Un rasgo fundamental de la violencia como expresión de las relaciones de poder consiste en coaccionar a la niña abusada con el fin de guardar el secreto. Este es un aspecto esencial para que las acciones incestuosas se lleven a cabo y se repitan sin que el abusador corra el riesgo de ser descubierto. Que el incesto permanezca oculto, clandestino, le confiere tal poder e impunidad al abusador que necesitará más abuso para alimentar ese poder. Esto incrementará, a la vez, la indiferencia del ofensor por el dolor que le puede ocasionar a la niña a quien violenta («Dejá de hacerte la víctima, ¡por favor!»).
El efecto del incesto, además de traumático, adoptará la cualidad de siniestro tal como lo entiende Freud[35]. Así, el incesto ejercido por el padre contra la niña introduce en lo conocido y familiar —la figura paterna y lo que se espera de esa figura— aspectos insólitos e insospechados —las acciones abusivas—. Lo desconocido que hay dentro de lo conocido produce entonces la vivencia de lo siniestro. Esto es así debido a que el padre, que tiene la función de cuidar y proteger, se transforma en abusador. Como el incesto ocurre en el interior de la familia, ese ámbito, altamente mitificado, favorece que sus miembros nieguen o no reconozcan la conducta abusiva. El efecto siniestro de este ocultamiento se infiltra como tal en el psiquismo de la niña y en el resto de la familia, afectando de diversas maneras los vínculos. Este secreto de familia provoca que todos sufran sin saber por qué y convivan con algo que ignoran pero que, sin embargo, presienten. Ulloa (s/f) señala que estas familias sufren, sin saberlo, las consecuencias de la malignidad de lo que es ocultado. A esta incertidumbre se le puede sumar, además, un mecanismo de negación y desmentida[36] de lo que ocurre, ya que convivir con este tipo de violencia promueve, por el horror que significaría saberlo, distintas estrategias para no «ver». Mediante este mecanismo de desmentida el yo queda escindido y coexisten dos actitudes psíquicas: la que ve y la que no ve, la que reconoce la existencia de algo y la que la niega (Monzón, 1997).
Es posible que estas familias, a causa de lo que ocurre y que no saben, desarrollen estrategias de ocultamiento, mentira y distorsión de los hechos cotidianos que afecten la comunicación. La consecuencia será que tiendan a encubrir, minimizar o banalizar cualquier situación difícil que deban enfrentar («De eso no se habla»). Pero esto no quiere decir que estas familias promuevan ni avalen el incesto, aunque sufran las consecuencias de lo ocultado, porque los actos abusivos son cometidos por uno de los miembros, quien tiene la total responsabilidad de lo que ocurre. Quienes hablan de «familias incestuosas» omiten los determinantes sociales que configuran las ideas de la familia y los posicionamientos jerárquicos y desiguales de varones y mujeres dentro de ella. De esta forma, sólo se logra opacar el significado de la opresión de la mujer y de las relaciones de poder en el interior de la familia. Si el contexto social en el que el incesto se lleva a cabo no es tomado en cuenta, el ofensor se transforma en invisible. El riesgo al que puede llevar el supuesto de las «familias incestuosas» es creer que hay un consentimiento de la niña o una culpabilidad de la madre, como si todos hubieran «participado» en las prácticas de incesto.
Eva Giberti (1998) señala que existen madres que denuncian o se separan de los abusadores cuando el incesto es dado a conocer. Esto «resulta desordenador para la tesis de la familia incestuosa puesto que el acto queda circunscrito a la responsabilidad paterna, mientras que la mujer se opone legalmente a ese procedimiento. Lo cual incorpora la necesariedad de una madre cómplice que autorice sostener la clasificación de una familia disfuncional». En la consulta, la madre de Delia dijo:
«Cuando mi hija rompió el secreto y me contó que mi compañero abusaba de ella sentí mucha desesperación y salimos enseguida a hacer la denuncia a la comisaría. Él está preso ahora, pero le sigue mandando cartas a los chicos diciéndoles lo mucho que los extraña».
Sin embargo, los mecanismos de silenciamiento que se ejercen dentro de una familia, aunque pueden ser similares a los que se implementan en los casos de abuso extrafamiliar, en el incesto tienen características propias. El ofensor ejerce formas abusivas de poder dentro de la casa aprovechándose de la dependencia emocional y económica de los miembros de la familia, sobre todo la de las menores. Es habitual que las vigile, se muestre celoso y posesivo en relación con los afectos que ellas puedan demostrar dentro o fuera de la familia, haga críticas y amenazas sobre los amigos, las salidas, la ropa, etc. De esta forma, él impone a estas niñas y adolescentes un camino de endogamia de difícil retorno. Por otro lado, una estrategia fundamental que suele ejercer el ofensor es la de ir configurando las imágenes que cada uno de los miembros de la familia pueda tener de sí y de los otros.
Estos estereotipos preparan el terreno para el incesto y cualquier otra forma de abuso de poder. Estas estrategias «naturalizan» la violencia, debilitando el registro de sus diferentes manifestaciones (maltrato físico, psicológico, descalificaciones, insultos). En consecuencia, será más difícil ejercer censura y resistencia.
Otra estrategia que el ofensor implementa para ejercer el poder consiste en convencer a la niña de que sólo cuenta con él y que le gusta o desea lo que ocurre entre ellos. De esta forma, logra distorsionar la percepción de la niña «haciéndole creer» que ella quiere lo que en realidad sólo él desea: abusar. Por el contrario, una escena temida por estas niñas, que las mantiene en estado de alerta y terror, es sentirse a merced de la voluntad y el arbitrio del abusador y no poder anticipar en qué momento pueden repetirse las acciones incestuosas. La niña, entonces, quedará atrapada entre el miedo y el «convencimiento» que intenta ejercer el agresor. Bleichmar (1986: 239) señala que cuando se transmite la convicción de que algo es de determinada manera se está exigiendo que debe ser compartido. Esta convicción funcionará como una ley independiente de cualquier otra perspectiva de la realidad. Este trastocamiento de la realidad genera en la niña una confusión que proviene del tipo de afirmaciones y de las formas de transmitirlas —seducción, enojo, orden—. A partir de aquí, la niña pasará a tener una imagen de sí que la llevará a dudar de sus vivencias y de los sentimientos que experimenta.
Manuela, de 12 años, dijo en la entrevista:
«Yo no sabía qué pensar de lo que pasaba con mi padrastro. Él me dijo que no tenía nada de malo. Casi todas las noches él miraba televisión hasta tarde. Mi mamá no estaba porque trabajaba de enfermera. Yo nunca podía dormir, tenía mucho miedo. Me pasaba pensando y viendo por el reflejo del vidrio de la puerta si él seguía sentado en el sillón. Cuando se levantaba yo empezaba a llorar y me escondía debajo de la sábana. Dos veces me escapé por la ventana. Yo sabía que si se levantaba podía ir al baño, a la cocina o a mi cuarto».
Los efectos provocados por los hechos abusivos adquieren gran dramatismo para una niña. La relación estrecha y afectiva con el padre (o cualquier otra figura significativa) la hace sentir gratificada y querida, sentimiento que, a su vez, le genera confusión, culpa y vergüenza. No obstante, en algunas chicas (y así lo comentan en la consulta) el odio contenido y el rechazo que sienten por el abusador es intenso, aunque sean incapaces de expresarlo por miedo a las represalias (Manuela repetía: «Yo sé que Dios me va a castigar pero lo odio tanto que pienso todo el tiempo ¡ojalá se muera!»). Odiar al padre y temer la pérdida de su amor es la trágica encrucijada que enfrentan estas niñas. La coexistencia del sufrimiento y la rabia conduce a un duro trabajo psíquico porque se corre el riesgo de perder la protección y el amparo que se requiere de un padre. El abusador es una persona querida y necesitada pero, al mismo tiempo, es quien hará surgir el odio porque la niña no podrá comprender sus motivaciones para atacarla («¿Por qué a mí?», «¿Por qué no a mi hermana?»). Este odio indecible forma parte también del secreto de la niña, pero esta vez el secreto no es compartido con el abusador sino que es a él a quien es necesario ocultarle lo que se siente: odio.
Cuando el agresor obliga a mantener en silencio las situaciones de incesto, intenta establecer una alianza perversa con la niña utilizando actitudes extorsivas (regalos, dinero, permisos de salidas). Así, el ofensor le impone a la niña aliarse con él mediante la obediencia y la mentira, haciéndola responsable de los problemas que puede ocasionar con el relato de lo que le sucede.
Tal como pregunta Virginia Woolf en el epígrafe («¿Cuál es la palabra para un sentimiento tan callado y conflictivo?»), las niñas que son abusadas se enfrentarán a la dificultad de encontrar palabras que las liberen del secreto. No obstante, algunas niñas no desean contar sobre el abuso que padecen, con la ilusión de que el silencio las haga olvidar. Pero sabemos que «callando no se olvida». Por el contrario, la violencia, indecible e innombrable en determinado momento, más tarde se expresará mediante síntomas de diversa índole. Esa «memoria corporal», como la denomina Millar (1998), o «recuerdos corporales» como los llama Ferenczi, será la vía para manifestar esa verdad oculta. Otras niñas recurren al mecanismo psíquico de la desmentida para defenderse de lo traumático de las prácticas incestuosas ejercidas contra ellas, porque la inmadurez de su aparato psíquico no permite procesarlas (Monzón, 1997). Como vimos, la desmentida es el mecanismo psíquico a través del cual se desconoce algún aspecto de la realidad con el que no se quiere o no se puede enfrentar. Desmentir, en estos casos, será creer que eso que pasa no está pasando. Y no sólo que el incesto no ocurre, sino que tampoco existe el contexto violento que rodea el abuso y que tiene un efecto traumático: miradas y gestos obscenos, palabras que descalifican o acusan, caricias o roces ofensivos en el cuerpo. En estos casos es posible que el mecanismo de desmentida sea sostenido aún en la adultez. En la consulta hemos observado mujeres que tienden a convencerse de que el abuso no existió aun cuando los síntomas que las motivan a buscar ayuda pujan por el reconocimiento de esa verdad («Me dijeron que mi padre abusaba de mí y de mis hermanas y eso provoca mis problemas actuales. Yo no sé si eso era abuso. Era tan chica…»).
Entonces, es posible que el mecanismo de desmentida sea una estrategia inconsciente para reforzar la orden de secreto y para enfrentar el dolor del abuso. Pero en otros casos suele haber un momento en que las estrategias implementadas por el agresor no se pueden sostener, como tampoco los mecanismos de silenciamiento y desmentida. Es ahí cuando la imposición del secreto fracasa. Entonces, la familia deberá enfrentar diversas situaciones de crisis y la niña quedará expuesta a los cambios familiares suscitados, a la culpa, a los reproches, al descreimiento o a la indiferencia. Pero no siempre la relación familiar es adversa; por el contrario, la comprensión y el apoyo permitirán muchas veces que la niña o la adolescente puedan romper el secreto y reconozcan la necesidad de ayuda.
«—Me cuesta mucho pensar que esto haya pasado, —pero más me cuenta imaginar el sufrimiento de mi hija. Es difícil creer que mi padre abusara de ella. ¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿Le tenías más miedo a mi reacción que a lo que te hacía tu abuelo? ¿Por qué no me contaste?
—Me daba vergüenza.
—Yo te traje aquí para que puedas sentirte mejor».
(Diálogo escuchado en una consulta entre Beatriz y su hija Vanesa).