Cuando tenía veintidós años sufrí ataques de pánico. Al principio no sabía bien qué era, y realicé consultas con un médico clínico y con un neurólogo. Finalmente mi madre me puso en contacto con un psiquiatra que era el director de una clínica de Banfield en la que ella trabajaba. Yo ya había tenido sesiones de psicoterapia antes y esperaba un «formato» similar: un día, un horario, un precio. Estaba muy angustiada y puse toda mi confianza en ese psiquiatra. Creo que por estas razones no me llamó la atención su particular modalidad: podía ir a verlo cuando quería —solamente debía llamarlo por teléfono a la clínica— y no habló conmigo de sus honorarios. Creo que mi madre le pagaba mensualmente, pero él se ocupó de borrar ese ítem de nuestro contrato. Así empezamos. Lo veía dos o tres veces por semana, a veces más, y las sesiones nunca duraban lo mismo. Me contó que acababa de separarse, me hablaba de sus hijos, de los celos de su mujer. Mientras me atendía, cumplía al mismo tiempo con sus obligaciones de director de la clínica, de manera que hablaba por el interno o me pedía permiso y se iba durante un rato. La relación iba siendo cada vez más informal. Cuando lo llamaba por teléfono, además de arreglar día y hora para verlo, prolongábamos la conversación como si fuéramos amigos. A mí, por supuesto, la situación me encantaba: los ataques de pánico habían desaparecido y me estaba enamorando de mi psiquiatra, que a todas luces parecía corresponderme. Hasta que un día, en una sesión, me dijo que no podía vivir sin mí. Esas palabras —«No puedo vivir más sin vos»— me dejaron helada al principio, pero luego la situación me empezó a gustar. Me sentía enamorada de él. Empezamos una relación amorosa y dejamos las sesiones de terapia. En realidad, las dejamos nominalmente, porque para mí continuaron en mi casa, en bares y en restaurantes: no podía olvidarme ni por un instante de que era mi psicoanalista. Seguía hablándole como en el consultorio, sin poder relacionarme con él como me hubiera vinculado con otro hombre. Creo que a raíz de esta confusión, hacia el final de la relación volvieron los ataques de pánico. Lo abandoné. Me llamó durante unos meses, insistiendo con verme. Pero yo ya estaba con mi psicoanalista actual, había abierto los ojos y comprendí el abuso al que había estado expuesta. (Gloria, 31 años).