En diferentes momentos de su vida, las mujeres acuden a la consulta hospitalaria o a los consultorios privados para su propia atención, la de sus hijos u otros familiares. En consecuencia, estos ámbitos de la salud son privilegiados para detectar e identificar los trastornos provocados por hechos de violencia. Pero existen diversos obstáculos que hacen que en la mayoría de las consultas por trastornos orgánicos y/o emocionales específicos ocasionados por la violencia, esta pase inadvertida. Por un lado, no se ha logrado aún que en el sistema de salud se incluyan en toda historia clínica preguntas específicas destinadas a detectar la ocurrencia de hechos violentos. Esta omisión refuerza la creencia de que la violencia no es un problema de salud. Por el otro, la desinformación acerca de este fenómeno impide la adecuada apreciación, por parte de los profesionales, de la relación existente entre condiciones de vida y condiciones de salud. Esta omisión disocia las condiciones estresantes en que las mujeres violentadas desarrollan su vida y los severos efectos que este fenómeno tiene sobre la salud.
Si bien la violencia no es una enfermedad, es la causa de una variedad de síntomas y/o trastornos específicos. De modo que considerar en una consulta médica y/o psicológica esta relación permitiría a los profesionales tomar medidas preventivas y asistenciales adecuadas. Existen, asimismo, otras dificultades para el registro de los efectos de la violencia en los espacios de salud, tanto por parte de la víctima como de los profesionales. En relación con la víctima, ¿cuáles son las razones por las que muchas mujeres violentadas concurren a una consulta médica y/o psicológica ocultando la violencia física o sexual padecida? Podrían enumerarse las siguientes:
Estos obstáculos se refuerzan en muchas mujeres porque suelen sentirse desanimadas por el escaso apoyo que reciben en los ámbitos de seguridad de justicia y salud. Esta desprotección las lleva a pensar que su situación no es modificable y a abandonar la búsqueda de ayuda, con los riesgos que esto implica para su integridad física y mental.
En cuanto a los operadores de salud, ¿cuáles suelen ser las dificultades con las que se enfrentan para la identificación de los hechos violentos en una consulta? El fuerte peso cultural de los estereotipos sociales de varones y mujeres, adultos y niños, puede «naturalizar» ciertos comportamientos que, sin embargo, son violentos. Cuando estos ocurren dentro de la familia o de otros vínculos cercanos, enfrente a los profesionales con una situación problemática. Por un lado, los comportamientos violentos hacen dudar de las propias ideologías acerca de cómo debe ser una familia o una pareja, cuestionando principios éticos y presupuestos culturales. Por el otro, la creencia de que la violencia sexual y la que ocurre en una familia es un asunto exclusivo de la intimidad de las personas o de las familias dificulta el reconocimiento, por parte de los profesionales, de que este es un problema de salud pública que reclama estrategias concretas de prevención y asistencia. Será necesario, entonces, realizar un trabajo reconstructivo de las prácticas que implique conceptuar a la violencia como un problema relativo a las relaciones y las conductas normatizadas socialmente.
El trabajo reconstructivo requiere, entonces, dos cuestiones. Reconocer los aspectos sociales de la violencia y revisar los cambios histórico-sociales que han ido modificando las estructuras familiares y los vínculos entre sus miembros, incluyendo la perspectiva de género que atraviesa todos los conflictos sociales. (Giberti, 1998).
Una problemática vinculada con los operadores es que la asistencia a las víctimas de violencia crea un campo de trabajo en el que se asiste a víctimas de delitos. La relación entre la asistencia de quien consulta y lo que es sancionado por la ley conducirá a los profesionales a la situación de tener que establecer contacto con áreas con las que habitualmente no están familiarizados (policía, médicos y psicólogos forenses, abogados, jueces). No obstante, algunos profesionales deciden no tomar las medidas pertinentes porque no le creen a la víctima o consideran que se trata de un problema de pareja o con los hijos. Otros, que sí le creen, temen, sin embargo, las represalias del agresor o los trámites y problemas que puede ocasionarles una intervención. Sin embargo, a pesar de estos temores, deberían, sin lugar a dudas, informar a la mujer que es víctima de un delito y que puede efectuar la denuncia porque está amparada por la ley. Apoyarla para que tome una decisión al respecto constituye una real medida de protección y prevención (Viar y Lamberti, 1998). En este sentido, la información que se brinde a una víctima de violencia aliviará la ansiedad y el temor a no ser asistida como es su derecho. Caso contrario, se sentirá inhibida en su capacidad de tomar decisiones y es probable que se sumerja en la apatía y la desesperanza (Velázquez, 1998b). Pero se debe también tener en cuenta que muchos profesionales no brindan esa información porque la ausencia de normativas y reconocimiento institucional sobre la problemática de la violencia, los deja sin apoyo para tomar las medidas asistenciales y legales adecuadas.
Otra dificultad que plantean las consultas para indagar sobre la posibilidad de hechos violentos es el impacto que genera en la subjetividad de los operadores observar los daños físicos o escuchar sobre las técnicas de violencia ejercidas por el agresor. Esto hace que los profesionales se posicionen demasiado cerca, con el temor o el riesgo de ser atrapados por las escenas de violencia, o demasiado lejos, con una actitud indiferente. Es que en el espacio de la consulta, una víctima suele provocar sentimientos ambivalentes: van desde el franco rechazo como mecanismo defensivo frente a las manifestaciones de la violencia, hasta un máximo de involucramiento personal que puede exceder las posibilidades concretas de enfrentar el problema.
O sea, en la práctica asistencial se compromete, particularmente, el posicionamiento subjetivo de los operadores. Y esto es así porque deberán, en el diálogo con una consultante, enfrentarse con por lo menos dos interrogantes: cómo disponer de una escucha para las situaciones de violencia, y cómo enfrentarse a los relatos y dar una respuesta asistencial o preventiva adecuada. En ese sentido, el abordaje interdisciplinario constituirá una red de sostén para que los profesionales puedan ofrecer respuestas coordinadas y eficaces.
La detección del problema, la valoración del riesgo y la implementación de estrategias de protección ya representan medidas preventivas si se identifican los efectos de la violencia en una primera consulta. De lo contrario, se corre el riesgo de que esas personas aparezcan en las urgencias hospitalarias con graves lesiones.
Los profesionales de la salud deben procurar, además, conocer las instancias judiciales, los centros de atención de violencia y las acciones específicas que estos desarrollan, con el fin de contactarse, capacitarse, asesorarse y/o hacer las derivaciones pertinentes. Deben saber también que en esos centros existen programas de prevención de la violencia y de promoción de la salud, así como grupos de apoyo a las situaciones de crisis, grupos de autoayuda, asistencia psicoterapéutica específica, asesoramiento legal para las víctimas de violencia, sus allegados, y programas de rehabilitación para los agresores. La asistencia integral de la violencia en los espacios de salud exige, por lo tanto, el compromiso y la intervención interdisciplinaria, intrainstitucional e interinstitucional.
Todos los profesionales, cualquiera sea su especialidad, deben reconocer que la violencia es un problema de salud que requiere una capacitación específica para su reconocimiento, para la intervención adecuada y para neutralizar los efectos subjetivos que genera la asistencia de víctimas de violencia (los efectos de ser testigo).