo Rimbold mientras guardaba el instrumental.
—A decir verdad —parpadeó Glinnes—, no se me ha pasado por la cabeza.
—Sería mejor que lo hiciera. Los Drosset son unos alborotadores. La chica es tan mala como los demás.
—Me ocuparé de ella al igual que de los otros. No sé cómo o cuándo, pero no escapará ninguno.
Rimbold hizo un gesto que indicaba moderación, o como mínimo precaución, y se marchó.
Glinnes se volvió a examinar en el espejo y experimentó una sombría satisfacción al comprobar la mejoría de su aspecto. Regresó a la terraza, se acomodó precariamente en una silla y pensó en la mejor manera de vengarse de los Drosset. Las amenazas proporcionaban una satisfacción momentánea, pero bien pensado no servían para nada útil.
Glinnes se sentía inquieto. Cojeó de un lado a otro de la propiedad, disgustado por el estado de descuido y abandono. Rabendary constituía una vergüenza, aún juzgándolo con el criterio de los trills. Glinnes se irritó de nuevo con Glay y Marucha. ¿Es que no sentían ni una pizca de cariño por la vieja casa? Daba igual; él pondría las cosas en su sitio, y Rabendary sería como la recordaba de su niñez.
Aquel día estaba demasiado débil para trabajar. Como no tenía nada mejor que hacer, subió a la barca y siguió el estrecho de Farwan hasta el río Saur, y después dobló la punta de Rabendary en dirección a la isla Gilweg y la vieja casa de sus amigos los Gilweg. Consagró el resto del día a ese júbilo tan típico de los trills que los fanschers consideraban inútil, desordenado y disoluto. Glinnes se emborrachó un poco. Interpretó canciones antiguas al son de concertinas y guitarras. Flirteó con las hijas de los Gilweg y se hizo tan agradable que éstos accedieron a visitar Rabendary al día siguiente para ayudarle a despejar el campamento de los Drosset.
Se sacó a colación el tema del hussade. Glinnes mencionó a lord Gensifer y a los Gorgonas de Fleharish.
—De momento, el equipo se reduce a una lista de nombres importantes. Aun así, podría ser que todos ficharan. Cosas más raras se han visto. Lord Gensifer quiere que juegue de delantero, y me siento inclinado a probarlo, aunque sólo sea por el dinero.
—Bah —dijo Carbo Gilweg—. Lord Gensifer no distingue el negro del blanco en lo que se refiere al hussade. ¿De dónde sacará los ozols? Todo el mundo sabe que vive al día.
—¡Ni hablar! —dijo Glinnes—. Cené con él, y puedo asegurar que no se priva de nada.
—Tal vez, pero poner en marcha un equipo importante es otra cuestión. Necesitará uniformes, cascos, una tesorería respetable… Cinco mil ozols o más. Dudo que pueda dar sustancia a la idea. ¿Quién será el capitán?
—Me parece que no lo especificó —dijo Glinnes, tras reflexionar un momento.
—Es un punto capital. Si ficha a un capitán importante, atraerá a jugadores más escépticos que tú.
—¡No creas que soy tan ingenuo! Sólo demostré un discreto interés.
—Sería mejor que te vinieras con nuestros queridos Tanchinaros de Saurkash —declaró Ao Gilweg.
—De hecho, podríamos utilizar un buen par de delanteros —dijo Garbo—. Nuestra defensa, sin ser presuntuoso, es tan buena como cualquier otra, pero no conseguimos que nuestros hombres superen el foso. ¡Únete a los Tanchinaros! ¡Arrasaremos la prefectura de Jolany!
—¿A cuánto ascienden vuestros fondos?
—No es probable que sobrepasemos los mil ozols —admitió Garbo—. Ganamos un partido y perdemos el siguiente. Francamente, nuestra calidad es irregular. El viejo Neronavy no es el capitán más inspirado; nunca se aparta ni un centímetro de su hange, y sólo sabe hacer tres jugadas. Yo podría retrasarme, pero no serviría de mucho.
—Me has convencido para que fiche por los Gorgonas —dijo Glinnes—. Recuerdo al Neronavy de hace diez años. Preferiría tener como capitán a Akadie.
—Apatía, indiferencia. El equipo necesita un poco de estímulo —dijo Ao Gilweg.
—Hace dos años que no conquistamos una sheirl hermosa —dijo Garbo—. Jenlis Wade…, insípida como un cavuto muerto. Cuando perdió el vestido, sólo pareció sorprendida. Barsilla Cloforeth…, demasiado alta y ansiosa. Cuando la desnudaron, nadie se molestó en mirar. Barsilla se largó, disgustada.
—Aquí tenemos unas bonitas sheirls. —Ao Gilweg señaló con el pulgar a sus hijas Rolanda y Berinda—. Sólo que prefieren jugar a otras cosas con los chicos. Ahora ya no están cualificadas.
El día dejó paso al avness, el avness al crepúsculo, el crepúsculo a la oscuridad, y convencieron a Glinnes para que se quedara a pasar la noche.
Por la mañana, Glinnes volvió a Rabendary y empezó a limpiar la zona donde se había instalado el campamento de los Drosset. Una circunstancia peculiar le hizo detenerse. Habían practicado un hoyo de sesenta centímetros de profundidad en el punto donde estaba situada la hoguera. El agujero se encontraba vacío. A Glinnes no se le ocurrió ninguna explicación para el hoyo, en el centro exacto de la antigua hoguera.
Los Gilweg se presentaron a mediodía, y dos horas más tarde había desaparecido todo vestigio del paso de los Drosset.
Entretanto, las mujeres Gilweg prepararon la mejor comida posible desdeñando la despensa de Marucha, que consideraron austera. De entrada, Marucha nunca les había caído bien; se daba demasiados aires.
Los Gilweg se enteraron con todo detalle de los problemas de Glinnes. Le ofrecieron su simpatía y opiniones contradictorias. Ao Gilweg, el cabeza de familia, había hablado con Lute Casagave en varias ocasiones.
—Un tipo astuto, versado en ardides. No está en la isla Ambal por motivos de salud.
—Es como todos los habitantes de otros planetas —declaró su esposa Clara—. He conocido a muchos, todos agitados, nerviosos, melindrosos y fastidiosos. Ninguno de ellos sabe llevar una vida normal.
—No sé si Casagave es tímido o ciego —dijo Carbo—. Pasas por delante de su barca y ni siquiera levanta la cabeza.
—Se hace pasar por un gran noble —dijo Clara en tono de rechazo—. Es demasiado superior para tratar con gente corriente como nosotros. Jamás hemos probado ni una gota de su vino, tenlo por seguro.
—¿Has visto a su criado? —preguntó Currance, la hermana de Clara—. ¡Menuda visión! Creo que es mitad simio de Polgonia, o algo así. Os juro que nunca pondrá el pie en mi casa.
—Cierto —declaró Clara—. Tiene aspecto de malvado. Y no olvidéis esto: Dios los cría y ellos se juntan. ¡Lute Casagave es sin duda tan malo como su criado!
Ao Gilweg movió las manos en señal de protesta.
—Vamos, vamos, un poco de calma. No se ha probado nada contra esos hombres; ni siquiera han sido acusados.
—¡Se apropió de la isla Ambal! ¿No es suficiente?
—Tal vez le engañaron; ¿quién sabe? Podría ser un hombre justo e inocente.
—¡Un hombre justo e inocente renunciaría a su ocupación ilegal!
—¡Exacto! ¡Quizá Lute Casagave sea esa clase de nombre! —Ao se volvió hacia Glinnes—. ¿Has hablado del asunto con el propio Lute Casagave? Me parece que no.
Glinnes dirigió una mirada escéptica a la isla Ambal.
—Imagino que podría hablar con él, pero existe una realidad incuestionable: hasta un nombre justo querría que le devolvieran sus doce mil ozols, de los que no dispongo por el momento.
—Que se las arregle con Glay, que cobró el dinero —dijo Carbo—. Tenía que haberse asegurado de sus derechos antes de cerrar el trato.
—Es una circunstancia extraña, muy extraña… A menos que supiera a ciencia cierta que Shira había muerto, lo que conduce a una serie de macabras especulaciones.
—¡Bah! —exclamó Ao Gilweg—. Coge al toro por los cuernos. Ve a hablar con ese hombre. Dile que abandone tu propiedad y que vaya a pedirle el dinero a Glay, el hombre que lo cobró.
—¡Por los Quince Demonios, tienes razón! —dijo Glinnes—. Es claro y rotundo… No tiene nada sobre qué sustentarse. Se lo expondré con toda crudeza mañana.
—¡Acuérdate de Shira! —dijo Carbo Gilweg—. Tal vez sea un hombre sin escrúpulos.
—Será mejor que lleves un arma —aconsejó Ao Gilweg—. No existe mejor espoleador de la humildad que un desintegrador de ocho cañones.
—En este momento carezco de armas —respondió Glinnes—. Esos infames trevanyis entraron a saco en mis pertenencias. En cualquier caso, no creo que necesite armas. Si Casagave, como espero, es un hombre razonable, llegaremos sin demora a un acuerdo.
Entre el muelle de Rabendary y la isla Ambal media tan sólo una distancia de cien metros de aguas serenas, un viaje que Glinnes había efectuado incontables veces. Nunca le había parecido tan largo.
No se advertía el menor signo de actividad en la isla Ambal. Sólo la lancha motora de Casagave indicaba su presencia. Glinnes amarró la barca y saltó al muelle con toda la agilidad que sus costillas doloridas le permitían. Tal como exigía la etiqueta, tocó el timbre antes de subir por el sendero.
La mansión Ambal se parecía mucho a la mansión Gensifer: una alta estructura blanca de extravagante complejidad. De cada muro se proyectaban miradores hacia afuera; el techo, cuatro cúpulas de vidrio blanco opaco, con un chapitel central dorado, descansaba sobre pilastras acanaladas. No salía humo de la chimenea, ni se oía ningún sonido en el interior. Glinnes pulsó el timbre de la puerta.
Pasó un minuto. Hubo cierto movimiento tras un mirador; después se abrió la puerta y Lute Casagave se asomó. Era un hombre mucho más viejo que Glinnes, de piernas delgadas y cargado de espaldas, vestido con un traje holgado de gabardina gris, como los usados en otros planetas. El cabello blanco enmarcaba un rostro cetrino, en el que destacaban la larga nariz descarnada, las mejillas caídas y demacradas, y ojos como esquirlas de piedra fría. El rostro de Casagave indicaba una inteligencia firme y despierta, pero no parecía el de un hombre capaz de contribuir con doce mil ozols a la causa de la justicia abstracta.
Casagave no saludó ni preguntó, sino que miró en silencio hacia el frente, esperando a que Glinnes explicara los motivos de su presencia.
—Temo que le traigo malas noticias, Lute Casagave —dijo Glinnes educadamente.
—Haga el favor de dirigirse a mí como lord Ambal.
Glinnes abrió desmesuradamente la boca.
—¿Lord Ambal?
—Así es como prefiero ser conocido.
Glinnes sacudió la cabeza en señal de duda.
—Todo eso está muy bien, y es posible que su sangre sea la más noble de Trullion. Sin embargo usted no puede ser lord Ambal porque la isla Ambal no le pertenece. Ésas son las malas noticias a las que me refería.
—¿Quién es usted?
—Soy Glinnes Hulden, señor de Rabendary y propietario de la isla Ambal. Usted entregó dinero a mi hermano Glay a cambio de la propiedad que se negó a conservar. Esta situación es muy desagradable. No pienso exigirle un alquiler por el tiempo que he permanecido aquí, pero me temo que deberá cambiar de residencia.
Casagave frunció las cejas y entornó los ojos.
—No diga tonterías. Soy lord Ambal, descendiente directo de aquel lord Ambal que dispuso ilegalmente de la propiedad ancestral. La transacción original fue invalidada; el título de los Hulden nunca sirvió de nada. Dé gracias por los doce mil ozols; no estaba obligado a pagarle nada.
—¡Alto ahí! —gritó Hulden—. Mi bisabuelo efectuó la compra. Fue protocolizada con el registrador de la propiedad de Welgen y no puede ser invalidada.
—No estoy seguro. ¿Usted es Glinnes Hulden? Esto no significa nada para mí. Compré la propiedad a Shira Hulden, y su hermano Glay actuó de intermediario.
—Shira ha muerto. La venta fue fraudulenta. Le sugiero que exija a Glay la devolución de su dinero.
—¿Shira ha muerto? ¿Cómo lo sabe?
—Ha muerto, probablemente asesinato y arrastrado al fondo del mar por los merlings.
—¿Probablemente? Probablemente carece de valor legal. Mi contrato es legítimo, a menos que pueda probar lo contrario, o a menos que usted muera, en cuyo caso el asunto es discutible.
—No tengo la menor intención de morir.
—¿Y quién la tiene? Nos sobreviene a todos queramos o no.
—¿Me está amenazando?
Casagave emitió una risita seca.
—Ha entrado ilegalmente en la isla Ambal; tiene diez segundos para salir.
—Se equivoca. —La voz de Glinnes tembló de rabia—. Le concedo tres días, y sólo tres días, para abandonar mi propiedad.
—¿Y después? —preguntó Casagave con sorna.
—No se preocupe de lo que sucederá después. Salga de la isla Ambal o lo averiguará.
Casagave dio un silbido estridente. Se oyeron unos pasos pesados. Detrás de Glinnes apareció un hombre que sobrepasaba los dos metros y que pesaba tal vez unos ciento cincuenta kilos. Su piel era de color teca; el cabello negro se amoldaba a su cabeza como si fuera pelaje. Casagave apuntó su pulgar hacia el muelle.
—O a la barca o al agua.
Glinnes, todavía dolorido por la paliza anterior, no se atrevió a correr el riesgo. Giró sobre sus talones y bajó a grandes zancadas por el sendero. ¿Lord Ambal? ¡Qué parodia! Eso explicaba las investigaciones de Casagave.
La barca de Glinnes surcó las aguas. Rodeó lentamente la isla Ambal; nunca le había parecido tan hermosa. ¿Qué pasaría si Casagave ignoraba el ultimátum de tres días… como era seguro? Glinnes meneó la cabeza, entristecido. Actuar por la fuerza le enfrentaría a la policía…, a menos que pudiera demostrar la muerte de Shira.