13

Los eiodarkas se reunieron en la terraza de Benbuphar Strang una hora antes de que llegara el kaiarka Rianlle. Muchas actitudes se habían endurecido a través de procesos psicológicos acaso diferentes en cada caso, y las vergonzosas aprensiones de la víspera se habían transformado en resoluciones desafiantes. Si antes todos los eiodarkas parecían resignados a la sumisión, en aquel momento todos parecían decididos a resistir.

—¿Ha desafiado Rianlle vuestra memoria? —exclamó el barón Balthazar—. Con razón, habéis admitido. Pues no desafiará a la mía. Si los fwai-chi afirman la existencia de este tratado y los archivos guardan alguna insinuación sobre su existencia, yo recuerdo claramente haber oído al kaiarka Jochaim hablar del tema.

—¡Yo también! —gritó el barón Hectre—. No se atreverá a desafiarnos.

—Se atreverá —rió con amargura Efraim—. ¿Por qué no? Somos incapaces de causarle el menor daño.

—Ésta será nuestra estrategia —dijo el barón Balthazar—. Nos negaremos a sus exigencias con energía. Si invade el Dwan Jar con sus tropas, las hostigaremos y destruiremos sus obras. Si Rianlle invade el valle con sus velas, nos abatiremos desde el acantilado Alode y destrozaremos sus alas.

El barón Simic agitó sus puños al aire.

—¡No le resultará fácil a Rianlle!

—Muy bien —dijo Efraim—. Si eso es lo que queréis, estoy con vosotros. Recordad: seremos firmes, pero no belicosos; sólo mencionaremos la legítima defensa si nos amenaza. Me alegro de que, al igual que yo, consideréis intolerable la rendición. Creo que por allí, rodeando Shanajra, llegan Rianlle y su partida.

El vehículo aéreo aterrizó. Rianlle descendió, seguido de la kraike Dervas, la lissolet Maerio y cuatro eiodarkas de Eccord. Los heraldos salieron a su encuentro y prorrumpieron en fanfarrias ceremoniales. Rianlle y su partida avanzaron hacia los escalones que conducían a la terraza. Efraim y los eiodarkas bajaron para recibirles.

Tras intercambiar las formalidades de rigor, Rianlle echó hacia atrás su hermosa cabeza y declaró:

—Hoy se reúnen los kaiarkas de Scharrode y Eccord para sellar una era de amistad entre sus reinos. Me complace, por tanto, proclamar que miraré con buenos ojos la posibilidad de un trisme entre vos y la lissolet Maerio.

—Es una oferta muy grata, Fuerza —dijo Efraim, inclinando la cabeza—, y nada podría adecuarse tan bien a mis inclinaciones. Pero estaréis fatigados del viaje; debo acceder a que os refresquéis. Nos encontraremos dentro de dos horas en el gran salón.

—Excelente. ¿Debo presumir que no vais a poner más objeciones a mi pequeño proyecto?

—Podéis estar seguro, Vuestra Fuerza, de que las buenas relaciones entre nuestros dos reinos, basadas en la equidad y la cooperación, son los cimientos de la política scharde.

El rostro de Rianlle se ensombreció.

—¿No podéis responderme a la pregunta? ¿Vais a cederme o no el Dwan Jar?

—Vuestra Fuerza, no discutamos de asuntos importantes en la escalinata. Cuando hayáis descansado una o dos horas, clarificaré el punto de vista scharde.

Rianlle inclinó la cabeza y giró sobre sus talones. Los subchambelanes les condujeron a él y a su partida a los aposentos que les habían sido preparados.

Maerio estaba de pie junto a una ventana alta arqueada que dominaba el valle. Pasó su mano por el antepecho de piedra, y el áspero tacto la hizo estremecerse. ¿Cómo sería vivir en Benbuphar Strang, en estas sombrías habitaciones de techos altos, rodeada de ecos? Habían ocurrido muchos acontecimientos extraños en este lugar, algunos de ellos aterradores. Se decía que en ningún lugar de los Reinos existía un castillo tan acribillado por senderos de penumbra. Efraim había cambiado, era innegable. Parecía más maduro, y daba la impresión de someterse a las convenciones rhunes sin gran convicción. Quizá era para bien. Su madre, Dervas, había sido en otro tiempo tan alegre y desinhibida como ella, pero Rianlle (su supuesto padre) había insistido en que la kraike de Eccord debía ser el ejemplo viviente del Código Rhune, y Dervas se plegó a la ortodoxia por el bien del reino. Efraim intrigaba a Maerio. No parecía muy apegado a la ortodoxia. Y ella lo sabía por experiencia propia.

Escuchó un leve sonido a su espalda. Se volvió de inmediato y descubrió que un panel de la pared se había deslizado a un lado. Allí estaba Efraim.

Cruzó la habitación y la miró sonriente.

—Perdona que te haya asustado. Quería verte a solas, y no se me ocurrió otro método.

—Deja que cierre con llave. No deben descubrirnos.

—Es verdad. —Efraim aseguró la puerta y volvió al lado de Maerio—. He estado pensando en ti; no puedo sacarte de mi mente.

—Yo también he estado pensando en ti, sobre todo desde que me enteré de que el kaiarka pensaba unirnos en trisme.

—Debo decirte algo al respecto. Por más que desee ese trisme, nunca se producirá, porque los eiodarkas no están dispuestos a entregar el Dwan Jar.

Maerio asintió lentamente con la cabeza.

—Sabía que sucedería… No quiero unirme en trisme con nadie más. ¿Qué haremos?

—Por ahora nada. Sólo puedo hacer planes para la guerra.

—¡Podrían matarte!

—Espero que no. Dame tiempo para reflexionar. ¿Huirías conmigo, lejos de los Reinos?

—¿Adonde iríamos? —preguntó Maerio, sin aliento.

—No lo sé. No gozaríamos de tantos privilegios como ahora; tal vez nos veríamos obligados a trabajar.

—Iré contigo.

Efraim cogió sus manos.

Ella se estremeció y cerró los ojos.

—¡Efraim, por favor! Volverás a perder la memoria.

—No lo creo.

La besó en la frente. Ella jadeó y retrocedió.

—¡Qué sensación tan extraña! ¡Todo el mundo se dará cuenta de mi agitación!

—Ahora debo irme. Cuando te hayas serenado, baja al gran salón.

Efraim volvió por el sendero de penumbra a sus aposentos, donde se vistió con los ropajes oficiales.

Un golpe en la puerta. Efraim miró el reloj. ¿Rianlle, tan pronto?

Abrió la puerta y se encontró con Becharab, el nuevo primer chambelán.

—¿Sí, Becharab?

—Vuestra Fuerza, varios nativos esperan frente al castillo. Desean hablar con Vuestra Fuerza. Les dije que estabais descansando, pero insistieron.

Efraim atravesó corriendo la sala de recepciones y el vestíbulo; ello provocó el asombro de Singhalissa, que conversaba con un eiodarka de Eccord.

Ante la terraza se erguían cuatro fwai-chi ancianos de piel rojiza, hirsutos y harapientos. Un par de lacayos, con expresión de asco, intentaba echarles. Los fwai-chi, desalentados, empezaban a alejarse cuando Efraim apareció.

Bajó corriendo la escalera y apartó a los lacayos.

—Soy el kaiarka Efraim. ¿Deseabais verme?

—Sí —dijo uno, y Efraim pensó que se trataba del mismo individuo que había encontrado en la Cordillera de los Susurros—. Afirmas que no recuerdas ningún tratado relativo al Dwan Jar.

—Es cierto. El kaiarka de Eccord, que desea el Dwan Jar, se encuentra aquí.

—No debe conseguirlo; es un hombre que pide demasiado. Si controlara el Dwan Jar, pediría todavía más, y nos veríamos obligados a saciar su avaricia. —El fwai-chi sacó un polvoriento frasco que contenía un líquido oscuro—. Tu memoria está sellada y no existen llaves para abrirla. Bebe este líquido.

Efraim cogió el frasco y lo miró con curiosidad.

—¿Qué efecto me causará?

—Tu misma sustancia corpórea contiene memoria: se llama instinto. Te doy un medicamento. Incitará a todas tus células, incluso aquellas que bloquean tu memoria, a expulsar recuerdos. No podemos abrir las puertas, pero podemos tirarlas abajo. ¿Te atreves a tomar esta pócima?

—¿Me matará?

—No.

—¿Me volverá loco?

—Tal vez no.

—¿Sabré todo lo que sabía antes?

—Sí, y cuando recobres la memoria deberás proteger nuestro santuario.

Efraim subió pensativamente los escalones. Singhalissa y Destian aguardaban junto a la balaustrada.

—¿Qué es este frasco? —preguntó Singhalissa con brusquedad.

—Contiene mi memoria. Sólo necesito beberlo.

Singhalissa, con las manos temblorosas, se inclinó hacia adelante. Efraim retrocedió.

—¿Lo beberéis? —preguntó ella.

—Por supuesto.

Singhalissa se mordió el labio. La visión de Efraim pareció aclararse de repente. Se fijó en que la piel de Singhalissa carecía de lozanía, en las arrugas que circundaban su boca y sus ojos, en el arco que dibujaba su esternón, como el de un pájaro.

—Quizá os parezca un punto de vista extraño —dijo Singhalissa—, pero reflexionad. ¡Las cosas os van bien! Sois kaiarka, estáis a punto de concertar un trisme con un reino poderoso. ¿Qué más queréis? Es posible que el contenido del frasco os perjudique.

—Si estuviera en vuestro lugar —dijo Destian con aire autoritario—, no lo haría.

—Deberíais pedir consejo al kaiarka Rianlle —siguió Singhalissa—. Es un hombre sabio.

—Es un problema que sólo me concierne a mí —señaló Efraim—. Dudo que la sabiduría de Rianlle pueda aplicarse a este caso.

Entró en la sala de recepción, donde se encontró con Rianlle. Efraim se detuvo.

—Espero que hayáis disfrutado de vuestro descanso.

—Mucho —respondió con educación Rianlle.

—Acabo de suplicar a Efraim que solicite vuestro consejo sobre un asunto muy serio —intervino Singhalissa—. Los fwai-chi le han proporcionado un líquido que, según afirman, le devolverá la memoria.

Rianlle reflexionó.

—Perdonadme un momento.

Se llevó a Singhalissa aparte; ambos conversaron entre murmullos. Rianlle asintió y volvió con semblante pensativo al lado de Efraim.

—Mientras descansaba —dijo—, he pasado revista a la situación que ha provocado cierta tensión entre nuestros dos reinos. Propongo que aplacemos toda discusión referente al Dwan Jar. ¿Por qué permitir que un asunto tan trivial interfiera en el trisme que he sugerido? ¿Estoy en lo cierto?

—Por completo.

—Sin embargo, no confío en las drogas fwai-chi. Suelen producir lesiones cerebrales. A la vista de nuestra futura relación, debo insistir en que no toméis la poción fwai-chi.

Muy extraño, pensó Efraim. Si la pérdida de su memoria comportaba tantas ventajas para otras personas, las desventajas para él serían de igual envergadura.

—Vayamos a reunimos con quienes nos esperan en el salón.

Efraim se sentó a la mesa roja y examinó los rostros. Catorce eiodarkas schardes y cuatro de Eccord; Singhalissa, Destian y Sthelany; Rianlle, la kraike Dervas, Maerio y él. Colocó con gran cuidado el frasco sobre la mesa, ante él.

—Debemos considerar una nueva circunstancia —dijo—. Mi memoria. Se halla dentro de esta botella. Alguien me robó la memoria en Puerto Mar. Tengo muchísimas ganas de averiguar la identidad de esta persona. Dos de las que estuvieron en Puerto Mar conmigo han muerto. Por una coincidencia; o tal vez no se trate de una coincidencia, ambas fueron asesinadas.

»Me han aconsejado que no tome este brebaje. Me han dicho que deje las cosas como están. No hace falta decir que rechazo este punto de vista. Quiero recobrar mi memoria, cueste lo que cueste.

Destapó el frasco, lo llevó a su boca y apuró el contenido. El sabor era suave y campestre, como corteza triturada y moho mezclados con agua de lluvia. Paseó la vista por el círculo de caras.

—Debéis perdonar este acto de ingestión ante vuestros propios ojos… Todavía no siento nada. Supongo que tardará un poco en hacer efecto… Noto que luces y sombras se mueven… Vuestros rostros tiemblan. He de cerrar los ojos… Veo manchas de luz; se esparcen y estallan… Veo con todo mi cuerpo… Veo con mis manos y en el interior de mis piernas y por mi espalda. —La voz de Efraim enronqueció—. Sonidos… por todas partes…

No podía continuar hablando; se reclinó en su silla. Sentía, veía, oía. Un cúmulo de sensaciones: soles remolineantes y estrellas danzarinas, el tacto de la espuma salada, la tibieza del barro, el sabor húmedo de las hierbas acuáticas. La embestida de las lanzas, la quemadura del fuego, los chillidos de mujeres. La ausencia de tiempo, visiones que iban y venían como bancos de peces. Efraim se sintió débil, piernas y brazos le fallaban. Luchó contra la letargia y contempló fascinado cómo retrocedía y se desvanecía la primera furiosa explosión de imágenes. La sucesión de sensaciones continuó, pero con una cadencia menos rápida, como para controlar la cronología. Empezó a ver rostros y a oír voces; rostros extraños y voces extrañas de personas muy queridas. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Percibió la inmensidad del espacio. Conoció el dolor de las despedidas, la alegría de la conquista. Mató y le mataron; amó y conoció el amor; alimentó a miles de familias; conoció miles de muertes, miles de infancias.

Las imágenes se hicieron más lentas, como si la fuente casi se hubiera secado. Era el primer hombre que había llegado a Marune. Condujo a las tribus desde Puerto Mar hacia el este. Era todos los kaiarkas de Scharrode y de muchos otros reinos a la vez. Era muchas personas vulgares. Vivió todas esas vidas en el curso de cinco segundos.

El tiempo empezó a disminuir de velocidad. Contempló la construcción de Benbuphar Strang. Vagó al acecho durante la penumbra. Escaló el Tassenberg y despeñó a un guerrero rubio desde la cumbre del Khism. Empezó a ver rostros a los que casi podía poner nombres. Era un niño alto de cabello dorado que crecía hasta convertirse en un hombre alto y enjuto de rostro huesudo y barba corta y espesa. Efraim, con el corazón latiéndole violentamente, siguió a este hombre cuyo nombre era Jochaim por las cámaras de Benbuphar Strang, durante aud, isp, sombra y rowan. Vagó por los senderos de penumbra al llegar la penumbra, y experimentó la intoxicación de irrumpir en los aposentos de su, en ocasiones, aterrorizada elegida, ataviado únicamente con espalderas, máscara humana y botas. La doncella Alferica llegó a Benbuphar Strang procedente del castillo de Cloudscape, para ser tomada en trisme por Jochaim, y a su debido tiempo nació un niño que fue llamado Efraim, y Jochaim se eclipsó.

La juventud de Efraim pasó. Su madre, Alferica, se ahogó durante una visita a Eccord. Luego vino a Benbuphar Strang una nueva kraike, Singhalissa, acompañada de sus dos hijos. Uno de ellos era el tenebroso y vicioso Destian; el otro, una niña de grandes ojos claros, era Sthelany.

Los tres niños fueron educados por tutores. Eligieron cogencias y erudiciones. Sthelany se entregó a escribir poesía con un lenguaje poético abstruso, a fabricar tapices con alas de mariposas nocturnas y a nombrar las estrellas, así como a pergeñar esencias y fragancias, como era de rigor entre todas las damas de noble cuna. También coleccionaba jarrones floreados de Glanzeln, de un inefable violeta transparente, y cuernos de unicornio. Destian coleccionaba cristales preciosos, así como réplicas de medallones que adornaban las empuñaduras de espadas famosas: también se interesaba por la heráldica y el folclor de las fanfarrias. Efraim se inclinaba por la arquitectura de los castillos, la identificación de minerales y la teoría de las aleaciones, aunque Singhalissa consideraba esta elección muy poco erudita.

Efraim aceptaba con educación las observaciones de Singhalissa, pero las olvidaba al cabo de un momento. Era el primer kang del reino, y las opiniones de Singhalissa le traían sin cuidado.

Singhalissa dominaba una docena de habilidades, didácticas y prácticas. Era la persona más culta que Efraim conocía. Visitaba una vez al año Puerto Mar, como mínimo, a fin de comprar pertrechos y materiales para las necesidades concretas de quienes vivían en Benbuphar Strang. Cuando Efraim se enteró de que el kaiarka Rianlle de Eccord, junto con la kraike Dervas y la lissolet Maerio, pensaba acompañar a Jochaim y Singhalissa a Puerto Mar, decidió unirse a la comitiva. Tras considerables discusiones, Destian y Sthelany también se animaron a emprender el viaje.

Hacía años que Efraim conocía a Maerio, bajo las circunstancias formales que imponían todas las visitas a las moradas de los kaiarkas. Al principio la consideró frívola y excéntrica. Carecía de cultura, era torpe con los frascos y parecía reprimir en todo momento una imprudente espontaneidad, que provocaba un fruncimiento de cejas en Singhalissa y una expresión de ostensible hastío en Sthelany. Estos factores impulsaron a Efraim a cultivar su amistad. Advirtió poco a poco que su compañía era muy estimulante, y que le agradaba sobremanera contemplarla. Pensamientos prohibidos cruzaron por su mente; los rechazó por lealtad a Maerio, que reaccionaría con horror y estupefacción.

El kaiarka Rianlle, la kraike Dervas y Maerio volaron sobre las montañas hacia Benbuphar Strang. A la mañana siguiente, todos partirían en dirección a Puerto Mar. Rianlle, Jochaim, Efraim y Destian se reunieron en el gran salón para una charla informal. Bebieron pequeñas tazas de arrac, ocultando las cabezas con discreción tras pantallas de etiqueta.

Rianlle campaba por sus fueros. Siempre hábil conversador, en esta ocasión se mostró de lo más brillante. Como Singhalissa, Rianlle era muy culto. Conocía los símbolos fwai-chi y todas las veredas de su Sendero de la Vida. Conocía la metafísica Pantécnica. Coleccionaba y estudiaba los insectos de Eccord, y había escrito tres monografías sobre el tema. Además, Rianlle era un notable guerrero, y había conseguido extraordinarios éxitos. Efraim le escuchaba con fascinación. Rianlle estaba hablando del Dwan Jar, la Cordillera de los Susurros.

—Me parece un lugar de sublime belleza —le dijo a Jochaim—. Uno de nosotros debería utilizarlo. Sed generoso, Jochaim, dejadme construir un jardín y un pabellón de verano en el Dwan Jar. ¡Imaginaos cómo voy a descansar y meditar al son del salvaje susurro!

—Imposible —sonrió Jochaim—. ¿Habéis perdido el juicio? Mis eiodarkas me tomarían por loco si aceptara vuestra propuesta. Además, estoy atado por un tratado con los fwai-chi. Estabais bromeando, claro.

—De ninguna manera. ¡Deseo ese insignificante, minúsculo e ínfimo pedazo de tierra!

Jochaim movió la cabeza.

—Cuando muera, ya no podré oponerme. Efraim asumirá la responsabilidad. Mientras viva, me negaré a vuestro capricho.

—Da la impresión de que vuestra muerte eliminaría la oposición. De todos modos, no desearía que murierais por tan poca cosa. Hablemos de temas más divertidos…

El grupo había volado a Puerto Mar y se alojó como de costumbre en el hotel Royal Rhune, donde los responsables conocían y respetaban sus costumbres…

Efraim levantó la cabeza y miró a su alrededor. Rostros tensos por todas partes, ojos clavados en él, silencio. Cerró los ojos. Ahora, los recuerdos acudían suave y lentamente, pero con una claridad luminosa y sorprendente. Revivió la sensación de salir del hotel en compañía de Destian, Sthelany y Maerio para pasear por Puerto Mar, y tal vez visitar el Jardín de las Hadas, donde actuaban Galligade y sus marionetas.

Bajaron por la calle de los Cofres de Latón y atravesaron el puente para entrar en la Ciudad Nueva. Caminaron durante algunos minutos por la Estrada; echaron un vistazo a las cervecerías, donde los habitantes de Puerto Mar y los estudiantes de la universidad bebían cerveza y devoraban comida a la vista de todo el mundo.

Efraim preguntó la dirección a un joven que salía de una librería. Al ver que se trataba de un grupo de rhunes, se ofreció a acompañarles al Jardín de las Hadas. El espectáculo había terminado, para disgusto de todos. Su guía se presentó como Matho Lorcas e insistió en pedir una botella de vino, junto con las habituales pantallas de etiqueta. Sthelany enarcó las cejas al estilo de Singhalissa y se apartó. Efraim, mirando a Maerio, bebió el vino, protegido por la pantalla. Maerio, con gran atrevimiento, le imitó.

Matho Lorcas parecía una persona alegre y de enorme ingeniosidad.

Consiguió que ni Sthelany ni Destian se enfadaran.

—¿Están disfrutando de su visita? —preguntó.

—Mucho —respondió Maerio—, pero habrá más diversiones, ¿no? Siempre hemos pensado que Puerto Mar era un lugar de disipación.

—No es exacto. Nos encontramos en la parte respetable de la ciudad, desde luego. ¿No se lo parece?

—Nuestras costumbres son muy diferentes —fue la réplica glacial de Destian.

—Eso tengo entendido, pero están en Puerto Mar. ¿Por qué no se adaptan a las costumbres de aquí?

—No es tan fácil como parece —murmuró Sthelany.

—¡Claro que no! —rió Lorcas—. Me preguntaba si accederían. Aun así, ¿no se sienten inclinados a vivir, digamos, vidas normales?

—¿Cree que no llevamos una forma de vida normal? —preguntó Efraim.

—Desde mi punto de vista, no. Están sofocados por las convenciones. Son carne de diván.

—Qué curioso —dijo Maerio—. Yo me siento muy bien.

—Yo también —corroboró Efraim—. Debe de estar equivocado.

—¡Ajá! Bien, es posible. Me gustaría visitar uno de los Reinos y comprobar cómo van las cosas. ¿Les gusta el vino? Quizá prefieran un ponche.

Destian paseó la vista por la mesa.

—Creo que lo mejor será volver al hotel. Ya hemos visto bastante de la Ciudad Nueva.

—Idos, si queréis —dijo Efraim—. Yo no tengo prisa.

—Me quedaré con Efraim —dijo Maerio.

—Espero que usted también se quede —dijo Matho Lorcas a Sthelany—. ¿Lo hará?

—¿Porqué?

—Quiero explicarle algo que, según creo, desea saber.

Sthelany se levantó con languidez y se marchó sin decir palabra.

Destian, mirando vacilante a Efraim y Maerio, la siguió.

—Qué pena —dijo Lorcas—. La encuentro sumamente atractiva.

—Sthelany y Destian son muy altivos —explicó Maerio.

—¿Y usted? —preguntó Lorcas con una sonrisa—. ¿También es altiva?

—Sólo cuando lo exige la etiqueta. A veces, las costumbres rhunes me parecen muy aburridas. Si Efraim no estuviera presente, tal vez probaría el ponche. No me avergüenzo de mis procesos internos.

—Muy bien —rió Efraim—. Si tú lo haces, yo también, pero espera a que Destian y Sthelany se hayan perdido de vista.

Matho Lorcas pidió ponche de ron para todos. Efraim y Maerio bebieron primero detrás de las pantallas. Después, farfullando con una carcajada de turbación, lo hicieron sin ocultarse.

—¡Bravo! —exclamó Lorcas—. Acaban de dar un gran paso hacia la emancipación.

—No hay para tanto —dijo Efraim—. Les invito a otra ronda. Lorcas, ¿acepta?

—Con mucho gusto, pero sería espantoso que llegaran al hotel borrachos, ¿verdad?

Maerio se dio un golpecito en la cabeza.

—Mi padre cogería un ataque. Es la persona más rígida del mundo.

—Mi padre se limitaría a mirar en otra dirección —dijo Efraim—. Parece rígido, y lo es, pero en el fondo es muy razonable.

—¿No son parientes ustedes dos?

—No.

—Pero se aprecian, ¿no?

Efraim y Maerio se miraron de reojo. Efraim rió, incómodo.

—No lo pienso negar. —Miró de nuevo a Maerio, que hizo una mueca—. ¿Te ha ofendido?

—No.

—Entonces, ¿por qué me miras de esa forma?

—Porque hemos de venir a Puerto Mar para decirnos esas cosas.

—Supongo que es absurdo —reconoció Efraim—, pero Puerto Mar es muy diferente de Eccord y Scharrode. Aquí puedo tocarte sin que haya penumbra. Le cogió la mano.

—¡Ay de mí! —suspiró Matho Lorcas—. Creo que debería dejarles solos. Perdónenme un momento; acabo de ver a alguien con quien quiero hablar.

Efraim y Maerio se quedaron solos. Ella reclinó la cabeza en su hombro. Efraim se inclinó y le besó la frente.

—¡Efraim! ¡Todavía no estamos en penumbra!

—¿Te has enfadado?

—No.

Lorcas apareció junto a la mesa.

—Su amigo Destian ha vuelto.

Efraim y Maerio se apartaron. Destian se acercó y les miró con curiosidad.

—El kaiarka Rianlle me ha pedido que te acompañe de vuelta al hotel —dijo a Maerio.

Efraim miró a Destian, a quien sabía capaz de deformar la verdad. Maerio, presintiendo problemas, se levantó.

—Sí. Necesito descansar. La oscuridad, las nubes bajas y la sombra de esos árboles enormes dan la impresión de que estemos en penumbra.

Destian y Maerio se marcharon. Lorcas se sentó al lado de Efraim con un ademán desenvuelto.

—Así son las cosas, amigo mío.

—Me siento turbado —dijo Efraim—. ¿Qué pensará ella de mí?

—Sorpréndala a solas y averigüelo.

—¡Eso es imposible! Puede que en Puerto Mar perdamos la razón. En nuestros reinos, una exhibición tal sería impensable.

Apoyó la barbilla en las manos y miró sombríamente el restaurante de enfrente.

—Venga conmigo —dijo Lorcas—. Bajemos por la avenida. Tengo una cita en Las Tres Linternas dentro de un rato, pero antes le enseñaré un poco la ciudad.

Lorcas llevó a Efraim a un cabaret frecuentado por estudiantes. Escucharon música y tomaron cerveza suave. Efraim explicó a Lorcas cómo se vivía en los Reinos.

—Un lugar como éste, en comparación, parece un zoológico de animales en celo. Eso es lo que pensaría, al menos, la kraike Singhalissa.

—¿Respeta usted sus opiniones?

—Al contrario, por eso estoy aquí. Confío en descubrir atenuantes a lo que, confieso, me parece un comportamiento enfermizo. Fíjese en aquella pareja. Sudan y resuellan sin la menor vergüenza, como animales en celo. Su actividad, como mínimo, es antihigiénica.

—Están relajados. De todos modos, hay muchas personas sentadas en actitudes decorosas, y ninguna parece ofendida por los manejos de los dos réprobos.

—Estoy confundido —admitió Efraim—. El Cúmulo de Alastor cuenta con trillones de habitantes; todos no pueden estar equivocados. Quizá todo sea natural.

—Lo que contempla aquí es relativamente natural. Venga, le enseñaré lugares peores, a menos que prefiera sus espejismos, por así decirlo.

—No, le acompañaré, mientras no tenga que respirar demasiado aire fétido.

—Cuando ya tenga bastante, dígamelo. —Lorcas consultó su reloj—. Me queda una hora libre, y luego tendré que ir a trabajar a Las Tres Linternas.

Subieron por la calle de los Niños Cojos y torcieron por la avenida de Haune. Lorcas iba señalando los lugares de más dudosa reputación de la ciudad: un burdel de lujo, bares frecuentados por desviados sexuales y un tenebroso establecimiento, un salón de té de puertas afuera que encubría un salón ilegal de máquinas neuroactivas. Otros locales sórdidos ofrecían diversiones todavía más dudosas.

Efraim lo observaba todo con el semblante impasible. Se sentía más indiferente que escandalizado, como si estuviera en presencia de un decorado grotesco. Llegaron por fin a Las Tres Linternas, un desvencijado edificio antiguo del que surgía el sonido de violines y banjos, que ejecutaban alegres jigas al estilo de los Vagabundos de Tinsdale.

Singhalissa tenía razón, pensó Efraim, cuando afirmaba que la música no era otra cosa que sebalismo simbólico… Bueno, quizá «sebalismo» no era la palabra correcta, sino «pasión», que abarcaba el sebalismo y las demás emociones fuertes. Lorcas se despidió de Efraim ante Las Tres Linternas.

—Recuerde que me sentiría encantado de poder visitar los Reinos. Tal vez algún día… ¿Quién sabe?

Efraim, pensando en la gélida recepción que Singhalissa ofrecería a Lorcas, se abstuvo de invitarle.

—Tal vez algún día. De momento, no lo creo conveniente.

—Entonces, adiós. Baje por la avenida de Haune, tuerza hacia el sur por cualquiera de las calles laterales hasta llegar a la Estrada y continúe por el puente. Después, suba por la calle de los Cofres de Latón hasta su hotel.

—Me oriento bien, no me perderé.

Lorcas entró en Las Tres Linternas con cierta vacilación y se despidió con un ademán. Efraim volvió sobre sus pasos.

El cielo estaba muy nublado. El período todavía era sombra, pero muy espesa. Furad brillaba muy bajo, tras la colina de Jibberee. Las nubes ocultaban Maddar y Cirse. Una oscuridad casi tan densa como la de la penumbra bañaba Puerto Mar, y las luces de colores prestaban a la avenida de Haune una ambigua alegría.

Mientras Efraim caminaba, sus pensamientos volvían a Maerio.

¡Ojalá estuviera con él ahora! Era inútil confiar en la buena voluntad del kaiarka Rianlle, cuya rectitud sólo era comparable a la de Singhalissa.

Efraim pasaba en aquel momento ante el burdel de lujo, y mientras pensaba en el carácter del kaiarka Rianlle, éste salió por la puerta del establecimiento, con la cara colorada y las ropas desordenadas.

Efraim le miró, incrédulo. Empezó a reír, creyendo que tenía visiones, y después a carcajada limpia.

Rianlle se quedó inmóvil, boquiabierto. Su rostro se tiñó de púrpura, y después ensayó una sonrisa de complicidad. Dadas las circunstancias, nada podría ser convincente o eficaz. Los rhunes no soportaban el ridículo; cuando Efraim contara la historia, como sin duda lo haría (hasta el propio Rianlle comprendió que era un chisme demasiado bueno para callarlo), el kaiarka Rianlle se convertiría en una figura grotesca, y las risitas furtivas le acompañarían hasta el fin de sus días.

Rianlle consiguió serenarse, a costa de un gran esfuerzo interior.

—¿Qué estás haciendo en la avenida?

—Nada, estudio los comportamientos extraños.

Efraim rió de nuevo. Rianlle compuso una fría sonrisa.

—No debes juzgarme con mucha severidad. Por desgracia para mí, personifico la apoteosis de las virtudes rhunes. La presión llega a ser intolerable. Acompáñame, tomaremos una bebida caliente juntos, como cualquier persona de Puerto Mar. La bebida se llama café y no se considera intoxicante.

Rianlle le guió por la calle de la Pulga Inteligente hasta un local llamado El Gran Emporio Cafetero de Alastor. Pidió bebida para los dos y a continuación se excusó.

—Espera un momento. Voy a hacer un recado.

Efraim vio que Rianlle cruzaba la avenida y entraba en una sucia tienda, en cuyos escaparates se exhibían toda clase de artículos.

Sirvieron el café. Efraim probó el brebaje y lo encontró aromático y a su gusto. Rianlle volvió y los dos tomaron el café en un cauteloso silencio.

Rianlle levantó la tapa de la jarra plateada que contenía el café y miró en su interior. Su mano osciló durante un momento sobre el recipiente, y después la tapa cayó con un sonido metálico. Sirvió una segunda taza a Efraim y otra para él. Se empezó a mostrar cordial y afectuoso. Efraim bebió más café, pero Rianlle lo dejó enfriar en su taza. La mente de Efraim se oscureció y se perdió entre brumas flotantes.

Se vio, como en un sueño, paseando con Rianlle por la Estrada, cruzando el puente y llegando por callejuelas al jardín del hotel Royal Rhune. Rianlle se aproximó al hotel con mucho sigilo, pero, por un capricho del azar, Singhalissa apareció ante ellos al doblar un recodo.

Miró con disgusto a Efraim y Rianlle.

—¡Le habéis encontrado en estado de embriaguez! ¡Qué vergüenza! ¡Jochaim se pondrá furioso!

Rianlle meditó unos segundos, y luego sacudió la cabeza, como abatido.

—Venid conmigo, fuera del sendero, y os explicaré lo que ha pasado.

Rianlle y Singhalissa se sentaron en un banco aislado, mientras Efraim contemplaba las evoluciones de una luciérnaga. Rianlle carraspeó.

—El asunto es mucho más serio que una simple borrachera. Alguien le ofreció una peligrosa droga que, ingenuamente, tomó; su memoria ha quedado destruida por completo.

—¡Qué tragedia! —exclamó Singhalissa—. Debo informar a Jochaim. Pondrá la Ciudad Nueva cabeza abajo y no parará hasta descubrir la verdad.

—¡Esperad! —dijo Rianlle con voz ronca—. Puede que no convenga a nuestros intereses.

Singhalissa dirigió a Rianlle una fría mirada que parecía verlo todo.

—¿Nuestros intereses?

—Sí. Pensad. Jochaim morirá algún día…, quizá antes de lo que nosotros deseamos. Cuando este desdichado suceso ocurra, Efraim se convertirá en kaiarka.

—¿En su actual estado?

—Por supuesto que no. Se recobrará rápidamente, y Jochaim le devolverá sus recuerdos. Pero… ¿y si Efraim parte de viaje?

—¿Y no vuelve?

—Al morir Jochaim, Destian será el kaiarka de Scharrode, y le daré a Maerio en trisme. Jochaim nunca cederá la Cordillera de los Susurros. Si me apodero de ella, podré exigir un enorme tributo a los fwai-chi. Al fin y al cabo, ¿qué representan para ellos los elixires y las piedras preciosas? Si Destian es el kaiarka, no habrá dificultades.

—No subestiméis a Destian; a veces es obstinado. Sin embargo, si yo fuera kraike de Eccord, nunca me opondría resistencia. Con toda sinceridad, me agrada mucho más Belrod Strang que el sombrío y viejo Benbuphar Strang.

Rianlle hizo una mueca y emitió un suave e involuntario lamento.

—¿Qué hago con Dervas?

—Debéis disolver el trisme; es muy sencillo. Si los acontecimientos se desarrollan así, todo irá bien. De lo contrario, es mejor que olvidemos el asunto. Conduciré a Efraim al lado de Jochaim. ¡No temáis! Jochaim es tenaz e insensible al mismo tiempo. Quiere mucho a Efraim y no se detendrá hasta desentrañar el misterio.

—Destian será el próximo kaiarka de Scharrode —suspiró Rianlle—. Celebraremos dos trismes, el de Destian y Maerio, y el de vos y yo.

—En ese caso, trabajaremos juntos.

Aunque Efraim había escuchado casi toda la conversación, el tema apenas le impresionó.

Singhalissa se marchó y regresó con un andrajoso traje gris y unas tijeras. Cortó el pelo de Efraim, y ambos le embutieron en el traje gris. Después, Rianlle entró en sus aposentos, y salió vestido con una capa negra y un casco que ocultaba sus facciones.

Los recuerdos de Efraim se hicieron confusos. Apenas recordaba caminar hacia el espaciopuerto y embarcar a bordo de la Berenicia, donde Rianlle entregó cierta cantidad de dinero al responsable de la nave.

Poco a poco, aquellos acontecimientos se mezclaron con sus recuerdos conscientes. Abrió los ojos y miró al kaiarka Rianlle. De nuevo percibió la mezcla de furor, vergüenza y desesperada cordialidad que había advertido en la avenida de Haune.

—He recobrado la memoria —anunció Efraim—. Conozco el nombre de mi enemigo y también sus motivos. Se trata de motivos cogentes, pero como es un asunto personal lo enfocaré desde un punto de vista personal. Entretanto, otros asuntos más importantes exigen nuestra atención.

»Ahora que he recobrado la memoria estoy en condiciones de afirmar que el kaiarka Jochaim sancionó el tratado con los fwai-chi, y que también hizo al kaiarka Rianlle la siguiente observación: “Sólo cuando muera dejaré de oponerme a vuestro proyecto”, lo que el kaiarka Rianlle interpretó como “cuando yo muera, ya no existirá oposición a vuestro proyecto”. Un error muy razonable, del que el kaiarka Rianlle es ahora consciente. Sospecho que desea renunciar para siempre a su pretensión sobre el Dwan Jar. ¿Estoy en lo cierto, Vuestra Fuerza?

—En efecto —declaró el kaiarka Rianlle con voz monótona—. Comprendo que malinterpreté la broma del kaiarka Jochaim.

—Hemos de estudiar otros asuntos —dijo Efraim—. Vuestra Fuerza, solicito que se realice el trisme entre nuestras casas y nuestros reinos.

—Me siento honrado de aceptar vuestra propuesta, si la lissolet Maerio se muestra de acuerdo.

—Estoy de acuerdo —dijo Maerio.

—Abandonaré por unos instantes este fausto asunto —dijo Efraim—, para referirme al delito de asesinato.

—¡Asesinato!

La temible palabra corrió de boca en boca.

—El kaiarka Jochaim fue asesinado de un disparo por la espalda —prosiguió Efraim—. La bala no partió de una pistola de Gorgetto, puesto que el asesino es un scharde. Mejor dicho, acompañaba a las fuerzas schardes.

»Durante la penumbra ocurrió otro asesinato. En cierto sentido, este asesinato me concierne demasiado como para ser imparcial. Por tanto, vosotros, los eiodarkas de Scharrode, escucharéis mi testimonio, juzgaréis y no me opondré a vuestra decisión.

»Hablo ahora como testigo.

»Cuando llegué a Benbuphar Strang en compañía de mi amigo Matho Lorcas, encontré la más fría de las bienvenidas, y un claro antagonismo.

»Unos días antes de la penumbra, la noble Sthelany me sorprendió por su cordialidad y la promesa de que, por primera vez, no pensaba cerrar su puerta con llave durante la penumbra.

Efraim describió lo que había sucedido antes, durante y después de la penumbra.

—Está claro que intentaron atraerme a la habitación de Sthelany, pero el pobre Lorcas entró en mi lugar, o quizá fue reconocido y asesinado para impedirle que me pusiera en guardia.

»Sé muy bien que durante la penumbra ocurre toda clase de sucesos extraños, pero este asesinato pertenece a una categoría diferente. Fue planeado una semana o más antes de la penumbra, y ejecutado con cruel eficiencia. No es un suceso de la penumbra. Es un asesinato.

—Estas afirmaciones no son más que maliciosas invenciones —dijo Singhalissa—. Son tan endebles que ni siquiera vale la pena refutarlas.

—¿Qué opináis vos? —preguntó Efraim a Destian.

—Apoyo las palabras de la noble Singhalissa.

—¿Sthelany?

Silencio. Después, en voz baja:

—No diré nada, excepto que estoy hastiada de la vida.

En ese momento, la partida de Eccord abandonó el gran salón. Los eiodarkas se retiraron a un extremo de la estancia. Conferenciaron durante diez minutos y regresaron.

—El veredicto es éste —dijo el barón Haulk—. Los tres son igualmente culpables. No son culpables de un suceso de la penumbra, sino de asesinato. Serán rapados ahora mismo y expulsados de los Reinos de Rhune, sin llevarse otras ropas que las que llevan ahora. Vivirán en el exilio para siempre, y ningún reino rhune les permitirá la entrada. Asesinos, despojaos inmediatamente de todas vuestras joyas, adornos y objetos de valor. Luego, bajad a la cocina para que os afeiten la cabeza. Seréis escoltados al aerocoche y conducidos a Puerto Mar, donde viviréis como podáis.