Estaba en un gimnasio con otra gente cuando entró un ladrón y nos asaltó a todos. A mí me separó del grupo, encerró a los otros, me llevó a otro cuarto y me violó. Luego el violador se fue, y vino la policía porque alguien, al notar algo raro, la llamó. En el acto fui a hacer la denuncia a la policía (sin lavarme ni cambiarme de ropa) acompañada por una gran amiga que estaba en el grupo. También me acompañó a hacer la denuncia un abogado amigo a quien llamé camino a la comisaría, motivo por el cual, creo, me la tomaron (ya mi amigo me advirtió que seguramente todo quedaría en la nada). Me examinó un médico de la policía, quien «confirmó» que se trataba de una violación por mi estado físico y por los restos de semen de los que pudo determinar el grupo sanguíneo del atacante. También confeccionamos entre todas las víctimas del robo un fotokit. A los dos o tres meses recomencé una psicoterapia para elaborar lo sucedido y atravesar los miedos del duro primer año. ¿Algunos de ellos? Bien, primero esperar la menstruación para comprobar que no estaba embarazada, luego confirmar que no había contraído SIDA, puesto que las otras enfermedades venéreas a las que temía, habían quedado descartadas por un tratamiento preventivo realizado por mi ginecólogo (a quien visité el mismo día que fui violada luego de salir de la comisaría). Cumplí instintivamente con todas las recomendaciones que se dan para estos casos.
Pero a pesar de que yo hablé (cuando las últimas palabras del violador fueron «si esto se lo contás a alguien te mato») y me escucharon la policía, el juez, los forenses (de policía y tribunales), mi familia, mi pareja (cinco años de noviazgo) y mis amigos, igualmente sufrí y sufro el común denominador: «el perverso silencio». Y esto es así porque mi expediente con fotokit quedó archivado en algún estante de Tribunales esperando que se lo coman las ratas. Con excepción de mi madre, el resto de mi familia, que me acompañó los primeros días con dolor, después tomó distancia y a los dos meses les escuché frases como estas: «Bueno, cortala, no eras una virgen, peor hubiera sido si tuvieras 18 años», «Basta de ir a Tribunales», «No hables más de esto», «No pierdas tu tiempo, seguí con tu vida; ya pasó». A partir de ahí se cortó la relación, no nos hablamos más, sin pelear ni discutir.
Mi pareja me dejó en la misma semana de la violación bajo un pretexto insolvente y nunca más pisó mi casa (ojo, que no se trataba de un hombre como se suele decir «poco preparado», él es un encumbrado y popular profesional de nuestro medio que además vive haciendo gala de su cristianismo y de la ética en sus conferencias y entrevistas televisivas).
Mis amigos siguen estando pero con límites: el silencio sobre el tema continúa, a pesar de que muchas veces les pedí que me llamaran y me preguntaran cómo me sentía. La amiga que estuvo presente en el asalto y que me acompañó y me acompaña siempre muchísimo, un día, sin quererlo, me lastimó. Fue a los ocho meses, cuando hice el análisis definitivo de SIDA. Le pedí que fuera a retirar el resultado del laboratorio. Me lo trae apuradísima, me lo entrega en la puerta y se va. Ni siquiera se pudo quedar cinco minutos para esperar que abriera el sobre. Recuerdo que cerré la puerta, le pedí fuerzas a Dios para enfrentar el resultado y lo abrí sola: era negativo.
A pesar de que traté de seguir las rutinas de mi vida, no dejé de trabajar, ni de estudiar, ni de frecuentar lugares de esparcimiento, ni de vivir sola, tuve mucho miedo y padecí tremendamente la impotencia, la falta de palabras, de abrazos y de caricias. Para mí esto era muy importante, ya que la última persona que había tocado mi cuerpo era el violador y mi pareja había desaparecido. Tenía grabada la sensación en mi piel del revólver del violador y pensaba que lo único que podría calmar y borrar esa herida inmunda era una caricia hecha con amor. Con el tiempo llegó. Lloré mucho y lo superé, gracias a que no todos los hombres son iguales.
Hoy tengo una pareja que lo sabe, me cuida y apoya en todo lo que puede; él trata de aprender a convivir con una mujer que ha sido violada, no es fácil para nadie. Por ejemplo, saber contenerme la ansiedad cuando caminamos por calles oscuras y viene algún hombre detrás, o cuando en el cine o en la TV aparece el tema. He quedado muy susceptible a situaciones de violencia (al box, películas de suspenso o policiales, música agresiva, etcétera). Con él puedo hablar y desarrollar todo lo que necesito sobre el tema. Con los amigos más íntimos puedo tocar el tema, ellos me escuchan, pero no hablan.
Otros amigos menos íntimos a los cuales les conté en el momento, lo bastardearon al mejor estilo del reaccionario y siniestro «por algo será». O, como dijo un sociólogo muy intelectualizado que conozco: «eso no le pasa a cualquiera». Otros lo utilizaron para prevenir a sus esposas e hijas adolescentes sobre los cuidados que hay que tener en Buenos Aires hoy, ya que como le pasó a María Victoria, ahora sabemos que no sólo pasa en las películas o en zonas apartadas.
Tampoco faltaron las aves de rapiña, aquellos que tratan de hacer «leña del árbol caído». Me refiero a un par de hombres, viejos conocidos, que se acercaron mostrando consuelo y falsa solidaridad, ya que su único interés era conseguirme como mujer. Creo que estos mediocres, aves de rapiña, junto con mi exnovio, son peores que el violador porque ellos me conocían, tenían mi amistad y mi afecto, y sin embargo sólo pensaron en ellos dejándome sola, ultrajada y sufriente.
Hoy agradezco a Dios, a los que me escucharon y acompañaron como pudieron, aún con límites, pero estuvieron y están. A mi terapeuta, a mi madre y a mi pareja, que me ayudaron a rearmar mi vida, a no olvidar que yo «no soy solamente una mujer violada» sino que soy una mujer que además de haber sido violada tiene un fuerte instinto de vida porque como dice mi pareja «él nunca te tuvo» (el violador), y como agregara mi confesor, yo no entregué nada, sólo «intenté salvar lo que Dios me dio: la vida». (María Victoria, 40 años).