Al llegar a Benbuphar Strang, les abrieron las puertas lacayos desconocidos para Efraim.
—¿Qué gente es ésta? —preguntó bruscamente Singhalissa—. ¿Dónde están los antiguos sirvientes?
—Los he reemplazado a todos —dijo Efraim—, exceptuando a Agnois, a quien encontraréis todavía en funciones.
—¿Es preciso que lo cambiéis todo? —Singhalissa le dirigió una mirada de curiosidad—. ¿Por qué lo habéis hecho?
—Es mi deseo vivir entre personas de toda confianza y lealtad —dijo Efraim en tono formal—. He dado el único paso posible: un cambio completo.
—Mi vida se hace cada día más desagradable —exclamó Singhalissa—. ¡Me pregunto en qué acabará todo esto! ¿Pretendéis también arrastrarnos a la guerra por un miserable fragmento de colina?
—Me gustaría saber por qué Rianlle se halla tan interesado en ese «miserable fragmento de colina». ¿Vos lo sabéis?
—El kaiarka Rianlle no me hace objeto de sus confidencias.
—Vuestra Fuerza, el barón Erthe os espera —anunció un lacayo.
—Hágale pasar, por favor.
El barón Erthe entró. Su mirada osciló entre Singhalissa y Efraim.
—Vuestra Fuerza, debo comunicaros una información.
—Hablad.
—En un vertedero cercano al bosque de Howar encontramos un saco negro que contenía un cadáver. Los restos fueron identificados como pertenecientes a Matho Lorcas.
El estómago de Efraim se revolvió. Miró a Singhalissa, que no dejó transparentar la menor emoción. De no ser por un levísimo roce metálico tras la puerta, el cadáver encontrado en el interior del saco negro no habría sido el de Matho Lorcas, sino el suyo.
—Traed el cuerpo a la terraza.
—Muy bien, Vuestra Fuerza.
—¿Por qué hacéis esto? —preguntó Singhalissa con suavidad.
—¿No lo adivináis?
Singhalissa desvió la vista poco a poco. Efraim hizo venir a Agnois.
—Lleve a la terraza un banco o una plataforma sobre caballetes.
Una expresión de perplejidad cruzó por el rostro de Agnois.
—Enseguida, Vuestra Fuerza.
Cuatro hombres transportaron un ataúd hasta la terraza y lo depositaron sobre la plataforma. Efraim respiró hondo y alzó la tapa. Contempló durante un momento el rostro muerto, y después se volvió hacia Agnois.
—Traiga la maza.
—Sí, Vuestra Fuerza. —Agnois empezó a alejarse, pero se detuvo de repente y le miró con estupefacción—. ¿Qué maza, Fuerza? Hay una docena en las paredes de la sala de trofeos.
—La maza con la que el noble Lorcas fue asesinado.
Agnois se dirigió con paso lento hacia el castillo. Efraim, apretando los dientes, examinó el cadáver. La cabeza estaba machacada, y una herida en la espalda indicaba que le habían apuñalado.
—Cierren la tapa —dijo Efraim—. Ya lo sabemos todo. ¿Dónde está Agnois? Siempre desaparece en el momento más oportuno. —Hizo una señal a un lacayo—. Vaya a buscar a Agnois y dígale que se dé prisa.
El lacayo volvió corriendo al cabo de un momento.
—Agnois está muerto, Fuerza. Se ha envenenado.
Efraim le dio una palmada en la espalda.
—¡Vuelva adentro e investigue! ¡Aclare las circunstancias! Uno de los asesinos se me ha escapado —dijo con tristeza al barón Erthe—. Tened la amabilidad de hacer enterrar a este desdichado.
El lacayo no tardó en comunicarle el resultado de sus investigaciones. Por lo visto, Agnois se había encaminado directamente a sus aposentos e ingerido una dosis fatal de veneno.
Efraim se bañó con celo desacostumbrado. Tomó una frugal colación en su comedor y se acostó a continuación. Durante cuatro horas dormitó, se revolvió, se agitó y tuvo pesadillas, hasta quedarse completamente dormido de puro agotamiento.
Efraim aún no había despedido al vehículo aéreo que le había transportado a Belrod Strang. Ordenó al piloto que le llevara a la Cordillera de los Susurros.
El aerocoche se elevó a la luz de los soles y voló hacia el norte rodeando el flanco de Camanche. Después, se posó sobre la hierba. Efraim descendió y paseó por el prado. Reinaba la serenidad de la perdida Arcadia. Sólo se veían nubes y cielo, a excepción del peñasco que se erguía al este. El aislamiento de las angustias, maquinaciones y tragedias de Benbuphar Strang era total.
Se detuvo en el centro del prado. El susurro era imperceptible. Pasó un momento. Oyó un suspiro, la fusión de un millón de tonos suaves, como soplos. El suspiro se convirtió en un, murmullo, se desvaneció temblorosamente, volvió a escucharse y dejó paso al silencio: un sonido de una melancolía primordial… Efraim exhaló un profundo suspiro y se encaminó hacia el bosque, donde, como en la ocasión anterior, vio a un grupo de fwai-chi observándole desde el lindero. Avanzaron arrastrando los pies, y él fue a su encuentro.
—Vine antes de la penumbra —dijo—. Es posible que hablara con alguno de vosotros.
—Todos estábamos aquí.
—Me enfrento con problemas que también son vuestros problemas. El kaiarka de Eccord desea la Cordillera de los Susurros. Quiere construir un pabellón para su solaz.
—No es nuestro problema. Es el tuyo. Los hombres de Scharrode prometieron defender nuestro lugar sagrado hasta el fin de los tiempos.
—Eso decís. ¿Poseéis algún documento que dé fe del acuerdo?
—No tenemos documentos. La promesa fue establecida con los kaiarkas de otros tiempos, y transmitida de generación en generación.
—Es posible que el kaiarka Jochaim me informara, pero vuestras drogas me robaron la memoria, y no estoy en condiciones de afirmar nada por el estilo.
—De todos modos, has de defender el tratado.
Los fwai-chi volvieron al bosque.
Efraim regresó a Benbuphar Strang, abatido. Convocó a los eiodarkas y les informó de las exigencias de Rianlle. Algunos eiodarkas exigieron la movilización inmediata; otros, permanecieron sombríos y silenciosos.
—Rianlle es impredecible —declaró Efraim—. Al menos, ésta es mi opinión. Nuestros preparativos bélicos tal vez le disuadan, o quizá no quiera echarse hacia atrás, teniendo en cuenta que nuestros efectivos son inferiores a los suyos. Es posible que envíe tropas para ocupar el Dwan Jar, haciendo caso omiso de nuestras protestas.
—¡Deberíamos ocupar el Dwan Jar y fortificarlo! —gritó el barón Hectre—. ¡Entonces podríamos hacer caso omiso de las protestas de Rianlle!
—La idea es atractiva —dijo el barón Haulk—, pero el terreno constituye un impedimento para nosotros. Rianlle puede mandar a sus tropas dando un rodeo a Camanche y colina de Duwail arriba. Nuestro único medio de abastecer a nuestras tropas es por el sendero que cruza el desfiladero de Lor, y Rianlle solo bastaría para impedírnoslo. Lo más ventajoso sería fortificar el paso de Bazon y el desfiladero que abre las puertas de la Garra del Grifo, pero eso significaría invadir el territorio de Eccord y propiciaría una rápida venganza.
—Echemos un vistazo a la orografía —dijo Efraim.
El grupo se dirigió a la Sala de las Estrategias. Durante una hora estudiaron la maqueta de Scharrode de nueve metros de largo, así como de las tierras vecinas, sólo para comprobar lo que ya sabían: si Rianlle enviaba tropas para ocupar el Dwan Jar, estas tropas serían vulnerables a todo lo largo de sus rutas de aprovisionamiento, y no sería difícil aislarlas.
—Cabe la posibilidad de que Rianlle no pudiera desplegar sus fuerzas con tanta efectividad como supone —musitó el barón Erthe—. Podríamos empujarle a un callejón sin salida.
—Sois optimista —dijo el barón Dasheil—. Puede reunir hasta tres mil velas. Si las conduce hasta aquí —señaló un acantilado que dominaba el valle—, está en sus manos lanzarlas sobre Scharrode mientras nuestras tropas ocupan el paso de Bazon. Sólo tenemos dos posibilidades: acosar sus posiciones en el Dwan Jar o defender el valle contra sus velas. No se me ocurre un sistema de hacer ambas cosas a la vez.
—¿Cuántas velas podemos reunir? —preguntó Efraim.
—Quizá podríamos enviar dos mil ochocientas velas contra Belrod Strang.
—Un suicidio. La pendiente es demasiado larga. El viento azota las Rocas Gruñonas.
El grupo volvió a sentarse alrededor de la mesa de sienita.
—Creo entender que nadie cree en la posibilidad de poner resistencia a Eccord si Rianlle decide declarar la guerra. ¿Estoy en lo cierto?
Nadie le contradijo.
—Un punto que no hemos discutido es por qué Rianlle se muestra tan ansioso de conseguir Dwan Jar —prosiguió Efraim—. No me creo la teoría del pabellón. Acabo de volver de la Cordillera de los Susurros. Su belleza y aislamiento son casi insoportables; sólo se me ocurrió pensar en la brevedad de la vida y en la futilidad de la esperanza. Rianlle es orgulloso y tozudo, pero ¿será también insensible? Creo que su proyecto de construir un pabellón carece de consistencia.
—De acuerdo, Rianlle es orgulloso y tozudo —dijo el barón Szantho—, pero esto no explica el origen de su obsesión en el proyecto.
—Lo único que hay en el Dwan Jar es el santuario de los fwai-chi —señaló Efraim—. ¿Qué provecho puede obtener de ellos?
Los eiodarkas reflexionaron sobre la cuestión. El barón Alifer intentó aportar una explicación.
—Han llegado a mis oídos rumores de que los gastos fastuosos de Rianlle superan sus ingresos, y Eccord ya no puede sufragar sus fantasías. No me atrevería a descartar la teoría de que confía en explotar unos recursos vírgenes hasta el momento: los fwai-chi. Para salvaguardar su santuario se verían obligados a pagarle un impuesto consistente en drogas, cristales o elixires.
—Nada de esto afecta a nuestros problemas. Hemos de decidir la adopción de una política concreta —dijo el barón Haulk.
Efraim paseó la mirada alrededor de la mesa.
—Hemos examinado todas las opciones, excepto una: someternos a las exigencias de Rianlle. ¿Cree el consejo que ésta es nuestra única alternativa, por detestable que nos parezca?
—Siendo realistas, no nos queda otra elección —murmuró el barón Haulk.
—¿No podemos asumir una postura defensiva, aunque se trate de un farol? —dijo el barón Hectre, descargando su puño sobre la mesa—, Rianlle se lo pensaría dos veces antes de adoptar medidas radicales.
—Aplacemos la decisión hasta el próximo aud —dijo Efraim.
Efraim volvió a reunirse con los eiodarkas. Todos se sentaron con semblante sombrío, y hubo escasa conversación.
—He investigado en los archivos —dijo Efraim—. No he encontrado ninguna referencia al acuerdo con los fwai-chi. Deben ser traicionados y nosotros debemos capitular. ¿Quién no está de acuerdo?
—Yo no estoy de acuerdo —gruñó el barón Hectre—. Quiero luchar.
—Yo también quiero luchar —dijo el barón Faroz—, pero no deseo destruirme a mí y a mi gente por nada. Hemos de capitular.
—Hemos de capitular —dijo el barón Haulk.
—Si es verdad que el kaiarka Jochaim —dijo Efraim— aceptó las exigencias de Rianlle, debió de verse sometido a estas mismas presiones. Espero que nuestra humillación sirva para algo. —Se levantó—. Rianlle llegará aquí mañana. Confío en que todos estaréis presentes para aportar dignidad al acontecimiento.
—Estaremos presentes.