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A las seis horas de aud. Furad y Osmo desaparecieron del cielo. Cirse y Maddar, en lugar de descender hacia el horizonte, se colocaron verticalmente con majestuosa lentitud. El primero en desaparecer fue Maddar, que dejó la tierra sumida en un momentáneo rowan verde, y después Cirse se hundió tras la Cordillera de los Susurros. El cielo llameó y se oscureció; cayeron las tinieblas. La penumbra se cernía sobre Scharrode.

Las luces se encendieron y parpadearon en las granjas. Luego, se extinguieron. En la ciudad se cerraron puertas, postigos y aldabas. Aquellos que se sentían seguros, temerosos o poco interesados en las aventuras se fueron a la cama. Otros, se desnudaron a la luz de las velas y se ciñeron espalderas negras, botas del mismo color y horripilantes máscaras humanas. Algunas mujeres se quitaron sus vestidos de gasa gris y los cambiaron por camisas largas de muselina blanca. Después, aflojaron los postigos de sus ventanas o los pestillos de las puertas, pero no ambos a la vez. A continuación, sin otra iluminación que una vela larga colocada en un rincón, se acostaron, presas de una mezcla de esperanza y temor, tal vez una emoción peculiar cuyo principal componente era un mudo terror. Otras, que se habían encerrado tras puertas y ventanas y se habían acostado con una dolorosa melancolía, se levantaron para abrirlas.

Entre la penumbra vagaban formas grotescas, indiferentes unas a otras. Cuando una de ellas encontraba abierta la ventana de su elección, colgaba una flor blanca de la aldaba, indicando que nadie más podía entrar. Después, saltaba por la ventana y se mostraba ante la silenciosa ocupante de la habitación, como un avalar del demonio Kro.

En Benbuphar Strang, las luces se habían apagado, y se cerraron ventanas y puertas como en cualquier otro lugar. En las dependencias de la servidumbre, algunos criados hacían sus preparativos, mientras otros se disponían a dormir un inquieto sueño. En las torres, otras personas también tomaban medidas. Efraim, armado con su pequeña pistola, aseguró puertas y ventanas y registró sus aposentos. Protegió la puerta bloqueando el acceso desde la Sacarlatto y el pasaje que conducía al segundo nivel de la torre Jaher.

Luego volvió al salón y se dejó caer en una gran butaca de cuero escarlata. Se sirvió un vaso de vino y se abismó en sus meditaciones.

Repasó los acontecimientos que habían ocurrido en Marune e intentó establecer su progresión. Aún no había recobrado la memoria, ni conocía la identidad de su enemigo. Pasó el tiempo. Ante sus ojos flotaban rostros. Uno quedó fijo en su pensamiento, un rostro pálido y frágil de ojos brillantes. Le había asegurado que la puerta no estaría cerrada con llave. Se puso en pie de un salto y midió la habitación a largas zancadas. Ella aguardaba a un centenar de metros. Efraim se detuvo en seco y reflexionó. No costaba nada probar. Le bastaba con subir al segundo nivel de la torre Jaher, examinar el pasillo y, si no captaba nada extraño, recorrer quince metros hasta la puerta. Si la puerta se encontraba cerrada con llave, volvería sobre sus pasos. Si estaba abierta, Sthelany aguardaba su llegada.

¿Máscara, botas? No, le resultaban elementos extraños. Entraría en el dormitorio de Sthelany a cara descubierta.

Subió los escalones del atajo y se acercó a la puerta de salida. Atisbo por la mirilla y escrutó el pasadizo. Vacío.

Abrió la puerta y escuchó. Silencio. ¿Un leve sonido? Escuchó con mayor atención. Debía tratarse de la sangre que bombeaba su corazón.

Abrió la puerta unos centímetros con todo sigilo. Se deslizó en el pasillo, y de pronto se sintió expuesto y vulnerable. No se veía ni oía nada. Corrió hacia la puerta de Sthelany, con el pulso latiéndole violentamente. Escuchó. Ni el menor sonido. Examinó la puerta: seis paneles de pesada madera de roble labrada, tres bisagras de hierro, un pesado picaporte de hierro…

Ahora. Extendió la mano hacia el picaporte…

Un roce metálico en el interior. Efraim retrocedió y se quedó mirando la puerta. Parecía devolverle la mirada.

Efraim se apartó más de la puerta, confuso y vacilante. Retrocedió hacia el pasillo, cerró con llave la puerta y volvió a sus aposentos.

Se desplomó en la butaca de cuero rojo y reflexionó durante cinco minutos. Volvió a levantarse y, abriendo la entrada principal, salió al vestíbulo. Encontró un trozo de cuerda en un armario, se la llevó a su cuarto y cerró la puerta de nuevo.

Sacó el plano de senderos de penumbra y lo estudió durante unos minutos. Subió luego a la Sacarlatto y se dirigió a la cámara desocupada situada justo encima de la que correspondía a Sthelany.

Salió al balcón e hizo unos cuantos nudos a lo largo de la cuerda, a fin de apoyar las manos y los pies. Bajó con cautela la cuerda para que quedara colgando sobre el balcón de Sthelany.

Descendió con sumo cuidado y no tardó en poner el pie sobre el balcón. Las contraventanas cubrían los cristales, pero por una rendija un rayo de luz surgía. Efraim aplicó el ojo y escudriñó la habitación.

Sthelany se hallaba sentada junto a una mesa, con sus ropas de costumbre. Jugaba, a la luz de una vela, con un rompecabezas infantil. Dos hombres ataviados con pantalones negros y máscaras humanas se erguían cerca de la puerta. Uno portaba una maza, y el otro un cuchillo. Sobre el respaldo de una silla colgaba un gran saco negro. El hombre de la maza apretó el oído contra la puerta. Efraim reconoció en su postura, hombros hundidos y largos brazos a Agnois, el primer chambelán. El hombre del puñal era Destian. Sthelany les miró, se encogió de hombros y devolvió su atención al rompecabezas.

Efraim se sintió aturdido. Se apoyó en el balcón y escrutó las tinieblas. Su estómago se revolvió; apenas pudo contener sus ansias de vomitar.

No volvió a espiar la habitación. Se izó con músculos fláccidos hacia el balcón superior. Tiró de la cuerda, la enrolló y regresó a sus aposentos. Comprobó las medidas de seguridad, colocó la pistola sobre la mesa, cerca del alcance de su mano, se sirvió un vaso de vino y se arrellanó en la butaca de cuero rojo.