Los ideales de Flavia cayeron a golpes

La edad de la inocencia… Recuerdo haber oído el título de esa película y haberme preguntado: ¿Cuánto tiempo durará esa etapa de la vida? Luego de haberla visto y mirar la vida en retrospectiva llegué a la conclusión de que para algunos, por suerte y por desgracia, dura toda la vida. Crecí inocente, absolutamente segura de que:

Me casé inocente, absolutamente enamorada del primer hombre que me hizo sentir hermosa por dentro y por fuera y me demostró que me necesitaba, y en vez de preguntarme si quería ser su novia me dijo: «quiero que seas la madre de mis hijos». (En aquel momento, para mí nadie podía haberme dicho algo más maravilloso).

Y por fin mi sueño se hizo realidad: fui madre, y cuando mi primer hijo cumplió un año la vida me dio mi primer sopapo y me tiró la realidad en la cara. En realidad el sopapo me lo dio mi esposo «para calmarme porque estaba histérica», dijo él. Pero yo, manteniendo mis creencias, pensé que mi amor lo podía todo y continué mi vida asumiendo todos los roles, todas las responsabilidades y casi todas las culpas. Yo me había propuesto tener una familia maravillosa. Tenía el amor suficiente para todos y podía perdonar. Pero el rencor corroe, la violencia genera violencia y los problemas iban en aumento.

Comencé a hacer terapia, intentamos hacer terapia de pareja. Lo conminé a que podía hacer algo « por él mismo». Entonces comenzaba y dejaba. Las cosas se ponían negras, volvía a empezar y volvía a dejar. Así pasó el tiempo. El amor se volvió tormento; los diálogos, discusiones; el compañero maravilloso de los primeros años se transformó en un ser asfixiante y agresivo que vivía con nosotros. Ya teníamos tres hijos. Primero yo quedé sin trabajo, el de él disminuía. Por fin conseguí uno nuevo, eran 9 horas, pero yo tenía que poder todo. Las deudas aumentaban, la hipoteca se vencía, las discusiones eran permanentes, el sexo era una obligación o una lucha, la ternura no existía y el amor no sé dónde se había perdido. Pero yo aún creía. Le propuse separarnos, tomarnos un tiempo, pero cuando llegó el momento: los golpes y el encierro… y los chicos llorando del otro lado de mi puerta. Y cuando todo se detuvo, llamé a mi hermana y me fui.

Pero la vida nuevamente me tira la realidad en la cara: hago la denuncia, voy al médico forense, totalmente humillada le muestro mis heridas, y el doctor como si tal cosa me dice: «Sólo tiene moretones, esto no alcanza para una denuncia penal. No vale la pena ni sacar fotos».

El tribunal de familia, audiencias para reconciliar lo irreconciliable. Los chicos y yo en casa de mi mamá, lejos de «nuestro mundo». Yo viajaba dos horas para ir a trabajar y dos horas para volver, los chicos sin poder ir a la escuela. Y él, pancho en nuestra casa. «Yo le había arruinado la vida, lo presioné tanto que no tuvo otra alternativa que reaccionar así». Tampoco podía trabajar. «Su trabajo era creativo y yo le había destrozado la cabeza. No podía crear».

Muy pronto la vida no sólo nos dio un sopapo, nos dio una paliza: mi hermana, mi sobrina y mi cuñado mueren en un accidente. Un camionero borracho y con antecedentes los pasó por encima en una ruta de Córdoba. El mundo de nuestra familia parece derrumbarse. Ya nadie es el mismo, el dolor, las ausencias, la injusticia. Volví a mi casa, a vivir separados (así se acordó en el tribunal). Él en el local, los chicos y yo en la casa. Él nunca lo respetó y yo nunca lo obligué a que lo hiciera. Y nuevamente fiel a lo que me había grabado y a mi meta de tener «la familia maravillosa» le di una segunda oportunidad. Más terapias individuales, más terapia de pareja. Los chicos tenían problemas en el colegio. El sexo había mejorado, en apariencia nuestra relación también. Pero poco a poco reaparecieron los fantasmas, el rencor guardado, los miedos, impropia violencia en la ironía de mis palabras. Y de pronto, lo inevitable: un nuevo exabrupto y su violencia que puso en evidencia la realidad: todo estaba cada vez peor, sólo que yo, de nuevo, no había podido verlo. Nueva huida. Separación. Interminables y ridículas luchas en los tribunales de familia.

Y aunque estábamos separados, una noche decide entrar a la casa haciendo saltar la puerta a patadas, rompiendo muebles, golpeándome frente a los chicos. Pero con la precaución de explicarles «que lo hacía con la mano abierta para no lastimarme, porque si quisiera hacerlo él podía matarme, y en realidad es lo que tendría que haber hecho conmigo y con mi madre».

Una exclusión de 90 días, porque «él es aún su marido y es tan propietario de la casa como usted». Además, «no se le pueden negar los derechos de padre». Y como todos somos cosas sujetas al marco que dicta la ley (al pie de la letra, sin considerarnos seres humanos) la realidad es: él hace lo que quiere y vos… ¡¡¡arreglate como puedas!!!

Estoy madurando y aún soy inocente, pero he aprendido mucho:

Y a mis 36 años (más vale tarde que nunca), descubrí que además de ser «hija ejemplar», «maestra modelo» y «madre abnegada», soy una mujer y puedo disfrutar de serlo.

Para mi suerte, la inocencia me permitió pedir ayuda a alguien como mi terapeuta, quien me abrió los ojos y me mostró las señales del peligro. También me hizo ver que yo podía defenderme, hasta de mí misma. Hoy me permite creer que voy a tener otras oportunidades y una vida mejor. También me permite seguir luchando por mis derechos y los de mis hijos (aún en este maldito sistema). Aún puedo soñar, creer, crecer, jugar, sorprenderme y dejarme asombrar por las cosas inesperadas que la vida nos presenta, como poder escribir este testimonio, esperando que alguien al leerlo pueda sentir, como yo, que, sin importar las cosas terribles que nos hayan sucedido, todavía se puede creer. Hay que pedir ayuda y ser capaz de aprender de lo vivido.

¡Nosotras somos las que nos merecemos otras oportunidades! Vale la pena seguir luchando hasta conseguirlas. (Flavia, 36 años).