6

Cuando Efraim llegó a la oficina del servicio de transporte aéreo local, apenas iniciado isp, descubrió que Lorcas ya había alquilado un vehículo aéreo de escasa elegancia, cuyo casco estaba manchado por la larga exposición a los elementos, empañado el cristal de la cúpula, corroídos y erosionados los soportes.

—Es el mejor que he podido conseguir —se disculpó Lorcas—, y es muy fiable. Según me han informado, el motor nunca ha fallado en ciento dos años.

Efraim inspeccionó el vehículo con escepticismo.

—No me importa el aspecto que tenga mientras consigamos llegar a Scharrode.

—Tarde o temprano se estropeará, probablemente en pleno vuelo, pero la alternativa es ir a pie siguiendo las sendas de los fwai-chi. El terreno es muy escarpado, y no haría una entrada muy digna en los Reinos.

—En parte tiene razón —admitió Efraim—. ¿Está preparado para partir?

—Cuando quiera, pero antes deje que le haga una sugerencia. ¿Por qué no envía un mensaje avisando de su llegada?

—¿Para que alguien nos derribe?

Lorcas negó con la cabeza.

—Los rhunes tienen prohibidos los vehículos aéreos por esta precisa razón. Se trata de una cuestión de dignidad y, si me permite que le dé un consejo, como kaiarka debe anunciar su llegada para que se organice una recepción formal. Yo hablaré en su nombre, como edecán, para aportar más dignidad a la ocasión.

—Muy bien. Haga lo que quiera.

—¿La cabeza de familia es ahora la kraike Singhalissa?

—Supongo.

Lorcas llamó desde un videófono tan anticuado como el vehículo.

Respondió un lacayo ataviado con un uniforme negro y escarlata.

—Hablo en representación de Benbuphar Strang. Indíqueme de qué asunto se trata, por favor.

—Deseo hablar con la kraike Singhalissa —dijo Lorcas—. He de transmitirle una información importante.

—Tendrá que llamar en otro momento. La kraike está evacuando consultas con respecto a la investidura.

—¿La investidura de quién?

—Del nuevo kaiarka.

—¿Y quién será?

—El actual kang Destian, siguiente en el orden de sucesión.

—¿Cuándo se celebrará la investidura?

—Dentro de una semana, cuando se declare desaparecido al actual kaiarka.

—Tenga la bondad de informar a la kraike de que ya puede cancelar la investidura —rió Lorcas—, pues el kaiarka Efraim regresa de inmediato a Scharrode.

El lacayo miró fijamente a la pantalla.

—No puedo asumir la responsabilidad de semejante anuncio.

Efraim dio un paso adelante.

—¿Me reconoce?

—¡Oh, Fuerza[35], desde luego!

—Comunique el mensaje que le ha transmitido el noble Matho Lorcas.

—¡Al instante, Fuerza!

El lacayo hizo una rígida reverencia, y se difuminó en medio de chispas deslumbradoras.

Los dos regresaron al aerocoche y subieron a bordo. El piloto cerró las puertas sin más ceremonias, encendió el motor y el viejo vehículo, crujiendo y vibrando, despegó y voló en dirección este.

Como el piloto, que se había identificado como Tiber Flaussig, hablaba volviendo la cabeza hacia ellos, sin hacer caso ni del altímetro ni del terreno, el aerocoche salvó las estribaciones de la Primera Escarpa por sólo unos cien metros de margen. El piloto, como si no lo hubiera pensado hasta ahora, elevó un poco el aerocoche, a pesar de que la altura del terreno disminuyó al instante unos trescientos metros y se transformó en una llanura elevada. Las nubes se reflejaban en cien lagos dispersos. Crecían bosques aislados de scaurs y anchos sauces, y de vez en cuando se veía un catafalco retorcido. A unos cuarenta y cinco kilómetros, los riscos de piedra desnuda de la Segunda Escarpa atravesaban las nubes. Flaussig señaló algunos afloramientos, de los que afirmó que eran ricos en piedras preciosas como turmalinas, peridots, topacios y espinelas, todas protegidas de la explotación humana atendiendo a los prejuicios de los fwai-chi.

—Sostienen que es uno de sus lugares sagrados, y así lo recoge el tratado. Les importan tanto las joyas como las piedras vulgares, pero pueden oler a un hombre a ochenta kilómetros de distancia y maldecirle con un millar de sarpullidos, una vejiga porfiada o motas en la piel. Nadie penetra en la zona.

Efraim señaló la amenazadora escarpa.

—Dentro de un minuto quedaremos hechos picadillo, a menos que eleve rápidamente el aparato seiscientos metros como mínimo.

—Ah, sí —contestó Flaussig—. La escarpa se aproxima, y la trataremos con el debido respeto.

El aerocoche ganó altura de una forma que les revolvió el estómago, y un silbido asmático surgió del motor. Efraim se revolvió, alarmado.

—¿Se va a desintegrar por fin el vehículo?

Flaussig escuchó con el ceño fruncido de estupor.

—Un sonido misterioso, ciertamente, que jamás había oído antes. De todos modos, si usted fuera tan viejo como este aparato, sus vísceras también producirían ruidos extraños. Seamos tolerantes con la tercera edad.

Los alarmantes sonidos se desvanecieron en cuanto el vehículo recuperó su curso normal. Lorcas señaló la Tercera Escarpa, que todavía distaba unos ochenta kilómetros.

—Empiece a subir ahora, poco a poco. Es posible que el vehículo sobreviva si lo trata de esa manera.

Flaussig accedió a la petición, y el vehículo se elevó en un ángulo gradual para ir al encuentro de la prodigiosa mole que era la Tercera Escarpa. Bajo sus pies se desplegó un desolado paisaje de crestas, colladas, simas y, muy de vez en cuando, un pequeño valle boscoso. Flaussig indicó con un gesto la temible perspectiva.

—Ahí, en todo ese amasijo cataclísmico que abarca el ojo, viven quizá unos veinte fugitivos: desesperados, criminales condenados y gente por el estilo. No cometan crímenes en Puerto Mar, o acabarán aquí.

Ni Lorcas ni Efraim hicieron el menor comentario.

Apareció una hendidura. El aerocoche se internó entre las cercanas paredes de piedra, y fue zarandeado de un lado a otro por violentas ráfagas de viento. Salieron de la hendidura y el aparato sobrevoló un paisaje de picos, precipicios y valles regados por ríos. Flaussig volvió a mover la mano en un arco que abarcaba el conjunto.

—¡Los Reinos, los gloriosos Reinos! Bajo nuestros pies Waierd, custodiado por los Soldados del Silencio… Ahora atravesamos el reino de Sherras. Fíjense en el castillo que hay en el lago…

—¿Está muy lejos Scharrode?

—Allí, sobre los peñascos. Es la respuesta acostumbrada a esta pregunta. ¿Por qué visitan un lugar tan austero?

—Por curiosidad, tal vez.

—No van a aprender nada de esa gente. Son duros como piedras, al igual que todos los rhunes. Más allá de aquellos grandes árboles se encuentra la ciudad de Tangwill, apenas habitada por dos o tres mil personas. Se dice que el kaiarka Tangissel está loco por las mujeres, a las que mantiene cautivas en profundas mazmorras, donde ignoran cuándo es o no penumbra. Las visita durante todos los períodos del mes, excepto la penumbra, porque se dedica a sus correrías.

—Paparruchas —murmuró Efraim, pero el piloto no le prestó atención.

—La gran aguja de la izquierda se llama Ferkus…

—¡Suba, hombre, suba! —chilló Lorcas—. ¡Nos vamos a estrellar contra los peñascos!

Flaussig elevó el aparato con un gesto petulante, a fin de evitar el risco al que Lorcas se había referido. Durante un rato, voló en un hosco silencio. El terreno se alzaba y descendía, y Flaussig, desechando alcanzar mayor altitud, viró de un lado a otro entre peñascos cristalinos, desnudos precipicios, glaciares inclinados y túmulos de cantos rodados, exhibiendo su despreocupado control sobre el aparato, el paisaje y los pasajeros. Lorcas profería frecuentes protestas, de las que Flaussig prescindía, y por fin guió el vehículo hasta un valle irregular de unos siete u ocho kilómetros de ancho y treinta de largo. En el extremo oriental, una cascada caía desde seiscientos metros de altura a un lago, cerca de la ciudad de Esch. A cierta distancia del lago fluía un lento río, que serpenteaba a través de un prado y bajo Benbuphar Strang, y después de estanque en estanque hasta el extremo occidental del valle, donde se alejaba por una estrecha garganta.

La parte del valle próxima a Esch se dedicaba al cultivo. Los campos estaban protegidos por densos setos de zarzales, como para ocultarlos de la vista. En otros campos pacían ovejas, mientras que las faldas de cada lado del valle se utilizaban como huertos. Los prados alternaban con bosques de banices, robles blancos, shracks y tejos interestelares. El aire transparente dotaba al follaje (verde oscuro, escarlata, ocre negruzco, verde pálido) de un brillo semejante al de colores pintados sobre terciopelo negro. La breve caricia de una súbita e intensa emoción hizo sonreír a Efraim. ¿Acaso una emanación de su memoria ocluida? Experimentaba con frecuencia cada vez mayor esas punzadas. Miró a Lorcas y comprobó que también contemplaba el paisaje con expresión arrebatada.

—Ha llegado a mis oídos que los rhunes estiman cada piedra del paisaje —dijo Lorcas—. La razón es obvia: los Reinos son pequeños fragmentos del Paraíso.

Flaussig, que había descargado el reducido equipaje, estaba de pie en actitud expectante. Lorcas habló con lenta y cuidadosa dicción.

—Los honorarios fueron pagados por adelantado en Puerto Mar. La dirección deseaba tener el dinero a mano, independientemente de lo que ocurriera.

—En circunstancias como las presentes, se suele entregar una gratificación —sonrió educadamente Flaussig.

—¿Una gratificación? —exclamó Efraim, colérico—. ¡Aún tendrá suerte de que no le multen por ineptitud criminal!

—Además —añadió Lorcas—, se quedará aquí hasta que Su Fuerza el kaiarka le permita partir. De lo contrario, ordenaré a su agente secreto de Puerto Mar que le rompa todos los huesos del cuerpo.

Flaussig, la viva imagen de la dignidad ofendida, hizo una reverencia.

—Se hará como deseéis. Nuestra empresa basa su reputación en el buen servicio. De haber sabido que transportaba a unos grandes de Scharrode, me habría comportado con mayor formalidad, teniendo en cuenta que la conducta ejemplar también es la marca de fábrica de nuestra empresa.

Lorcas y Efraim ya se dirigían hacia Benbuphar Strang, un castillo de piedra negra, baldosas oscuras, madera y estuco, construido a la usanza del peculiar estilo sombrío tan típico de los rhunes. Los aposentos del primer piso estaban circundados por muros de nueve metros de alto. Contaban con ventanas altas y estrechas. Por encima se desplegaba un complicado conjunto de torres, torrecillas, paseos, miradores, balcones y recovecos. Ésta es mi casa, pensó Efraim, y éstos son los terrenos que he recorrido miles de veces. Miró hacia el valle y contempló los estanques y los prados, las siluetas sucesivas de los bosques, los colores apagados por la bruma, hasta que se redujeron a una sombra gris purpúrea bajo los lejanos riscos. Había admirado este paisaje en miles de ocasiones… pero no experimentó la menor señal de reconocimiento.

La noticia de su llegada había sacudido a la ciudad. Varias docenas de hombres vestidos con chaquetas negras y pantalones de ante corrían a su encuentro, acompañados por un número equivalente a la mitad de mujeres ataviadas con trajes de gasa gris.

Los hombres, al acercarse, ejecutaron complicados gestos de respeto. Luego, se adelantaron hasta detenerse a la distancia que precisaba el protocolo.

—¿Cómo ha ido todo durante mi ausencia? —preguntó Efraim.

—Trágicamente, Fuerza —respondió el más viejo de los hombres—. Nuestro kaiarka Jochaim cayó fulminado por una bala de Gorgetto. Por lo demás, ni muy mal ni muy bien. Se han producido dudas y recelos. Una banda de guerreros procedentes de Torre invadió nuestra tierra. El kang Destian se puso al frente de una fuerza de choque, pero no había excesiva correspondencia de rango[36], y la sangre no llegó al río. Ardemos en deseos de vengarnos de Gosso de Gorgetto. El kang Destian está retrasando el desquite. ¿Cuándo ordenará atacar a nuestras fuerzas? Recordad que desde la cresta de Haujefolge nuestras alas dominan su castillo. Podemos invadir, y después, mientras Gosso suda y resuella, podemos dejar caer nuestro ejército y conquistar Gorgance Strang.

—Empecemos por el principio —dijo Efraim—. Me dirijo ahora a Benbuphar Strang para descubrir qué irregularidades existen, si tal es el caso. ¿Qué información, o acaso sospechas, poseéis a este respecto?

El anciano llevó a cabo otra gesticulación de humildad ritual.

—Jamás me he detenido a pensar en las irregularidades de Benbuphar; mucho menos las expresaré en voz alta.

—Hazlo ahora —ordenó Efraim—. Le prestarás un buen servicio a tu kaiarka.

—Como deseéis, Fuerza, pero recordad que, por la naturaleza de las cosas, los de la ciudad no sabemos nada. Personas desprovistas de caridad ven con malos ojos el previsto trisme de la kraike Singhalissa con el kaiarka Rianlle de Eccord.

—¡Cómo! —exclamó Efraim—. ¿Y qué pasará con la kraike Dervas?

—Según dicen los rumores, será repudiada. Tal es el precio que exige Singhalissa por la cesión de Dwan Jar, donde Rianlle desea construir un pabellón. Lo sabe todo el mundo. También nos hemos enterado del trisme entre el kang Destian y la lissolet Maerio. ¿Qué pasará si estos trismes se celebran? ¿Acaso no da la impresión de que Rianlle tendrá una gran influencia en los consejos de Scharrode? De todos modos, ahora estáis aquí, kaiarka por derecho, y la cuestión queda en entredicho.

—Tu sinceridad me complace —dijo Efraim—. ¿Qué más ha sucedido durante mi ausencia?

—Nada importante, si bien, en mi opinión, el estado de ánimo del reino se ha relajado. Idiotas y villanos vagan en la penumbra, en lugar de quedarse en casa para proteger sus hogares. Y luego, cuando vuelve la luz, no nos decidimos a abrir nuestras puertas, por temor a encontrar un cadáver en el porche. Pero repito, ahora que habéis vuelto, las fuerzas del mal serán rechazadas.

Hizo una reverencia y retrocedió. Efraim y Lorcas atravesaron las tierras comunales en dirección al castillo, después de despedir al malhumorado Flaussig y enviarle de regreso a Puerto Mar.

Mientras se acercaban, un par de heraldos aparecieron sobre dos atalayas gemelas situadas sobre la puerta; alzaron sus trompetas de bronce y sonó una sucesión de fanfarrias. Las puertas se abrieron, un pelotón de guardias se cuadró y avanzaron cuatro heraldos tocando más fanfarrias, salvajes progresiones de sonidos algo polifónicas.

Efraim y Lorcas pasaron bajo un túnel abovedado y desembocaron en un patio. La kraike Singhalissa se hallaba sentada en una silla de respaldo alto. Junto a ella estaba de pie el kang Destian, que fruncía sus oscuras cejas.

La kraike se puso en pie. Era una mujer casi tan alta como Destian, de indudable energía, radiantes ojos y facciones angulosas. Un turbante gris sujetaba su cabello oscuro. El vestido de gasa gris parecía vulgar y carente de personalidad, hasta que el ojo reparaba en el sutil juego de luz, en el contorno de la figura medio oculta.

Singhalissa habló con voz fuerte y dulce.

—Os damos la bienvenida ritual, a pesar de que hayáis vuelto en un momento inoportuno, no hay que negarlo. Antes de una semana habría sido anulada la legitimidad de vuestros derechos, como sin duda ya sabréis. Nos parece una falta de cortesía que no nos hayáis informado de vuestras intenciones, en especial porque ya habíamos dado los pasos necesarios para transferir vuestra sucesión.

—Razonáis bien —contestó Efraim—. No podría discutir vuestros argumentos, de no ser porque se basan en premisas incorrectas. Os aseguro que mis dificultades han sobrepasado con mucho las vuestras. Sin embargo, lamento los inconvenientes que habéis padecido, y comprendo la decepción de Destian.

—Sin duda —dijo Destian—. ¿Podemos preguntaros sobre las circunstancias de vuestra larga ausencia?

—Ciertamente; tenéis derecho a una explicación. Fui drogado en Puerto Mar, embarcado en una nave espacial y enviado al otro confín del Cúmulo. Tras vencer muchas dificultades, conseguí regresar ayer a Puerto Mar. Alquilé cuanto antes un vehículo aéreo y me dirigí a Scharrode.

Destian apretó todavía más la boca. Se encogió de hombros y desvió la vista.

—Sorprendente —dijo Singhalissa con su voz alta y clara—. ¿Quién perpetró tal atrocidad?

—Discutiré el tema en detalle con vos más adelante.

—Como gustéis. —La mujer volvió la cabeza hacia Lorcas—. ¿Quién es este caballero?

—Deseo presentaros a mi amigo, el noble Matho Lorcas. Me ha prestado su valiosísima ayuda y será nuestro invitado. Creo que el kang Destian y él se conocieron por casualidad en Puerto Mar.

Destian examinó a Lorcas apenas tres segundos. Después, murmurando algo por lo bajo, desvió la mirada.

—Recuerdo la ocasión perfectamente —dijo Lorcas con gravedad—. Es un placer volver a vernos.

La forma de una joven pareció materializarse poco a poco al fondo de la columnata, bajo la sombra de un alto portal. Efraim imaginó que era la lissolet Sthelany, esbelta y flexible bajo la gasa transparente de su vestido gris. Sus ojos, como los de la kraike, eran oscuros y brillantes, pero sus facciones eran más melancólicas que amenazadoras, más delicadas que bien definidas, sólo remotamente parecidas a las de Singhalissa o Destian. Todavía contribuía a diferenciarla más su expresión de frialdad e indiferencia. A juzgar por el escaso entusiasmo de su saludo, Efraim y Lorcas podrían haber sido unos completos desconocidos. Lorcas había encontrado fascinante a Sthelany en Puerto Mar, y su interés, observó Efraim, no había disminuido. Era demasiado evidente, pero nadie se molestó en fijarse.

Singhalissa, intuyendo la presencia de Sthelany, le dirigió la palabra sin volver la cabeza.

—Como veis, el kaiarka Efraim se halla de nuevo entre nosotros. Ha padecido ultrajes indignantes. Una persona desconocida le ha jugado malas pasadas.

—¿De veras? —dijo Sthelany con voz suave—. Lo lamento mucho. De todas formas, no es fácil rondar los barrios bajos de Puerto Mar sin sufrir las consecuencias. Creo recordar que andaba en malas compañías.

—La situación nos tiene a todos desolados —dijo Singhalissa—. El kaiarka goza de nuestras simpatías, por supuesto. Ha traído como invitado al noble Matho Lorcas, creo que se llama así: su amigo de Puerto Mar.

Lissolet aceptó la presentación con tal discreción que pasó inadvertida. Se dirigió a Efraim con una voz tan clara y suave como la de Singhalissa.

—¿Quién os infligió tamañas maldades?

—El kaiarka prefiere no extenderse en el tema de momento —respondió Singhalissa por Efraim.

—¡Nos sentimos tan interesados! ¡Estas indignidades nos ofenden a todos!

—Muy cierto —corroboró la kraike.

Efraim les había escuchado con una sonrisa sarcástica.

—Tengo muy poco que contaros. Me siento tan confundido como vosotros… Quizá más.

—¿Más? Yo no sé nada.

—El kaiarka y su amigo han tenido un viaje extenuante y desearán descansar —intervino bruscamente la kraike—. Presumo que ocuparéis la Gran Cámara —dijo, dirigiéndose a Efraim.

—Sería lo más apropiado para mí.

Singhalissa se volvió hacia un hombre entrecano y fornido que llevaba sobre la librea negra y escarlata de Benbuphar un manto de terciopelo negro con bordados plateados y un tricornio de terciopelo negro.

—Agnois, bajad una selección de prendas del kaiarka de la torre norte.

—Al instante. Vuestra Presencia.

Agnois, el primer chambelán, se retiró.

La kraike Singhalissa guió a Efraim por un oscuro pasadizo en cuyas paredes colgaban los retratos de los kaiarkas muertos. A juzgar por la urgencia de su mirada y el ademán de su mano levantada, todos se esforzaban por transmitir su sabiduría a través de los tiempos.

Un par de altas puertas de hierro forjado, con una cabeza de gorgona de hierro negro aceitado en el centro de cada una, bloqueaban el camino. Tal vez habían sido concebidas por la cogencia[37] de un kaiarka. Singhalissa se detuvo ante las puertas. Efraim se adelantó para abrirlas, pero fue incapaz de descubrir el complicado mecanismo que controlaba la cerradura.

—Permitidme —dijo con sequedad Singhalissa, mientras apretaba un relieve.

Las puertas se abrieron.

Penetraron en una larga antecámara, o sala de trofeos. Vitrinas alineadas a lo largo de las paredes exhibían curiosidades, colecciones, artefactos, objetos de piedra, madera, arcilla refractaria, cristal, insectos conservados en cubos transparentes, bocetos, pinturas, muestras de caligrafía. Libros de la Vida, millares de otros volúmenes e innumerables monografías. Una mesa larga, sobre la que brillaban un par de lámparas con pantallas de cristal verde, ocupaba el centro de la sala. Retratos de kaiarkas y kraikes colocados sobre las vitrinas miraban a los que pasaban por debajo.

La sala de trofeos se abría a una enorme estancia de techos altos, chapada en madera casi ennegrecida por los años. Alfombras con dibujos marrones, azules y negros cubrían el suelo. Desde unas altas y estrechas ventanas se podía ver el valle.

La kraike señaló una docena de vitrinas.

—Contienen las pertenencias de Destian. Asumió que iba a ocupar estos aposentos. Se halla molesto por el giro de los acontecimientos, naturalmente.

Se acercó a la pared y oprimió un botón. Casi al instante apareció el primer chambelán Agnois.

—¿Sí, Vuestra Presencia?

—Trasladad las pertenencias del kang Destian.

—Al instante, Presencia.

—Si me permitís preguntarlo, ¿cómo halló la muerte el kaiarka?

—¿No os habéis enterado de nada?

La kraike miró fijamente a Efraim.

—Sólo de que los gorgettos le asesinaron.

—Sabemos algo más. Vinieron disfrazados como hombres de la penumbra, y uno de ellos le disparó un tiro por la espalda. Destian planeaba como venganza lanzar un ataque inmediatamente después de su investidura.

—Destian puede ordenar el ataque cuando le apetezca. No me interpondré en su camino.

—¿Es que no queréis participar?

La clara voz de la kraike vibró de fría emoción.

—Sería una estupidez hacerlo, habiendo tantos misterios por esclarecer. ¿Quién sabe si yo también moriría por un disparo de los Gorget?

—Debéis actuar según los dictados de vuestra sabiduría. Cuando hayáis descansado, nos encontraréis en el salón. Os dejo, con vuestro permiso.

—Os agradezco vuestra solicitud —dijo Efraim, inclinando la cabeza.

La kraike se retiró. Efraim se quedó solo en un antiguo salón. En el aire flotaba un vago aroma a encuadernaciones de piel, madera encerada, telas viejas y un débil olor a moho. Efraim fue a mirar por una ventana; todas estaban protegidas por postigos de hierro. El período era rowan verde. Una luz enfermiza bañaba el paisaje.

Se alejó y comenzó a explorar con cautela los aposentos del kaiarka. El salón estaba amueblado con piezas macizas, anticuadas y no del todo incómodas, aunque algo majestuosas y pesadas. En un extremo de la sala, vitrinas de tres metros de altura exhibían libros de todas clases. Efraim se preguntó cuáles habían sido las preferencias de Jochaim. Sin ir más lejos, ¿cuáles habían sido las suyas?

En un aparador encontró varias botellas de licor para el consumo privado del kaiarka. En una panoplia se veían una docena de espadas, armas portadoras de fama y gloria, sin duda alguna.

Un portal de casi tres metros de alto y uno de ancho se abría a una sala de estar octogonal. Una cúpula de vidrio fragmentado la bañaba de luz. Una alfombra verde cubría el suelo, y había cuadros en las paredes que representaban vistas de Scharrode desde diferentes perspectivas elevadas; la obra, casi con seguridad, de un kaiarka muerto mucho tiempo atrás que tenía la afición de pintar paisajes. Una escalera de caracol subía a una balconada desde la que se accedía a un camino de ronda al aire libre. Al otro lado de la sala, un corto pasillo conducía al guardarropa del kaiarka. En los armarios colgaban uniformes y trajes ceremoniales. Los baúles contenían camisas y ropa interior. Docenas de botas, zapatos, sandalias y zapatillas, todas abrillantadas y cepilladas, estaban alineadas sobre los estantes. El kaiarka Jochaim había sido un hombre puntilloso. Las pertenencias personales, los trajes y los uniformes no le informaron de nada. Efraim se sintió inquieto y ofendido. ¿Por qué no se habían desprendido ya de todas estas prendas?

Una puerta alta comunicaba con el dormitorio del kaiarka, una habitación relativamente pequeña amueblada con sencillez. La cama apenas era algo más que un catre, y estaba provista de un colchón duro y delgado. Efraim presintió que se producirían cambios; el ascetismo no le atraía. Un breve pasillo conducía primero al cuarto de baño, y después a una pequeña estancia amueblada con una mesa y una silla: el comedor del kaiarka. Mientras examinaba la habitación, un montaplatos ascendió desde las cocinas del sótano; llevaba una sopera, una hogaza de pan, un plato de puerros con aceite, un trozo de queso pardo negruzco y una cerveza. Efraim descubriría más tarde que el servicio era automático: cada hora se renovaba la colación, y el kaiarka nunca sufría el embarazo de pedir comida.

Efraim también descubrió que tenía hambre, y comió con gran apetito. Volvió al pasillo; entonces reparó en que se prolongaba hasta un tramo de tortuosos y sombríos escalones. Un ruido en el dormitorio atrajo su atención. Regresó y encontró a un par de criados que sacaban las ropas del kaiarka y las sustituían por otras mucho menos numerosas, probablemente las que había dejado en sus antiguos aposentos.

—Voy a bañarme —dijo Efraim a un criado—. Traedme ropas adecuadas para después.

—¡Ahora mismo, Fuerza!

—Sacad también la cama, y traed algo más grande y confortable.

—¡Inmediatamente, Fuerza!

Media hora más tarde, Efraim se examinó en el espejo. Llevaba una chaqueta gris, camisa blanca, pantalones negros, medias negras y zapatos de terciopelo negro, atavíos apropiados para la vida privada en el interior del castillo. Las prendas le venían holgadas; había perdido peso desde el episodio de Puerto Mar.

Todavía no había explorado la escalera que había al final del pasillo. Subió unos seis metros hasta llegar a un rellano, donde abrió una puerta y se asomó a un pasillo.

Entró. La puerta parecía ser una sección de la pared, por cuanto se hacía invisible una vez cerrada. Mientras examinaba la puerta, preguntándose sobre su función, la lissolet Sthelany surgió de una habitación situada al final del pasillo. Vaciló al ver a Efraim, y se acercó lentamente, desviando la mirada. Los verdes rayos de Cirse, que penetraban por la ventana del extremo, delineaban su figura. Efraim se preguntó por qué había considerado ordinarios los vestidos de gasa. La contempló mientras se aproximaba, y le dio la impresión de que las mejillas de la joven se ruborizaban débilmente. ¿Modestia? ¿Disgusto? ¿Excitación? Su expresión no delataba sus sentimientos.

Efraim dejó de observarla mientras caminaba hacia él. Era evidente que tenía la intención de pasar de largo, indiferente a su presencia. Él se adelantó, tentado de rodearle la cintura con el brazo. La joven adivinó su intención, pues se detuvo en seco y le dirigió una mirada de alarma. Su belleza era indudable, pensó Efraim. Era encantadora, quizá más a causa de las peculiares predisposiciones de los rhunes.

—¿Por qué habéis salido de esa manera del agujero de la penumbra? ¿Queríais asustarme? —habló Sthelany con voz ligera y átona.

—¿El agujero de la penumbra? —Efraim miró hacia el pasaje—. Sí, por supuesto, no había caído en la cuenta… —Al toparse con su mirada interrumpió la frase—. No importa. Bajemos a la Gran Cámara, si os parece. Me gustaría hablar con vos.

Abrió la puerta, pero Sthelany retrocedió, asombrada.

—¿Por la senda de la penumbra? —Paseó su mirada de Efraim a la puerta, y después emitió una risita aguda—. ¿Os importa tan poco mi dignidad?

—Por supuesto que no —se apresuró a declarar Efraim—. Voy muy despistado desde hace tiempo. Vayamos por la ruta habitual.

—Como gustéis, Fuerza.

Efraim, que no recordaba en absoluto el plano del castillo, reflexionó un momento, y después se internó por el pasillo, en la dirección que parecía más lógica para acceder a los aposentos del kaiarka.

—¿Pretende Vuestra Augusta Presencia inspeccionar antes la colección de tapices? —dijo a su espalda Sthelany con voz fría.

Efraim se detuvo y volvió sobre sus pasos. Pasó junto a la lissolet sin hacer comentarios y continuó hasta un recodo que daba a un vestíbulo. Ante él, una amplia escalinata de piedra, flanqueada por amplias barandillas y lámparas arcaicas de hierro forjado, conducía a la planta baja. Efraim descendió, seguido de la lissolet. Tras vacilar uno o dos segundos, se encaminó a los aposentos de kaiarka.

Abrió las altas puertas con cabezas de gorgona sin dificultades, y guió a Sthelany a la sala de trofeos. Cerró la puerta y le ofreció una silla.

—¿Por qué hacéis esto? —preguntó ella, con su ya familiar mirada de perplejidad sardónica.

—Para que os sentéis, os relajéis y podamos hablar con tranquilidad.

—¡Pero no puedo sentarme en vuestra presencia, ante los ojos de vuestros ancestros! —Hablaba en tono mesurado y razonable—. ¿Deseáis que sufra el acoso de un fantasma?

—Por supuesto que no. Vayamos al salón, donde los retratos no os turbarán.

—Debo advertiros de nuevo que estáis rompiendo el protocolo.

Efraim perdió la paciencia.

—Si no os importa hablar conmigo, contad con mi permiso.

Sthelany se apoyó graciosamente en la mesa.

—Si me ordenáis hablar, he de obedecer.

—No os daré una orden semejante, por descontado.

—¿De qué queréis hablar?

—En realidad, no lo sé. A decir verdad, me siento desconcertado. He tenido cientos de extrañas experiencias, he visto miles de caras nuevas, he visitado el palacio del Conáctico en Númenes… Ahora que he vuelto, las costumbres de Scharrode me parecen extrañas.

—De hecho, parecéis una persona diferente —dijo Sthelany, tras reflexionar unos momentos—. El antiguo Efraim era rigurosamente correcto.

—Me pregunto… Me pregunto… —musitó Efraim. Levantó la vista y observó que Sthelany le miraba con suma intensidad—. ¿Me encontráis diferente, pues?

—Por supuesto. Si no os conociera tan bien, pensaría que sois un hombre diferente… sobre todo a tenor de vuestra singular distracción.

—Debo confesar mi confusión —dijo Efraim, al cabo de un momento—. Recordad que no me di cuenta de que era kaiarka hasta ayer. Y, al llegar aquí, percibo un ambiente hostil, lo cual no es muy agradable.

Sthelany mostró su sorpresa ante la ingenuidad de Efraim.

—¿Y qué esperabais? Singhalissa ya no puede llamarse kraike; no tiene derecho a permanecer aquí. Lo mismo puede aplicarse a Destian y a mí. Debemos conformarnos a la idea de instalarnos en el siniestro y viejo Disbague. Vivimos aquí gracias a vuestra tolerancia. El giro de los acontecimientos nos ha perjudicado.

—No deseo que os vayáis, a menos que sea ésa vuestra intención.

—Mis sentimientos sólo me incumben a mí.

Sthelany se encogió de hombros.

—Os equivocáis. A mí me incumben vuestros sentimientos.

—Es evidente que prefiero Scharrode a Disbague.

Sthelany volvió a encogerse de hombros.

—Entiendo. Decidme, ¿qué recordáis de las horas precedentes a mi desaparición en Puerto Mar?

—No fueron ni edificantes ni divertidas —replicó Sthelany, haciendo una mueca—. Como recordaréis, nos quedamos en el hotel, que era lo decente y apropiado. Destian, Maerio, vos y yo decidimos pasear por la ciudad hasta un lugar llamado el Jardín de las Hadas, para asistir a un espectáculo de marionetas. Todos nos advirtieron sobre la vulgaridad que íbamos a encontrar, pero nos consideramos curados de espantos y cruzamos el puente, aunque algunos sin mucho convencimiento. Le preguntasteis la dirección a un típico joven del lugar, caprichoso y hedonista… Yo diría que es la misma persona a la que habéis traído con vos. Nos acompañó al Jardín de las Hadas, pero el espectáculo había terminado. Vuestro amigo, Lorcas, Lortha, o como se llame, insistió en consumir una botella de vino, para que nos emborracháramos, hipáramos y sacáramos hasta la papilla delante de todo el mundo. Perdonad mi lenguaje; me limito a decir la verdad. Vuestro amigo no mostró la menor vergüenza, y se extendió sobre temas ridículos de los que no sabía nada. Mientras conversabais muy entusiasmados con la lissolet Maerio, según creo recordar, el tal Lorcas se propasó conmigo y llegó a hacerme propuestas indecorosas. Destian y yo nos fuimos del Jardín de las Hadas. Maerio, sin embargo, se quedó con vosotros. Es demasiado tolerante. Volvimos al hotel, donde el kaiarka Rianlle se hallaba muy preocupado. Envió a Destian para que acompañara a Maerio de vuelta al hotel, cosa que hizo, y os dejó en compañía de vuestro amigo.

—Y poco después —concluyó Efraim—, fui drogado y enviado al espacio.

—Deberíais preguntar a vuestro amigo qué sabe del asunto.

—Bah, ¿por qué me gastaría semejante jugarreta? En algún lugar me he ganado un enemigo, pero no sospecho de Lorcas.

—Os habéis ganado muchos enemigos —dijo Sthelany con su voz suave y dulce—. Están Gosso de Gorgetto y Sansevery de Torre, con los que estáis en deuda de sangre, y que aguardan reparación. Vuestra aparición ha perjudicado en gran manera a la kraike Singhalissa y el kang Destian. La lissolet Maerio padeció vuestros arrebatos apasionados en Puerto Mar; ni ella ni el kaiarka Rianlle os perdonarán con facilidad. En cuanto a la lissolet Sthelany… —hizo una pausa y miró de reojo a Efraim; en otra persona habría pasado por coquetería—… me reservo mi opinión, pero me resulta difícil imaginar un trisme con vos.

—No sé qué decir —murmuró Efraim.

—Parecéis absorto e indiferente. —Los ojos de Sthelany centellearon—. Está claro que consideráis trivial el compromiso, o quizá lo hayáis olvidado por completo.

—Me he vuelto muy olvidadizo —se excusó Efraim.

—Por razones que soy incapaz de imaginar, deseáis herirme.

La voz de Sthelany tembló.

—¡No, no! Han sucedido muchas cosas. ¡Me siento muy confundido!

Sthelany le examinó enarcando las cejas con escepticismo.

—¿Recordáis algo, sea lo que sea?

Efraim se levantó y se dirigió hacia el salón. Después, imaginando la reacción de Sthelany si le ofrecía un licor, regresó lentamente hacia la mesa.

Sthelany vigilaba todos sus movimientos.

—¿Por qué habéis vuelto a Scharrode?

—¿Dónde, si no, podía gobernar un reino y ordenar la obediencia de una mujer tan bella como vos?

Sthelany se irguió como impulsada por un resorte. Sus mejillas ruborizadas contrastaban con la palidez del rostro. Dio media vuelta para abandonar la sala de los trofeos.

—¡Esperad! —Efraim se lanzó hacia adelante, pero la lissolet se encogió; tenía la boca abierta de par en par, asustada y desvalida—. Si pensabais en el trisme, es que me veíais con buenos ojos.

Sthelany recobró su serenidad.

—No es una condición sine qua non. Ahora debo irme.

Salió a toda prisa de la estancia. Huyó por el pasillo como una sombra, atravesó el gran salón, pasó bajo un rayo de luz verde de la estrella Cirse y desapareció.

Efraim hizo una señal al primer chambelán Agnois.

—Conducidme a los aposentos del noble Matho Lorcas.

Habían alojado a Lorcas en el segundo nivel de la torre Minot, en unas habitaciones de dimensiones grotescas y exageradas. Vigas venerables sostenían un techo casi invisible en razón de su altura y escasa iluminación. Las paredes, adornadas con placas de piedra labrada (otro producto de alguna cogencia), alcanzaban un espesor de un metro y medio en los puntos donde cuatro altas ventanas permitían divisar una espléndida panorámica de las montañas del norte. Lorcas estaba de pie, dando la espalda a una chimenea de tres metros de anchura y dos y medio de alto, en la que se consumía un fuego desproporcionadamente diminuto. Miró a Efraim con una sonrisa de pesar.

—No me siento nada incómodo, y aquellos documentos nos pueden revelar muchas cosas. —Indicó un macizo armario de nueve metros de largo y tres de alto—. He descubierto disertaciones, contradicciones y reconsideraciones de las disertaciones, así como reconsideraciones de las contradicciones y contradicciones de las reconsideraciones, todas clasificadas y reseñadas en aquellos volúmenes rojos y azules de allí. Creo que emplearé algunas de las reconsideraciones más prolijas como combustible, a menos que traigan más leña para la chimenea.

Tal como Efraim sospechaba, la kraike Singhalissa esperaba humillar y ahuyentar al arribista de Puerto Mar.

—No costará nada remediar su incomodidad —dijo.

—¡De ninguna manera! —exclamó Lorcas—. Me encanta esta magnificencia. Voy a acumular recuerdos para toda una vida. Venga a reunirse conmigo junto a este miserable fuego. ¿Qué ha averiguado?

—Nada importante. Mi regreso no ha complacido a nadie.

—¿Ha recordado algo?

—Soy un extraño.

Lorcas meditó un momento.

—Tal vez sería prudente visitar sus viejos aposentos y examinar sus pertenencias.

—No quiero hacerlo. —Efraim agitó la cabeza. Se dejó caer en una de las butacas y estiró las piernas—. La idea me agobia. —Recorrió las paredes con la mirada—. No hay duda de que dos o tres pares de oídos están escuchando nuestra conversación. Las paredes están plagadas de sendas de penumbra. —Se puso en pie de un salto—. Será mejor que empecemos a investigar.

Volvieron a los aposentos del kaiarka, de donde ya habían sacado los efectos de Destian. Efraim tocó el botón para llamar a Agnois, quien antes de entrar, ejecutó una rígida reverencia, casi carente de respeto. Efraim sonrió.

—Agnois, tengo la intención de llevar a cabo profundos cambios en Benbuphar Strang, incluyendo tal vez la renovación del personal. Ha de saber que estoy evaluando cuidadosamente el comportamiento de todo el mundo, de arriba abajo.

—Muy bien, Vuestra Fuerza.

Agnois se inclinó de nuevo, con mucha más energía.

—A este respecto, ¿por qué no se ha encargado de disponer un fuego adecuado para el noble Lorcas? Lo considero una falta de hospitalidad increíble.

La cara de Agnois enrojeció y su enorme nariz tembló.

—Me han dado a entender, Vuestra Fuerza…, o mejor dicho… Me reconozco culpable de tal negligencia, que será reparada de inmediato.

—Un momento. Quiero hablar de otro asunto. Supongo que está enterado de los problemas de la casa.

—Sólo hasta los límites que aconsejan la discreción y el decoro. Vuestra Fuerza.

—Muy bien. Como sabrá, he sido maltratado de la forma más misteriosa, y tengo la intención de llegar al fondo del asunto. ¿Puedo o no puedo confiar en su total cooperación?

Agnois sólo vaciló un instante, y después pareció emitir un suspiro de pesar.

—Estoy a vuestro servicio, Fuerza, como siempre.

—Muy bien. ¿Está escuchando alguien nuestra conversación en este momento?

—No que yo sepa, Fuerza. Aunque supongo que existe esa posibilidad —añadió con desgana.

—El kaiarka Jochaim guardaba un plano minucioso del castillo, con todos sus pasadizos y agujeros de penumbra.

Efraim disparaba al azar, pensando que entre tantos registros y documentos, reseñados con tal esmero, debía de existir un plano detallado de los agujeros de penumbra del castillo.

—Tráigalo a esta mesa. Quiero examinarlo.

—Muy bien, Fuerza, si me entrega la llave del armario privado.

—Por supuesto. ¿Dónde está la llave del kaiarka Jochaim?

Agnois parpadeó.

—Quizá se halle bajo custodia de la kraike.

—¿Dónde está la kraike en este momento?

—Se está refrescando[38] en sus aposentos.

—Lléveme allí —ordenó Efraim con un gesto de impaciencia—. Quiero hablar con ella.

—Fuerza, ¿me ordenáis que os conduzca?

—Sí, enseñadme el camino.

Agnois se inclinó. Dio media vuelta con elegancia y condujo a Efraim al gran salón, subió la escalera, recorrió un pasillo hasta llegar a la torre Jaher y se detuvo ante una puerta alta incrustada de granates. A una señal de Efraim, hundió el granate central y la puerta se abrió. Agnois se quedó a un lado y Efraim avanzó hacia la antesala de los aposentos privados de la kraike. Apareció una doncella, que le saludó con una rápida y ágil reverencia.

—¿Qué deseáis, Fuerza?

—Hablar de inmediato con Su Presencia.

La doncella vaciló, pero atemorizada por la expresión de Efraim desapareció por donde había venido. Pasaron dos minutos. Entonces, Efraim empujó las puertas, sin hacer caso de la exclamación ahogada de Agnois.

Se hallaba en una larga sala de estar, de cuyas paredes colgaban tapices rojos y verdes, amueblada con mesas y canapés de madera dorada. Percibió movimientos en una abertura que había a un lado. Se plantó en el portal con grandes zancadas y descubrió a la kraike Singhalissa ante un pequeño armario empotrado en la pared. Al ver a Efraim, arrojó al interior un objeto de reducidas dimensiones y cerró la puerta de golpe.

Se precipitó hacia Efraim, con los ojos brillando de furor.

—Vuestra Fuerza ha olvidado los modales.

—Dejando esto a un lado, deseo que abráis ese armario.

El rostro de Singhalissa se endureció.

—Este armario sólo contiene objetos personales.

—Traiga un hacha cuanto antes —ordenó Efraim a Agnois.

Agnois se inclinó. Singhalissa profirió un sonido inarticulado. Se volvió hacia la pared y apretó un botón oculto. La puerta del armario se abrió.

—Lleve lo que haya dentro a la mesa —indicó Efraim a Agnois. Agnois sacó con gran cuidado el contenido del armario; varias carpetas de piel y una ornamentada llave de hierro y plata, que Efraim cogió.

—¿Qué es esto?

—La llave del armario privado.

—¿Y esto?

—Mis papeles privados —dijo Singhalissa con voz metálica—. Mi contrato de trisme, la partida de nacimiento del kang y de la lissolet.

Efraim examinó los documentos. El primero era un complicado plano arquitectónico. Miró a Singhalissa, que le observaba con frialdad. Efraim hizo un gesto a Agnois.

—Eche un vistazo a estos documentos. Devuelva a Su Presencia los efectos que mencione. Lo demás, déjelo aparte.

Singhalissa se sentó rígidamente en una silla. Agnois inclinó su ancha espalda sobre la mesa y examinó los documentos con desconfianza. Terminó y separó un grupo de papeles.

—Éstos conciernen sólo a la kraike. Los demás pertenecen al armario privado.

—Lléveselos.

Efraim salió de la habitación, tras despedirse de Singhalissa con un saludo glacial.

Encontró a Matho Lorcas donde le había dejado, hundido en una maciza butaca de cuero, leyendo la historia de las guerras entre Scharrode y el reino llamado Slaunt, a unos ochenta kilómetros al sur. Lorcas apartó el volumen y se puso en pie.

—¿Qué ha averiguado?

—Más o menos lo que sospechaba. La kraike no se resigna a aceptar fácilmente su derrota.

Efraim se acercó al armario privado, insertó la llave y abrió las pesadas puertas. Contempló el contenido durante un momento: pilas de documentos, facturas, certificados, crónicas escritas a mano. Efraim se volvió

—Tarde o temprano tendremos que examinar todo esto, pero por el momento… —Miró a Agnois, clavado en su sitio, rígido y silencioso como un mueble—. Agnois.

—Sí, Vuestra Fuerza.

—Si cree que es capaz de servirme con lealtad ciega, puede continuar en su puesto. De lo contrario, dimita ahora mismo, sin detrimento de derecho.

—Serví al kaiarka Jochaim durante años —dijo Agnois sin levantar la voz— y jamás tuvo queja de mí. Continuaré sirviendo al legítimo kaiarka.

—Muy bien. Reúna los materiales necesarios y prepare un plano de Benbuphar Strang que indique las habitaciones utilizadas por los diversos miembros de la casa.

—Al instante, Fuerza.

Efraim caminó hacia la maciza mesa central, se sentó y empezó a examinar los documentos que le había quitado a Singhalissa. Encontró lo que parecía un protocolo ceremonial, certificando el linaje de la casa de Benbuphar, desde los primeros tiempos hasta finalizar con su propio nombre. El kaiarka Jochaim, en rhune antiguo, reconocía a Efraim, hijo de la kraike Alferica, del castillo de las Nubes[39], como a su sucesor. Una segunda carpeta contenía correspondencia entre el kaiarka Jochaim y el kaiarka Rianlle de Eccord. El documento más reciente trataba de una propuesta de Rianlle por la que Jochaim cedía una franja de tierra conocida como Dwan Jar, la Cordillera de los Susurros, a Eccord, en consideración a lo cual Rianlle ofrecía la lissolet Maerio en trisme al kang Efraim. Jochaim rehusó con buenas maneras considerar la propuesta, afirmando que estaba estudiando el trisme entre Efraim y Sthelany. Nunca cedería Dwan Jar, por razones que el kaiarka Rianlle conocía de sobra.

—¿Por qué Rianlle codiciaba Dwan Jar? —preguntó Efraim a Agnois.

—Por el mismo motivo de siempre, Fuerza, para construir su morada en lo alto de Punta Sasheen, desde donde es fácil ir y venir de Belrod Strang. Recordaréis que el kaiarka Jochaim se negó a complacer el capricho del kaiarka Rianlle, alegando un antiguo tratado con los fwai-chi.

—¿Los fwai-chi? ¿Qué papel juegan en el asunto?

—La Cordillera de los Susurros es uno de sus santuarios[40], Fuerza.

Agnois hablaba en tono inexpresivo, como si hubiera decidido no volver a sorprenderse de la imprecisión de Efraim.

—Sí, claro.

Efraim abrió la tercera carpeta y descubrió una serie de bosquejos arquitectónicos que plasmaban diversos aspectos de Benbuphar Strang. Notó que Agnois le miraba con evidente desinterés. Ahí, pensó Efraim, estaban los pasadizos secretos del castillo.

Los dibujos eran complicados y difíciles de comprender. Cabía la posibilidad de que la kraike tuviera copias del documento. Al menos, había examinado los planos con sombría fascinación; era obvio que conocía los pasadizos secretos tan bien como los utilizados habitualmente.

—Eso es todo por el momento —dijo Efraim a Agnois—. ¡No hable con nadie de esto, bajo ninguna circunstancia! Si le preguntan, conteste que el kaiarka le ha prohibido toda clase de comentarios al respecto.

—Como ordenéis, Fuerza. —Agnois levantó sus pálidos ojos azules hacia el techo—. Permitidme, Fuerza, una observación personal. Desde el fallecimiento del kaiarka Jochaim, los asuntos de Benbuphar Strang han ido de mal en peor, a pesar de que la kraike Singhalissa es, por supuesto, una fuerza positiva. —Titubeó, y después habló como si las palabras acudieran a sus labios impulsadas por una presión interior—. Vuestro retorno interfiere en los planes del kaiarka Rianlle, y no es probable que se muestre muy amistoso.

Efraim intentó aparentar desconcierto y sagacidad a la vez.

—No he hecho nada para enemistarme con Rianlle…, al menos a propósito.

—Tal vez no, pero el propósito es lo de menos si Rianlle se considera contrariado. De hecho, habéis anulado el trisme entre el kang Destian y la lissolet Maerio, y Rianlle ya no obtendría ningún provecho de un trisme entre la kraike Singhalissa y él.

—¿Tanto valora el Dwan Jar?

—Es evidente, Fuerza.

A Efraim le costaba disimular su ignorancia.

—¿Podría atacar por sorpresa?

—No hay que descartar nada.

Efraim despidió a Agnois con un gesto; éste se inclinó y salió.

Isp se transformó en sombra. Efraim y Lorcas examinaron, reexaminaron, simplificaron, codificaron e hicieron comprensibles los planos de Benbuphar Strang. El pasaje que ascendía desde la parte posterior del comedor parecía un mero atajo para acceder al segundo nivel de la torre Jaher. Los auténticos senderos de penumbra partían de una estancia situada a un lado del gran vestíbulo. Los pasadizos perforaban todos los muros del castillo, entrecruzándose, formando nudos, subiendo, bajando. Todos estaban señalizados con franjas horizontales de colores, todos dominaban las habitaciones, los pasillos y las salas gracias a una serie de agujeros, periscopios, mirillas y amplificadores de imágenes.

Pasadizos menos extensos partían de los aposentos del antiguo kang Efraim y el actual kang Destian, a los que se podía acceder por medios desconocidos desde los senderos de penumbra del kaiarka. Efraim, estremeciéndose, se imaginó recorriendo esos pasadizos secretos con su máscara humana, y se preguntó en qué habitaciones se habría introducido. Se imaginó el rostro de la lissolet Sthelany, pálida y erguida, con los ojos llameantes y la boca entreabierta por una emoción que ni siquiera conseguía comprender… Centró su atención de nuevo en la carpeta roja y examinó por décima vez el índice que la acompañaba, donde se describían con todo lujo de detalles las cerraduras y resortes que controlaban cada salida, junto con los sistemas de alarma cuyo propósito era impedir el acceso ilícito a los senderos de penumbra del kaiarka. La salida de la habitación terminal (llamada Sacarlatto) estaba bloqueada por una puerta de hierro, para proteger al kaiarka de cualquier intrusión, y puertas similares cerraban el paso a puntos estratégicos.

Efraim y Lorcas, una vez familiarizados mínimamente con el laberinto, se levantaron y examinaron el muro del gran salón. Un pesado silencio gravitaba sobre la estancia.

—Me pregunto —musitó Lorcas—, me pregunto… ¿Nos habrá tendido alguien una trampa? ¿Un pozo profundo, una araña venenosa? Tal vez me siento agobiado por el ambiente. Después de todo, los rhunes tienen prohibido el asesinato…, excepto durante la penumbra.

Efraim hizo un gesto de impaciencia. Lorcas había verbalizado su estado de ánimo. Se acercó al muro y tocó una serie de protuberancias.

Un panel se deslizó a un lado; subieron por unos escalones de piedra hasta la Sacarlatto. Pisaron una alfombra de color escarlata, iluminados por una araña de veinte bujías. Sobre cada uno de los frisos esmaltados en rojo y negro colgaban, casi aplastados contra la pared, bajorrelieves en bronce de máscaras humanas. Cada máscara representaba una mueca diferente, y todas iban acompañadas de una inscripción en símbolos crípticos. Espejos y pantallas, situados en seis puntos diferentes, permitían observar el gran salón.

—¿No huele a algo? —susurró Lorcas, en un tono que la disposición del aposento contribuía a atenuar.

—El polvo de la alfombra.

—Tengo un olfato muy sensible. Noto una fragancia, un aroma a hierbas.

Rígidos y pálidos en la oscuridad, los dos hombres parecían un par de maniquíes antiguos.

—Es el mismo perfume que queda en el aire cuando Singhalissa pasa —dijo Lorcas.

—¿Cree que estaba aquí?

—No hace mucho, espiándonos mientras trabajábamos. Fíjese, la puerta de hierro está entreabierta.

—La cerraremos, y me iré a dormir. Después, cerraremos las de más puertas y ya no habrá más espías.

—¡Déjelo de mí cuenta! Me fascinan estas historias, y no estoy nada cansado.

—Como quiera, pero es posible que la kraike haya conectado dispositivos de alarma.

—Iré con cuidado.