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Efraim siguió bajando la escalera en dirección a la fanfarria producida por seis hombres provistos de trompetas de bronce que arrojaban tristes sonidos. ¿Seis trompetas?, se preguntó Efraim. ¡A él, el kaiarka que regresaba, sólo le habían recibido cuatro! Un fallo en el que no había reparado.

Las puertas del frente estaban abiertas de par en par, y en medio se erguía Agnois, ataviado con una larga capa blanca, bordada en azul y plata, y un complicado turbante sobre la cabeza, vestimenta reservada para las ocasiones más solemnes. Efraim apretó los labios. ¿Qué iba a hacer con el canalla de Agnois, que le había ayudado durante la recepción, pero no le había advertido sobre lo que sucedía en esos momentos?

La fanfarria se convirtió en una histeria de trompetas aullantes y se interrumpió bruscamente cuando un hombre vestido con espléndidas ropas negras a rayas rosas y plateadas, cruzó el portal, seguido de cuatro eiodarkas. Todos llevaban tocados de tela rosa y negra, arrollados sobre monturas de hilo de plata.

Efraim se detuvo un momento en el rellano, y luego descendió con parsimonia.

—¡Su Fuerza Majestuosa, el kaiarka Rianlle de Eccord! —gritó Agnois.

Rianlle, inmóvil, escrutó a Efraim con sus ojos de color avellana, rematados por cejas de un tono dorado oscuro. Estaba muy erguido, consciente del espléndido espectáculo que deparaba: un hombre todavía joven, lleno de vida, de cara cuadrada y cabello rubio rizado. Un hombre henchido de orgullo y pasión, tal vez carente de humor, pero al que sería imprudente tomar a la ligera.

Efraim esperó hasta que Rianlle avanzó dos pasos más.

—Bienvenido a Benbuphar Strang. Me complace y sorprende a la vez veros.

—Gracias.

Rianlle desvió bruscamente su atención de Efraim y ejecutó una inclinación. Por la escalera bajaban Singhalissa, Destian y Sthelany.

—Sin duda conocéis bien a Su Dignidad la wirwove, al señor Destian y a la lissolet Sthelany —dijo Efraim—. Éste es el noble Matho Lorcas, de Puerto Mar.

Rianlle respondió a la presentación con una fría mirada. Matho Lorcas hizo una educada reverencia.

—A vuestro servicio, Fuerza.

Efraim se apartó a un lado y señaló a Agnois.

—Conduzca a estos nobles caballeros a sus aposentos, para que puedan refrescarse debidamente. Después, venga al gran salón.

Agnois no tardó en aparecer en el gran salón.

—¿Sí, Vuestra Fuerza?

—¿Por qué no me avisó de que Rianlle iba a venir?

—Yo tampoco lo sabía —respondió Agnois en tono ofendido—, hasta que Su Dignidad me ordenó al salir del salón que preparase la recepción. Apenas tuve tiempo de cumplir la tarea.

—Entiendo. Utiliza tocado dentro del castillo. ¿Es lo que aconsejan las normas de educación?

—Es la costumbre oficial, Fuerza. El tocado significa autoridad e independencia política. En una entrevista oficial, ambos bandos vestirán igual.

—Tráigame ropas y tocado apropiados, si es posible.

Efraim se vistió.

—Conduzca a Rianlle aquí cuando se halle dispuesto. Si su séquito insiste en acompañarle, explíqueles que prefiero hablar en privado con Rianlle.

—Como deseéis, Fuerza. —Agnois vaciló—. Debo señalaros que Eccord es un reino poderoso, de victoriosas tradiciones. Rianlle es un hombre engreído, aunque no estúpido. Tiene en una estima exaltada a su prestigio y a su persona.

—Gracias, Agnois. Traiga a Rianlle. Le trataré con la mayor cautela posible.

Media hora después, Agnois escoltó a Rianlle hasta el salón. Efraim se puso en pie para recibirle.

—Os ruego que toméis asiento. Estas sillas son muy cómodas.

—Gracias.

—Agradezco mucho vuestra visita. Deberéis perdonar la escasa organización; apenas he tenido tiempo de aposentarme.

—Habéis vuelto en el momento oportuno —observó Rianlle—. Al menos, para vos.

Efraim se reclinó en la silla y examinó a Rianlle con atención durante cinco segundos.

—No calculé mi regreso sobre esta base —dijo con voz fría e indiferente—. No supe que Jochaim había sido asesinado hasta que llegué a Puerto Mar.

—Permitidme que os ofrezca mi pésame y el de todos los habitantes de Eccord por esa muerte prematura. ¿Habéis empleado la palabra asesinato?

—Las pruebas indican algo parecido.

Rianlle asintió lentamente y examinó la estancia con aire pensativo.

—He venido tanto para expresar mi condolencia como para consolidar las relaciones cordiales entre nuestros reinos.

—Tened por seguro mi deseo de que continúen.

—Excelente. ¿Debo suponer que procuraréis establecer un equilibrio entre la política de Jochaim y la vuestra propia?

Efraim captó el apremio que encubrían las suaves observaciones de Rianlle.

—En muchos casos, sí —respondió con cautela—. En otros, la misma inconstancia de la vida y las circunstancias marcarán los cambios.

—Un punto de vista prudente y flexible. Permitidme que os ofrezca mi consejo. No deben producirse cambios en las relaciones entre Eccord y Scharrode. Os aseguro que es mi intención cumplir al pie de la letra todos los acuerdos alcanzados entre Jochaim y yo. Me complacería saber que sucederá lo mismo a la inversa.

—No hablemos de alta política en este momento —dijo Efraim con un gesto afable—. Todavía no me hallo en posesión de todos los datos y sólo podría hablar de forma provisional. Sin embargo, ya que nuestros reinos están unidos por tan firmes lazos de amistad, lo que beneficia a uno beneficia al otro, y podéis tener la seguridad de que haré lo más conveniente para Scharrode.

Rianlle miró fijamente a Efraim, y luego desvió la mirada hacia el techo.

—De acuerdo. Los asuntos importantes pueden esperar. Hay un tema insignificante que podríamos resolver fácilmente ahora sin interferir en vuestros planes. Me refiero a ese ínfimo territorio que se extiende a lo largo de la Cordillera de los Susurros. Jochaim estaba a punto de firmar la cesión cuando encontró la muerte.

—Me pregunto si habrá alguna relación entre ambos eventos —musitó Efraim.

—¡Por supuesto que no! ¡Es imposible!

—Mi imaginación trabaja incansablemente. En lo referente a la Cordillera de los Susurros, debo admitir mi aversión a ceder un solo milímetro cuadrado de nuestra sagrada tierra de Scharrode. Aun así, estudiaré el asunto.

—¡Esto es muy desagradable! —La voz de Rianlle adquirió un tono de irritación y vibró como un látigo—. ¡Estáis frustrando mis deseos!

—¿Hay alguien que se sienta gratificado continua y absolutamente? No se hable más del tema. Quizá pueda convencer a la lissolet de que nos regale con una serie de emanaciones estimulantes…

Rianlle se sentó a la mesa de veinte lados de la sala de recepciones con aire sombrío. Sthelany creó una sucesión de emanaciones que, de algún modo, sugerían un paseo por las colinas: tierra y vegetación bañadas por el sol, agua y rocas húmedas, el perfume de anthión, violetas del bosque, moho, madera podrida y alcanfor. Trabajaba sin la destreza de Singhalissa; daba la impresión de que se divertía con los frascos como una niña con tizas de colores. Los dedos de Sthelany empezaron a moverse con más velocidad. Había comenzado a interesarse en sus invenciones, como un músico que, al percibir de repente significados en su música, se ve obligado a buscar una explicación. La colina y el bosque se disiparon. Los primeros vapores fueron alegres, acres y ligeros: fueron perdiendo carácter poco a poco, hasta adquirir una dulce melancolía, como heliotropos en un jardín olvidado. Este aroma, a su debido tiempo, fue invadido sucesivamente por una exudación amarga, una causticidad salada y, por fin, un desesperanzado hedor negro. Sthelany levantó la vista con una torcida sonrisa y cerró los cajones.

—¡Habéis actuado con una enorme habilidad artística! —exclamó Rianlle—. ¡Nos habéis estremecido a todos con visiones cataclísmicas!

Efraim paseó la mirada alrededor de la mesa. Destian jugaba con una pulsera de plata. Singhalissa se mantenía erguida y expectante. Los eiodarkas de Eccord murmuraban entre sí. Lorcas contemplaba fascinado a Sthelany. «Está completamente subyugado —pensó Efraim—, pero sería mejor que disimulara sus emociones, o le acusarán de sebalismo».

—Cuando dijisteis «asesinato» —dijo Rianlle a Efraim—, empleasteis una infausta palabra para describir la muerte del honorable Jochaim. ¿Cómo pensáis tratar a ese perro de Gosso?

Efraim ocultó su irritación bajo una máscara de imperturbabilidad.

Tal vez había utilizado la palabra «asesinato» con indiscreción. ¿Por qué necesitaba Rianlle airear los detalles de lo que Efraim consideraba una conversación privada? Reparó en el súbito interés de Singhalissa y Destian.

—No he forjado planes precisos. Pienso terminar la guerra con Gorgetto de una forma u otra; es inútil y nos está desangrando.

—Si os he entendido bien, ¿pensáis proseguir tan sólo librando guerras útiles?

—En caso de guerra, sólo pienso luchar por objetivos tangibles y necesarios. No contemplo la guerra como una diversión, y no vacilaré en utilizar tácticas poco usuales.

La sonrisa de Rianlle era casi abiertamente despectiva.

—Scharrode es un reino pequeño. En la práctica, estáis a merced de vuestros vecinos, por peculiares que sean vuestras campañas.

—Vuestras conversaciones pesan mucho en nuestro ánimo.

—Recuerdo cierta conversación anterior sobre un trisme —prosiguió Rianlle en tono comedido— que uniría las fortunas de Scharrode y Eccord. Quizá sea prematuro hablar en este momento del tema, a tenor de las caóticas circunstancias que reinan en Scharrode.

Efraim captó por el rabillo del ojo una serie de rápidos movimientos alrededor de la mesa, como si los músculos tensos de los presentes exigieran un alivio. Se cruzó con la mirada sombría de Sthelany. Su rostro parecía tan pensativo como siempre y (¿sería verdad?) algo melancólico.

Rianlle había tomado la palabra de nuevo, y todo el mundo tenía la vista clavada en aquella cara increíblemente hermosa.

—Sin embargo, todo se solucionará, sin duda. Hemos de conseguir el equilibrio entre nuestros dos reinos. Ahora existe un desequilibrio, y me refiero a ese contrato incumplido referente a Dwan Jar, la Cordillera de los Susurros. Si un trisme ha de facilitar ese equilibrio tan deseado, estudiaré el asunto muy seriamente.

Efraim rió y sacudió la cabeza.

—El trisme es una responsabilidad que no me atrevo a asumir en este momento, sobre todo porque Vuestra Fuerza muestra tan claros recelos. Con todo, vuestra perspicacia es notable: habéis definido con toda corrección la situación en la que nos encontramos aquí. Scharrode es un cúmulo de misterios que han de resolverse antes de seguir adelante.

Rianlle se levantó y fue imitado por su cortejo de eiodarkas.

—La hospitalidad de Scharrode es tan correcta como siempre, lo que nos impele a prolongar nuestra visita, pero debemos marcharnos. Confío en que Vuestra Fuerza efectúe una valoración realista del pasado, el presente y el futuro, y actúe según los intereses de todos nosotros.

Efraim y Lorcas se dirigieron a los parapetos de la torres Deistary para ver a Rianlle y su séquito subir al vehículo aéreo alquilado[43], que un momento después se elevó y voló hacia el norte.

Lorcas se había retirado a su refectorio, con la intención de comer a solas y echar una siesta. Efraim se quedó en uno de los parapetos, contemplando el valle, que a la luz de semiaud presentaba un aspecto tan impresionante que su corazón desfalleció. La sustancia de su cuerpo había surgido de esta tierra. Era suya, para alimentarla, amarla y gobernarla hasta el fin de sus días. Pero era inútil, imposible. Había perdido Scharrode, había roto la corteza de la tradición. Nunca más volvería a ser un rhune, ni remediaría el daño recibido. No volvería a ser un hombre completo, ni en Scharrode ni en ningún otro lugar. Nunca se sentiría satisfecho.

Escrutó el paisaje con la intensidad de un hombre que está a punto de quedarse ciego. La luz que caía sobre el acantilado de Alode iluminaba un centenar de bosques; el follaje parecía brillar con un fuego interno. Los colores viraron del lima intenso a un verde negruzco. Un círculo de picos, que recibían sus nombres de antiguas fábulas, se elevaban hacia el cielo: el apartado Shanajra, de nívea barba, que ofendido por las burlas de los Peñascos del Pájaro volvía la cara hacia el sur y permanecía eternamente meditabundo; los dos Kags, Kamr y Dimw, envidiosos de Danquil, hechizado y dormido bajo un manto de murres; la Cordillera de los Susurros, codiciada por Rianlle, donde los fwai-chi recorrían sus lugares sagrados entre las montañas Lenglin. Su tierra perdida para siempre. ¿Qué iba a hacer? Sólo podía confiar en un solo hombre del reino, el vagabundo de Puerto Mar Matho Lorcas. Era posible o no que Gosso interpretara su oferta como una admisión de debilidad. Era posible que las no demasiado sutiles amenazas de Rianlle hubieran sido proferidas en serio. Era posible que Singhalissa intrigara con la suficiente sutileza como para causarle el infortunio. Efraim decidió que, sin más dilación, debía convocar a los eiodarkas schardes para que le ayudaran en su cometido.

Cuando Osmo se ocultó tras el acantilado de Alode el paisaje se oscureció. Furad flotaba en el cielo sobre Shanajra.

Un suave paso sonó sobre las losas de mármol. Efraim se volvió y vio a Sthelany. La joven vaciló un momento, y después se reunió con él. Ambos se apoyaron en el parapeto. Efraim examinó por el rabillo del ojo la cara de Sthelany. ¿Qué bullía tras aquella pálida frente, qué provocaba el fruncimiento melancólico y burlón a la vez de sus labios?

—La penumbra se acerca —dijo Sthelany, mirando a Efraim—. Vuestra Fuerza habrá inspeccionado sin duda los pasadizos que taladran el castillo en todas direcciones.

—Sólo para protegerme de la vigilancia de vuestra madre.

—Sthelany movió la cabeza, sonriente.

—¿De veras se halla tan interesada en vuestras actividades?

—Alguna mujer del castillo ha demostrado tal interés. ¿Seréis vos, acaso?

—Nunca he puesto los pies en un camino de penumbra.

Efraim tomó nota de la equivocación.

—Para responder a vuestra pregunta con toda precisión, he explorado los caminos de penumbra, y he dispuesto que sean bloqueados por pesadas puertas de hierro.

—¿Quiere dar eso a entender que Vuestra Fuerza no piensa ejercitar las prerrogativas de su jerarquía?

Efraim arqueó las cejas ante la pregunta. Respondió con lo que esperaba fuera un tono digno.

—No tengo la intención de violar a nadie. Además, como ya sabréis, el pasaje que conduce a vuestros aposentos está bloqueado por un muro.

—¡Bien! ¡Estoy más que protegida, en tal caso! Durante la penumbra acostumbro a dormir tras puertas provistas de tres cerraduras, pero las aseveraciones de Vuestra Fuerza hacen innecesarias esas precauciones.

¿Se mofaba, le engañaba o le tomaba el pelo?, se preguntó Efraim.

—Podría cambiar de opinión —dijo—. He adoptado ciertas actitudes propias de otros planetas, y me empujan a confesar que os encuentro fascinante.

—¡Chiiist! No se debe hablar de esas cosas.

Sthelany, sin embargo, no parecía en modo alguno ofendida.

—¿Y esas tres cerraduras?

—No puedo imaginar a Vuestra Fuerza cometiendo una travesura tan indigna e innoble —rió Sthelany—. Las cerraduras son innecesarias, evidentemente.

Mientras hablaban, Furad descendió hacia el horizonte hasta ocultarse a medias, y el cielo se oscureció.

—¿Ha caído la penumbra sobre nosotros? —preguntó Sthelany, con la boca entreabierta en una expresión infantil de arrobo—. Siento una extraña emoción.

Su emoción, pensó Efraim, parecía muy auténtica. Sus mejillas se habían cubierto de color, su pecho se agitaba y sus ojos brillaban con una luz sombría. Furad se ocultó todavía más, casi abandonando el brumoso cielo anaranjado. ¿De veras había caído la penumbra sobre ellos?

Sthelany jadeó, dando la impresión de que oscilaba en dirección a Efraim. Él aspiró su fragancia, pero cuando ya estaba a punto de tocarle la mano, Sthelany extendió un dedo.

—¡Furad asciende de nuevo! Ya no habrá penumbra, y todas las cosas recobran la vida.

Sthelany, sin más palabras, se alejó por la terraza. Se detuvo para acariciar una flor blanca que crecía en una maceta, lanzó una fugaz mirada hacia atrás y siguió caminando.

Efraim no tardó en entrar en el castillo; luego bajó a su despacho. Se encontró en el pasillo con Destian, que parecía ir en la misma dirección. Sin embargo, Destian le saludó con un movimiento de cabeza glacial y se desvió a un lado. Efraim cerró la puerta, telefoneó a la compañía de alquiler de vehículos de Puerto Mar y encargó un aerocoche, pilotado por otro que no fuera el temible Flaussig. Salió del despacho, vaciló, volvió sobre sus pasos, cerró la puerta y se llevó la llave.