El respetable Mergan había conseguido su cargo, superintendente del espaciopuerto de Carfaunge, porque tal empleo exigía tolerancia para la rutina inalterable. Mergan no sólo toleraba la rutina; dependía de ella. Se habría opuesto a la eliminación de molestias como las lluvias matinales, los lagartos de cristal que rechinaban y cliqueteaban, y el légamo ambulante que cada día invadía la zona, porque le habrían exigido que alterase los procedimientos establecidos.
En la mañana del día que identificaría posteriormente como el diez del mariel gaénico[29], llegó como de costumbre a su despacho. Apenas se había sentado ante su escritorio, el portero de noche apareció con un joven de rostro inexpresivo, ataviado con un traje gris inclasificable. Mergan emitió un gruñido gutural; le disgustaban los problemas en cualquier momento, sobre todo antes de haberse sosegado lo suficiente para hacer frente al nuevo día. La situación prometía, en el mejor de los casos, una interrupción de la rutina.
—Bien, Dinster, ¿qué sucede? —murmuró por fin.
—Siento molestarle, señor —proclamó Dinster, con voz aguda y chillona—, pero ¿qué vamos a hacer con este caballero? Parece enfermo.
—Busca un médico —rezongó Mergan—. No le traigas aquí. Yo no puedo ayudarle.
—No se trata de ese tipo de enfermedad, señor. Es más bien de origen mental, ya sabe lo que quiero decir.
—Lo que quieres decir se me escapa. ¿Por qué no te limitas a contarme lo que le pasa?
Dinster señaló con un gesto cortés a su acompañante.
—Cuando vine a trabajar, estaba sentado en la sala de espera, y no se ha movido de allí desde entonces. Apenas habla; no sabe su nombre ni nada referente a él.
Mergan inspecciono al joven con un destello de interés.
—Hola, señor —ladró—. ¿Qué le ocurre?
El joven desvió la vista desde la ventana hacia Mergan, pero no respondió. El respetable se permitió una leve perplejidad. ¿Por qué le habían cortado el cabello castaño claro de aquella forma, a base de salvajes y descuidados tijeretazos? Y la ropa: ¡demasiado grande para un cuerpo tan enclenque!
—¡Habla! —ordenó Mergan—. ¿Me oyes? ¡Dime tu nombre!
El joven compuso una expresión pensativa, pero siguió en silencio.
—Un vagabundo —declaró Mergan—. Habrá venido de las tintorerías. Ponle de patitas en la calle.
—Este muchacho no es un vagabundo —replicó Dinster, sacudiendo la cabeza—. Fíjese en sus manos.
Mergan, a regañadientes, siguió la sugerencia de Dinster. Las manos eran fuertes, bien cuidadas y no mostraban huellas de trabajos penosos ni de haberse sumergido en la tintura. Los rasgos del hombre eran firmes y serenos; la postura de su cabeza indicaba una posición social elevada. Mergan, que prefería ignorar las circunstancias de su nacimiento, experimentó una incómoda punzada de deferencia, acompañada del resentimiento correspondiente.
—¿Quién eres? —volvió a ladrar—. ¿Cómo te llamas?
—No lo sé.
El joven habló con voz lenta y forzada, teñida de un acento que Mergan no reconoció.
—¿Dónde está tu casa?
—No lo sé.
—¿Sabes algo? —preguntó Mergan, poseído por un sarcasmo irracional.
—Me da la impresión, señor —aventuró Dinster—, de que llegó ayer en una nave.
—¿En qué nave llegaste? —preguntó Mergan—. ¿Tienes amigos aquí?
El joven le dirigió una mirada sombría y amarga. Mergan se sintió violento.
—¿Lleva documentos o dinero encima? —preguntó a Dinster.
—Perdone, señor —murmuró Dinster al joven, al registrarle con delicadeza los bolsillos del arrugado traje gris—. No encuentro nada, señor.
—¿Resguardos de billetes, comprobantes, monedas?
—Nada de nada, señor.
—Se trata de amnesia —indicó Mergan. Cogió un folleto y repasó una lista—. Ayer aterrizaron seis naves. Puede haber llegado en cualquiera de ellas.
Mergan apretó un botón.
—Prosidine, puerta de llegada —dijo una voz.
Mergan describió al amnésico.
—¿Sabe algo de él? Llegó ayer, a una hora indeterminada.
—El de ayer fue un día muy ajetreado. No tuve tiempo de fijarme en nada.
—Pregunte a sus empleados y notifíqueme los resultados.
Mergan reflexionó un momento, y llamó después al hospital de Carfaunge. Le pusieron con el director de admisiones, que le escuchó con bastante paciencia, pero no aportó nada positivo.
—Aquí no atendemos esos casos. ¿Dice que no tiene dinero? Entonces, definitivamente no.
—¿Y qué voy a hacer con él? ¡No puede quedarse aquí!
—Consulte con la policía. Ellos sabrán lo que se debe hacer.
Mergan la llamó. No tardó en presentarse una furgoneta del cuerpo armado, y un oficial se hizo cargo del amnésico.
El detective Squil le interrogó sin éxito en la sala de investigaciones.
El médico de la policía probó con la hipnosis, y al final alzó las manos al aire.
—Un estado refractario al tratamiento. He visto tres casos anteriormente, pero ninguno como éste.
—¿Cuál es la causa?
—Autosugestión, ocasionada por una gran fatiga emocional. Es muy frecuente, pero en este paciente —señaló con un gesto al enigmático amnésico— mis instrumentos no detectan carga psíquica de ningún signo. Carece de emociones, y yo de los medios apropiados.
—¿Qué puede hacer este hombre para ayudarse? —preguntó el detective Squil, un hombre razonable—. Resulta evidente que no es un rufián.
—Debería acudir al Hospital del Conáctico, en Númenes.
—Estupendo —rió el detective Squil—. ¿Quién paga el pasaje?
—En mi opinión, el superintendente del espaciopuerto debería correr con los gastos.
Squil no pareció muy convencido, pero descolgó el teléfono. Tal como esperaba, el respetable Mergan, una vez transferida su responsabilidad a la policía, no quiso ni oír hablar del asunto.
—Las ordenanzas son muy explícitas —dijo—. Me resulta imposible hacer lo que usted sugiere.
—No puede quedarse en la comisaría.
—Parece un hombre fuerte y sano. Lo mejor será que se gane trabajando el dinero del pasaje que, a fin de cuentas, no es exorbitante.
—Es más fácil decirlo que hacerlo, teniendo en cuenta su incapacidad.
—¿Qué se suele hacer con los indigentes?
—Lo sabe tan bien como yo; son enviados a Gaswin. Sin embargo, este hombre se halla mentalmente enfermo, no es un indigente.
—No voy a discutir este punto, porque no lo sé. Al menos, le he indicado una posible estrategia a seguir.
—¿Cuánto vale el billete para Númenes?
—Doscientos doce ozols en tercera clase de las Líneas Prydania.
Squil dio por concluida la conversación. Se volvió para mirar de frente al amnésico.
—¿Comprende lo que le digo?
—Sí —respondió con voz clara.
—Usted está enfermo. Ha perdido la memoria. ¿Se da cuenta?
Se produjo una pausa de diez segundos. Squil se preguntó si obtendría alguna respuesta. Después, el amnésico dijo vacilante:
—Así me lo ha dicho usted.
—Le enviaremos a un sitio donde pueda trabajar para ganar dinero. ¿Sabe trabajar?
—No.
—Bien, en cualquier caso, necesita dinero: doscientos doce ozols.
En el páramo de Gaswin ganará tres ozols y medio al día. Dentro de dos o tres meses habrá reunido el suficiente dinero para trasladarse al Hospital del Conáctico, en Númenes, donde le curarán. ¿Ha comprendido lo que le he dicho?
El amnésico reflexionó un momento, pero no contestó.
—Gaswin será un buen lugar para usted —dijo Squil, poniéndose en pie—, y tal vez recupere la memoria.
Examinó con incertidumbre el cabello castaño claro del amnésico que, por misteriosas razones, había sido cortado del modo más burdo.
—¿Tiene enemigos? ¿Le cae mal a alguien?
—No lo sé. No recuerdo a nadie así.
—¿Cómo se llama? —gritó Squil, confiando en sorprender a la parte de su cerebro que retenía información.
Los ojos grises del amnésico se entornaron levemente.
—No lo sé.
—Bien, le adjudicaremos un nombre. ¿Juega al hussade?
—No.
—¡Parece mentira, un hombre ágil y fuerte como usted! En fin, le llamaremos Pardero, como el gran delantero de los Rayos de Schaide. Por tanto, cuando alguien le llame Pardero, ha de responder. ¿Lo en tiende?
—Sí.
—Muy bien; ahora emprenderá viaje a Gaswin. Cuanto antes empiece a trabajar, antes llegará a Númenes. Hablaré con el director; es un buen hombre y cuidará de usted.
El hombre, que a partir de aquel momento recibía el nombre de Pardero, se removió inquieto en la silla. Squil se apiadó de él.
—No le irá tan mal. De acuerdo, encontrará tipos rudos en el campo de trabajo, pero le diré cómo hay que tratarlos: debe ser un poco más duro que ellos. De todas formas, no llame la atención del oficial disciplinario. Usted parece un hombre decente. Le recomendaré y estaré al tanto de sus progresos. Un consejo…, mejor dicho, dos. Primero: nunca intente falsear su cupo de trabajo. Los oficiales conocen todos los trucos; huelen a los vagos como los kribatts la carroña. Segundo: ¡no juegue! ¿Sabe lo que significa la palabra «jugar»?
—No.
—Significa arriesgar su dinero en partidas o apuestas. ¡No se deje tentar ni seducir! ¡Guarde su dinero en la cuenta del campamento! ¡No haga amistades! Aparte de usted, no hay más que gentuza en el campamento. Le deseo buena suerte. Si tiene problemas, llame al detective Squil. ¿Se acordará del nombre?
—Detective Squil.
—Bien.
Squil guió al amnésico hasta una dársena y le subió a bordo del transporte diario a Gaswin.
—Un último consejo: ¡no confíe en nadie! Su nombre es Pardero. Aparte de esto, no diga nada más. ¿Me ha entendido?
—Sí.
—¡Buena suerte!
El transporte voló bajo las nubes, a escasa altura de los páramos moteados de negro y púrpura, y no tardó en aterrizar junto a un grupo de edificios de hormigón: el campamento de trabajo de Gaswin.
Pardero cumplimentó las formalidades de entrada en la oficina de personal, facilitadas por una nota de Squil dirigida al director del campamento. Le fue asignado un cubículo en uno de los bloques-dormitorio, recibió botas y guantes para trabajar y le fue entregada una copia de las ordenanzas del campamento, que estudió sin comprender. A la mañana siguiente fue asignado a una partida de trabajo y enviado a recolectar vainas de trepadoras colucoides, que proporcionaban una tintura roja excelente.
Pardero recogió su cupo sin dificultades. Su deficiencia pasó inadvertida entre el taciturno grupo de indigentes.
Cenó en silencio, ajeno a la presencia de sus compañeros; éstos empezaron a presentir que Pardero no era del todo normal.
El sol se ocultó detrás de las nubes; un pálido crepúsculo se abatió sobre los páramos. Pardero se sentó en un rincón apartado de la sala de recreo, mirando un melodrama cómico en la pantalla de holovisión. Escuchaba los diálogos con suma atención; cada palabra parecía activar un recoveco instantáneamente receptivo de su cerebro, con un concepto semántico ya preparado. Cuando el programa terminó, continuó sentado, meditando, consciente por fin de su estado. Fue a mirarse en el espejo que había sobre el lavabo. El rostro que le miraba le resultó extraño y familiar al mismo tiempo, un rostro sombrío de frente despejada, pómulos salientes, mejillas hundidas, ojos gris oscuro y una mata desigual de cabello castaño claro.
Un bellaco corpulento llamado Woane se burló de él.
—¡Fijaos en Pardero! ¡Parece que esté admirando una bella obra de arte!
Pardero estudió el espejo. ¿Quién era el hombre cuyos ojos se clavaban con tanta intensidad en los suyos?
El murmullo ronco de Woane se oyó desde el otro extremo de la sala.
—Ahora admira su corte de pelo.
El comentario divirtió a los amigos de Woane. Pardero movió la cabeza de un lado a otro, preguntándose por qué le habían estropeado el pelo de esta forma. Por lo visto, tenía enemigos en algún lugar. Se alejó lentamente del espejo y volvió a sentarse en un rincón de la sala.
Los últimos vestigios de luz se borraron del cielo; la noche había caído sobre el campamento Gaswin.
Algo se removió en el fondo de la conciencia de Pardero, una compulsión que escapaba por completo a su comprensión. Se levantó de un brinco. Woane paseó la mirada a su alrededor con cierta truculencia, pero Pardero no le hizo el menor caso. Sin embargo, Woane vio o intuyó algo lo bastante extraño para que la sorpresa se reflejase en su rostro, y habló en voz baja a sus amigos. Todos contemplaron a Pardero atravesar la sala y perderse en la noche.
Pardero se quedó de pie en el porche. Los reflectores arrojaban una luz macilenta sobre el campamento, vacío y desolado, concurrido sólo por el viento que soplaba desde los páramos. Caminó sin rumbo fijo hasta traspasar los límites del recinto y salió al páramo; a su espalda, el campamento se convirtió en una isla de luz.
La oscuridad era completa bajo las nubes. Pardero sintió que su alma se expandía, una intoxicación de energía, como si fuera un espíritu nacido de las tinieblas que desconociera el miedo… Se detuvo en seco. Sus piernas eran duras y fuertes, la aptitud bullía en sus manos. El único objeto visible era el campamento Gaswin, a un kilómetro de distancia. Pardero respiró hondo y reemprendió el examen de su conciencia, esperanzado y temeroso al mismo tiempo de lo que pudiera descubrir.
Nada. Sus recuerdos se extendían hasta el espaciopuerto de Carfaunge. Los acontecimientos anteriores eran como las voces que se recuerdan de un sueño. ¿Por qué se hallaba en Gaswin? Para ganar dinero. ¿Cuánto tiempo se quedaría? Lo había olvidado, o quizá no recordaba las palabras. Pardero se sintió asaltado por una agitación abrumadora, una claustrofobia del intelecto. Se desplomó sobre el páramo, golpeándose la frente y gritando de frustración.
Pasó el tiempo. El amnésico se incorporó y regresó con parsimonia al campamento.
Una semana después, Pardero se enteró de la existencia del médico del campamento y su cometido. A la mañana siguiente, se presentó en el dispensario a la hora reservada a los enfermos. Una docena de hombres estaban sentados en bancos mientras el médico, un joven recién salido de la facultad de medicina, les iba llamando de uno en uno. Las quejas, reales, imaginarias o fingidas, estaban relacionadas por lo general con el trabajo: lumbalgias, reacciones alérgicas, congestiones pulmonares, picaduras infectadas de insectos. El médico, joven en edad pero ya ducho en artimañas, separaba las reales de las ficticias, prescribiendo fármacos para las primeras, e irritantes dosis de medicamentos espantosamente nauseabundos para las segundas.
El médico llamó a Pardero y le miró de arriba abajo.
—¿Qué te pasa?
—No recuerdo nada.
—Vaya. —El médico se reclinó en su silla—. ¿Cómo te llamas?
—No lo sé. En el campamento me llaman Pardero. ¿Puede ayudarme?
—Probablemente, no. Vuelve al banco y espera a que termine la hora de consulta. Sólo tardaré unos minutos.
El médico acabó con los pacientes restantes y se acercó a Pardero.
—Dime hasta dónde recuerdas.
—Llegué a Carfaunge. Recuerdo una nave. Recuerdo la terminal… pero nada de lo anterior.
—¿Nada en absoluto?
—Nada.
—¿Recuerdas lo que te gusta o lo que no? ¿Tienes miedo a algo?
—No.
—La amnesia típica se deriva de un intento subconsciente por bloquear recuerdos intolerables.
—No creo que sea ésta la causa.
Pardero agitó la cabeza, vacilante.
El médico, divertido e intrigado al mismo tiempo, emitió una carcajada de incomodidad.
—Puesto que no recuerdas las circunstancias, no estás en posición de juzgar.
—Supongo que es cierto… ¿Podría tener el cerebro dañado?
—¿Te refieres a un daño físico? ¿Tienes migrañas, dolores de cabeza? ¿Sensaciones de aturdimiento u opresión?
—No.
—Bien, es muy difícil que un tumor cause amnesia, en cualquier caso… Deja que examine tus referencias. —Leyó durante unos momentos—. Podría probar con hipnosis o electroshocks, pero, francamente, no creo que te hicieran ningún bien. La amnesia suele curarse por sí sola.
—No creo que me pueda curar por mí mismo. Sobre mi cerebro se extiende una especie de manta. Me sofoca. No puedo arrancármela. ¿Me ayudará?
El doctor se sintió conmovido por la sencillez de Pardero. Él también intuía algo extraño, una tragedia que desbordaba sus conjeturas.
—Te ayudaría si pudiera, con toda mi alma, pero no sé qué hacer. No estoy cualificado para experimentar contigo.
—El oficial de policía me dijo que acudiera al Hospital del Conáctico, en Númenes.
—Sí, por supuesto. Será lo mejor. Iba a sugerírtelo.
—¿Dónde está Númenes? ¿Cómo iré allí?
—Tendrás que ir en una nave estelar. La tarifa cuesta un poco más de doscientos ozols, según me han dicho. Tú ganas tres ozols y medio al día, más si te pasas del cupo. Cuando hayas reunido doscientos cincuenta ozols, ve a Númenes. Es lo que yo haría en tu lugar.