Efraim y Lorcas subieron al vehículo y sobrevolaron el valle del río Esch. Continuaron subiendo hasta situarse al nivel de los picos circundantes. Efraim los fue nombrando.
—Horsuke, el acantilado Gleide, el Tassenberg; el acantilado Alode, Haujefolge, Scarlume y el Dragón Demonio, Bryn el Héroe; Kamr, Dimw y Danquil; Shanajra, los Peñascos del Pájaro, Gossil el Traidor (fíjese en las avalanchas), Camanche y, allí, la Cordillera de los Susurros. Conductor, acérquenos a la Cordillera de los Susurros.
Los picos se sucedieron uno tras otro. La Cordillera de los Susurros apareció ante sus ojos bajo la cumbre que traspasaba las nubes de Camanche. Era más una pradera elevada que una auténtica cordillera; por el sur dominaba Scharrode y el valle del Esch, y por el norte los múltiples valles de Eccord. El vehículo aterrizó. Efraim y Lorcas saltaron a un terreno cubierto de hierba que les llegaba hasta los tobillos.
El aire estaba en calma. Divisaron algunos bosquecillos. La Cordillera de los Susurros era como una isla en el cielo, un lugar en el que reinaba una paz total. Efraim levantó una mano.
—¡Escuche!
Un leve susurro, que fluctuaba musicalmente, a veces fundiéndose con el silencio, a veces casi cantarín, surgía de algún punto impreciso.
—¿El viento? —Lorcas miró los árboles—. Las hojas están quietas, y el aire en calma.
—Es extraño de por sí. Aquí arriba se supone que ha de hacer viento.
Caminaron sobre la hierba. Efraim divisó a la sombra del bosque un grupo de fwai-chi que les miraba con semblante impasible. Lorcas y Efraim se detuvieron.
—Ahí los tiene —dijo Lorcas—, recorriendo su Sendero de la Vida, sucios y andrajosos, lo que cualquier idioma denomina típicos peregrinos.
Continuaron atravesando el valle y contemplaron Eccord. Belrod Strang se ocultaba tras los repliegues de las colinas boscosas.
—La vista es soberbia —dijo Lorcas—. ¿Piensa tratar con generosidad a Rianlle?
—No. La cuestión estriba en que mañana podría enviar a un millar de hombres para despejar el enclave, y otros mil para empezar a construir su pabellón, y me vería incapaz de impedírselo.
—Peculiar. Muy peculiar.
—¿Porqué?
—Este lugar es magnífico…, soberbio, de hecho. Incluso a mí me gustaría construir un pabellón aquí, pero he estado estudiando los mapas, y los reinos están plagados de lugares como éste. Sólo en Eccord habrá unos veinte parajes de la misma belleza. Rianlle ha de ser muy caprichoso para insistir en éste precisamente.
—Convengo en que es muy extraño.
Volvieron sobre sus pasos y descubrieron que cuatro fwai-chi les esperaban.
Al aproximarse Efraim y Lorcas, retrocedieron unos pasos, siseando y gruñendo entre sí.
Los dos hombres se pararon. Efraim dijo:
—Parecéis irritados. ¿Os hemos molestado?
—Recorremos el Camino de la Vida —respondió uno en una versión gutural del gaénico—. Es una tarea muy seria. No nos gusta ver a los hombres. ¿Por qué habéis venido aquí?
—Por nada en especial, para echar una ojeada.
—Veo que no traéis malas intenciones. Éste es nuestro lugar, reservado para nosotros gracias a un tratado muy antiguo con los kaiarkas. ¿No lo sabes? Ya veo que no lo sabes.
—No sé nada… —rió Efraim con amargura—… ni de tratados ni de otra cosa. Una droga fwai me robó la memoria. ¿Existe un antídoto?
—No hay antídoto. El veneno rompe los caminos que llevan a los centros de la memoria. Los caminos son irreparables. De todos modos, recuerda a tu kaiarka…
—Yo soy el kaiarka.
—Entonces has de saber que el tratado es auténtico.
—El tratado no tendrá mucho valor si la tierra cae en poder de Eccord.
—Eso no debe suceder. Nos repetimos mutuamente las palabras «para siempre».
—Me gustaría ver el tratado. Consultaré con toda minuciosidad mis registros.
—El tratado no se halla entre tus registros —dijo el fwai-chi, y el grupo se precipitó hacia el bosque.
Efraim y Lorcas se quedaron mirándoles.
—¿Qué habrá querido decir? —preguntó Efraim, asombrado.
—Pareció dar a entender que usted nunca encontrará el tratado.
—Pronto lo averiguaremos.
Se dirigieron hacia el vehículo, atravesando el prado.
Lorcas se detuvo y miró en dirección a Camanche.
—Ya me explico lo del susurro. El viento pasa por encima y alrededor de Camanche. Se divide, forma remolinos y roza la pradera. Oímos innumerables pequeñas fricciones: el sonido del aire contra el aire.
—Es posible que tenga razón, pero prefiero otras explicaciones.
—¿Como cuáles?
—Los pasos de un millón de peregrinos muertos. Hadas de las nubes. Camanche contando los segundos.
—Más convincente, estoy de acuerdo. ¿Adónde vamos ahora?
—Su idea de veinte lugares parecidos de Eccord es interesante. Me gustaría echar un vistazo a esos lugares.
Volaron hacia el norte, a través de los picos, las cumbres y las sierras de Eccord. Al cabo de una hora ya habían descubierto una docena de praderas tan bellas como la Cordillera de los Susurros.
—Rianlle es muy arbitrario —dijo Lorcas—. La pregunta es: ¿por qué?
—No se me ocurre ninguna explicación.
—Supongamos que consigue la pradera y sigue adelante con sus planes. ¿Qué ocurriría con los fwai-chi?
—Dudo que a Rianlle le gustara tener a peregrinos fwai-chi entrando a saco en su pabellón o descansando en sus terrazas. Pero ¿cómo podría impedírselo? Están protegidos por el Conáctico.
El vehículo descendió hacia Scharrode describiendo una espiral y aterrizó en Benbuphar Strang.
—¿No le gustaría regresar a Puerto Mar? —preguntó Efraim, una vez en tierra—. Aprecio su compañía, pero aquí no hay nada que pueda divertirle; sólo barrunto molestias.
—La tentación de marcharme es fuerte —admitió Lorcas—. La comida es abominable, y no me gusta comer en un armario. Singhalissa me agobia con su inteligencia. Destian es insufrible. En cuanto a Sthelany… ¡Ay, la mágica Sthelany! Confío en persuadirla para que visite Puerto Mar. Puede parecer una empresa imposible, pero todo viaje empieza con el primer paso.
—¿Desea quedarse en Benbuphar Strang, por tanto?
—Una semana o dos, con su permiso.
Efraim despidió el vehículo y ambos regresaron al castillo.
—¿Ha intentado seducirla?
—Es curiosamente ambigua —asintió Lorcas—. Decir que se enfría después de entrar en calor sería incorrecto; primero se enfría, y luego la temperatura desciende todavía más, pero no le costaría nada ordenarme que guardara las distancias.
—¿Ha mencionado los horrores de la penumbra?
—Me ha jurado y perjurado que se encierra bajo tres llaves, bloquea sus ventanas, se provee de frascos que desprenden olores ofensivos y que no se puede acceder a ella de ninguna forma.
Se detuvieron y miraron el balcón correspondiente a los aposentos de Sthelany.
—Es una pena que el sendero de penumbra esté bloqueado —musitó Lorcas—. Cuando no hay otro remedio, siempre es posible asaltar a una chica en la oscuridad. De todos modos, me ha dado a entender bien a las claras que no merodee por su cercanía. De hecho, cuando intenté besarla en el Jardín de los Olores Amargos, me dijo sin ambages que guardara las distancias.
—¿Por qué no prueba con Singhalissa? ¿O también le ha aconsejado que se mantenga lejos de ella?
—¡Menuda idea! Sugiero que compartamos en privado una botella de vino y registremos los archivos hasta encontrar el tratado con los fwai-chi.
El índice de los archivos no mencionaba ningún tratado con los fwai-chi. Efraim llamó a Agnois, que negó conocer la existencia del documento.
—Tal acuerdo, Vuestra Fuerza, no estaría recogido en forma de tratado.
—Tal vez no. ¿Por qué codicia Rianlle la Cordillera de los Susurros?
Agnois clavó la vista en un punto situado sobre la cabeza de Efraim.
—Creo que quiere construir allí un pabellón de verano, Fuerza.
—Discutiría el tema con el kaiarka Jochaim…
—No lo sé, Vuestra Fuerza.
—¿Quién cuida de los archivos?
—El propio kaiarka, pidiendo ayuda cuando la requiere.
Agnois se marchó a un gesto de Efraim.
—Hasta el momento, ni sombra del tratado —dijo Efraim con aire sombrío—. ¡Nada que podamos enseñarle a Rianlle!
—Los fwai-chi dijeron todo lo contrario.
—¿Cómo lo sabían? En nuestros archivos no consta nada.
—El tratado debió reducirse a un acuerdo verbal. Sabían que el documento no existía.
Efraim se puso en pie de un brinco, frustrado.
—He de pedir consejo; la situación se está haciendo intolerable.
Volvió a llamar a Agnois.
—¿Qué desea Vuestra Fuerza?
—Envíe mensajes a los eiodarkas. Deseo reunirme con ellos dentro de veinte horas. El asunto es muy urgente; quiero que acudan todos.
—Esa hora, Vuestra Fuerza, caerá en pleno período de penumbra.
—Oh… Dentro de treinta horas, pues. Otra cosa: no informe de esta reunión a Singhalissa, Destian, Sthelany, ni a nadie que pueda transmitir la noticia. Dé las instrucciones de forma que no puedan oírle, y no tome nota por escrito. ¿He sido suficientemente explícito?
—Desde luego, Vuestra Fuerza.
Agnois salió de la habitación.
—Si me falla esta vez —dijo Efraim—, no se lo perdonaré.
Se acercó a la ventana y observó la partida de seis subchambelanes.
—Allá van con los mensajes. Singhalissa se enterará en cuanto regresen, pero no podrá hacer gran cosa.
—Se habrá resignado a lo inevitable, por el momento —dijo Lorcas—. ¿No está Sthelany en aquella terraza? Con su permiso, iré a alegrarle la vida.
—Como quiera. Permítame que le dé un consejo, antes de que me olvide. El consejo es «cuidado». La penumbra se acerca. Suceden acontecimientos desagradables. Enciérrese en sus aposentos, duerma y no se mueva hasta que vuelva la luz.
—Muy razonable. No tengo el menor deseo de toparme con gharks ni con hoos.