Disciplinas e interdisciplinas

Un equipo conformado para trabajar en violencia debe contar con construcciones teóricas y técnicas interdisciplinarias, pues si cada disciplina se aboca a su especialidad sin relacionarse ni modificarse con respecto a las otras, el resultado será una fragmentación de conocimientos que no dará cuenta de la pluralidad y la complejidad de la realidad que plantean las demandas sociales. Esta orientación, denominada multidisciplinaria, podrá crear áreas especializadas de conocimiento pero no logrará una articulación entre la teoría y la práctica, ya que ninguna disciplina puede, por sí misma, proponerse abarcar el complejo fenómeno de la violencia. Cada operador y cada disciplina, entonces, delimitará su campo de conocimiento y definirá su objeto de estudio, pero buscará las formas de intercambio y articulación con los diferentes conocimientos, conceptos y metodologías técnicas. Así se alcanzará aquello que Pichon-Rivière (1971) consideró para las situaciones sociales: un abordaje interdisciplinario, una visión integradora. Esta situación social de la que habla este autor deberá ser objeto de una ciencia única o «interciencia» cuya metodología de trabajo estudie detalladamente y en profundidad todas las partes de un problema. Él propone, entonces, una «epistemología convergente» en la que las diferentes ciencias funcionen como una unidad operacional que enriquezca al objeto de conocimiento y a las técnicas de abordaje. Por lo tanto, queda claro que el trabajo sobre la violencia debe contar con el aporte de perspectivas múltiples. De esta manera la interdisciplina permitirá plantearse la tarea desde diferentes abordajes adecuados a una demanda y a la complejidad de cada caso de violencia.

«La interdisciplina surge de la indisciplina de los problemas actuales» sostiene acertadamente Alicia Stolkiner (1987). Indisciplinarse con las disciplinas es necesario, puesto que los problemas no se presentan como demandas concretas sino como asuntos difusos y complejos que dan lugar a prácticas sociales contradictorias. Esto es lo que sucede concretamente, dice Stolkiner, con los problemas de consulta actuales.

La violencia en sus múltiples formas, la anorexia, la bulimia, la adicción a las drogas y los problemas surgidos del desempleo y de la exclusión social plantean dificultades para ser encasillados en las categorías tradicionales y abren, necesariamente, la perspectiva interdisciplinaria. De lo contrario, se estarían abordando parcialmente las necesidades de las consultas de asistencia y se estaría limitando el alcance de las estrategias preventivas. La aproximación interdisciplinaria surge, entonces, de una concepción de la realidad como totalidad estructurante y cambiante, ni fija ni obvia. El riesgo de una práctica no interdisciplinaria es que el conocimiento quede aislado del contexto social. El abordaje de la violencia, sin embargo, no se contenta con ser sólo interdisciplinario, sino que también deberá ser interinstitucional. O sea que cada operador necesitará tener información precisa que le permita derivar a quien consulta a otros profesionales o instituciones que trabajan en violencia de género. Así, la interdisciplina se ejercerá no sólo dentro del grupo de trabajo sino también utilizando los recursos externos que sean necesarios.

La orientación interdisciplinaria favorecerá, necesariamente, la integración y la producción de conocimientos, señala Nora Elichiry (1987). Pero esta interdisciplinariedad deberá ser realizada partiendo de la convergencia de los problemas que plantea la demanda social, en nuestro caso la violencia, y no partiendo de las disciplinas. Elichiry aclara que los problemas sociales no tienen fronteras disciplinarias y los límites de cada disciplina no son fijos ni determinados para siempre. Sin embargo, el tema «borde» entre dos disciplinas no configura disciplinariedad, sino que son necesarios, además determinados requisitos que comprometen al trabajo en equipo: el interés, la cooperación, la interacción y la flexibilidad entre sus miembros.

Los operadores, por lo tanto, deberán estar alertas en cuanto al riesgo que implica quedar rigidizados en determinada teoría o disciplina. Las violencias, como situaciones concretamente padecidas y ejercidas, no siempre encuentran respuestas en los conocimientos previos. Es así que el posicionamiento profesional no será el mismo si se tiene por objetivo intervenir sobre el dolor y la angustia provocada por la violencia y ofrecer los recursos para enfrentarla o si sólo se intenta mantener a toda costa los propios esquemas conceptuales. De esta forma, cuando cada disciplina se estanca o se encierra en sí misma, se parcializan los recursos para comprender a quien demanda asistencia. Es posible que así no se desdibujen los límites de los conocimientos pero se corre el riesgo de que no se logre una escucha que integre todas las dimensiones del problema.

Si se consideran inmutables las categorizaciones que cada disciplina establece y se las privilegia y/o jerarquiza sobre las de las otras, no se adecuarán las intervenciones a lo que cada situación plantea. Y esto puede aparejar por lo menos dos consecuencias: dentro del equipo, que se privilegien ciertas profesiones y otras aparezcan subordinadas, generando situaciones conflictivas. Y, en relación con quien consulta, el riesgo consistirá en que se parcialicen las respuestas a su demanda y no se preste la asistencia integral que cada consulta requiere.

Otros autores plantean que la integración de las diferentes disciplinas se logra implementando un marco conceptual común, por ejemplo: un concepto que podemos considerar privilegiado para trabajar en violencia es el de género. Así se constituye la transdisciplinariedad. Se trata de dilucidar críticamente las diversas teorías con la finalidad de incluir otras formas de pensar y de hacer, utilizando esas teorías como «caja de herramientas» que aporten diversos instrumentos para trabajar las situaciones concretas que se presentan. La transdisciplina, entones, evitará las totalizaciones que pueden constituirse en obstáculos epistemológicos para abordar una demanda social. Para la transdisciplina, por lo tanto, no es suficiente la interacción interdisciplinaria. Es necesario que esa interacción no tenga fronteras para así lograr una mayor explicación científica de la realidad.

El enfoque transdisciplinario, según Ana Fernández (1989: 137 y ss.), plantea que las teorías y prácticas hegemónicas deben ser abandonadas como tales para que las consideradas subordinadas recobren su potencialidad de articulación con todos los saberes. Des-disciplinar las disciplinas en el plano del actuar, entonces, significa los perfiles profesionales más rigidizados que demandan mayor jerarquía. La forma de funcionamiento de la transdisciplina, propone esta autora, consiste en atravesar el tema del cual se trate por los diferentes saberes disciplinarios. Sólo así se tomará en cuenta, y esto es particularmente importante en violencia, los diversos problemas que un tema presenta y sus múltiples implicancias. La transdisciplina no podrá funcionar, según Saidón y Kononovich (1991), si existe un exceso de especialización que implique un regionalismo epistemológico que pretenda imponer un único conocimiento. Una de las consecuencias de ese regionalismo epistemológico —que puede funcionar como intento, en la práctica cotidiana, de apostar a lo previsible y a reducir los imprevistos— consiste en que se suele plantear, en el interior de los equipos, una fuerte relación entre el poder y el saber, enlazados y anudados como si no pudieran funcionar uno sin el otro. De ese modo, se propicia que el saber se instale en lugares estancos desde los cuales se podrá ejercer poder. Este se manifiesta cuando las disciplinas que se consideran hegemónicas imponen jerarquías (de profesiones y de conocimientos) y producen desigualdades. Es así que se ejercerá violencia dentro de un grupo cuando quien o quienes imponen el poder desconocen las singularidades, niegan la diversidad e intentan, así, eliminar los desacuerdos. Esta violencia simbólica, tal como la entiende (Bourdieu, 1970), se ejerce, en el interior de un equipo, de manera insidiosa, a veces invisibilizada. Así, se intentará imponer como legítimos ciertos conocimientos y prácticas con la finalidad de anular los espacios para el desacuerdo y la diferencia. Ante este riesgo pueden aparecer varias reacciones dentro del grupo —de sometimiento, de sobreadaptación al maltrato o de resistencia— que se manifiestan por la conformación de subgrupos que se oponen al poder hegemónico o cuando todo el grupo decide desarrollar un pensamiento crítico, que cuestione y desanude el poder del saber. Esta es justamente la propuesta de la transdisciplina que, según Saidón y Kononovich, puede ser definida como una estrategia para recorrer los diferentes saberes que se articulan en un grupo y/o en una institución, desanimando, así, su territorialización. Es decir, la transdisciplina serviría como estrategia para que el saber se desanude del poder hegemónico.

Pero para que esto pueda funcionar, será necesario que se establezca una alianza de trabajo (Greeson, 1976) entre los miembros del grupo que debe contar con ciertas condiciones: el predominio de relaciones simétricas, un intercambio productivo y racional y el replanteo conjunto de categorías teórico-prácticas provenientes de las diferentes disciplinas. Estas condiciones no sólo ampliarán las posibilidades de acción de un grupo sino que también asegurarán los lazos de convivencia, solidaridad y cooperación. Esta alianza de trabajo y la reflexión permanente sobre los temas planteados favorecerá la comunicación de todo el equipo que se constituirá, así, en un espacio de creatividad y sostén para el diálogo. Este diálogo, sin embargo, deberá contar con determinadas características. El grupo de trabajo es el espacio para la racionalidad pero también debe ser el lugar para compartir el placer, la gratificación por la tarea que se desarrolla y los afectos involucrados en la práctica. Muchos de los conflictos personales y grupales que hemos observado supervisando equipos que trabajan en violencia se relacionan también con tensiones originadas por este tipo de práctica. Estas tensiones tienen un efecto tóxico sobre el psiquismo de los miembros de un grupo. Si no son procesadas grupalmente generarán situaciones realmente problemáticas en diversos espacios: en lo personal, en el interior del grupo y en el campo de las entrevistas. A estas situaciones conflictivas, surgidas por el trabajo sobre violencia, las llamaremos «los efectos de ser testigos» (tema que se desarrollará en los capítulos 16 y 17).