Cuando una mujer llega a la consulta hay que preguntarse qué es lo que ella espera y necesita. Esta pregunta orientará un acercamiento adecuado a sus necesidades. Desde el primer contacto se establece un campo dinámico de interacción por donde ya transita la violencia, porque la sola presencia de una mujer que fue violentada anticipa la incertidumbre de no saber qué se va a escuchar. En este primer contacto no se pueden eludir ciertas propuestas básicas:
El proceso de consulta implica, para la mujer que pide ayuda profesional, ingresar a un código que se refiere a la violencia. Esto significa poner
palabras al daño sufrido en su cuerpo, a las emociones experimentadas, a los
pormenores del ataque y a su vergüenza. Este proceso de comunicar supone, para la consultante, ser mirada y escuchada con el temor de que sus interlocutores la juzguen y/o la critiquen. Por otro lado, es frecuente que ella se culpabilice porque «no se dio cuenta», porque «se mostró confiada», porque no previno el ataque, no tomó los recaudos necesarios o porque no pudo evitar quedarse dentro de la situación violenta. Pero a pesar de que ella se culpabilice, hay algo que nadie más sabe: los sentimientos provocados por el impacto que la violencia ejerció sobre ella. En esto consiste su saber personal e intransferible y es por esto que la mujer puede tener dificultades para relatar los hechos violentos padecidos.
La violencia, sobre todo la que se manifiesta en forma crónica, arrasa con la identidad y la subjetividad y suele excluir a la mujer del terreno de la palabra y la significación. En este sentido, podemos hablar de varios tipos de silencios. Algunos son silencios sutiles que no sólo significan no decir sino que se refieren al callar por vergüenza, culpa, malestar, o porque las técnicas de violencia ejercidas por el agresor no se dejan nombrar. Se puede observar este tipo de silencio cuando aparecen «cortes» en la comunicación que dejan en suspenso las palabras. Otros son silencios que pueden producirse por represión, es decir, se reprime un deseo de expresarse por suponer que lo que se diga no será creíble, o se teme la desconfianza, la crítica o la censura. Este silencio expresa la búsqueda de alguien que quiera escuchar y creer. Pero la experiencia de violencia puede desbordar las palabras. Aun en el silencio se suele utilizar un lenguaje no verbal, como gestos, suspiros y llanto, para expresar esos deseos reprimidos que los profesionales deben decodificar. Otro silencio es el que acompaña a una injuria física y psicológica muy grave que deja, en quien la ha padecido, un vacío de representaciones psíquicas: «no sé que decir», «no sé lo que siento», «no puedo contar». El lenguaje tiene una función organizadora del psiquismo, por lo tanto, es difícil poner palabras a esa injuria narcisista porque no están disponibles las que puedan expresar los efectos de la violencia padecida. Ese vacío de representación significa que la mujer-víctima no puede unificar todo lo que siente como disperso y aparece disgregado en imágenes casi imposibles de ser representadas. Los profesionales deben decodificar este silencio para desmentir la creencia de que «callando se olvida». Lo que se calla, por el contrario, permanecerá alojado en el psiquismo con su potencialidad patógena, atrapado entre sentimientos de hostilidad, odio y venganza. Una forma de procesar una situación traumática consiste en recuperar el poder de decir, para no quedarse con la idea de que el último que habló, amenazó y ordenó no contar fue el agresor. Ayudar a quebrar ese silencio proveerá de legitimidad a la palabra de la víctima, para que esta no quede apresada entre el silencio y el secreto.
Todos estos silencios requieren cautela por parte de quienes escuchan. Se pueden entender como una protección frente a lo intolerable, pero también indican si se debe esperar o si se puede preguntar. En este caso, será necesario trabajar sobre los aspectos más estructurados del discurso de la víctima y sobre estos asentar las posibilidades del decir.