Fui abusada por mi padre biológico desde los 12 hasta los 20 años. Fueron pocos los que testimoniaron a mi favor, los que se jugaron por mí. ¡Si hasta yo apacigüé el horror en mi interior poniéndole a mi padre la etiqueta de enfermo! La única explicación posible para mantener a salvo mi mente. Además, tras mucho silencio, por miedo a peder a mis amigos, supongo que también a mis padres y para que la familia no se desintegre, recién a los 16 años denuncié el problema en minoridad.
Conclusión: yo fui castigada y recluida. Durante un año y medio fui separada de mis afectos, familia, escuela, barrio. Me llevaron a un Instituto de Minoridad, previa promesa de mis padres de someterse a un tratamiento psicológico (del cual no se realizó más de una entrevista) aún cuando mi padre dice, a quien quiera oírlo, que no abusó sino que estaba «enamorado» de mí. Al volver de Minoridad se inició nuevamente el abuso, esta vez con más violencia debido a mi resistencia verbal y física. Hasta que logré, con no poco esfuerzo, irme de mi casa.
Los adultos que me rodeaban, los padres de mis amigos, dudaron o del hecho en sí o de mí.
¿Por qué cuando yo decía por aquel entonces: «mi papá no me ve como a su hija sino como su esposa», tenía que demostrar que no eran «esas cosas de adolescentes» o «quien no ha querido alguna vez irse de su casa» o «es una fabuladora», etcétera, etcétera? Y luego la infamia, el estar de boca en boca, historias inventadas que la gente hacía para explicar por qué estaba en Minoridad: «tráfico de drogas», «sorprendida en albergue transitorio siendo menor de edad»; en fin: «algo habrá hecho». Parece que nos tocara a las víctimas demostrar que somos inocentes.
Cada tanto, un caso golpea la crónica amarillista. Cuando el morbo se sació, las conciencias se acallan y nadie se mete entre las cuatro paredes de una casa que alberga estos crímenes contra niños indefensos o mujeres humilladas.
Es muy especial ser parte de una fatídica encuesta que nunca nadie realizó, ser un desaparecido, un acallado, el que le da la espalda a cámara cuando se toca el tema en la TV. Tal vez por eso una inmensa necesidad de justicia me anuda la garganta, me golpea el pecho, me da coraje. Sin saber cómo es esto de ser una madre, con mi hija de 17 meses, reparar, y siento el temor a repetir. Me levanto cada mañana y trato de ser feliz para no permitirles ganar a los que quisieron hacerme daño y a los que no creyeron en mí. Además, como dice Eduardo Galeano: «Los derechos humanos tendrían que empezar en casa». (Florencia, 31 años).