Estábamos en una cena familiar, todos sentados a la mesa. Un cumpleaños, creo. En un momento fui a buscar algo al cuarto de mi abuela, donde estaban los tapados y las carteras arriba de la cama. Entró una hermana de mi abuela, de 50 años más o menos, y cerró la puerta. Me dijo que quería contarme un chiste. Era así: un tipo en el colectivo le dice a otro, quiero una banana y el otro le dice, no tengo ninguna banana. Entonces el primero le dice: ¿y esto qué es? Y allí, ella me metió la mano en los genitales, entre las piernas, riéndose. Yo tenía 11 años. Retrocedí un poco, me sonreí de nervios y salí del cuarto. Me senté a la mesa con una sonrisa dura, con cara de nada. Pero sentía entre las piernas como una suciedad. Me sentía tan mal, no me pude defender, decir nada. Nunca más se lo conté a nadie. Se me borró, se anuló, no pensé más en eso. Se lo conté por primera vez a la psicóloga con quien me trataba, dieciséis años después. Y surgió casi por «casualidad», cuando hablaba de la locura de mi familia. La psicóloga empezó a indagar sobre la locura familiar y ahí lo recordé. Y recordé lo que pensaba y sentía entonces. La mujer que abusó de mí me parecía una persona loca, fea, perversa en su gesto, libidinosa. Se hacía la graciosa pero rea tan desagradable, tan vieja verde. Encerrar en un cuarto a una nena… Me descolocó tanto que no pude reaccionar. Fue tan loco que esa mina, mina además, me tocara… Lo que me contó era un chiste de hombres para contar entre hombres. Yo no sabía nada de eso, fue una tocada asquerosa. Nunca nadie me había tocado, yo era una nena. (Verónica, 34 años).