Efraim salió del hotel en la fase denominada a veces semiaud. Furad y Osmo refulgían en el cielo produciendo una cálida luminosidad amarillenta que los expertos en el tema consideraban limpia, efervescente y alegre, pero carente de la riqueza y suavidad del aud auténtico. Permaneció un momento respirando el aire fresco. Su melancolía se había amansado; mejor ser el kaiarka Efraim de Scharrode que Efraim el carnicero. Efraim el cocinero o Efraim el basurero.
Paseó por la avenida de los Forasteros. Al llegar al puente se adentró en la Ciudad Nueva, en lugar de desviarse por la calle de los Cofres de Latón, y descubrió un ambiente completamente diferente del que reinaba en la Ciudad Vieja.
Efraim no tardó en descubrir que la estructura de la Ciudad Nueva era muy simple. Cuatro vías corrían paralelas al río: la Estrada, que terminaba en la universidad; la avenida de la Agencia, la avenida de Haune y la avenida de la Aduana, que recibían su nombre de los dos diminutos planetas muertos de Osmo.
Efraim caminó por la Estrada y examinó los cafés y cervecerías con pensativo interés. En su estado de ánimo actual, todos parecían casi demasiado inocentes. Entró en una cervecería y echó un vistazo a una pareja que se abrazaba en un rincón. ¿Se mostraría alguna vez tan licencioso a la vista de todos? Quizá no se había desprendido todavía de los prejuicios del pasado, del que había sido arrancado sólo unos seis meses antes.
Se acercó a un hombre corpulento que llevaba un delantal blanco. Parecía el encargado.
—Señor, ¿conoce a un tal Matho Lorcas?
—¿Matho Lorcas? No conozco a ese caballero.
Efraim continuó por la Estrada hasta llegar a un puesto dedicado a la venta de periódicos de otros planetas. La chica que lo atendía reconoció el nombre y extendió un dedo.
—Pregunte allí, en la Cueva del Sátiro. Le encontrará trabajando. Si no está, le dirán dónde vive.
Matho Lucas, en efecto, estaba trabajando, sirviendo jarras de cerveza en la barra. Era un joven alto y de rostro inteligente y vivaz. Llevaba peinado su corto cabello con un estilo desenfadado y discreto. Cuando hablaba, su boca un poco torcida creaba docenas de expresiones en su cara. Efraim le examinó un momento antes de acercarse. Matho Lorcas era un individuo cuyo sentido del humor, inteligencia y desenvoltura podían excitar el antagonismo de seres menos favorecidos. Costaba sospechar malicia, o incluso doblez, en Matho Lorcas. Pero perduraba el hecho incuestionable de que Efraim había perdido la memoria, amén de ser enviado al otro extremo del cúmulo, poco después de trabar amistad con Lorcas.
Efraim se acercó a la barra y se sentó en un taburete. Cuando Lorcas fue a preguntarle qué quería. Efraim preguntó:
—¿Es usted Matho Lorcas?
—¡Por supuesto!
—¿Me reconoce?
Lorcas escrutó a Efraim con el ceño fruncido. Su rostro se iluminó.
—¡Usted es el rhune! He olvidado su nombre.
—Efraim de Scharrode.
—Me acuerdo bien de usted, y de las dos chicas que le acompañaban. ¡Cuán grave y decoroso era su comportamiento! Le veo cambiado. De hecho, parece una persona diferente. ¿Cómo va la vida en su reino de la montaña?
—Como siempre, supongo. Tengo muchas ganas de charlar con usted. ¿Cuándo estará libre?
—Cuando quiera. Ahora mismo, si le apetece. Estoy aburrido del trabajo. ¡Ramono, encárgate de atender a los clientes! —Se agachó bajo la barra y preguntó a Efraim—: ¿Quiere tomar una jarra de cerveza, o una copa de vino de Del?
—No, gracias. —Efraim había decidido mantener en todo momento cautela y reserva—. Aún es temprano.
—Como quiera. Vamos a sentarnos allí. Hay una buena vista del río. Bien. Debo decirle que he pensado a menudo en usted, y me he preguntado si habría… Bueno, resuelto su dilema, por agradable que le pareciera.
—¿A qué se refiere?
—A las dos hermosas chicas que le acompañaban, aunque comprendo que las cosas no son tan fáciles en los Reinos Montañosos.
—¿Qué recuerda sobre ello? —preguntó Efraim, consciente de que debía aparentar torpeza o estupidez.
—¿Después de tanto tiempo? —Lorcas levantó las manos en señal de protesta—. ¿Después de tantos encuentros? Déjeme pensar… —Sonrió—. Le estoy tomando el pelo. La verdad, he pensado largo y tendido en aquellas dos chicas, tan parecidas, tan diferentes y, oh, tan desperdiciadas en esos inefables Reinos Montañosos. Caminan y hablan como bloques de hielo encantados, si bien sospecho que una de las dos o ambas, en las circunstancias apropiadas, no tardarían mucho en derretirse. En lo que a mí respecta, estaría encantado de organizar tales circunstancias. ¿Me considera sebal? La realidad es mucho peor: ¡soy definitivamente chorástico[34]! —Miró de reojo a Efraim—. No parece asombrado, ni siquiera escandalizado. Es usted muy diferente de aquel joven serio de hace seis meses.
—Es muy posible —dijo Efraim, sin impacientarse—. Volviendo a lo que hablábamos, ¿qué ocurrió?
Lorcas volvió a mirar de soslayo a Efraim con cierta ironía.
—¿No se acuerda?
—No muy bien.
—Qué raro. Daba la impresión de estar muy despierto. ¿Recuerda cómo nos conocimos?
—No muy bien.
Lorcas se encogió de hombros, sin acabar de creerle.
—Yo salía de la librería Caduceus. Usted se acercó y me preguntó la dirección del Jardín de las Hadas, donde actuaba por aquellos días Galligade y sus marionetas. Según creo recordar, la modalidad era aud, y faltaba poco para sombra, que siempre me ha parecido un período más alegre. Me fijé en que usted y el kang Destian escoltaban no a una, sino a dos bonitas muchachas, y nunca había tenido la oportunidad de conocer a un rhune, de modo que me presté con mucho gusto a acompañarles. Al llegar al Jardín de las Hadas, Galligade ya había finalizado su espectáculo, y el disgusto de las chicas me provocó un arrebato de altruismo demencial. Insistí en actuar como su anfitrión… No es mi comportamiento habitual, se lo aseguro. Ordené una botella de vino y pantallas de etiqueta para quienes lo considerasen necesario. Allí estábamos todos, la lissolet Sthelany observándome con aristocrático desdén, la otra chica… No me acuerdo de su nombre…
—La lissolet Maerio.
—Exacto. Era un poco más cordial. Le aseguro que no me estoy lamentando. También estaba presente el kang Destian, sardónico y desabrido, y usted, que se comportaba con elegante formalidad. Eran los primeros rhunes que conocía, y cuando descubrí que eran de sangre real, pensé que mis esfuerzos y ozols bien valían la pena.
»Nos sentamos, bebimos vino y escuchamos música. Para ser más preciso, yo bebí vino. La lissolet Maerio y usted, con gran osadía, bebieron tras las pantallas de etiqueta. Los otros dos proclamaron su desinterés. Las chicas contemplaban a los estudiantes y se maravillaban de su tosquedad y sebalismo. Me enamoré de la lissolet Sthelany, que por supuesto no me hizo ningún caso. Apliqué todo mi encanto. Ella me examinó con fascinada repulsión, y no tardó en volver al hotel con Destian.
»La lissolet Maerio y usted se quedaron hasta que Destian regresó con la orden de que Maerio volviera al hotel. Usted y yo nos quedamos solos. Yo tenía que ir a Las Tres Linternas. Usted me acompañó y subimos por la colina de Jibberee. Yo me fui a trabajar y usted se marchó al hotel. Eso es todo.
Efraim exhaló un profundo suspiro.
—¿No me acompañó al hotel?
—No. Se fue solo, con un humor de perros. Si hubiera osado preguntarle… ¿por qué estaba tan preocupado aquella noche?
Efraim consideró llegado el momento de revelar la verdad.
—Aquella noche perdí la memoria. Recuerdo que aterricé en Carfaunge, en Bruse-Tansel, y al final conseguí trasladarme al Hospital del Conáctico de Númenes. Los expertos dedujeron que era un rhune. Volví a Puerto Mar ayer. Averigüé mi nombre en el hotel Royal Rhune, y también que ahora soy el kaiarka de Scharrode. Aparte eso, no sé nada. No reconozco nada ni a nadie; mi pasado es una mancha borrosa. ¿Cómo voy a encargarme responsablemente de los asuntos del Reino, si no puedo cuidarme de los míos? Debo hacerme una composición de lugar. ¿Por dónde empiezo? ¿Cómo procedo? ¿Por qué me quitaron la memoria? ¿Quién me llevó al espaciopuerto y me subió a una nave? ¿Cómo se lo voy a explicar a mi familia? Si el pasado está vacío, el futuro parece lleno de preocupaciones, dudas y confusiones. Y, para colmo, sospecho que encontraré escasa comprensión en casa.
Lorcas soltó una exclamación en voz baja y se reclinó en la silla, con los ojos brillantes.
—¿Sabe una cosa? Le envidio. ¡Qué suerte tiene, con el misterio de su pasado por resolver!
—No comparto su entusiasmo. El pasado pende sobre mí; me siento agobiado. Mis enemigos me conocen; yo ando a tientas y a ciegas. Parto para Scharrode ciego e indefenso.
—La situación no carece de compensaciones —murmuró Lorcas—. La mayoría de la gente estaría encantada de gobernar un Reino Montañoso, o cualquier reino. No pocos se sentirían contentos de vivir en el mismo castillo de la lissolet Sthelany.
—Estas compensaciones me parecen muy bien, pero no sirven para desenmascarar a mi enemigo.
—Asumiendo que tal enemigo existe.
—Existe. Me puso a bordo del Berenicia y pagó mi billete a Bruse-Tansel.
—Bruse-Tansel no está cerca. Sospecho que su enemigo tiene los bolsillos bien repletos.
—¿Quién sabe cuánto dinero mío llevaba encima? —gruñó Efraim—. Quizá me lo gasté todo en el billete.
—Un toque definitivamente sardónico, de ser así —corroboró Lorcas—. Su enemigo no carece de estilo.
—Existe otra posibilidad —musitó Efraim—. Que aborde el problema al revés.
—Una idea interesante. ¿Qué quiere decir exactamente?
—Tal vez cometí un acto atroz cuya contemplación me resulté insoportable y provocó la amnesia, y alguna persona, más bien amiga que enemiga, me envió lejos de Marune para que escapara del castigo.
Lorcas soltó una carcajada de incredulidad.
—Su comportamiento en mi presencia siempre fue intachable.
—Entonces, ¿por qué perdí la memoria nada más separarnos?
—Es posible que, después de todo, no exista tal misterio —dijo Lorcas, tras reflexionar un momento.
—Los sabios de Númenes estaban desconcertados. ¿Pretende haber solucionado el problema usted solo?
—Conozco a alguien que no es un sabio —sonrió Lorcas—. Vamos a visitarle.
Efraim se levantó, vacilante.
—Me pregunto si será prudente. Quizá sea usted el culpable. No quiero terminar en Bruse-Tansel por segunda vez.
—Usted ya no es un rhune —rió Lorcas—. Los rhunes carecen de humor. Sus vidas son tan extrañas que lo absurdo parece otra fase de la normalidad. Yo no soy su enemigo secreto, se lo aseguro. En primer lugar, carezco de los doscientos o trescientos ozols necesarios para enviarle a Bruse—Tansel.
Efraim siguió a Lorcas por la avenida.
—Nos dirigimos a un establecimiento de lo más peculiar —dijo Lorcas—. El propietario es un excéntrico. Los malpensados le consideran de dudosa reputación. Actualmente, ya no está de moda, gracias a los benkenistas, que hacen furor en la universidad. Muestran una imperturbabilidad estoica ante todo lo que no sean sus normas internas, y las mezclas numeradas de Skogel interfieren seriamente en la normalidad. En cuanto a mí, soy refractario a todas las modas, excepto a las que yo mismo impongo. ¿Tiene idea de lo que me preocupa en estos momentos?
—No.
—Los Reinos Montañosos. Las genealogías, el crecimiento y disminución de las fortunas, la poesía y la declamación, las pompas ceremoniales, las galanterías y gestos románticos, la erudición y el trabajo intelectual. ¿Se ha dado cuenta de que las monografías de los rhunes circulan por todo el Cúmulo y la Extensión Gaénica? ¿Se ha dado cuenta de que el deporte es desconocido en los Reinos, que no existen juegos ni diversiones frívolas, ni siquiera entre los niños?
—Nunca se me había ocurrido pensarlo. ¿Adónde vamos?
—Por allí, calle de la Pulga Inteligente arriba… No sabrá cómo la calle recibió su nombre, claro.
Mientras caminaban, Lorcas le refirió la impúdica leyenda. Efraim apenas le prestaba atención. Doblaron una esquina y se internaron por una calle en la que abundaban las empresas marginales: un puesto de almejas fritas, un garito, un cabaret decorado con luces verdes y rojas, un burdel, una tienda de baratijas, una agencia de viajes, una tienda que exhibía en el escaparate un estilizado Árbol de la Vida. El fruto dorado portaba un letrero escrito con una letra ilegible, aunque hermosa Lorcas se detuvo.
—Déjeme llevar el peso de la conversación, a menos que Skogel le haga una pregunta directa. Sus modales poco comunes le ganan el antagonismo de todo el mundo, pero yo sé que son falsos, o al menos abrigo grandes sospechas a ese respecto. En cualquier caso, no manifieste sorpresa en ningún momento. Si fija un precio, acepte sin reservas. Nada le irrita más que el regateo. Vamos a probar nuestra suerte.
Entró en la tienda seguido de Efraim.
Skogel, un hombre de estatura mediana, delgado como un poste, de largos brazos y rostro pálido y redondo, rematado por mechones de pelo castaño, surgió de la oscuridad que ocultaba la parte posterior del local.
—Buenas modalidades —saludó Lorcas—. ¿Te ha pagado ya nuestro amigo Boodles?
—Nada de nada, pero como nada esperaba, actué en consecuencia.
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes lo que quería. Recibió solamente agua teñida de cacodilo, que ignoro si habrá servido a sus propósitos.
—No me ha expresado sus quejas, si bien, a decir verdad, parece un poco alicaído de un tiempo a esta parte.
—Si así lo desea, puede venir aquí a buscar consuelo. ¿Quién es este caballero? Por una parte parece rhune, por otra, extranjero.
—Has acertado en ambos sentidos. Es un rhune que ha pasado un tiempo considerable en Númenes, y también en Bruse-Tansel. Te preguntarás por qué. La respuesta es sencilla: ha perdido la memoria. Le dije que si alguien podía ayudarle ése eras tú.
—Bah. No guardo memorias en cajas, bien etiquetadas como si fueran catárticos. Tendrá que procurarse sus propios recuerdos. Es muy fácil.
Lorcas miró a Efraim con expresión irónica.
—Siendo un sujeto contradictorio, quiere recuperar sus auténticos recuerdos.
—Pues aquí no los encontrará. Debe buscarlos donde los perdió.
—Un enemigo le robó su memoria y le subió a una nave con destino a Bruse-Tansel. Mi amigo está ansioso por castigar al ladrón, lo que explica su mentón firme y el brillo de sus ojos.
Skogel, echando la cabeza hacia atrás, soltó una carcajada y golpeó el mostrador.
—¡Eso me gusta! ¡Demasiados malandrines se escapan indemnes con el producto de sus trapacerías! ¡Venganza, ésa es la palabra! ¡Le deseo suerte! ¡Buenas modalidades, señor!
Skogel, dando media vuelta, se perdió en las tinieblas de la tienda con paso decidido. Efraim se le quedó mirando, asombrado, pero Lorcas le indicó con un gesto que tuviera paciencia. Skogel regresó al cabo de unos instantes.
—¿Y qué se le ofrece en esta ocasión?
—¿Recuerdas tus observaciones de hace una semana? —preguntó Lorcas.
—¿Respecto de qué?
—La psicomorfosis.
—Una palabra impresionante —gruñó Skogel—. La pronuncié por casualidad.
—¿Podría aplicarse a mi amigo?
—Desde luego. ¿Por qué no?
—¿Y el origen de esta psicomorfosis?
Skogel apoyó las manos en el mostrador y se inclinó hacia adelante para examinar a Efraim con gran intensidad.
—¿Es usted un rhune?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Creo que Efraim, kaiarka de Scharrode.
—Entonces, será rico.
—No lo sé.
—¿Y quiere recobrar su memoria?
—Naturalmente.
—Ha venido al lugar equivocado. Comercio con artículos de otra especie.
Skogel golpeó el mostrador como si fuera a marcharse otra vez.
—Mi amigo insiste —terció Lorcas— en que, al menos, aceptes unos estipendios u honorarios por tu consejo.
—¿Un estipendio? ¿Por palabras, por consejos e hipótesis? ¿Me toma por un sinvergüenza?
—¡Por supuesto que no! —exclamó Lorcas—. Sólo quiere saber adónde fue a parar su memoria.
—Pues le diré lo que me imagino, y gratis. Comió pelo de fwai-chi.
Skogel indicó los estantes, cajas y vitrinas de su tienda, donde había almacenadas botellas de todos los tamaños y formas, hierbas cristalizadas, vasijas de gres, baratijas de metal, latas, sales, tarros, y una miscelánea inclasificable de propósito confuso.
—Os revelaré una verdad —declaró Skogel ostentosamente—. La mayor parte de mis mercancías es totalmente ineficaz a nivel funcional. Psicológica, simbólica y subliminalmente, la historia es muy diferente. Cada uno de los artículos ejerce su particular y sorda influencia, y a veces hasta yo me siento en presencia de espíritus elementales. Obtengo sorprendentes resultados con una infusión de hierba de arañas, mezclada acaso con el ojo pulverizado de un demonio. Los benkenistas, una pandilla de idiotas y pobres de espíritu, afirman que sólo los crédulos se sienten afectados. ¡Están equivocados! Nuestros organismos flotan en un fluido paracósmico, que nadie puede comprender; ninguno de nuestros sentidos puede acomodarse, por así decirlo. Sólo mediante procedimientos operativos, que son objeto de burlas por parte cíe los benkenistas, podemos manipular este medio inefable. Por decir esto, ¿soy un charlatán?
Skogel golpeó el mostrador con una amplia sonrisa de triunfo.
—¿Qué nos dices de los fwai-chi? —preguntó Lorcas con delicado énfasis.
—¡Paciencia! —exclamó Skogel—. Permitidme este breve momento de vanidad. Después de todo, no me estoy desviando del hilo de la conversación.
—De ninguna manera —se apresuró a tranquilizarle Lorcas—. No te reprimas por nosotros.
Skogel, sin apaciguarse del todo, enlazó con sus anteriores comentarios.
—Pienso desde hace mucho tiempo que los fwai-chi interaccionan con el paracosmos con más facilidad que los hombres, aunque forman una raza taciturna y nunca dan cuenta de sus proezas, o tal vez consideran natural su complejo entorno. En cualquier caso, es una raza peculiar y capaz, que los majars, como mínimo, aprecian. Me refiero, por supuesto, a ese pobre fragmento terminal de la raza que vive sobre la colina.
Skogel miró con truculencia a Lorcas y Efraim, pero ninguno se atrevió a expresar su opinión.
—Cierto chamán de los majars se considera en deuda conmigo, y hace poco me invitó a Atabus para asistir a una ejecución. Mi amigo me explicó una innovación de la justicia majar: el sospechoso, o culpable —la distinción es muy leve entre los majars—, recibe una dosis de pelo fwai-chi, y se toma nota de sus reacciones, que oscilan entre el torpor y la muerte instantánea, pasando por alucinaciones, bufonadas, convulsiones y frenéticas proezas de agilidad. Los majars son ante todo pragmáticos; se interesan mucho por las capacidades del organismo humano, y se consideran grandes científicos. Ante mi presencia, administraron al sospechoso un ungüento fabricado a partir de vello dorsal de fwai-chi, y el hombre se creyó al instante cuatro personas diferentes enfrascadas en una animada conversación entre ellas y los observadores; empleaba una sola lengua y laringe para producir dos y a veces tres voces al mismo tiempo. Mi anfitrión describió otros efectos que había presenciado, y mencionó cierto vello cuya exudación borraba la memoria humana. Por lo tanto, sugiero que tu amigo ha recibido una dosis de vello de fwai-chi. —Les miró alternativamente con una leve y temblorosa sonrisa de triunfo—. Y ésta, en definitiva, es mi opinión.
—Estupendo —dijo Lorcas—, pero ¿cómo va a curarse mi amigo?
—No se conoce ninguna cura —respondió Skogel con un gesto de indiferencia—, por la razón de que no existe ninguna. La pérdida de memoria es irreversible.
—Ya lo ha oído —dijo Lorcas, mirando con tristeza a Efraim—. Alguien le administró una dosis de vello fwai-chi.
—Me pregunto quién —murmuró Efraim—. Me pregunto quién.
Lorcas se volvió para hablar con Skogel, pero el comerciante ya había desaparecido en la oscuridad de la parte posterior del establecimiento.
Lorcas y Efraim volvieron por la calle de la Pulga Inteligente hasta la Estrada. Efraim caminaba con aire sombrío y pensativo. Lorcas, después de mirarle de soslayo media docena de veces, no pudo contener su curiosidad.
—¿Qué va a hacer ahora?
—Lo que debe hacerse.
—Es evidente que no teme a la muerte —observó Lorcas al cabo de dos pasos.
Efraim se encogió de hombros.
—¿Cómo va a solucionar su problema? —preguntó Lorcas.
—He de volver a Scharrode, no hay otro remedio. Mi enemigo es alguien a quien conozco bien; nunca bebería con un extraño. En Puerto Mar se hallaban las siguientes personas: el kaiarka Jochaim, que está muerto, la kraike Singhalissa, el kang Destian y la lissolet Sthelany. De Eccord vinieron el kaiarka Rianlle, la kraike Dervas y la lissolet Maerio. Y, posiblemente, Matho Lorcas, aunque en este caso, ¿por qué me habría llevado a presencia de Skogel?
—Exacto. En aquella lejana ocasión sólo le di una dosis de vino excelente, que no le hizo el menor daño.
—¿No vio nada sospechoso, nada significativo, nada siniestro?
—No percibí nada evidente. Experimenté pasiones sofocadas y torrentes de emoción, pero no se me ocurre cuál era su objeto. Para ser sincero, esperaba encontrar personalidades extrañas entre los rhunes, y no hice el menor intento por comprender lo que veía. Usted también se sentiría en desventaja sin un recuerdo.
—Es muy posible, pero ahora soy kaiarka y todo el mundo ha de seguir el ritmo que yo marco. Puedo recobrar la memoria en cualquier momento. ¿Cuál es el mejor medio de transporte para ir a Scharrode?
—Sólo hay una posibilidad: alquilar un vehículo aéreo y volar hasta allí. —Miró hacia el cielo; Cirse estaba a punto de salir—. Si me permite, le acompañaré.
—¿Cuál es su interés en este asunto? —preguntó Efraim con suspicacia.
—Hace mucho tiempo que deseo visitar los Reinos —contestó Lorcas con un ademán desenvuelto—. Los rhunes son un pueblo fascinante y estoy ansioso de saber más sobre ellos. Y, si quiere que le diga la verdad, estoy ansioso por reanudar una o dos amistades.
—Tal vez no disfrute de su visita. Soy kaiarka, pero tengo enemigos y puede que no hagan distinciones entre los dos.
—Confío en la notoria repugnancia rhune hacia la conducta violenta, que sólo abandonan durante sus incesantes guerras. ¿Quién sabe? Podría resultarle un compañero útil.
—Quizá. ¿Cuál es esta amistad que desea cultivar con tanta ansia? ¿La lissolet Sthelany?
Lorcas asintió con la cabeza, taciturno.
—Es una mujer de lo más intrigante; de hecho, me atrevería a decir que constituye un desafío. Por regla general, las damas hermosas me encuentran agradable, pero la lissolet Sthelany apenas reparó en mi existencia.
—En Scharrode, la situación no mejorará, sino que empeorará —rió con amargura Efraim.
—No espero grandes triunfos. Aun así, si consigo convencerla de que cambie su expresión de vez en cuando, consideraré que el viaje ha merecido la pena.
—Dudo que resulte tan sencillo. Los rhunes consideran los modales foráneos groseros y vulgares.
—Usted es kaiarka; sus órdenes han de ser obedecidas. Si decreta indulgencia, la lissolet Sthelany se doblegará al instante ante su voluntad.
—Será un experimento interesante —dijo Efraim—. Bien, haga los preparativos. ¡Partiremos cuanto antes!