Así como cuando se entrevista a una persona que fue víctima de violencia se debe evaluar, desde el primer encuentro, los indicadores de riesgo para tomar las medidas o decisiones pertinente, de la misma forma se deberán evaluar los riesgos a los que están expuestos los operadores. Es decir, de qué forma pueden afectarlo las condiciones del trabajo en violencia y cuáles pueden ser sus consecuencias. En este sentido, se entiende por riesgo al conjunto de situaciones que pueden poner en peligro la inseguridad física y/o psíquica de las personas.
Una evaluación oportuna, entonces, de las condiciones laborales brindará mayores posibilidades para organizar las medidas preventivas de protección que se consideren más adecuadas. Entre estas, los mecanismos de anticipación de situaciones desestabilizantes o peligrosas son prioritarios para detectar las condiciones de riesgo psíquico y, en consecuencia, utilizar las medidas adecuadas para evitarlas o neutralizarlas.
La práctica en violencia provoca movilizaciones subjetivas que ocasionan distintos grados de conflictos. Los operadores suelen trabajar con límites de tolerancia o muy bajos o excesivamente altos frente a los obstáculos que plantea la tarea. Se puede considerar a los profesionales en situación de menor o mayor riesgo de padecer trastornos a causa de la tarea de acuerdo con los siguientes indicadores:
O sea, que, cuando se habla de riesgo, se habla de estados de mayor sensibilidad y/o vulnerabilidad que pueden favorecer a que el quehacer cotidiano se transforme en un factor enfermante.
En este sentido, el trabajo en violencia también merece ser estudiado desde una perspectiva que contemple el estrés laboral. En su estudio de esta problemática laboral, Plut (2000) estableció una relación entre trabajo y salud considerando la naturaleza de ese trabajo y los efectos que provoca en los operadores. En nuestro caso, será importante para analizar esa relación entre trabajo y salud, no perder de vista que los problemas que se manifiestan en los profesionales son específicos del trabajo en violencia. Y esto no significa pasar por alto las características de personalidad de cada operador que pueden predisponer a diversos efectos subjetivos. Pero será conveniente no transformar en patológicos los trastornos que se presenten, sino considerarlos como una manifestación resultante del impacto traumático que suelen provocar ciertas consultas. Ese impacto puede proceder de una sola entrevista en la que se describen situaciones de extrema violencia, pero, cuando hay una acumulación de esas consultas, la sobrecarga emocional podrá volverse traumática. Pensemos en una sobrecarga emocional que resulta de ver y escuchar todos los días numerosas historias de violencia, tener que sostener a las víctimas y, a la vez, intentar resolver situaciones complejas. Estos estímulos, si son excesivos, pueden superar la capacidad de tolerancia del sujeto y disminuir la posibilidad de graduar y controlar esos estímulos. Es así que, cuando el contexto de trabajo se transforma en una fuente de estrés, influirá de diversas maneras en la subjetividad de las personas.
Beltrán y Bó de Besozzi (2000) señalan que el estrés constituye una expresión del fracaso, transitorio o permanente, del procesamiento subjetivo. Las personas disponen de una variedad y potencialidad de recursos para enfrentar situaciones de malestar, provenientes, como ya lo señaló Freud (1930), del propio cuerpo, del mundo exterior y de los vínculos con otras personas. Pero cuando ese procesamiento subjetivo fracasa porque los acontecimientos superan la capacidad de elaboración, se manifestarán síntomas a nivel emocional y/o corporal.
¿Cómo opera ese procesamiento subjetivo frente a situaciones vividas como traumáticas? El aparato psíquico dispone y mantiene señales de alarma que se pondrán en acción frente a situaciones peligrosas para el psiquismo. Esta señal de angustia, como ya vimos, tendrá la finalidad de evitar que el sujeto sea desbordado por esos estímulos. Si estos son muy intensos, como en algunos de los casos citados, la gran afluencia de los que no pueden ser controlados hará surgir la angustia. En este sentido, Bleichmar (1997: 105) señala que los estados afectivos comprendidos en la denominación de angustia son el resultado de la puesta en acción de un sistema de alerta y de emergencia ante diversos tipos de peligros externos e internos.
Cuando los estímulos son intensos y la angustia no puede ser procesada por el aparato psíquico es posible que afecten el cuerpo. Es decir, se producen diferentes niveles de somatización que evidencian la imposibilidad de tolerar tensiones. O sea, esa tensión no puede ser soportada ni elaborada psíquicamente llegando a desestabilizar el equilibrio psicosomático. En consecuencia, no se podrá realizar un trabajo intelectual, se producirán fallas en la atención, aparecerán dolores de cabeza, problemas digestivos, entre otros síntomas, que evidencian la relación existente entre el déficit del procesamiento mental y las manifestaciones corporales.
Los efectos tóxicos y traumáticos provenientes de la tarea misma, entonces, necesitarán ser elaborados con la finalidad de dominar esos estímulos excesivos permitiendo el procesamiento de los diversos malestares provenientes del trabajo en violencia.