Los consultorios psicoterapéuticos no son una excepción: allí también puede ejercerse violencia sexual. Si bien existe una gran mayoría de profesionales totalmente dignos de confianza y que no se involucran sexualmente con sus pacientes, diversos estudios realizados en los Estados Unidos aseguran que entre un 10 y un 15% de los psicoterapeutas encuestados confirmaron haber tenido algún tipo de contacto sexual con ellos. Estelle Disch (1992) señala algunos datos básicos extraídos de una investigación que ella realizó en Boston y de diversos estudios sobre abuso sexual por parte de psicoterapeutas:
Podemos considerar que las situaciones abusivas en el ámbito psicoterapéutico representan transgresiones injustificables a la integridad psíquica de quien se asiste, que implican, también, el avasallamiento de los derechos a la salud y al respeto por la dignidad de las personas.
Disch define como abuso sexual al contacto físico de tipo sexual dentro o fuera del consultorio con o sin el consentimiento del paciente. Considera abuso, también, a una relación sexual y social que se prolonga más allá del tratamiento cuando aún persisten los efectos de la transferencia y de la contratransferencia (en los códigos de ética de algunos países se plantea que estos efectos persisten durante los dos años siguientes a la finalización o interrupción del tratamiento).
Ahora bien, ¿quiénes son abusadas? Se tiende, en general, a focalizar el análisis de este fenómeno más en las patologías de conducta de quien solicita asistencia que en el desarrollo del proceso de abuso y su impacto en la salud. O sea, pareciera que existe mayor preocupación por identificar las características de personalidad de las personas que son o pueden ser víctimas, que por comprender la dinámica del abuso (Wohlberg, 1997). En este sentido, Wohlberg cita una serie de investigaciones y estudios que afirman que no existen rasgos específicos en las personas que pueden ser abusadas por sus terapeutas, o sea, no existe un «perfil» determinado de pacientes de acuerdo con una patología, sino una combinación infinita de características psicológicas y sociales. Los autores citados por Wohlberg coinciden en que las características psicológicas de las víctimas no difieren de las que se observan en la población en general que consulta a un psicoterapeuta. Queda claro, entonces, que los intentos por determinar cuáles pueden ser las posibles víctimas constituyen una clara intención de culpabilizar a quien es abusada. Lo mismo sucede cuando se insiste en averiguar los antecedentes o rasgos de personalidad de un niño abusado o de una mujer violada. Esto significaría pasar por alto una serie de factores, de los cuales podríamos considerar como básico el desequilibrio de poder que existe entre abusador y abusada. Por lo tanto, debemos concluir que en todo acto de violencia el único responsable es quien la ejerce.
¿Cómo comienza a manifestarse el abuso sexual? Es un proceso que se va desarrollando a lo largo del tiempo y cuya dinámica es compleja e incluye los siguientes comportamientos:
Estos comportamientos, así como los que violan la confidencialidad y el secreto profesional, se consideran una infracción a la ética. Por lo tanto, cualquier tipo de relación que tenga connotación sexual en relación a quien se asiste es incompatible con la psicoterapia. Constituye una falta ética tipificada en todos los códigos de conducta profesional, siendo la abstinencia sexual una de las condiciones de posibilidad de cualquier tratamiento (Fariña, 1992). Es decir, el psicoterapeuta debe estar dispuesto a mantener la abstinencia sexual porque es lo que quien está en tratamiento requiere de él. Esto es así porque la responsabilidad consiste en mantener normas de conducta que reafirmen permanentemente el rol del profesional, las obligaciones que le competen y el hacerse responsable de sus acciones. En definitiva, la alianza terapéutica que debe establecerse en el tratamiento obliga al profesional a tener en cuenta tanto las normas de cuidado de sus pacientes como las normas éticas de conducta, entre las cuales la básica consiste en abstenerse de una relación personal con una paciente tanto dentro como fuera del consultorio (Sutherland, 1996).
Winnicott (1966: cap. VI) señala que en la relación paciente-terapeuta sólo debe existir la actitud profesional de este último que consiste básicamente en el conocimiento de la técnica que emplea y en el trabajo que hace con su mente. Sin embargo, en el ámbito de la psicoterapia el terapeuta puede experimentar diversas ideas y sentimientos si una paciente dice o hace algo que lo estimule erótica o agresivamente. Estos sentimientos deberán ser sometidos a un minucioso examen para que no afecten el trabajo profesional. En el caso de que el terapeuta se vea estimulado eróticamente, deberá investigar cuáles son los elementos que promueven ese sentimiento y utilizar toda esa información para comprender la situación y transmitírsela a la paciente mediante una interpretación adecuada, o sea, una comunicación que esclarezca el sentido latente que existe en las manifestaciones verbales y de comportamiento de la paciente. Siguiendo las ideas de Winnicot, los fenómenos transferenciales deben ser interpretados en el momento oportuno y atendiendo sólo a la estructura dinámica de la personalidad de la paciente.
Sutherland (1996) cita a la American Psychiatric Association cuando advierte que la intimidad presente en la relación psicoterapéutica puede tender a activar la sexualidad y otras necesidades y fantasías tanto en la paciente como en el terapeuta. Este deberá evitar, entonces, perder la objetividad necesaria que le posibilita el dominio de la situación. O sea, una paciente puede ser impulsada por sus deseos y, en algunos casos, el terapeuta no estará exento de que algo similar le suceda. Sin embargo, esto no debe confundirlo en su función y hacer que se conduzca en forma errónea, sino que se debe examinar y reducir esas emociones experimentadas. Si bien no habla del abuso en el consultorio, Bleichmar (1997: 194-195) señala, en relación con la función del terapeuta, que el nivel de funcionamiento emocional manifestado tanto en la intensidad afectiva como en el tipo de emociones desplegadas deben estar moduladas por el objetivo terapéutico perseguido. El terapeuta no es un sujeto «neutralizado», pero más allá de lo que experimente por una paciente deberá atenerse a las reglas éticas que rigen el ejercicio de la profesión. Es decir, se puede encontrar sometido a la tensión que suele ocasionar, en estos casos, mantener su rol profesional, pero deberá impedir las desviaciones contratransferenciales. Es por esto que Sutherland considera que la transferencia erótica puede convertirse, en algunos casos, en un riesgo laboral. Si se está asistiendo a una persona cuyos rasgos de personalidad y/o actitudes sugerentes tienden a promover un sentimiento contratransferencial de una fuerte excitación sexual, se tendrá la posibilidad de prever lo que podría suceder. Es decir, se puede esperar una provocación frente a la cual el profesional deberá estar precavido y deberá interpretar en lugar de manifestar abiertamente los sentimientos contratransferenciales. La seducción que puede manifestar una paciente, entonces, lejos de ser un atenuante que justifique el abuso sexual constituye un serio agravante en relación con el rol profesional.
Sin embargo, no sólo la actitud del psicoterapeuta se motiva en la seducción de una paciente sino que él puede guiar o dirigir la relación en un sentido en que la posibilidad de conquista ya ha sido preestablecida por él. Esta se manifestará a través de preguntas sugerentes, comentarios sexuales u otro tipo de manifestaciones inadecuadas, incluyendo la interpretación en la que puede haber elementos que induzcan a la mujer a conductas erotizadas hacia él. Esta interpretación, respaldada en el poder idealizante que ejerce la transferencia, puede ubicar a la paciente en un lugar de indecisión frente a esa figura vivida como todopoderosa, reforzando, así, la dependencia y la confusión. Es decir, esta transgresión, basada en el llamado «abuso del poder de transferencia», significa realizar avances o tener relaciones sexuales con una paciente sin que ella pueda llegar a advertir que no está decidiendo ni tiene libertad psicológica para hacerlo.
La relación emocional, y también de dinero, que se va constituyendo a lo largo de cualquier tratamiento suele provocar en las pacientes dependencia del profesional y de la continuidad de ese tratamiento. Ningún terreno más propicio, entonces, para que un terapeuta acosador prepare el camino hacia el acoso, el abuso sexual e, incluso, la violación. Una mujer puede aceptar los avances sexuales porque puede creer que es «normal» que esto suceda y hasta pueda desearlo y, por lo tanto, no lo considera un abuso. Puede, también, no ser consciente o no tener información de que lo que sucede con el terapeuta está tipificado como abuso sexual. Pero, dadas las características de la relación transferencial, es posible que se desarrollen, a partir del abuso, diversos sentimientos y conflictos que pueden llevar a la paciente a sospechar que la relación con un terapeuta es distinta de la que podría tener con cualquier otro hombre. Hemos observado que una mujer que es acosada durante un tratamiento se halla en una situación de salud mental desfavorable, en estado de vulnerabilidad y desvalimiento. Podemos decir, en estos casos, que no poder poner límites ni decir «no» de ninguna manera significa «consentir» ser abusada, ya que la particularidad del abuso consiste en la presión que se ejerce para un «consentimiento forzado» determinado por el poder del terapeuta[30].
Sutherland (1996) sostiene que existe una característica especial en la relación terapeuta-paciente, que consiste en que el primero se ubica, en general, en una posición de mayor autoridad y poder. La naturaleza de este vínculo hace que se establezca una «relación fiduciaria». Señala que este es un término legal que describe la relación que existe cuando una parte deposita confianza y confidencia en otra parte de mayor autoridad, la cual tiene el deber de actuar sosteniendo esa confianza. El abuso, entonces, es una transgresión al deber fiduciario porque la naturaleza misma de ese tipo de relación prohíbe todo contacto sexual. Sin embargo, los terapeutas que abusan se aprovechan de esa relación incrementando el abuso de confianza y la demostración de poder (que lo sabe y lo puede todo) con distintas estrategias. Una de ellas consiste en manifestarle a la paciente que es alguien especial para él acrecentando de esta forma la dependencia y la vulnerabilidad. Otra estrategia reside en convencer a la paciente de que su salud mental depende de la continuidad del tratamiento y de que pueda guardar el secreto de lo que ocurre entre ellos. Estos comentarios suele incluir la amenaza de que si ella lo devela nunca podrán creerle porque será la palabra de una paciente contra la de un profesional. Es así como este tipo de relación terapéutica incluye el aislamiento de la familia, de los amigos o de cualquier relación íntima fuera del tratamiento que incrementa la victimización[31]. Estos terapeutas se han ido entrenando en detectar la vulnerabilidad creciente de una paciente llevando la coacción al extremo de amenazar y hacer temer por la continuidad del vínculo.
Schoener (1997) señala que una inapropiada intimidad o contacto sexual en la relación profesional-paciente no es la única manifestación posible de la falta de límites por parte del terapeuta. Tocar a un paciente en forma inadecuada, por ejemplo, constituye sólo una variable del abuso. Una paciente puede quedar entrampada, también, en una relación caracterizada por una transferencia y una contratransferencia erótica que no puede ser resuelta. Esto significará para ella una fuerte perturbación, tan nociva como el contacto sexual franco. O sea, aún sin un manifiesto acercamiento sexual, un «juego romántico» puede producir daños similares como los observados cuando la relación se torna abiertamente sexual.
Todos los psicoterapeutas deberán buscar ámbitos propicios para el aprendizaje y la orientación de su práctica profesional. Una forma de elaborar las problemáticas propias de la práctica psicoterapéutica consiste en no trabajar aisladamente sino contar con espacios de reflexión y de supervisión de la tarea. De esta forma será posible rever el trabajo que se efectúa para no encubrir las dificultades con la omnipotencia (Bleger, 1977: 31). En esta supervisión se tendrá la oportunidad de discutir con los colegas, de forma imparcial, los problemas contratransferenciales que se experimentan con los pacientes, a fin de poder rectificar la conducta o de suspender un tratamiento en el cual se comprueba que no se pueden manejar los sentimientos que se experimentan hacia alguna paciente. Por otro lado, el propio análisis personal tendrá la finalidad de incrementar la estabilidad del carácter y la madurez de la personalidad del psicoterapeuta, ya que es la base de su trabajo y de la habilidad para mantener una relación estrictamente profesional (Winnicott, 1966). O sea, el psicoterapeuta se debe mantener flexible y comprensivo frente a las necesidades expresadas por una paciente, pero debe conservar, indefectiblemente, su trabajo en un marco de ética profesional.