Efraim se despertó en el dormitorio del kaiarka y permaneció inmóvil en la oscuridad.
Un reloj colocado sobre la cómoda indicaba el período. Como Furad y Maddar estaban a punto de ponerse, la modalidad era todavía isp frío. Un segundo cuadrante indicaba la hora local de Puerto Mar, y Efraim comprobó que había dormido siete horas, más de lo que era su intención.
Clavó la vista en el alto techo y reflexionó sobre la situación en la que se encontraba. No costaba demasiado enumerar los aspectos positivos. Gobernaba un bello reino montañoso desde un castillo que poseía un atractivo arcaico. Había frustrado en parte a su enemigo, o enemigos. En este preciso momento, él o ellos (o ella) estarían rumiando los siguientes pasos. Benbuphar Strang albergaba enemigos, pero ¿con qué intenciones? Estas personas se hallaban cerca cuando le privaron de su memoria… El pensamiento hizo estremecer de cólera a Efraim, que se levantó.
Se bañó y tomó una frugal colación en el comedor a base de fiambres, pan y fruta. De no haber sido informado sobre las costumbres rhunes, habría considerado una afrenta tal desayuno… Quizá sería aconsejable llevar a cabo algunas reformas. ¿Por qué se comportaban los rhunes con una delicadeza tan exagerada, mientras trillones de personas disfrutaban de la buena mesa en público, sin preocuparse por sus procesos alimentarios? Su propio ejemplo despertaría únicamente repulsa y censura. Tendría que reflexionar sobre el tema más adelante.
En los estantes de su dormitorio descubrió lo que tomó por sus ropas de seis meses atrás, un vestuario bastante exiguo. Sacó una túnica de color mostaza con presillas y botones negros y forro interior rojo oscuro, una prenda llamativa que el joven kang Efraim habría utilizado en el pasado para presumir.
Efraim emitió un suspiro y examinó las demás prendas. Intentó recordar el guardarropa del kaiarka Jochaim, al que apenas había echado un vistazo, y sólo evocó una impresión de discreta elegancia y comedimiento kaiarkal.
Efraim se dirigió con aire pensativo al gran salón y llamó a Agnois, que parecía inquieto. Desvió de inmediato sus ojos azul pálido y crispó los dedos mientras se inclinaba.
—Vuestra Fuerza —dijo Agnois, antes de que Efraim pudiera hablar—, los eiodarkas de Scharrode desean que les recibáis en audiencia tan pronto como os sea posible. Acudirán dentro de dos horas, si a Vuestra Fuerza os parece conveniente.
—La audiencia puede esperar —gruñó Efraim—. Venga conmigo. —Condujo a Agnois al vestidor. Allí se detuvo, y lanzó una mirada tan fría al chambelán que éste parpadeó—. Como sabe, he estado ausente de Scharrode unos seis meses.
—Sí, Fuerza.
—He vivido muchas experiencias, incluyendo un accidente que ha oscurecido, por desgracia, fragmentos de mi memoria. Se lo digo confidencialmente.
—Respetaré vuestras confidencias. Vuestra Fuerza —tartamudeó Agnois.
—He olvidado muchos pequeños detalles del protocolo rhune, y debo pedir su ayuda. Por ejemplo, vea estas ropas: ¿son las que formaban mi antiguo vestuario?
—No, Vuestra Fuerza. —Agnois se humedeció los labios—. La kraike seleccionó ciertas prendas, que fueron traídas aquí.
—Eran las prendas que utilizaba como kang, ¿verdad?
—Sí, Fuerza.
—Parecen llamativas y extravagantes. ¿Las considera adecuadas para una persona de mi posición social actual?
Agnois se tiró de su voluminosa nariz.
—De ninguna manera, Vuestra Fuerza.
—Si me exhibiera ante los eiodarkas de esta guisa, me considerarían sin duda frívolo e irresponsable… un joven estúpido e inexperto.
—Podrían sospecharlo.
—¿Cuáles fueron las instrucciones concretas de Singhalissa?
—Me ordenó que trajera estas prendas. Llegó a insinuar que cualquier interferencia en los gustos de Vuestra Fuerza podría considerarse insolente, tanto por Vuestra Fuerza como por la noble Singhalissa.
—Le ordenó, en realidad, que me ayudara a comportarme como un imbécil, y después convocó a los eiodarkas para una audiencia.
—Tenéis razón, Fuerza, pero… —se apresuró a decir Agnois.
—Aplace la entrevista con los eiodarkas —interrumpió Efraim—. Explíqueles que debo pasar revista a los acontecimientos de los últimos seis meses. Después, llévese estas ropas. Ordene a los sastres que me preparen un vestuario apropiado. En el ínterin, tráigame todo lo que pueda salvarse de mi antiguo vestuario.
—Sí, Fuerza.
—Además, informe al servicio de que la noble Singhalissa ya no ejerce ninguna autoridad. Estoy harto de estas intrigas despreciables. Ya no será conocida como kraike, sino como wirwove de Disbague.
—Sí, Vuestra Fuerza.
—Para terminar, Agnois, me sorprende que no me informara acerca de las intenciones de Singhalissa.
—Fuerza, intenté obedecer las instrucciones de la noble Singhalissa al pie de la letra —gritó Agnois—. De todos modos y en cualquier caso, pensaba preservar la dignidad de Vuestra Fuerza. Además, habéis adivinado el plan antes de que yo tuviera la oportunidad de modificar la situación.
—Tráigame ropas al menos temporalmente adecuadas.
Efraim se vistió y se dirigió al gran salón, pensando que Matho Lorcas le estaría esperando. La estancia se hallaba desierta. Efraim vaciló un momento, y se volvió cuando Agnois entró. Efraim se acomodó en una butaca.
—Dígame cómo murió el kaiarka Jochaim.
—No se sabe nada con certeza. Fuerza. Nuestros espías nos advirtieron de que hombres de la penumbra iban a caer sobre Tassenberg, procedentes de Gorgetto. El kaiarka envió dos batallones contra los flancos y otro para atacar a los que iban en cabeza. Los hombres de la penumbra huyeron hacia el bosque de Suban, y después retrocedieron por los desfiladeros hacia Horsuke. De repente, las laderas se llenaron de tiradores de Gorgetto… Los schardes habían caído en una emboscada. Jochaim ordenó la retirada y los guerreros schardes se abrieron paso combatiendo hasta el desfiladero. En algún momento, Jochaim fue alcanzado por un disparo en la espalda y murió.
—¿En la espalda? ¿Acaso Jochaim huía? Me cuesta creerlo.
—Tengo entendido que se apostó en una loma para dirigir desde ella a sus fuerzas. Evidentemente, un hombre de la penumbra se deslizó entre las rocas y le disparó por detrás.
—¿Quién era? ¿Cuál era su rango?
—No le capturaron ni mataron, Fuerza. Nadie le vio. El kang Destian asumió el mando de las tropas y las devolvió sanas y salvas a Scharrode. Tanto los habitantes de Scharrode como los de Gorgetto esperan que se consume una atroz venganza. Se dice que Gorgetto es un campamento militar armado hasta los dientes.
Efraim, abrumado por su ignorancia, descargó sus puños sobre los brazos de la butaca.
—Tengo la impresión de estar jugando a la gallina ciega. Debo obtener más información, saber más cosas del reino.
—Podéis hacerlo sin más dilación, Fuerza, consultando los archivos o, si lo preferís, los Pandectos Kaiarkales que hay en aquella pared, esos volúmenes encuadernados en verde y rojo.
Agnois hablaba con gran vehemencia, aliviado porque Efraim hubiera olvidado el incidente del vestuario.
Efraim estudió durante tres horas la historia de Scharrode. Gorgetto y Scharrode llevaban siglos de enfrentamientos. Cada uno había infligido al otro golpes crueles. Eccord había sido en ocasiones un aliado, y en otras un adversario, pero en los últimos tiempos había reunido un gran poderío, y en aquel momento sobrepasaba a Scharrode. Disbague ocupaba un pequeño valle sombrío en los Gartfang Rakes, y apenas se le tenía en cuenta, a pesar de que los disbs tenían fama de perversos, y muchas de las mujeres eran brujas.
Efraim pasó revista al noble linaje de Scharrode y averiguó algunas cosas sobre los trismes que les habían unido con otros reinos. Leyó algo acerca de sí mismo. Su participación en marchas militares, ejercicios y campañas. Averiguó que se le consideraba audaz, persistente y algo confiado. Partidario de las reformas, se había enfrentado con Jochaim, más fiel a las tradiciones.
Leyó que su madre, la kraike Alferica, se había ahogado en un accidente náutico en el lago Zule durante una visita a Eccord. La lista de los asistentes a las exequias incluía a la, por aquel entonces, lissolet Singhalissa de Urrue Strang (Disbague). Muy poco después, Jochaim contrajo nuevo trisme, y Singhalissa fue a vivir a Benbuphar Strang, junto con sus hijos Destian y Sthelany, concebidos ambos fuera del trisme, una circunstancia usual y carente de importancia.
Satisfecha su curiosidad, Efraim apartó los Pandectos, se puso en pie y paseó lentamente por el gran salón. Levantó la vista al oír un sonido, pero no se trataba de Matho Lorcas, como esperaba, sino de Agnois.
Efraim continuó meditando. Debía llegar a una decisión con relación a la noble Singhalissa. Había intentado ocultar cierto número de documentos importantes, y también ponerle en ridículo. Si adoptaba tan sólo una postura de altanero desdén, la mujer pondría en marcha nuevas intrigas. Sin embargo, debido a la repugnancia que Singhalissa le producía, se resistía a tratarla con dureza. Tales actos creaban una especie de intimidad, como la odiosa empatía entre el torturador y su víctima. De todos modos, no tenía otro remedio que replicar; de lo contrario, ella le consideraría falto de carácter.
—Agnois, he tomado una decisión. La noble Singhalissa cambiará sus actuales habitaciones por la que ocupaba hasta el momento mi amigo Matho Lorcas. Acomode al noble Lorcas en aposentos más convenientes de la torre Jaher. Ocúpese de ello inmediatamente, sin la menor tardanza.
—¡Vuestras órdenes serán obedecidas! ¿Puedo aventurar un comentario?
—Por supuesto.
—¿Por qué no la enviáis a Disbague? En Urrue Strang se encontraría a una respetable distancia.
—La sugerencia es sensata, pero cabría la posibilidad de que no se quedara en Disbague, sino que ocasionara problemas por todas partes. Aquí, al menos, puedo tenerla vigilada. Le repito que desconozco la identidad de la persona que atentó contra mí hace seis meses. ¿Por qué alejar a Singhalissa antes de descubrir la verdad? Por otra parte…
Efraim titubeó. Si Singhalissa se marchaba, también lo haría Sthelany, pero no quiso exponer este temor a Agnois.
Paseó arriba y abajo del salón mientras se preguntaba qué sabría Agnois sobre lo que sucedía en el castillo durante la penumbra y qué podía revelarle acerca de Sthelany. ¿Cómo se comportaba durante la penumbra? ¿Cerraba con llave su puerta y protegía con barrotes sus ventanas, como solían hacer las doncellas temerosas? ¿Dónde estaba en aquel momento Sthelany?
—¿Dónde está Matho Lorcas? —preguntó, sin embargo.
—En compañía de la lissolet Sthelany. Han ido a pasear por el jardín de los Olores Amargos.
Efraim gruñó y continuó su deambular. Lo que había supuesto. Hizo un gesto brusco en dirección a Agnois.
—Encargúese de que la noble Singhalissa sea conducida a sus nuevos aposentos lo antes posible. No hace falta que le dé ninguna explicación; sus órdenes son sencillas y explícitas. ¡No, espere! Dígale que me he enfadado con usted por traerme ropas viejas e inservibles.
—Muy bien, Fuerza.
Agnois se apresuró a salir del salón. Efraim le imitó al cabo de un momento. Atravesó el silencioso recibidor y salió a la terraza. Ante él se extendía el paisaje, sereno bajo la luz apacible de sombra. Matho Lorcas subió corriendo la escalera.
—¡Por fin! —exclamó Lorcas, en un tono que Efraim consideró júbilo poco natural o alegría nerviosa—. Me estaba preguntando hasta cuándo tenía la intención de dormir.
—Hace horas que estoy despierto. ¿Qué ha estado haciendo?
—Muchas cosas. He explorado algunos pasadizos que parten del Sacarlatto. Los que conducen a los aposentos de la noble Singhalissa y de la lissolet Sthelany están bloqueados con muros de mampostería. Cuando llegue la penumbra, será mejor que dirija su atención a otra parte.
—Singhalissa ha estado muy ocupada.
—Esa mujer sobrestima el magnetismo de su precioso cuerpo. Sthelany es otra cosa.
—Da la impresión de que deberá seducirla por medios más convencionales —replicó Efraim en tono malhumorado.
—¡Ja, ja! Creo que tendría más éxito tirando abajo la mampostería. Con todo, cada método supone un desafío, y los desafíos me estimulan. ¡Qué gran triunfo para la filosofía liberal si consiguiera mi objetivo!
—Cierto. Si quiere tantear el terreno, ¿por qué no la invita a comer con usted?
—Oh, ya estoy familiarizado con el terreno. Me aprendí el plano de cabo a rabo hace seis meses, en Puerto Mar. En cierto sentido, somos viejos amigos.
Agnois salió del recibidor. Bajo el tricornio característico de su cargo, el rostro grisáceo y surcado de arrugas se veía lívido y descompuesto. Saludó a Efraim.
—La noble Singhalissa ha declarado que vuestras órdenes la disgustan sobremanera y que las encuentra incomprensibles.
—¿Le he repetido mi comentario sobre las ropas?
—Lo hice, Fuerza, y expresó su confusión. Se siente ansiosa de que condescendáis a recibirla en una inhalación[41], a fin de discutir el asunto.
—Por supuesto. Dentro de, digamos, dos horas, cuando la sombra pase a rowan verde, si aquella esfera de fases no miente.
—¿Dos horas, Fuerza? Se expresaba con gran vehemencia, y es evidente que se merece cuanto antes el beneficio de vuestra sabiduría.
—Las necesidades perentorias de Singhalissa me resultan sospechosas. Dos horas serán suficientes para que usted nos proporcione ropas adecuadas a mí y al noble Matho Lorcas. Además, tengo que ocuparme de algunos asuntos.
Agnois se marchó, confuso y resentido. Efraim se preguntó por décima vez sobre la conveniencia de reemplazarle. Gracias a sus conocimientos especiales, Agnois era casi indispensable, pero también propenso a la vacilación y a caer bajo el dominio de la última persona con la que había estado en contacto.
—Supongo que le gustará asistir a una inhalación, ¿verdad?
—Por supuesto. Será una experiencia inolvidable…, una más entre otras muchas, si me permite decirlo.
—En ese caso, reúnase conmigo en el gran salón dentro de dos horas. Por cierto, sus aposentos se hallan ahora en la torre Jaher, y Singhalissa va a trasladarse a los que usted ocupaba. —Efraim sonrió—. Así aprenderá a no gastarle bromas pesadas al kaiarka.
—Dudo de que su estratagema dé resultado —dijo Lorcas—. Esa mujer es ducha en estratagemas. Yo de usted miraría si hay serpientes en su cama antes de meterse bajo las sábanas.
—Sí, estoy convencido de que tiene razón —dijo Efraim.
Entró en el castillo, cruzó el recibidor y se internó por el Pasillo de los Ancestros, pero en lugar de entrar en la Sala de los Trofeos torció por un pasillo de baldosas blancas y pardas, hasta llegar a una habitación que hacía las veces de despacho, tesorería y cuartel general de la servidumbre. Un antiguo comunicador descansaba sobre una mesa cercana a la pared.
Efraim cerró la puerta con llave. Estudió primero el libro de claves del comunicador y después apretó una serie de botones descoloridos. Una luz pálida iluminó la pantalla y mostró de repente discos mellados de color carmín cuando la llamada sonó al otro extremo de la línea.
Pasaron tres o cuatro minutos. Efraim esperó pacientemente. Confiar en una respuesta inmediata habría sido poco realista.
La pantalla viró a verde y se dividió en puntos fugitivos que, al unirse, materializaron el rostro de un anciano pálido, cuyos mechones de lacio cabello blanco le cubrían las orejas. Observó a Efraim con una mirada entre desafiante y miópica, y habló con voz cascada.
—¿Quién llama a Gorgance Strang, y para qué propósito?
—Soy Efraim, kaiarka de Scharrode. Deseo hablar con su amo, el kaiarka.
—Le anunciaré que Vuestra Fuerza le espera.
Pasaron otros cinco minutos, y entonces apareció en la pantalla una rotunda cara cobriza, provista de una nariz que recordaba a un gran pico y una barbilla similar a un péndulo.
—Kaiarka Efraim, habéis regresado a Scharrode. ¿Por qué me llamáis, si tal comunicación no se ha producido en cien años?
—Os llamo, kaiarka Gosso, para saber. Durante mi ausencia, hombres de la penumbra procedentes de Gorgetto penetraron en Scharrode. En el transcurso del ataque, el kaiarka Jochaim resultó muerto como consecuencia de una bala gorgetta que le dispararon por la espalda.
Los ojos de Gosso se empequeñecieron hasta convertirse en dos rendijas de color azul metálico.
—Así son las cosas. ¿Y qué? Aguardamos vuestro ataque. Enviad a vuestros hombres de la penumbra; los empalaremos en una fila de árboles. Poneos al frente de vuestros nobles, atacadnos a cara descubierta. Os haremos frente hilera tras hilera y daremos cuenta de lo mejor de Scharrode.
—No he llamado para interesarme por el estado de vuestros sentimientos, Gosso. No me interesa la rhodomontada.
—¿Por qué habéis llamado, pues? —preguntó Gosso con voz muy grave.
—Considero muy peculiares las circunstancias que rodean la muerte del kaiarka Jochaim. Dirigía los movimientos de sus tropas, que luchaban cuerpo a cuerpo con los hombres de la penumbra desde la retaguardia. ¿Dio la espalda a la batalla? Improbable. Por tanto, ¿qué hombre de la penumbra mató al kaiarka de Scharrode?
—Nadie se ha vanagloriado de tal honor —gruñó Gosso—. Llevé a cabo una minuciosa inspección, sin el menor resultado.
—Una situación provocadora.
—Desde vuestro punto de vista, por supuesto. —Los párpados de Gosso se relajaron levemente. El hombre se reclinó en su silla—. ¿Dónde os encontrabais durante el ataque?
—Muy lejos… En el palacio del Conáctico, en Númenes. He aprendido muchas cosas nuevas, y una de ellas es ésta: los ataques y contraataques entre Gorgetto y Scharrode conducen a la mutua destrucción. Propongo una tregua.
La boca viscosa de Gosso se abrió de par en par y reveló sus dientes. Efraim comprendió que no se trataba de una sonrisa, sino de una mueca de reflexión.
—Vuestras palabras son sabias —dijo por fin Gosso—. Ni en Gorgetto ni en Scharrode hay muchos ancianos. De todas formas, todo el mundo ha de morir tarde o temprano, y si prohíbo a los guerreros de Gorgetto atacar Scharrode, ¿cómo les mantendré ocupados?
—Yo también tengo mis problemas. Sin duda encontraréis una solución.
—Es posible que mis guerreros protesten ante una existencia tan insípida —dijo Gosso, ladeando la cabeza—. Los ataques consumen sus energías, y la vida me resulta más fácil.
—Podéis notificar a los que cuestionen vuestra autoridad que estoy dispuesto a terminar con los ataques. Puedo ofrecer una paz honorable, o reunir todas mis fuerzas y destruir Gorgetto por completo. Estudiando los Pandectos he comprendido que entra dentro de mis posibilidades, aún al costo de muchas vidas. La mayor parte de estas vidas serán gorgettas, puesto que dominamos las alturas con nuestras velas. Tengo la impresión de que la primera alternativa es la que exige menos a todos.
—Eso parece —dijo Gosso, lanzando una carcajada sardónica—, pero no olvidéis que hemos disfrutado matando schardes desde hace mil años. Un muchacho de Gorgetto no se hace hombre hasta que mata a su primer scharde. Aun así, creo que habláis en serio y estudiaré la propuesta con toda atención.
El salón de las sherdas y las recepciones privadas ocupaba el tercer nivel de la achatada torre Arjer Skyrd. En lugar de la estancia de moderadas dimensiones que Efraim esperaba, se encontró con un salón de veintiún metros de largo por doce de ancho. El suelo estaba formado por bloques de mármol negros y blancos. Por seis altas ventanas penetraban chorros de la curiosa luz verde olivácea característica de sombra virando a rowan verde. Pilastras de mármol delimitaban nichos a lo largo de las paredes descoloridas, de un cierto tono ocre. En cada uno se alzaba una urna maciza de un metro de alto, talladas en porfirio pardo-negruzco: el producto de una cogencia. Las urnas contenían arena blanca y briznas de hierba seca carente de olor. Sobre una mesa de tres metros de ancho y seis de largo descansaban cuatro pantallas de etiqueta. En ambos extremos de la mesa se había dispuesto una silla.
Agnois corrió a su encuentro.
—Vuestra Fuerza ha llegado con un ligero adelanto; aún no han terminado los preparativos.
—He venido antes a propósito. —Efraim inspeccionó la estancia, y después la mesa—. ¿Frecuentaba este salón el kaiarka Jochaim? —preguntó con voz suave.
—Sobre todo, Fuerza, cuando la compañía no era numerosa.
—¿Qué lugar se reservaba?
—Aquél, Fuerza, es el lugar del kaiarka.
Agnois señaló el extremo más alejado de la mesa.
Efraim, acostumbrado ya a los signos inconscientes que indicaban el estado de ánimo de Agnois, le miró atentamente.
—¿Aquélla es la silla que utilizaba el kaiarka Jochaim? Es igual que las demás; todas son idénticas.
Agnois vaciló.
—Las sillas están en el orden señalado por la noble Singhalissa.
Efraim controló su voz con un esfuerzo.
—¿Acaso no le di instrucciones en el sentido de que hiciera caso omiso de las órdenes dictadas por Singhalissa?
—Creo recordar algo parecido, Fuerza —se defendió débilmente Agnois—, pero tiendo a obedecerle por reflejo, sobre todo en pequeños detalles como éste.
—¿Considera esto un pequeño detalle?
Agnois hizo una mueca y se humedeció los labios.
—No lo había analizado desde este punto de vista.
—Pero aquella silla no es la que acostumbraba a usar el kaiarka, ¿verdad?
—No, Vuestra Fuerza.
—De hecho, es una silla absolutamente indigna de un kaiarka…, sobre todo en las presentes circunstancias.
—Creo que debo daros la razón, Fuerza.
—Por tanto, Agnois, ha conspirado, o como mínimo colaborado con Singhalissa en sus intentos de convertirme en un bufón y así socavar mi autoridad.
Agnois emitió un gemido de angustia.
—¡De ninguna manera, Fuerza! ¡He actuado con total inocencia!
—¡Disponga la mesa como debe ser, ahora mismo!
—¿Pongo cinco sillas, Vuestra Fuerza? —preguntó Agnois, mirando de reojo a Efraim.
—Dejémoslo en cuatro.
La silla insultante desapareció y se trajo otra más maciza, incrustada de cornalinas y turquesas.
—Reparad, Fuerza, en esta pequeña redecilla junto a vuestra oreja, mediante la cual el kaiarka puede recibir mensajes y consejos.
—Muy bien. Espero que me dé consejos sobre etiqueta y modales desde un lugar oculto.
—¡Será un placer, Vuestra Fuerza!
Efraim se sentó y colocó a Lorcas en el extremo de la mesa, a su derecha.
—Estos trucos tan groseros son impropios de Singhalissa —dijo Lorcas en tono pensativo.
—No sé qué pensar de Singhalissa. Supongo que su objetivo es hacerme quedar como un idiota, además de amnésico, para que los eiodarkas me repudien en favor de Destian.
—Lo mejor sería desembarazarme de ella.
—Yo también lo pienso. Con todo…
Singhalissa, Sthelany y Destian entraron en la estancia. Efraim y Lorcas se pusieron en pie. Singhalissa avanzó unos pasos, se detuvo y observó las dos restantes sillas con la nariz fruncida. Echó un rápido vistazo a la majestuosa silla ocupada por Efraim.
—Estoy un poco confusa —dijo la mujer—. Me imaginaba una discusión informal, en la que podrían expresarse toda clase de opiniones.
—No puedo concebir una conferencia que no se adapte a las normas establecidas. Sin embargo, me sorprende ver al señor Destian; a tenor de los preparativos, suponía que tan sólo vos y la noble Sthelany pensabais asistir a nuestra conferencia. Agnois, sea tan amable de disponer otra silla, a la izquierda de Su Dignidad la wirwove. Sthelany, sed tan amable de acomodaros a mi izquierda.
Sthelany se sentó con una leve sonrisa. Singhalissa y Destian permanecieron de pie a un lado con el semblante hosco mientras Agnois volvía a disponer la mesa. Efraim miró subrepticiamente a Sthelany y se preguntó como siempre qué pasaría por su cabeza. En ese momento aparentaba indolencia, despreocupación y una introversión total.
Singhalissa y Destian se sentaron por fin; Efraim y Lorcas se reintegraron a sus lugares con gravedad. Singhalissa hizo un ligero movimiento, pero Lorcas dio un golpe perentorio sobre la mesa con los nudillos; consiguió que Singhalissa y Destian le mirasen de modo inquisitivo.
Sthelany examinaba a Efraim con un interés casi embarazoso.
—Las actuales circunstancias son tensas —dijo Efraim—, y algunos de los presentes se han visto obligados a aceptar el fracaso de sus esperanzas. En relación con los acontecimientos de los últimos seis meses, os recuerdo que yo he sido la víctima principal, exceptuando, por supuesto, al kaiarka Jochaim, que fue asesinado. Pese a todo, los inconvenientes que he sufrido personalmente me han hecho insensible a males menores, y sobre esta base emprenderemos la conversación.
La sonrisa de Sthelany se hizo todavía más vaga. Casi se pudo oír la risa despectiva de Destian. Los largos dedos de Singhalissa aferraron los brazos de la silla con tal fuerza que los huesos se transparentaron a través de la piel.
—Es innecesario decir que todos hemos de adaptarnos a las circunstancias cambiantes —replicó Singhalissa—. Cualquier otra reacción es inútil. He hablado largo y tendido con el noble Destian y la lissolet Sthelany. Vuestras desventuras nos han dejado perplejos a todos. Habéis sido víctima de una violencia[42] poco convencional que, según mis noticias, no deja de ser frecuente en Puerto Mar. —Singhalissa dirigió una mirada tan rápida a Lorcas que casi pasó inadvertida—. Sin duda fuisteis asaltado por un extranjero, por razones que escapan a mi compresión.
Efraim sacudió la cabeza con semblante sombrío.
—Esta teoría es bastante improbable, sobre todo a la luz de ciertos datos. Estoy casi seguro de que fui agredido por un enemigo rhune, para quien nuestras normas de decencia han perdido todo significado.
La voz clara y dulce de Singhalissa se hizo un poco estridente.
—No está en nuestras manos evaluar datos que ignoramos, pero desconocemos la identidad de vuestro enemigo. Me pregunto si, en realidad, no se ha tratado de un error.
—Para clarificar el asunto de una vez por todas —habló por primera vez Lorcas—, ¿estáis dando a entender a Su Fuerza que, en primer lugar, ninguno de los aquí presentes se enteró del incidente acaecido en Puerto Mar; que, en segundo lugar, nadie recibió información referente a este incidente, y que, en tercer lugar, no podéis adivinar la identidad del responsable?
Nadie respondió. Efraim habló en tono conciliador:
—El noble Matho Lorcas es mi amigo y consejero; su pregunta es muy acertada. ¿Qué opináis, señor Destian?
—Yo no sé nada —respondió Destian con decidida voz de barítono.
—¿Lissolet Sthelany?
—No sé nada de nada.
—¿Vuestra Dignidad la wirwove?
—El asunto me resulta incomprensible.
Por la rejilla situada tras la oreja de Efraim se oyó el ronco susurro de Agnois.
—Sería un detalle de educación preguntar a Singhalissa y a sus acompañantes si desean refrescarse con una mezcla de vapores.
—Acepto, por supuesto, vuestras afirmaciones explícitas. Si alguien consigue recordar un dato olvidado que le parezca significativo, agradeceré que me lo comunique. Ahora, tal vez deberíamos rogar a Su Dignidad que nos refrescara con algunas emanaciones —dijo Efraim.
Singhalissa se inclinó rígidamente hacia adelante y dispuso un panel frente a ella, plagado de botones, palancas, bombillas y otros mecanismos, así como cajones a derecha e izquierda que contenían cientos de pequeños frascos. Sus largos dedos trabajaron con habilidad y minuciosidad. Los frascos se alzaron. Por un orificio plateado se vertieron gotas de líquido, seguidas de polvos y una medida de un líquido verde viscoso. Después, la mujer apretó un botón y una bomba envió las emanaciones por unos tubos que corrían bajo la mesa y subían por detrás de las pantallas de etiqueta. Entretanto, con la mano izquierda, Singhalissa transformaba el primer vapor en un segundo que ya estaba preparando con la mano derecha.
Las emanaciones, al igual que tonos musicales, se sucedieron y finalizaron, como una coda, con una vaharada artísticamente acre que irritaba el olfato.
—¡La etiqueta exige que solicitéis más! —susurró Agnois en el oído de Efraim.
—Vuestra Dignidad se ha limitado a azuzar nuestra curiosidad —dijo Efraim—. ¿Por qué os detenéis ahora?
—Me halaga que hagáis honor a mis esfuerzos —respondió Singhalissa, quien, sin embargo, se apartó de sus frascos.
Destian habló al cabo de unos momentos. Una sonrisa melancólica temblaba en sus labios.
—Siento curiosidad por saber cómo pensáis castigar a Gosso y a sus chacales.
—Me aconsejaré al respecto.
Singhalissa, como impulsada por un ansia creativa irresistible, se inclinó una vez más sobre los frascos. Nuevos vapores surgieron tras las pantallas de etiqueta. El hueco susurro de Agnois volvió a resonar en el oído de Efraim.
—Está vertiendo esencias sin purificar al azar, con el objetivo de expandir una serie de hedores. Ha adivinado vuestro estado de confusión y espera obtener más halagos inmerecidos.
Efraim se echó hacia atrás. Miró a Destian, que apenas ocultaba su diversión. Sthelany mostraba una expresión irónica.
—Su Dignidad la wirwove parece haber perdido de repente sus habilidades. Algunos vapores son absolutamente sorprendentes, incluso para un grupo tan informal como el nuestro. ¿Acaso Su Dignidad está ensayando nuevas combinaciones importadas de Puerto Mar?
Singhalissa, en silencio, desistió de sus manejos. Efraim se enderezó en su silla.
—El tema del que no hemos hablado todavía es mi orden de trasladar a Vuestra Dignidad a la torre Minot. Ateniéndome a las sillas y los vapores, no pienso reconsiderar mi decisión. Ya está bien de interferencias e intromisiones. Confío en no ser testigo de más, pero no me importaría aumentar las incomodidades de Vuestra Dignidad.
—Vuestra Fuerza es muy considerado —dijo Singhalissa, sin que su voz temblara un ápice.
La luz que penetraba por los altos ventanales había cambiado; la sombra había dado paso a rowan verde, y Cirse apenas rozaba el horizonte.
—La penumbra se acerca —dijo Sthelany—, la oscura y tenebrosa penumbra, cuando los gharks y los hoos aparecen y el mundo está muerto.
—¿Qué es un ghark y qué es un hoo? —preguntó Lorcas con voz alegre.
—Seres malignos.
—¿De forma humana?
—No sé nada de eso —dijo Sthelany—. Me refugio en mi habitación, protegida por una triple cerradura y fuertes postigos de hierro en las ventanas. Tendrá que pedir información en otra parte.
Matho Lorcas imprimió a su cabeza un movimiento de asombro.
—He viajado mucho, y nunca deja de asombrarme la diversidad del Cúmulo de Alastor.
La lissolet Sthelany ahogó un bostezo y habló en tono desenvuelto.
—¿Incluye el noble Lorcas a los rhunes entre las gentes que provocan su asombro?
Lorcas sonrió y se inclinó hacia adelante. Por fin se hallaba a sus anchas, en medio de una conversación. Frases ágiles, con varios sentidos subyacentes, desafíos excesivos salpicados de puntualizaciones, réplicas de elegante brevedad, engaños y estratagemas, pacientes explicaciones de lo obvio, fugaces alusiones a lo impensable. Antes que nada, el conversador debía evaluar el estado de ánimo, la inteligencia y la facilidad verbal de sus acompañantes. A tal efecto, unas pocas palabras pedantes para la introducción solían ser de incalculable valor.
—Es un axioma de la antropología cultural que cuanto más aislada se halla una comunidad, más idiosincráticas son sus costumbres y convenciones. Esto, por supuesto, no representa necesariamente una desventaja.
»Por otra parte, considerad a una persona como yo, un vagabundo sin raíces, un ser cosmopolita. Tal persona tiende a ser flexible; se adapta a su entorno sin recelos ni escrúpulos. Su conjunto de convenciones, el mínimo común denominador de su experiencia, es sencillo y natural. Demuestra una especie de cultura universal que le será útil en casi cualquier rincón del Cúmulo de Alastor y de la Extensión Gaénica. No hago una virtud de esta flexibilidad, excepto para sugerir que es más cómoda para viajar que un conjunto de convenciones, las cuales, a la menor sacudida, provocan tensiones emocionales en aquellos que las han adoptado.
Singhalissa se unió a la conversación; habló con una voz tan seca y susurrante como el crujido de hojas muertas.
—El noble Lorcas propone, con esforzada convicción, un punto de vista que, me temo, los rhunes consideramos banal. Como él sabe, los rhunes nunca viajamos, salvo en contadas ocasiones a Puerto Mar. Aunque nos gustara viajar, dudo que pudiéramos acomodarnos a costumbres que no sólo consideramos vulgares, sino repelentes. Esta reunión es informal, así que osaré referirme a un tópico desagradable. El ciudadano normal del Cúmulo muestra una falta de cohibición en lo referente a sus tripas típicamente animal. Exhibe sin la menor vergüenza su comida, la ensaliva, la introduce en su orificio, la tritura con los dientes, la masajea con la lengua y empuja la pulpa resultante por el conducto intestinal. Excreta la mezcla digerida con sólo un poco más de modestia, bromeando en ocasiones como si se sintiera orgulloso de su proeza intestinal. Nosotros obedecemos a las mismas compulsiones biológicas, por supuesto, pero demostramos mayor consideración hacia el prójimo y realizamos estos actos en privado.
Singhalissa no abandonó en ningún momento su tono mordaz.
Destian emitió una suave risita, como aprobando sus opiniones.
Lorcas, sin embargo, no se acobardó, y asintió como dándole la razón.
—Todo depende de la calidad de las costumbres de cada uno. ¡De acuerdo! Sin embargo, deberíamos examinar esta pretendida calidad en función de su utilidad. Convenciones demasiado complicadas y estrictas limitan las opciones vitales de una persona. Confinan su mente y atrofian sus percepciones. ¿Por qué, en nombre del mochuelo preferido del Conáctico, debemos siquiera considerar un límite para las posibilidades de ésta, nuestra única vida?
—Nos confundirá a todos si habla con máximas y escatologías —dijo Singhalissa con una fría sonrisa—. De todas formas, no son pertinentes. Se puede ejemplificar cualquier punto de vista, incluso el más absurdo, mediante cuidadosas citas de una teoría apropiada, hasta artificial si me apura. El viajero y hombre de mundo que usted ha escogido como paladín sobre todos los demás debería comprender la diferencia entre abstracciones y seres humanos vivos, entre conceptos sociológicos y comunidades duraderas. Al escucharle, sólo oigo ingeniosidades y teorías didácticas.
Lorcas apretó los labios.
—Tal vez porque escucha puntos de vista que contradicen sus emociones. Pero me estoy desviando de mi objetivo. Las comunidades duraderas que he mencionado no vienen a cuento. Las sociedades toleran de manera sorprendente los abusos, incluso las que se hallan agobiadas bajo docenas de convenciones obsoletas, anormales o funestas.
Singhalissa se permitió demostrar abiertamente su diversión.
—Sospecho que adopta una postura radical. Sólo los niños no toleran las convenciones. Son indispensables para una civilización organizada, como la disciplina para un ejército, los cimientos para un edificio o los mojones para un viajero. Sin convenciones, la civilización es un puñado de agua. Un ejército sin disciplina es populacho. Un edificio sin cimientos es una masa de cascotes. Un viajero sin mojones está perdido.
Lorcas declaró que sólo se oponía a las convenciones que consideraba fastidiosas y absurdas.
Singhalissa se negó a dejarle escapar tan fácilmente.
—Sospecho que usted se refiere a los rhunes, y aquí, como extranjero, se encuentra particularmente en desventaja en lo referente a sus juicios. Considero mi modo de vida ordenado y razonable, lo cual debería bastar para satisfacerle. A menos que me considere desprovista de sentido crítico y estúpida, claro.
Lorcas comprendió que se había granjeado un peligroso adversario, y negó con la cabeza.
—¡De ninguna manera! Todo lo contrario. Afirmo sin vacilar que, como mínimo, su opinión de la vida es diferente de la mía.
Singhalissa ya había perdido todo interés en la conversación. Se volvió hacia Efraim.
—Con vuestro permiso, Fuerza, me marcho.
—Como deseéis, Vuestra Dignidad.
Singhalissa salió de la estancia con un revoloteo de gasa gris, seguida de Destian, rígido y erguido, y después de Sthelany. Tras ellos se levantaron Efraim y Matho Lorcas, algo abatidos. Salieron a la arcada que conectaba el tercer nivel de Arjer Skyrd con las salas superiores de la torre norte, y desembocaron a continuación en el balcón superior del herbario.
Cuando bajaban por la escalera de la torre norte, un súbito estrépito de gongs, seguido de una agitada fanfarria de trompetas, les detuvo.
Singhalissa les miró por encima del hombro. Una sonrisa inconfundible ahuecaba sus finas mejillas.