Durante el mes previo a su partida, Pardero pasó muchas horas en la cámara 933 del Anillo de los Mundos. Kolodin se reunía con él a veces. A menudo, Oswen Ollave bajaba de su despacho para comentar las desconcertantes costumbres de los rhunes.
Ollave preparó un esquema e insistió en que Pardero se lo aprendiera de memoria.
—El esquema indica las condiciones ordinarias de luz diurna[31] de Marune, durante las cuales el carácter del paisaje sufre profundas modificaciones. La población también sufre los efectos, sobre todo los rhunes.
La voz de Ollave había adoptado una entonación pedante, y articulaba las palabras con gran precisión.
—Puerto Mar no se caracteriza por su sofisticación, pero los rhunes la consideran un lugar mundano, que se destaca por su desvergonzada glotonería, relajación, negligencia y una lascivia bestial a la que denominan «sebalismo».
»En la Ciudad Vieja de Puerto Mar vive un puñado de exiliados, jóvenes rhunes que se han rebelado contra su sociedad o que han sido expulsados por faltas de conducta. Forman un grupo de amargados, miserables y corrompidos; todos critican a sus padres, quienes, según afirman, les han rehusado consejo y guía. Esto es verdad, hasta cierto punto. Los rhunes consideran que sus preceptos son tan evidentes que hasta un niño puede comprenderlos, aunque no es así, por supuesto. No existen en ningún lugar del Cúmulo convenciones más arbitrarias. Por ejemplo, el proceso de ingerir comida se considera tan deplorable como el resultado final de la digestión, y se come en la mayor intimidad posible. Se da por hecho que el niño adoptará este punto de vista automáticamente, al igual que las demás convenciones rhunes. Se espera que domine a la perfección habilidades misteriosas y poco prácticas. Debe sojuzgar su sebalismo.
Pardero se agitó, inquieto.
—Ya ha empleado esa palabra antes; no sé qué significa.
—Es el término especial rhune que designa la sexualidad, que consideran repugnante. ¿Cómo procrean, pues? Es una buena pregunta, pero han resuelto el problema con ingenio y elegancia. Durante la penumbra, cuando los soles se oscurecen, sufren una notable transformación. ¿Le apetece que me extienda? Si es así, deje que me demore un poco en el tema, porque es de lo más extraordinario.
»Una vez al mes, la tierra se oscurece, y los rhunes experimentan una gran agitación. Algunos se encierran bajo llave en sus casas; otros se ciñen extraños atavíos y se adentran en la noche para llevar a cabo las proezas más asombrosas. El barón de rectitud inquebrantable roba y golpea a uno de sus inquilinos. La matrona virtuosa comete osados actos de indecible depravación. Nadie que se exponga al descubierto estará a salvo. ¡Qué enorme misterio! ¿Cómo conciliar tal conducta con el decoro de pleno día? Nadie se atreve a hacerlo. Lo que sucede por la noche se consideran penurias de las que nadie es responsable, como pesadillas. Penumbra es un tiempo de irrealidad. Los acontecimientos que ocurren durante la penumbra son irreales, y no existe la culpa.
»Durante la penumbra, el sebalismo anda suelto. La actividad sexual se desarrolla de noche, y únicamente bajo el disfraz de violación. El matrimonio, llamado trisme, nunca se considera un apareamiento sexual, sino más bien una alianza, una convergencia de fuerzas políticas o económicas. El varón participante lleva un atavío negro sobre los hombros, brazos y parte superior del pecho, así como botas de tela negra. Sobre la cabeza lleva una máscara que representa un rostro humano. Su torso está desnudo. Se muestra grotesco a propósito, una abstracción de la sexualidad viril. Sus vestiduras le despersonalizan y magnifican los elementos fantásticos o irreales. El hombre entra en la habitación donde la mujer duerme, o finge que duerme, y se produce la copulación en el silencio más absoluto. Ni la virginidad ni su ausencia son significativas; ni tan sólo se habla de ellas. Tal palabra no existe en el dialecto rhune.
»Así es la institución del trisme. La amistad puede existir entre los trisméticos, pero se dirigen el uno al otro con formalidad. La intimidad entre dos personas no es frecuente. Las habitaciones son grandes, para que la gente no necesite amontonarse, ni siquiera acercarse. Nadie toca a otra persona deliberadamente; de hecho, las profesiones que requieren el contacto físico, como las de barbero, médico o modista, son consideradas de baja estofa. Los rhunes viajan para tales servicios a Puerto Mar. Un padre nunca acaricia a su hijo: un guerrero trata de matar a su enemigo desde lejos, y armas como las espadas y los cuchillos sólo cumplen una función ceremonial.
»Ahora, permítame que le describa el acto de comer. En las raras ocasiones en que un rhune se ve forzado a comer en compañía de otra gente, ingiere los alimentos parapetado tras una servilleta o un artefacto único en Marune: una pantalla apoyada sobre un pedestal metálico y colocada ante el rostro del comensal. No se sirve comida en los banquetes formales, sólo emanaciones de variados y complicados olores, cuya selección y presentación se consideran un arte creativo.
»Los rhunes carecen de humor. Son muy sensibles a los insultos. Un rhune jamás soporta el ridículo. Los amigos de toda la vida han de tener en cuenta la sensibilidad mutua y se ayudan de una etiqueta complicada para evitar los roces en las fiestas de sociedad. En suma, da la impresión de que los rhunes se niegan todos los placeres humanos. ¿Con qué los sustituyen?
»En primer lugar, el rhune es exquisitamente sensible a sus paisajes: montañas, praderas, bosques, cielos. Todos cambian en consonancia con las modalidades del día. Estiman su tierra en la medida de su atracción estética: tardarán toda una vida en conseguir unas pocas hectáreas elegidas. Aman la pompa, el protocolo, las nimiedades heráldicas: sus gracias y primores son juzgados con tanta atención como figuras de un ballet. Se enorgullecen de sus colecciones de escamas de sherliken, o de las esmeraldas que han extraído, cortado y pulido con sus propias manos, o de sus ruedas mágicas de Arah, importadas de la Extensión Gaénica. Perfeccionan sus conocimientos de matemáticas especiales, idiomas antiguos o el folclor de las fanfarrias, o de los tres a la vez, o de otras tres ridiculeces. Su caligrafía y dibujo son excelentes. La obra de su vida es el Libro de las Proezas, que ejecutan, ilustran y decoran con fervor y exactitud. Algunos de estos libros están a la venta; en la Extensión se cotizan a precios elevadísimos, como rarezas.
»Los rhunes no suelen caer bien. De tan sensibles caen en la truculencia, y desprecian a todas las demás razas. Son egocéntricos, arrogantes e implacables en sus juicios.
»Estoy hablando de los típicos rhunes, por supuesto, de los que un individuo se puede diferenciar, y todo lo que he dicho se aplica por igual a los hombres y a las mujeres.
»A cambio, los rhunes poseen grandes virtudes: dignidad, coraje, sentido del honor, intelecto de incomprensible complejidad…, aunque también existen individuos que se apartan de la norma.
»Cualquiera que posea un pedazo de tierra se considera un aristócrata, y la jerarquía, en orden descendente, es kaiarka, kang, eiodarka, baronet, barón, caballero y señor. Los fwai-chi han abandonado los Reinos, pero todavía peregrinan por los bosques y mesetas de las tierras altas. No existe interacción entre las dos razas.
»Huelga decir que, en el seno de un pueblo tan apasionado, orgulloso e indómito, y tan ansioso de extender los confines de sus tierras, los conflictos no son desconocidos. La fuerza del Segundo Edicto del Conáctico y, con mayor efectividad, el embargo de armas energéticas han eliminado las guerras formales, pero menudean las refriegas y saqueos, y las enemistades duran siempre. Las reglas de la guerra se basan en dos principios. Primero, ninguna persona puede atacar a otra de mayor alcurnia; segundo, teniendo en cuenta que el derramamiento de sangre es fruto de la penumbra exclusivamente, se mata desde lejos a tiros. Sin embargo, los aristócratas emplean espadas para demostrar su fortaleza. Los guerreros vulgares nunca miran a la cara de un hombre cuando le matan, porque quedarían hechizados para siempre, a menos que suceda durante la penumbra, donde el hecho se reduce a una mera pesadilla. Pero sólo si no es premeditado. El asesinato premeditado durante la penumbra es un crimen abyecto.
—Ahora sé por qué mi enemigo me envió a Bruse-Tansel en lugar de dejarme muerto en una cuneta —dijo Pardero.
—Existe un segundo argumento contra el asesinato: no se puede ocultar. Los fwai-chi detectan los crímenes, y nadie escapa. Se dice que si prueban la sangre de un muerto, pueden citar todas las circunstancias que concurrieron en su muerte.
Aquella tarde, Pardero y Kolodin decidieron pasar la noche en las habitaciones turísticas, situadas en los niveles inferiores de la torre. Kolodin llamó por videófono y volvió con una hoja de papel que tendió a Pardero.
—Los resultados de mis investigaciones. Me pregunté qué nave procedente de Puerto Mar le depositaría en el espaciopuerto de Carfaunge el diez del mariel gaénico. El ordenador de la Jefatura Central de Tráfico proporcionó un nombre y una fecha. El dos del ferario gaénico, la Berenicia de Líneas Rojo y Negro partió de Puerto Mar. Estoy casi seguro de que usted iba a bordo.
Pardero guardó el papel en el bolsillo.
—Otro asunto que también me preocupa: ¿cómo voy a pagar el pasaje a Marune? No tengo dinero.
—Ningún problema —replicó Kolodin con un expresivo ademán—. Su rehabilitación incluye mil ozols a este propósito. ¿Alguna preocupación más?
—Montones de ellas —sonrió Pardero.
—Entonces, se va a divertir bastante —dijo Kolodin.
La Dylas Extranuator dejó atrás el Pentagrama, dio la vuelta a la diadema del cuerno del Unicornio y costeó Tsambara (Alastor 1317) hasta aterrizar allí. Pardero transbordó a otra nave de Líneas Rojo y Negro que, tras hacer escala en cierto número de remotos y diminutos puntos, se desvió a lo largo del Haz de Fontinella y no tardó en aproximarse a un sistema aislado compuesto por cuatro enanas, naranja, azul, verde y rojo respectivamente.
Marune (Alastor 933) se extendía bajo sus pies. A través de las capas de nubes se distinguía su superficie, algo oscura y escabrosa. La nave se posó en el espaciopuerto de Puerto Mar. Pardero y una docena más de pasajeros descendieron, entregaron el último boleto del billete, atravesaron un vestíbulo y pisaron el suelo de Marune.
La hora era isp. La luz azul de Osmo brillaba, a mitad de su recorrido, hacia el sur. Maddar se acercaba a su cenit. Cirse asomaba sobre el horizonte, hacia el noreste. La luz era un poco fría, pero enriquecida con los matices que aportaban Maddar y Cirse, de forma que los objetos proyectaban una sombra trifásica.
Pardero se detuvo frente a la terminal, examinó el paisaje y el cielo, respiró hondo y expulsó el aire. La atmósfera era limpia, fría y áspera, no como la de Bruse-Tansel, húmeda, y la de Númenes, suave y cálida. Los soles que atravesaban el cielo en direcciones diferentes, la luz sutil, la caricia del aire, despertaron un dolor en su mente que no había experimentado hasta aquel momento. Los edificios de Puerto Mar, claramente perfilados, se alzaban a un kilómetro de distancia; el paisaje se perdía a lo lejos. El panorama no le resultó nada extraño. ¿Cuál sería el origen de esta familiaridad? ¿Sus investigaciones en la cámara 933, o su propia experiencia? Hacia el este, la tierra se ondulaba y elevaba, formando masas sucesivas de montañas cada vez más altas, hasta extremos escalofriantes. La nieve y los cantos rodados de granito arrancaban destellos blancos y grises de los picos; fajas de bosques sombríos cubrían las laderas. La luz dibujaba sobre el conjunto formas y sombras; la claridad del aire que se filtraba entre los espacios era casi palpable.
El autobús emitió un campanilleo impaciente. Pardero subió con parsimonia y el vehículo se dirigió hacia Puerto Mar por la avenida de los Forasteros.
—Nos detendremos sucesivamente —anunció el guía— en la posada de los Viajeros, la posada del Mundo Exterior y el hotel Royal Rhune. Después accederemos a la Ciudad Nueva por el puente y pasaremos por la posada de Cassander y la posada de la Universidad.
Pardero escogió la posada del Mundo Exterior, que le pareció suficientemente grande e impersonal. La sensación de que algo iba a ocurrir de un momento a otro flotaba en el aire; era tan poderosa que hasta su enemigo debía de sentirse agobiado.
Pardero examinó con cautela el vestíbulo de la posada, pero sólo vio forasteros que no le prestaban la menor atención. Los empleados del hotel no repararon en él. De momento, todo iba bien.
Tomó sopa, carne fría y pan en el comedor, tanto para serenarse como para saciar su apetito. Se demoró en la mesa para pasar revista a sus planes. Para evitar problemas debía actuar con sigilo y cautela, partiendo de la periferia en dirección al centro.
Salió del hotel y caminó por la avenida de los Forasteros hacia la cúpula de cristal verde de la terminal. Mientras paseaba, Osmo se hundió tras el límite occidental de Puerto Mar. Isp se transformó en rowan. Cirse y Maddar, todavía visibles en el cielo, proyectaban una luz cálida y suave que flotaba en la atmósfera como neblina.
Pardero entró en la terminal y se acercó al mostrador de recepción. El empleado era un hombre corpulento, de piel canela y ojos dorados que le acreditaban como un majar de casta superior, uno de los que vivían en las casas de madera y estuco diseminadas sobre las colinas situadas detrás de la Ciudad Vieja.
—¿En qué puedo servirle, señor?
Resultaba evidente que no había reconocido a Pardero.
—Quizá pueda proporcionarme cierta información. El dos de ferario, más o menos, me embarqué en la Berenicia de Líneas Rojo y Negro. Uno de los pasajeros me pidió que le hiciera un pequeño favor, que me fue imposible llevar a la práctica. Quiero ponerme en contacto con él, pero no recuerdo su nombre y me gustaría echar una ojeada a la lista de pasajeros.
—Ningún problema, señor, consultaremos el libro mayor.
Se iluminó una pantalla. El empleado movió una palanca, y empezaron a desfilar cifras y listas.
—Aquí tenemos el dos de ferario. Tenía razón, señor. La Berenicia llegó, recogió ocho pasajeros y partió.
—¿Por qué se hallan los nombres distribuidos en columnas diferentes?
—Por orden del Instituto Demográfico, para medir el tráfico interplanetario. Éstos son los viajeros de paso por Marune que se marchaban. Estos nombres, sólo dos, como ve, son de habitantes de Marune con destino a otros planetas.
—El hombre que busco será uno de éstos. ¿Quiénes embarcaron rumbo a Bruse-Tansel?
El empleado, algo desconcertado, consultó la lista.
—Ninguno. El destino del barón Shimrod era Xampias. El noble Serle Glaize subió a la nave con un billete «abierto».
—¿Qué clase de billete es ése?
—Lo adquieren turistas que no tienen un destino fijo. El billete proporciona un número estipulado de unidades de viaje; cuando se agotan, el turista compra las demás unidades que precise.
—¿Hasta dónde habría podido llegar Serle Glaize con este «billete abierto»? ¿Hasta Bruse-Tansel, por ejemplo?
—La Berenicia no hace escala en Bruse—Tansel, pero lo comprobaré. Ciento cuarenta y ocho ozols hasta el cruce de Dadarnisse. Ciento dos ozols hasta Bruce–Tansel… Sí, en efecto. Observará que el noble Serle Glaize compró un billete abierto por valor de doscientos cincuenta ozols; hasta Bruse-Tansel, exactamente.
—Bien. Serle Glaize es mi hombre.
Pardero pensó en el nombre. Le resultaba desconocido por completo. Entregó dos ozols al empleado, que los cogió con grave cortesía.
—¿Quién vendió el billete a Serle Glaize? —preguntó Pardero.
—La inicial es una «Y». Debe de ser Yanek, que trabaja en el siguiente turno.
—¿Podría telefonear a Yanek y preguntarle si recuerda las circunstancias? Le pagaré cinco ozols por cualquier información importante.
—¿Qué clase de información considera usted «importante»? —preguntó el empleado, mirando de reojo a Pardero.
—¿Quién compró el billete? Dudo que Serle Glaize lo hiciera en persona. Debió de venir con un acompañante cuya identidad deseo averiguar.
El empleado fue hacia el teléfono y habló en voz baja, mirando de vez en cuando a Pardero. Por fin regresó y mostró una actitud más deferente.
—Yanek apenas se acuerda de nada. Cree que el billete fue comprado por una persona que llevaba una capa rhune negra, además de un casco gris con visor y protectores para las mejillas, de manera que Yanek no pudo distinguir sus rasgos. Era una hora de mucha actividad; Yanek estaba muy ocupado y no reparó en nada más.
—Ésta no es la información que necesito —gruñó Pardero—. ¿Hay alguien que pueda decirme algo más?
—No se me ocurre nadie, señor.
—Muy bien. —Pardero contó dos ozols más—. Le agradezco su amable colaboración.
—Gracias, señor. Permítame que le haga una sugerencia. Todos los rhunes que visitan Puerto Mar, sin excepción alguna, se alojan en el hotel Royal Rhune. Sin embargo, quizá sea muy difícil obtener información allí.
—Gracias por la sugerencia.
—¿No es usted un rhune, señor?
—En cierto modo, sí.
El empleado asintió con la cabeza y rió por lo bajo.
—Un majar jamás confundirá a un rhune. Jamás, se lo aseguro…
Pardero regresó meditabundo por la avenida de los Forasteros. Los cálculos informáticos del T. S. Rady y las deducciones sociopsicológicas de Oswen Ollave se habían confirmado. Sin embargo, ¿mediante qué oscuros medios le había reconocido el majar? Sus facciones no eran peculiares, su tez apenas distintiva, sus ropas y corte de pelo, a tenor de los criterios cosmopolitas, de lo más vulgares. En suma, era muy similar a los demás huéspedes de la posada del Mundo Exterior. Sin duda se traicionaba con gestos o actitudes inconscientes; quizá era más rhune de lo que suponía.
La avenida de los Forasteros terminaba en el río. Cuando Pardero llegó al puente, Maddar se ocultó tras las tierras bajas occidentales. Cirse atravesaba lentamente el cielo: rowan verde. Olas verdes agitaban el agua; los muros blancos de la Ciudad Nueva se tiñeron de un tono verde manzana. A lo largo de las orillas del río aparecieron guirnaldas de colores que señalaban locales de esparcimiento: cervecerías, salas de baile, restaurantes. Pardero frunció el ceño ante la vulgaridad del escenario, y después emitió un suspiro de melancolía. ¿Había captado una reacción rhune sobreimpuesta a la amnesia?
Pardero se internó en la calle de los Cofres de Latón, que ascendía serpenteando entre antiguos edificios de madera ennegrecida por la edad. Todos los comercios que flanqueaban la calle exhibían un par de ventanas altas, una puerta con bordes de latón y letreros minúsculos, como si cada uno se esforzara en superar la reserva de su vecino.
La calle de los Cofres de Latón desembocaba en una plaza envuelta en sombras, circundada de tiendas de objetos de arte, librerías y casas especializadas en diversos temas. Pardero vio a sus primeros rhunes, que iban de tienda en tienda, inspeccionando los objetos, indicando sus preferencias a los dependientes, todos majars, con movimientos indiferentes de los dedos. Nadie se tomó la molestia de mirar a Pardero, cuyos sentimientos experimentaron una confusión irracional.
Atravesó la plaza y enfiló la avenida de los Jangkars Negros, hasta llegar a un portal en forma de arco practicado en una muralla de piedra. Pasó por debajo y se aproximó al hotel Royal Rhune. Se detuvo ante el vestíbulo. Una vez traspasado el umbral del Royal Rhune no podría volver atrás; debería aceptar las consecuencias de su regreso a Marune.
Dos hombres y una mujer salieron por las altas puertas. Los hombres llevaban ropajes de colores beige y negro con cinturones rojo oscuro, tan similares que sugerían uniformes militares; la mujer, casi tan alta como los hombres, vestía un traje sastre ceñido gris azulado, y una capa índigo adornada con charreteras negras, una moda que se consideraba apropiada para los visitantes de Puerto Mar, donde los vestidos de gasa de los Reinos no eran bien vistos. Los tres pasaron ante Pardero, a quien dedicaron una mirada fugaz. Pardero no experimentó la sensación de conocerles, algo poco sorprendente teniendo en cuenta que los rhunes sobrepasaban el número de cien mil.
Pardero empujó las altas puertas que parecían constituir un elemento indispensable de la arquitectura rhune. En el enorme vestíbulo de techos altos, el suelo de baldosas bermejas y negras devolvía los ecos de los sonidos. Las sillas estaban forradas de cuero. Sobre una mesa del centro había una gran variedad de revistas técnicas y, al fondo de la estancia, una estantería dispensaba a los visitantes folletos de propaganda de herramientas, productos químicos, útiles para artistas, papel y tinta, maderas y piedras raras. Un arco alto y estrecho, flanqueado por columnas de piedra verde acanalada, comunicaba con una oficina. Pardero paseó la mirada un momento alrededor del vestíbulo y pasó bajo el arco.
Un conserje de edad avanzada se levantó para acercarse al mostrador; a pesar de la edad, la calvicie y la grasienta papada, sus modales eran vivaces y puntillosos. Juzgó la persona, las ropas y actitudes de Pardero en un instante, y ejecutó una reverencia de cortesía calculada al milímetro.
—¿En qué podemos servirle, señor?
Pareció apoderarse de él cierta vacilación mientras hablaba.
—Hace varios meses —dijo Pardero—, a principios de ferario para ser exactos, me hospedé en este hotel, y deseo refrescar mis recuerdos. ¿Será tan amable de enseñarme los registros de entrada de esas fechas?
—Como guste. Su Dignidad[32].
El conserje dedicó a Pardero una segunda mirada subrepticia y su comportamiento se modificó todavía más, como inquieto, nervioso o devorado por la incertidumbre. Se inclinó con un crujido casi audible de las vértebras y depositó sobre el mostrador un libro mayor encuadernado en piel. Levantó la cubierta con un gesto reverencial y pasó una a una las páginas. Cada una contaba con un plano esquemático de las instalaciones del hotel, con anotaciones en tintas de diversos colores.
—Aquí está la fecha que ha mencionado. Su Dignidad. Si tiene a bien informarme, le ayudaré.
Pardero examinó el libro, pero no pudo descifrar la arcaica caligrafía.
El conserje prosiguió hablando en un tono que insinuaba una exquisita y comprensiva discreción.
—En esa época, no teníamos muchos clientes. Alojábamos en nuestra ala de Sincera Cortesía a trismetos[33] de diversas categorías. Observe las habitaciones ocupadas. En nuestros reservados Aprobación hemos servido al eiodarka Torde y a la wirwove Ippolita, con sus respectivos trismetos. La suite Altura estaba ocupada por el kaiarka Rianlle de Eccord, la kraike Dervas y la lissolet Maerio. En la suite Hyperion acogimos al difunto kaiarka Jochaim de Scharrode, que su alma se apacigüe cuanto antes, la kraike Singhalissa, los kangs Efraim y Destian, y la lissolet Sthelany. —El conserje dedicó una sonrisa temblorosa y vacilante a Pardero—. ¿Acaso no tengo el honor de hablar en estos momentos a Su Fuerza, el nuevo kaiarka de Scharrode?
—¿Me ha reconocido, por tanto? —preguntó Pardero con voz ronca.
—Sí, Su Fuerza, después de hablar con vos. Admito mi confusión; vuestra presencia me ha trastornado de una forma que no me puedo explicar. Parecéis, digamos, más maduro, más controlado y, por supuesto, vuestros ropajes extranjeros incrementan estas diferencias. Pero estoy seguro de que tengo razón. —El conserje dudó por un momento—. ¿Verdad, Su Fuerza?
Pardero sonrió con frialdad.
—¿Cómo podría demostrar la verdad o falsedad de este hecho sin mi confirmación?
El conserje ahogó una exclamación. Depositó un segundo volumen encuadernado en piel sobre el mostrador, el doble de grande que el primero, murmurando por lo bajo. Miró a Pardero, malhumorado, y volvió las gruesas páginas de pergamino amarillento.
—¿Qué libro es ése? —preguntó Pardero.
El conserje levantó la vista de las páginas y sus arrugados labios grises se abrieron de incredulidad.
—El Gran Almanaque Rhune. ¿No lo ha reconocido?
—Enséñeme las personas que ocuparon la suite Hyperion —replicó Pardero.
—Estaba a punto de hacerlo, Fuerza Inexorable.
El conserje siguió pasando páginas. En las de la izquierda había tablas, linajes y árboles genealógicos, escritos con tintas de brillantes colores. Las de la derecha llevaban fotografías, dispuestas de acuerdo con las tablas: miles y miles de nombres, e igual número de efigies. El conserje pasaba las páginas con exasperante lentitud. Por fin se detuvo, meditó un momento y golpeó la página con el dedo.
—El linaje de Scharrode.
Pardero no pudo contenerse más. Giró hacia él el volumen y examinó las fotografías.
Un hombre de cabello claro y edad madura le miró desde mitad de la página. Su rostro, anguloso y sombrío, sugería un carácter complicado e interesante. La frente podría pasar por la de un erudito, la boca grande parecía tratar de reprimir una emoción inoportuna o fuera de lugar, como el humor. Al pie de la foto se leía: Jochaim, Casa de Benbuphar, septuagésimo noveno kaiarka.
Una línea verde conducía al rostro inmóvil de una mujer, cuya expresión era insondable. El encabezamiento decía: Alferica, casa de Jent. Debajo, una gruesa línea marrón enlazaba con el semblante de un joven adusto, un rostro que Pardero reconoció como el suyo. El encabezamiento rezaba: Efraim, casa de Benbuphar, kang del Reino.
«Al menos, ya sé mi nombre —pensó Pardero—. Soy Efraim, era kang y ahora soy kaiarka. ¡Soy un hombre de rango elevado!». Miró al conserje, quien le escrutaba con perspicacia e intensidad.
—Siente usted curiosidad —dijo Efraim—. No hay ningún misterio. He estado fuera del planeta y acabo de volver. No sé nada de lo que ha ocurrido en mi ausencia. ¿Ha muerto el kaiarka Jochaim?
—Sí, Vuestra Fuerza. Según tengo entendido, se ha producido incertidumbre y confusión. Habéis sido objeto de muchos barruntos, porque ahora, evidentemente, sois el octogésimo kaiarka, y el plazo permitido casi ha expirado.
Efraim asintió lentamente.
—De modo que ahora soy el kaiarka de Scharrode.
Volvió su atención al almanaque, consciente de la mirada del conserje.
Había otros tres rostros en la página. Una segunda línea verde descendía desde Jochaim a la cara de una hermosa mujer de cabello oscuro, frente despejada y pálida, brillantes ojos negros y esbelta nariz. El encabezamiento la identificaba como kraike Singhalissa. De ésta partían líneas rojizas que conducían en primer lugar a un joven de cabello oscuro con los rasgos aquilinos de su madre, el kang Destian, y a una muchacha pálida, de cabello negro, expresión melancólica y boca triste, una muchacha de notable belleza. El encabezamiento la identificaba como la lissolet Sthelany.
—¿Qué recuerda de nuestra visita a Puerto Mar? —preguntó Efraim, procurando despojar a su voz de la menor entonación.
—Los dos trismetos —contestó el conserje tras reflexionar unos momentos—, el de Scharrode y el de Eccord, llegaron juntos, y se comportaron en todo momento como si formaran un solo grupo. Los jóvenes visitaron la Ciudad Nueva, mientras los mayores resolvían unos negocios. Saltaron a la vista ciertas tensiones. Después se produjo una discusión sobre la visita a la Ciudad Nueva, que algunos de los mayores desaprobaron. Los más excitados eran la kraike Singhalissa y el kaiarka Rianlle, pues pensaban que la excursión carecía de dignidad. Cuando vos no aparecisteis en el isp del 25 del Tercer Ciclo, todo el mundo se sintió preocupado. Evidentemente, no informó a nadie de su partida.
—Evidentemente. ¿Cayó la penumbra durante nuestra visita?
—No, no hubo penumbra.
—¿No oyó comentarios ni recuerda circunstancias que explicaran mi partida?
—¡Una pregunta muy curiosa, Vuestra Fuerza! —El conserje parecía estupefacto—. No recuerdo nada significativo, aunque me sorprendió la noticia de que os relacionabais con aquel vagabundo extranjero. —Rugió disgustado—. Sin duda se aprovechó de vuestra condescendencia. Se sabe que es un bribón muy persuasivo.
—¿A qué vagabundo extranjero se refiere?
—¡Cómo! ¿No os acordáis de haber visitado la Ciudad Nueva en compañía de ese tal Lorcas?
—He olvidado su nombre. ¿Ha dicho Lorcas?
—Matho Lorcas. Se junta con la hez de la Ciudad Nueva; es una especie de líder para todos esos cretinos sebalistas de la universidad.
—¿Cuándo murió el kaiarka Jochaim?
—Nada más regresar a Scharrode, después de combatir contra Gosso, kaiarka de Gorgetto. Habéis regresado a tiempo. Dentro de escasos días habría expirado el plazo para ser proclamado kaiarka, y he oído que el kaiarka Rianlle ha propuesto un trisme para unir los reinos de Eccord y Scharrode. Ahora que habéis vuelto, la situación cambiará. —El conserje pasó las páginas del almanaque—. El kaiarka Rianlle es un hombre ardiente y decidido.
El conserje señaló una fotografía. Efraim vio un rostro bello y distinguido, enmarcado por un casco adornado con aros brillantes de plata.
La kraike Dervas miraba a la cámara inexpresivamente; su cara evidenciaba falta de carácter. Lo mismo se podía decir de la lissolet Maerio, aunque mostraba cierta hermosura juvenil algo fatua.
—¿Tenéis pensado alojaros con nosotros, Fuerza? —preguntó el conserje con cautela.
—Creo que no, y no quiero que comente mi vuelta a Marune. He de aclarar algunos puntos oscuros.
—Lo comprendo, Fuerza. ¡Muchísimas gracias! —exclamó cuando Efraim depositó diez ozols sobre el mostrador.
Efraim salió del hotel y encontró una sombra melancólica. Caminó con paso lento por la avenida de los Jangkars Negros y, al llegar a la plaza, se dedicó a inspeccionar las tiendas, admirado. ¿Existiría en algún rincón del Cúmulo de Alastor una concentración mayor de arcanos, misterios y extravagancias? Efraim se preguntó cuáles habrían sido sus parcelas de erudición, sus virtuosismos particulares. Cualesquiera que fueran, no recordaba ninguno. Su mente estaba en blanco.
Algo triste, siguió por la calle de los Cofres de Latón hasta llegar al río. La Ciudad Nueva se veía tranquila. Todavía brillaban guirnaldas de luz a lo largo de las orillas, pero las cervecerías y cafés estaban poco concurridas. Efraim dio media vuelta y regresó por la avenida de los Forasteros hasta la Posada del Mundo Exterior. Subió a su habitación y se acostó.
Tuvo una serie de vividos sueños, y despertó muy excitado. Al cabo de un momento, intentó recomponer las imágenes dispersas para captar los significantes que habían desfilado por su mente dormida. No tuvo el menor éxito. Se tranquilizó y volvió a dormirse; se despertó de nuevo cuando un gong anunció la hora del desayuno.