4

Glinnes había enviado una carta anunciando su llegada, pero cuando desembarcó en Port Maheul, en la Prefectura de Staveny, nadie de su familia fue a recibirle, cosa que consideró extraña.

Cargó su equipaje hasta el trasbordador y se acomodó en el puente superior para contemplar el paisaje. ¡Qué desenvueltos y alegres se veían los campesinos con sus indumentarias de colores escarlata mate, azul y ocre! La vestimenta cuasi militar de Glinnes (chaqueta negra y pantalones beige embutidos en botas altas hasta el tobillo) le dotaba de cierta rigidez y severidad. Quizá no la volviera a utilizar jamás.

El barco no tardó en amarrar en el puerto de Welgen. Un olor delicioso asaltó la nariz de Glinnes, y le guió hasta un puesto de pescado frito cercano. Glinnes compró un paquete de tallos de caña ahumados y un trozo de anguila asada. Buscó con la mirada a Shira o Marucha, aunque no esperaba encontrarlos. Un grupo de extranjeros llamó su atención: tres chicos, ataviados con una especie de uniforme (traje gris claro de una sola pieza, ceñido con un cinturón, y zapatos negros ajustados muy brillantes), y tres chicas, vestidas con ropas austeras de dril blanco resistente. Tanto hombres como mujeres llevaban el pelo corto, que no les sentaba mal, y pequeños medallones en el hombro derecho. Pasaron muy cerca de Glinnes y advirtió que, después de todo, no eran extranjeros, sino trills. ¿Estudiantes de una academia de adoctrinamiento? ¿Miembros de una orden religiosa? Todo era posible, pues llevaban libros, calculadoras y parecían estar entregados a una vehemente discusión. Glinnes examinó a las chicas por segunda vez. Pensó que había algo en ellas poco atractivo, aunque al principio no pudo definirlo. La chica trill normal se vestía con casi cualquier cosa que tuviera a mano, sin preocuparse de que estuviera arrugado, gastado o sucio, y después se adornaba con flores. Estas chicas no sólo parecían limpias, sino también remilgadas. Demasiado limpias, demasiado remilgadas… Glinnes se encogió de hombros y volvió al trasbordador.

El trasbordador se adentró en el corazón de los marjales, a lo largo de vías fluviales que olían a agua estancada y tronchos de caña; ocasionales hedores sugerían la presencia de merlings. El ancho de Ripil apareció frente a él, así como el grupo de chozas que formaba Saurkash, el final del trayecto de Glinnes. En este punto, el trasbordador se desviaba hacia el norte y recorría los pueblos que bordeaban la isla Vole Mayor. Glinnes depositó sus maletas en el muelle y se quedó un momento examinando la aldea. La estructura más notable era el campo de hussade con sus viejas y ruinosas graderías, en otros tiempos el estadio de los Serpientes de Saurkash. Muy cerca se hallaba La Tenca Mágica, la más agradable de las tres tabernas de Saurkash. Recorrió la distancia que separaba el muelle de la oficina donde diez años antes Milo Marrad había alquilado barcas y un taxi acuático.

No vio a Harrad. Un joven al que Glinnes no conocía dormitaba sentado a la sombra.

—Buenos días, amigo —dijo Glinnes, y el joven, despierto, se volvió hacia él con una mirada de tibio reproche—. ¿Puede llevarme a la isla Rabendary?

—Cuando usted guste.

El joven miró a Glinnes de arriba abajo con parsimonia y se incorporó.

—Si no me equivoco, usted es Glinnes Hulden.

—Está en lo cierto, pero yo no me acuerdo de usted.

—No me extraña. Soy el sobrino del viejo Harrad que vivía en Voulash. Me llaman el joven Harrad y espero que sea así durante el resto de mi vida. Le recuerdo cuando jugaba con los Serpientes.

—Sucedió hace mucho tiempo. Tiene buena memoria.

—No tanto. Los Hulden siempre se han destacado en el hussade. El viejo Harrad hablaba mucho de Jut, el mejor jugador que salió jamás de Saurkash, según afirmaba el viejo Milo. Shira era un defensa sólido, muy eficiente, pero lento en los saltos. Me parece que nunca le vi ejecutar un regateo limpio.

—Muy acertado. —Glinnes siguió con la mirada la vía fluvial—. Esperaba encontrarme con él aquí, o con mi hermano Glay. Es evidente que tenían cosas mejores que hacer.

El joven Harrad le miró de soslayo, se encogió de hombros y acercó un esquife blanco y verde claro hasta el muelle. Glinnes trasladó sus maletas a bordo y zarparon hacia el este, siguiendo el estrecho de Mellish.

—¿Esperaba que Shira viniera a buscarle? —preguntó el joven Harrad después de carraspear.

—Desde luego.

—Entonces, ¿no sabe lo de Shira?

—¿Qué le ha pasado?

—Ha desaparecido.

—¿Desaparecido? —Glinnes dejó caer la mandíbula y paseó la mirada a su alrededor—. ¿Dónde?

—Nadie lo sabe. En el comedor de los merlings, probablemente, donde desaparece la mayor parte de la gente.

—A menos que haya ido a visitar amigos[10].

—¿Durante dos meses? Según me han dicho, Shira tenía mucho aguante, pero dos meses colgado de cauch sería un proeza extraordinaria.

Glinnes emitió un gruñido de abatimiento y se apartó, agotadas sus ganas de conversar. Jut muerto, Shira muerto… Su vuelta a casa sólo podía suponer un acontecimiento triste. El paisaje, cada vez más familiar, cada vez más rico en recuerdos, sólo servía ahora para aumentar su melancolía. A cada lado se deslizaban islas que conocía bien: Jurzy, donde los Rayos de Jurzy, su primer equipo, se había entrenado; Calceon, donde la adorable Loel Issam había resistido sus más apremiantes halagos. Después llegó a ser la sheirl de los Triplanos de Gaspar y, por fin, tras su deshonra, contrajo matrimonio con lord Clois de la Mesa Esculpida, al norte de los marjales… Los recuerdos se agolpaban en su mente: se preguntó por qué se había marchado de los marjales. Sus diez años en la Maza ya sólo le parecían un sueño.

La barca se internó en el ancho de Seavvard. Al sur, aproximadamente a kilómetro y medio, estaba la Isla Cercana, y más allá, algo más ancha y alta, la Isla Media. Por fin, se alzaba la Isla Lejana, todavía más grande y alta. Tres siluetas que el vapor del agua oscurecía en tres grados distintos. La Isla Lejana apenas aparentaba más sustancia que el cielo del horizonte sur.

La barca se deslizó en el angosto estrecho de Athenry. Los árboles se inclinaban para formar un arco sobre las quietas y oscuras aguas. El olor de los merlings se hizo más perceptible. Tanto Marrad como Glinnes se hallaban atentos a los remolinos de agua. Por razones que sólo conocían ellos, los merlings se congregaban en el estrecho de Athenry, tal vez a causa de los árboles, venenosos para los hombres, quizá debido a la sombra o por el sabor de las ramas de los árboles enterradas en el agua. Nada alteraba la placidez de la superficie; si los merlings estaban cerca, no salían de sus escondrijos. La barca surcó las aguas del ancho de Fleharish. En Cinco Islas, hacia el sur, Thammas, lord Gensifer conservaba su antigua mansión. No muy lejos, un velero desafiaba las aguas sobre aerodeslizadores. Al timón estaba sentado el propio lord Gensifer, un hombre robusto de cara redonda, diez años mayor que Glinnes, ancho de pecho y espaldas aunque de piernas delgadas. Viró por avante con elegancia y, levantando mucha espuma, se colocó junto a la barca de Marrad y orzó la vela. El barco se desprendió de los aerodeslizadores y cayó al agua.

—Si no me equivoco, eres el joven Glinnes Hulden, que regresa de sus periplos estelares —dijo en voz alta lord Gensifer—. ¡Bienvenido a los marjales!

Glinnes y Marrad se levantaron y ejecutaron el saludo debido a un noble de la calidad de Gensifer.

—Gracias —contestó Glinnes—. Me alegro de volver, sin duda alguna.

—¡No hay lugar como los marjales! ¿Cuáles son tus planes respecto al hogar?

Glinnes se quedó sorprendido.

—¿Planes? Ninguno en particular… ¿Porqué?

—Pensaba que los tendrías. Al fin y al cabo, ahora eres señor de Rabendary.

Glinnes desvió la mirada hacia la isla Rabendary.

—Me lo suponía, si es verdad que Shira ha muerto. Le llevo una hora de edad a Glay.

—Y también te aguarda una buena tarea, en mi opinión… Bien, um, ya lo comprobarás, no lo dudes. —Lord Gensifer cambió de tema—. ¿Qué me dices del hussade? ¿Eres favorable al nuevo club? Nos gustaría que un Hulden formara parte del equipo.

—No sé nada sobre eso, lord Gensifer. Me siento tan desconcertado por el giro de los acontecimientos que no se me ocurre ninguna respuesta sensata.

—A su debido tiempo, a su debido tiempo.

Lord Gensifer orientó la vela de nuevo. El casco, lanzado hacia adelante, subió sobre los aerodeslizadores y atravesó el ancho Fleharish a gran velocidad.

—No se lo tome a broma —dijo el joven Marrad con envidia—. Consiguió que le trajeran ese artefacto desde Illucante mediante Intermundo. ¡Imagine los ozols que le costó!

—Parece peligroso —dijo Glinnes—. Si vuelca, no hay nadie más en las cercanías que los merlings.

—Lord Gensifer es muy temerario. De toda formas, dicen que el barco es muy seguro. Ante todo, no puede hundirse, incluso si vuelca. Siempre podrá mantenerse sobre el casco hasta que alguien lo recoja.

Continuaron por el ancho de Fleharis y desembocaron en el estrecho de Ilfish. Dejaron a su izquierda los Comunes de la Prefectura, una isla de veinte hectáreas reservada para el uso de visitantes ocasionales, trevanyis, wryes y amantes que «iban a visitar amigos». El bote entró en el ancho de Ambal, y delante… la querida silueta de la isla Rabendary: el hogar. Glinnes parpadeó cuando sus ojos se humedecieron. Un triste regreso a casa, en verdad. La isla Ambal nunca le había parecido más adorable. Glinnes miró la antigua mansión y creyó percibir un jirón de humo que surgía de las chimeneas. Se le ocurrió una teoría pasmosa, que tal vez explicara la expresión desdeñosa de lord Gensifer. ¿Se habría instalado Glay en la mansión? Lord Gensifer consideraría semejante acción ridícula y deshonrosa… Un don nadie intentando remedar a sus superiores.

La barca amarró en el muelle de Rabendary. Glinnes bajó las maletas y pagó al joven Marrad. Dirigió la mirada hacia la casa. ¿Siempre había estado tan abandonada y ruinosa? ¿Siempre habían crecido tantas malas hierbas? Existía un estado de deterioro confortable que los trills consideraban atractivo, pero la vieja casa había sobrepasado en mucho este punto. Cuando subió los peldaños de la terraza, crujieron y cedieron bajo su peso.

Distinguió puntos de luz al otro lado del campo cercano al bosque de Rabendary. Glinnes forzó la vista. Tres tiendas, rojas, negras y naranja mate. Tiendas Trevanyi. Glinnes agitó la cabeza con colérico menosprecio. No había vuelto demasiado pronto.

—¡Ah de la casa! ¿Hay alguien ahí? —gritó.

La alta figura de su madre apareció en el umbral de la puerta. La mujer le miró con incredulidad, y después corrió unos pasos hacia él.

—¡Glinnes! ¡Qué extraño me resulta verte!

Glinnes la abrazó y besó, ignorando las implicaciones de la observación.

—Sí, he vuelto, y a mí también me resulta extraño. ¿Dónde está Glay?

—Ha salido con un compañero. ¡Mira qué buen aspecto tienes! Te has convertido en un hombre muy apuesto.

—Tú apenas has cambiado; sigues siendo mi hermosa madre.

—Oh, Glinnes, no me digas esas cosas. Me siento tan vieja como las colinas, y seguro que lo parezco… Imagino que te habrás enterado de las tristes noticias.

—¿Sobre Shira? Sí. Me apena terriblemente. ¿Sabe alguien lo que ocurrió?

—No se sabe nada —dijo Marucha, sin añadir más comentarios—. Siéntate, Glinnes. Quítate esas bonitas botas y descansa los pies. ¿Te apetece un poco de vino de manzana?

—Mucho, y algo de comer, cualquier cosa. Estoy hambriento.

Marucha sirvió vino, pan y un picadillo frío de carne, fruta y jalea de mar. Se sentó y observó cómo comía.

—Me alegro mucho de verte. ¿Qué planes tienes?

Glinnes pensó que su voz delataba una frialdad casi imperceptible. De todos modos, Marucha nunca había sido muy efusiva.

—De momento, ninguno —respondió—. El joven Harrad me ha contado lo de Shira. ¿Nunca llegó a casarse?

La boca de Marucha dibujó una mueca de desaprobación.

—Nunca consiguió decidirse a dar el paso… Tenía algunas amiguitas aquí y allá, naturalmente.

Glinnes intuyó de nuevo palabras no pronunciadas, cierto conocimiento que su madre no se dignaba comunicarle. Comenzó a sentir unas levísimas punzadas de resentimiento, que procuró apartar con cautela. No sería bueno iniciar su nueva vida sobre esa base.

—¿Dónde has dejado tu uniforme? —preguntó Marucha con voz alegre y algo quebradiza—. Tenía muchas ganas de verte vestido de capitán de la Maza.

—Renuncié a mi grado. Decidí volver a casa.

—Oh. —La voz de Marucha carecía de expresión—. Estamos muy contentos de que hayas vuelto, pero ¿crees que es prudente renunciar a tu carrera?

—Ya he dado el paso. —A pesar de su determinación, la voz de Glinnes había adoptado un tono de irritación—. Se me necesita más aquí que en la Maza. La casa se está cayendo a trozos. ¿Nunca se ocupa de nada Glay?

—La mayor parte del tiempo está ocupado en…, bien, en sus actividades. A su manera, ahora es una persona muy importante.

—Eso no es óbice para que repare los peldaños de la escalera. Se están pudriendo, literalmente… Aunque… Vi humo saliendo de la isla Ambal. ¿Glay vive allí?

—No. Hemos vendido la isla Ambal a un amigo de Glay.

—¿Que habéis vendido la isla Ambal? —exclamó Glinnes, estupefacto—. ¿Qué motivos…? —Concentró sus pensamientos—. ¿Shira vendió la isla Ambal?

—No —respondió Marucha con voz fría—. Glay y yo lo decidimos.

—Pero… —Glinnes se interrumpió y eligió sus palabras deliberadamente—. Ten por seguro que no quiero desprenderme de la isla Ambal o de ninguna otra parte de la tierra.

—Me temo que la venta ya se ha efectuado. Dábamos por sentado que te estabas labrando una posición en la Maza y que no volverías a casa. De haberlo sabido, por supuesto, habríamos tenido en cuenta tus sentimientos.

—Mi opinión definitiva es que ese contrato ha de anularse[11]. No deseamos desprendernos de Ambal bajo ningún concepto.

—Mi querido Glinnes, ya no nos pertenece.

—A menos que devolvamos el dinero. ¿Dónde está?

—Tendrás que preguntárselo a Glay.

Glinnes pensó en el sardónico Glay de diez años atrás, quien siempre se había mantenido al margen de los asuntos de Rabendary. Que Glay tomara importantes decisiones parecía por completo inadecuado, y aún más, insultante para la memoria de su padre, que amaba cada centímetro cuadrado de su tierra.

—¿Cuánto os pagaron por Ambal?

—Doce mil ozols.

—¡Es un regalo! —La voz de Glinnes se quebró, tal era la magnitud de su colérico asombro—. ¿Por un lugar tan bello como la isla Ambal, con una mansión en buenas condiciones? Alguien se ha vuelto loco.

Los ojos negros de Marucha lanzaron chispas.

—No tienes el menor derecho a protestar. No estabas aquí cuando te necesitábamos, y es indigno que vengas ahora con críticas.

—Voy a hacer algo más que criticar; voy a anular el contrato. Si Shira ha muerto, yo soy el señor de Rabendary, y nadie más tiene autoridad para vender.

—Pero no sabemos si Shira ha muerto —señaló Marucha, razonando con suavidad—. Es posible que esté visitando a sus amigas.

—¿Conoces a alguna de esas «amigas»? —preguntó Glinnes.

Marucha se encogió de hombros desdeñosamente.

—No, pero ya sabes cómo era Shira. Nunca cambió.

—Después de dos meses, ya habría vuelto de su visita.

—Confiamos en que esté vivo, desde luego. De hecho, según la ley, no podemos considerarle muerto hasta dentro de cuatro años.

—¡Para ese momento, el contrato será firme! ¿Por qué debemos desprendernos de una parte de nuestra maravillosa tierra?

—Necesitábamos el dinero. ¿No te parece suficiente motivo?

—¿Para qué necesitabais el dinero?

—Tendrás que hacerle esa pregunta a Glay.

—Lo haré. ¿Dónde está?

—No lo sé. No creo que tarde mucho en volver.

—Otra cuestión: ¿aquellas tiendas que se ven en el bosque son trevanyis?

Marucha asintió. Ninguno de los dos pretendía ya mostrarse amable.

—Haz el favor de no criticarme ni a mí ni a Glay. Shira les permitió establecerse en la propiedad y no hacen ningún daño.

—Quizá no, pero el año es joven. Ya conoces nuestra última experiencia con los trevanyis. Robaron los cuchillos de la cocina.

—Los Drosset no son de esa clase. Para ser trevanyis, parecen muy responsables. Se comportan con toda la decencia que creen necesaria.

Glinnes alzó las manos.

—No vale la pena discutir, pero quiero insistir sobre Ambal. Estoy seguro de que Shira jamás habría permitido la venta de la isla. Si está vivo, habéis actuado sin su autorización. Si está muerto, habéis actuado sin la mía, e insisto en que el contrato debe ser anulado.

Marucha volvió a encoger sus esbeltos hombros.

—Tendrás que discutir este asunto con Glay. Estoy harta de este tema.

—¿Quién compró la isla Ambal?

—Una persona llamada Lute Casavage, muy discreta y distinguida. Creo que procede de otro planeta; es demasiado gentil para ser un trill.

Glinnes terminó de comer y fue a buscar su equipaje.

—He traído algunas cosillas.

—Entregó a su madre un paquete, que ella cogió sin el menor comentario — Ábrelo. Es para ti.

Marucha levantó la tapa y sacó una pieza de tela púrpura, bordada con pájaros fantásticos en hilo verde, plateado y dorado.

—¡Qué increíble maravilla! —murmuró la mujer—. ¿Por qué, Glinnes…? Un regalo tan espléndido…

—Eso no es todo —dijo Glinnes.

Sacó otras cajas, que Marucha abrió embelesada. Al contrario que la mayoría de los trills, apreciaba mucho las posesiones valiosas.

—Son cristales de las estrellas —dijo Glinnes—. No tienen otro nombre, pero se los encuentra así, con facetas y todo, en el polvo de las estrellas muertas. Nada puede arañarlos, ni siquiera los diamantes, y poseen propiedades ópticas muy peculiares.

—¡Cómo pesan!

—Este jarro es muy antiguo; nadie sabe su edad. Se dice que la escritura del fondo es Erdish.

—¡Es precioso!

—Esto no es muy bonito, pero me llamó la atención… Un cascanueces en forma de broche de Urtland. Para ser sincero, lo compré en una tienda de trastos viejos.

—Es maravilloso. ¿Dices que es para cascar nueces?

—Sí. Pones las nueces entre estas mandíbulas y aprietas por el extremo saliente… Esto era para Glay y Shira…, cuchillos forjados en proteo. Los filos cortantes son cadenas de moléculas entrelazadas… Absolutamente indestructibles. Ni siquiera se estropean si los golpeas contra el acero.

—Glay se sentirá muy complacido —dijo Marucha, con voz algo más tensa que antes—. Y Shira también.

Glinnes emitió una risita escéptica, que Marucha se esforzó en ignorar.

—Muchas gracias por los regalos. Me parecen maravillosos. —Se asomó a la terraza que daba al muelle—. Glay ha llegado.

Glinnes salió a la terraza. Glay, que subía por el sendero desde el muelle, se detuvo, aunque no demostró la menor sorpresa. Después, avanzó con parsimonia. Glinnes descendió los peldaños y los hermanos se palmearon las espaldas.

Glinnes advirtió que Glay no vestía la ropa típica trill, sino pantalones grises y chaqueta oscura.

—Bienvenido a casa —dijo Glay—. Me he encontrado con el joven Harrad y me ha dicho que habías venido.

—Me alegro de volver a casa —dijo Glinnes—. Habrá sido penoso para ti y Marucha estar solos, pero ahora que estoy aquí intentaremos hacer de la casa lo que era antes.

Glay asintió con la cabeza, sin comprometerse.

—Sí, hemos llevado una vida más bien tranquila. Y confío en que las cosas cambien para bien.

Glinnes no estaba seguro de comprender las palabras de Glay.

—Hay mucho de qué hablar, pero, antes que nada, me alegro de verte. Pareces muy sensato, maduro y, ¿cómo diría yo?, dueño de ti mismo.

—Cuando miro hacia atrás —rió Glay—. me doy cuenta de que siempre medité demasiado y traté de resolver excesivas paradojas. Todo eso se ha terminado. He cortado el nudo gordiano, como si dijéramos.

—¿Qué quieres decir?

—Es demasiado complicado para explicarlo ahora —dijo Glay con un gesto de disculpa—. Tú también tienes buen aspecto. La Maza te ha sentado bien. ¿Cuándo has de regresar?

—¿A la Maza? Me parece que nunca, puesto que, según parece, ahora soy el señor de Rabendary.

—Sí —dijo Glay con voz neutra—. Me llevas una hora de ventaja.

—Entra, te he traído un regalo, y también algo para Shira. ¿Crees que ha muerto?

—No hay otra explicación —corroboró Glay con expresión sombría.

—Yo también pienso lo mismo. Madre cree que está «visitando a unos amigos».

—¿Durante dos meses? Imposible.

Ambos entraron en la casa, y Glinnes sacó el cuchillo que había comprado en los Laboratorios Técnicos de Boreal, una ciudad de Maranian.

—Ten cuidado con el filo. Si lo tocas, te cortarás. Sin embargo, puedes partir una barra de hierro sin el menor esfuerzo.

Glay cogió el cuchillo con cautela y examinó el filo invisible.

—Me asusta.

—Sí, es casi sobrenatural. Ahora que Shira ha muerto, guardaré el otro para mí.

—No estamos seguros de que Shira haya muerto —comentó Marucha desde el otro lado de la habitación.

Ni Glay ni Glinnes respondieron. Glay depositó su cuchillo sobre la repisa de kaban ennegrecida por el humo. Glinnes se sentó.

—Será mejor que aclaremos el asunto de la isla Ambal.

Glay se recostó contra la pared y examinó a Glinnes con ojos graves.

—No hay nada que decir. Para bien o para mal, la vendí a Lute Casavage.

—La venta no sólo fue imprudente, sino también ilegal. Tengo la intención de anular el contrato.

—Vaya. ¿Y cómo lo harás?

—Devolveremos el dinero y le pediremos a Casavage que se marche. El proceso es muy simple.

—Suponiendo que cuentes con doce mil ozols.

—Yo no…, pero tú sí.

—Ya no.

Glay meneó la cabeza lentamente.

—¿Dónde está el dinero?

—Lo di.

—¿A quién?

—A un hombre llamado Junius Farfan. Se lo di, y él lo aceptó. No puedo recuperarlo.

—Me parece que iremos a ver a Junius Farfan… en este mismo momento.

Glay negó con la cabeza.

—Deja en paz ese dinero, por favor. Ya tienes tu parte…, eres el señor de Rabendary. Permite que la isla Ambal sea mi parte.

—No estamos hablando de partes o de posesiones. Tú y yo somos los dueños de Rabendary. Es nuestro hogar.

—Ese punto de vista es muy válido, pero yo elegí pensar de una forma diferente. Como ya te he dicho, se están produciendo cambios por aquí.

Glinnes se reclinó en la silla, incapaz de contener su indignación.

—Dejémoslo así —pidió Glay cansadamente—. Yo me quedé con Ambal; tú tienes Rabendary. Es justo, después de todo. Ahora me iré para que puedas disfrutar sin trabas de tu propiedad.

Glinnes intentó expresar en voz alta su desacuerdo, pero las palabras se ahogaron en garganta.

—La elección es tuya. Espero que cambies de opinión —fue lo único que puedo decir.

La respuesta de Glay consistió en una sonrisa críptica. Glinnes no la consideró una respuesta.

—Otra cosa. ¿Qué hacen allí esos trevanyis?

—Son los Drosset. He viajado con ellos. ¿Te opones a su presencia?

—Son tus amigos. Si te empeñas en cambiar de residencia, ¿por qué no te los llevas contigo?

—No tengo ni idea de adónde voy. Si quieres que se vayan, díselo. Tú eres el señor de Rabendary, no yo.

—No será el señor hasta que sepamos algo de Shira —dijo Marucha desde su silla.

—Shira ha muerto —dijo Glay.

—Aun así, Glinnes no tiene derecho a volver a casa y crear dificultades enseguida. Es terco como Shira e inflexible como su padre.

—Yo no he creado las dificultades, sino vosotros —dijo Glinnes—. He de encontrar doce mil ozols para recuperar la isla Ambal, y después expulsar a una banda de trevanyis antes de que hagan venir a todo su clan. Ha sido una suerte que volviera en este momento, cuando aún conservamos la casa.

Glay se sirvió con calma una jarra de vino de manzana. Parecía simplemente aburrido… Se oyó un estruendoso crujido, procedente del otro lado del terreno, y después un tremendo estrépito. Glinnes fue a mirar desde el extremo de la terraza. Se volvió hacia Glay.

—Tus amigos acaban de cortar uno de nuestros árboles más viejos.

—Uno de tus árboles —replicó Glay con una débil sonrisa.

—¿Les pedirás que se marchen?

—No me harían caso. Les debo algunos favores.

—¿Tienen nombres?

—El jefe es Vang Drosset. Su mujer se llama Tingo. Los hijos son Ashmor y Harving. La hija se llama Duissane. Immifalda es la bruja.

Glinnes rebuscó en su equipaje, sacó su pistola reglamentaria y la guardó en el bolsillo. Glay le contempló con una mueca de sarcasmo, después murmuró algo a Marucha.

Glinnes atravesó el prado. La pálida y agradable luz de la tarde parecía destacar todos los colores cercanos y otorgar a los lejanos un brillo luminoso. El corazón de Glinnes se inflamaba de diversas emociones: dolor, nostalgia de los buenos días perdidos, cólera contra Glay que no lograba controlar a pesar de sus esfuerzos.

Se acercó al campamento. Seis pares de ojos vigilaban cada paso que daba, le examinaban de arriba abajo. El campamento no estaba demasiado limpio, aunque, por otra parte, tampoco demasiado sucio. Glinnes había visto cosas peores. Ardían dos hogueras. En una de ellas, un muchacho daba vueltas a un asador en el que había ensartadas un montón de gallinas silvestres gordezuelas. Sobre el otro fuego colgaba un caldero del que brotaba un hedor acre y herbáceo: los Drosset estaban preparando cerveza trevanyi, que en ocasiones teñía sus globos oculares de un sorprendente amarillo dorado. La mujer que removía la mezcla era enjuta y de rasgos afilados. Se había teñido el pelo de rojo brillante, y le caía en dos trenzas sobre la espalda. Glinnes se desvió para alejarse del olor.

Un hombre se aproximó desde el árbol caído, donde estaba recogiendo nueces. Dos corpulentos jóvenes le seguían detrás. Los tres llevaban pantalones negros embutidos en botas negras flexibles, camisas amplias de seda beige y pañuelos de colores en el cuello, la típica indumentaria trevanyi. Vang Drosset llevaba un sombrero plano negro del que brotaban exuberantes rizos de cabello color melcocha. Su piel era de un curioso tono amarillento; los ojos emanaban un brillo amarillo, como iluminados desde atrás. Un hombre impresionante, pensó Glinnes, y una persona a la que no se puede tratar con ligereza.

—¿Es usted Vang Drosset? —preguntó—. Soy Glinnes Hulden, señor de la isla Rabendary. Debo pedirle que traslade su campamento a otra parte.

Vang Drosset hizo un gesto a sus hijos, que adelantaron dos sillas de mimbre.

—Siéntese y tome un refresco —dijo Vang Drosset—. Hablaremos de nuestra partida.

Glinnes sonrió y agitó la cabeza.

—Prefiero seguir de pie.

Si se sentaba y aceptaba el té, estaría en deuda con ellos y podrían solicitarle algún favor. Desvió la mirada hacia el muchacho que daba vueltas al asador, y vio que no era un chico, sino una joven esbelta y bien formada de unos diecisiete o dieciocho años. Vang Drosset pronunció una sílaba sin volverse. La chica se puso en pie de un salto y se dirigió hacia la tienda roja. Cuando entró, miró hacia atrás. Glinnes distinguió un hermoso rostro, dos ojos dorados y rizos rojo dorados que rodeaban su cabeza y caían sobre sus orejas hasta el cuello.

Vang Drosset sonrió y exhibió una dentadura de un blanco inmaculado.

—En lo referente a trasladar el campamento, le ruego que nos dé permiso para quedarnos. Aquí no hacemos ningún daño.

—No estoy tan seguro. Los trevanyis suelen ser vecinos molestos. Desaparecen bestias y aves, así como otras cosas.

—No hemos robado ni bestias ni aves —dijo Vang Drosset con voz suave.

—Acaban de destruir un árbol antiquísimo, sólo para coger nueces con más facilidad.

—El bosque está lleno de árboles. Necesitábamos leña. No creo que sea algo tan grave.

—Para ustedes, no. ¿Sabe que jugaba en ese árbol cuando era un niño? ¡Mire! ¡Observe dónde dejé mi marca! En esa horcadura me construí un refugio, y a veces dormía por las noches. ¡Amaba a ese árbol!

Vang Drosset hizo una mueca delicada ante la idea de un hombre que amaba a un árbol. Sus dos hijos rieron con desprecio, se alejaron y empezaron a lanzar cuchillos contra un blanco.

—¿Leña? —prosiguió Glinnes—. El bosque está lleno de ramas muertas. Basta con acarrearlas hasta aquí.

—Una distancia muy larga para gente con la espalda dolorida.

—Mire esas aves. —Glinnes señaló el asador—. Todas a medio crecer; ni siquiera habían criado. Nosotros sólo cazamos las aves de tres años, que ustedes ya habrán matado y comido sin duda, y probablemente también las de dos años, y cuando hayan devorado las más jóvenes no quedará ninguna. Y mire esa fuente… ¡Frutas arrancadas del suelo, con raíces y todo! ¡Han destruido nuestra futura cosecha! ¿Dice que no hacen ningún daño? Maltratan la tierra. Pasarán diez años antes de que vuelva a ser como antes. Desmonten sus tiendas, carguen sus carretas[12] y váyanse.

—Su lenguaje no es muy cordial, señor Hulden —dijo Vang con voz amortiguada.

—¿Se puede pedir con cordialidad a alguien que abandone tu propiedad? —preguntó Glinnes—. Es imposible. Me exige demasiado.

Vang Drosset giró sobre sus talones con un siseo de exasperación y paseó su mirada por el prado. Ashmor y Harving se hallaban entregados a un sorprendente ejercicio trevanyi que Glinnes nunca había presenciado. Estaban de pie, separados por unos diez metros de distancia, y se arrojaban un cuchillo a la cabeza por turnos. El contrincante detenía el cuchillo lanzado con el suyo, de una forma prodigiosa, y lo enviaba dando vueltas por los aires.

—Los trevanyis son buenos amigos, pero malos enemigos —dijo Vang Drosset con voz suave.

—Tal vez reconozca el proverbio —replicó Glinnes—. «Al este de Zanzamar[13] viven los amistosos trevanyis».

—¡Pero no todos somos tan malvados! —Vang Drosset habló con una voz teñida de falsa humildad—. ¡Aumentamos el atractivo de la isla Rabendary! Tocaremos música en sus fiestas, somos expertos en las danzas de cuchillos…

Señaló bruscamente a sus hijos, que hacían saltar y girar sus cuchillos en arcos estremecedores.

Bien por accidente, bien con un propósito jocoso o mortífero, un cuchillo salió disparado hacia la cabeza de Glinnes. Vang Drosset emitió un graznido de advertencia o tal vez de júbilo. Glinnes había esperado alguna acción semejante. Se agachó, y el cuchillo se clavó en un blanco situado a su espalda. La pistola de Glinnes brincó en su mano y escupió plasma azul. El extremo del asador ardió y las aves quedaron convertidas en cenizas.

Duissane salió disparada de la tienda. Sus ojos proyectaban un resplandor tan feroz como el de la pistola. Agarró el asador y se quemó la mano; hizo caer las aves al suelo con un palo, sin dejar de proferir maldiciones e invectivas.

—¡Oh. ruin urush[14], has echado a perder nuestra comida! Que en tu lengua broten espinas. Aléjate de este lugar con tu panza llena de tripas de perro, antes de que te maldigamos como a un fanscher de pierna rígida. ¡Sabemos quién eres, no temas! Eres un spageen[15] mucho peor que el cornudo de tu hermano. Había pocos como él…

Vang Drosset alzó el puño. La chica cerró la boca y se puso a limpiar las aves con semblante ceñudo. Vang Drosset se volvió hacia Glinnes sonriendo con severidad.

—No se ha comportado con amabilidad —dijo—. ¿.Acaso no le gustaban los juegos de cuchillos?

—No en particular —dijo Glinnes.

Sacó su cuchillo nuevo, arrancó el cuchillo trevanyi del blanco y rebanó un trozo con la misma facilidad que si hubiera cercenado un junco.

Los Drosset le observaron fascinados. Glinnes enfundó el cuchillo.

—Los terrenos comunales están a sólo un kilómetro y medio, estrecho de Ilfish abajo —dijo Glinnes—. Pueden acampar allí sin perjudicar a nadie.

—Vinimos desde el Común —gritó Duissane—. El spageen de Shira nos invitó. ¿No es suficiente para usted?

A Glinnes le resultaba imposible comprender la generosidad de Shira.

—Creía que era con Glay con quien habían viajado.

Vang Drosset hizo otro gesto. Duissane dio media vuelta y llevó las aves hacia una mesa.

—Mañana nos iremos —dijo Vang Drosset con voz vibrante y ominosa—. En cualquier caso, nos posee el forlostwenna[16]. Estamos preparados para partir.

—Pueden ponerse de acuerdo con Glay —dijo Glinnes—. El forlostwenna también le posee a él.

Vang Drosset escupió en el polvo.

—Es la fanscherada lo que le posee. Ahora es demasiado bueno para nosotros.

—Y también demasiado bueno para usted —murmuró Harving.

¿Fanscherada? La palabra no significaba nada, pero no pidió explicaciones a los Drosset. Pronunció una palabra de despedida y se volvió. Mientras cruzaba el campo, seis pares de ojos estaban clavados fijamente en su nuca. Se sintió aliviado cuando estuvo fuera del alcance de un cuchillo.