Es difícil que las mujeres que han sido acosadas sexualmente lo comenten o decidan hacer la denuncia. El miedo a quedarse sin trabajo o a ser desacreditadas o descalificadas es determinante para que el acoso no se denuncie. Lo mismo sucede con el hostigamiento en los lugares de estudio, con el agravante de que no es fácil dejar una carrera o una materia porque implicaría pasar a otro ámbito educativo que puede tener diferentes orientaciones o programas. Dejar de estudiar por esta causa sería la decisión más dramática.
Por otro lado, las mujeres acosadas vacilan en informarlo porque temen que no se les crea o que no sean tomadas en serio o que sus comentarios al respecto sean desmentidos o ridiculizados. Mackinnon (1979) señala que las bromas acerca del acoso sexual son una forma de control social. Trivializar el acoso a través del humor impone su invisibilidad y, como consecuencia, la negación de la severidad de sus efectos.
La falta de credibilidad acerca de lo que las mujeres relatan sobre los acosos padecidos se debe a que estos comportamientos se miden más por el grado de impacto consciente o inconsciente que producen en sus víctimas que por el reconocimiento, por parte de los testigos, de estar presenciando una conducta abusiva.
Denunciar el hecho, ya sea mediante el comentario a sus compañeros o a las personas de autoridad en el ámbito laboral o educativo, significa para las mujeres acosadas correr el riesgo de que las marginen o las sometan a una situación de aislamiento. Pueden ser acusadas de «demasiado imaginativas» o de haber provocado el acoso. Otras de las consecuencias de dar a conocer el hecho podría ser que a partir de ahí, quienes habían pasado desapercibidas, pasen a ser «vigiladas» en su forma de expresarse y de vestirse, y se llegue a rotularlas como «mujeres fáciles». Hablar sobre el acoso, que podría haber sido un pedido de ayuda, suele llegar a transformarse paradójicamente, en una nueva situación de hostigamiento. La estrategia a la que se recurre para desautorizar la palabra de la mujer acosada remite a los estereotipos de género femenino: ser susceptible, tenerle miedo a los hombres o al sexo, ser exagerada en la apreciación de los comentarios o actitudes masculinas. Es decir, se supone que estas mujeres son las que están obsesionadas con el tema y que «en realidad desean, como todas, ser acosadas».
Múltiples racionalizaciones buscan explicar y justificar las conductas abusivas. Estas son prácticas discriminatorias de género que distraen el centro de atención acerca de quién es el verdadero actor de una situación de acoso. Se insiste sobre «los problemas» de la mujer con la sexualidad o con los hombres y se invisibiliza la coacción ejercida por el ofensor. El riesgo de tal inversión es que la censura se orientará hacia las actitudes de la víctima, desdibujando la que debería estar dirigida al acosador. Esto provocará en la mujer acosada un aumento de tensión que puede llevar a que se sienta culpable:
«No puedo entender por qué el director comenzó a hablarme de ese modo y a querer tocarme. Todo el tiempo pienso en qué hice yo, de qué forma pude haberlo provocado».
Presionadas por estas circunstancias, muchas mujeres suelen no percibir claramente las situaciones de acoso, y mucho menos identificar los efectos psíquicos que pueden provocar. Sin embargo, si bien estos efectos no son iguales para todas las mujeres, la tensión provocada por estas situaciones buscará su forma de expresión mediante diversos tipos de conflictos en los ámbitos familiares, laborales, educativos y sociales.
Otra dificultad para la percepción del acoso se debe a que este tiene, aparentemente, las mismas reglas y rituales que los de una conquista: miradas sugerentes, exhibición de méritos, actitudes seductoras, búsqueda de climas íntimos. Pareciera que no se alteran las reglas estipuladas y que, por lo tanto, no existe transgresión. Sin embargo, en el acoso se fuerzan estas reglas. Toda vez que el acosador ignora la negativa y el rechazo de una mujer, se vuelve hostil e insistente para que ella admita un acercamiento que no ha buscado ni desea. El rechazo de una mujer genera intensa hostilidad en el acosador, no sólo porque no son bienvenidos sus requerimientos sexuales sino porque al esperar ser aceptado por ella se muestra, a la vez, necesitado de su atención. Bleichmar (1983: 165) señala que una persona que rechaza ha mostrado que puede prescindir del que la requiere. En consecuencia, este se sentirá inferior, pero no en un sentido general sino justamente en ese vínculo que él desea con la que lo rechaza. La herida narcisista provocada por ese rechazo es vivida como ofensa y provoca el deseo de vengarse y humillar a través de nuevos y reiterados acosos. Así, la frustración que originan los rechazos generará conductas hostiles y de maltrato como las descriptas.
Juana relata que no se daba cuenta de las indirectas sexuales de su profesor. Cuando no aprobó la materia, a pesar de sus esfuerzos, Juana dijo:
«Entonces pude darme cuenta de que ese era el “pago” por no haber aceptado las insinuaciones sexuales del profesor».
Lo que puede llevar a confusión en la percepción del acoso y que facilita la acusación de «susceptibles» y «exageradas» es que tanto los hombres como las mujeres han incorporado a su subjetividad, como «naturales» o «normales», muchos comportamientos masculinos que son expresiones sutiles de violencia. A través de estas conductas, que pueden ser confundidas con cumplidos y halagos, se filtran las experiencias de violencia sexual. No obstante, muchas mujeres no encuentran explicación acerca de cómo y por qué la conducta de un hombre, considerada «habitual», produce sentimientos de desasosiego y malestar. La «naturalización» social de ciertos comportamientos masculinos suele reducir en algunas mujeres esa capacidad de percepción y registro psíquico de las situaciones de violencia. Ello constituye un impedimento para realizar el entrenamiento que ayude a identificar los hechos de violencia y elaborar estrategias de evitación o de resistencia. Y esto puede ser así porque no se ha estimulado a las mujeres, en general, a confiar en las propias sensaciones, en las alteraciones corporales desagradables y en las perfecciones de malestar psíquico que ayuden a detectar las connotaciones violentas de ciertos comportamientos masculinos:
Elisa pensaba que le gustaba mucho Gustavo, su jefe de sección. «Pero percibí “algo” que me incomodó mucho cuando me encontré con él para tomar un café».
Efectivamente, en el siguiente encuentro él intentó forzarla para tener sexo.
Seguramente, en esta situación, como en tantas otras, se pusieron en duda las propias percepciones, lo que puso en funcionamiento argumentos habituales tales como: «Te habrá parecido», «No seas exagerada», «No será para tanto», «Qué te pasa, es un buen candidato», «¿No tendrás problemas con el sexo?». Aprender a reconocer y a confiar en las propias percepciones, sensaciones y sentimientos de malestar es una prioridad para trabajar en la prevención de la violencia de género. Asimismo, percibir las connotaciones violentas de algunas conductas consideradas típicamente masculinas suele ser contradictorio con los mensajes de la «educación sentimental» de aceptar e, incluso, someterse a los deseos masculinos. Sin embargo, en esos mensajes subyace una contradicción: «obedecer» a los deseos del hombre pero, al mismo tiempo, estar alerta respecto de la conducta sexual de ellos considerada «incontrolable». Una lógica contradictoria sostiene las siguientes expresiones:
«Para conseguir un novio tendrás que comportarte como una mujer seductora».
«Deberás tener cuidado con los hombres porque te buscan con una sola intención: tener sexo».
La insistencia en esta alerta puede favorecer un temor latente que suele llevar a no confiar en las intenciones de los varones, propiciado una particular forma de organización de la vida de algunas mujeres. Al respecto, Vance (1989) propone revisar los efectos intrapsíquicos de ese control que, al ser interiorizado, suele inhibir el deseo e incidir en el modo en que las mujeres pueden vivir su sexualidad como peligrosa. Las investigaciones realizadas sobre el miedo al crimen (Sucedo González, 1997: Saltijeral, Ramos Lira y Saldívar, 1994) demostraron que las mujeres presentan mayor miedo a ser victimizadas que los varones frente a cualquier tipo de situación, debido al riesgo objetivo que ellas enfrentan cotidianamente. Parte de este miedo que sienten las mujeres es objetivo, pues han incorporado el riesgo de ser abusadas por ser mujer o por haber vivido algún tipo de violencia física o psicológica por parte de los hombres con quienes se vincularon. Esto es así porque se estimula en los varones comportamientos agresivos, «naturales», que tienen escaso o nulo reconocimiento social como actos violentos. Esto dificulta un adecuado registro, por parte de las mujeres, de que se trata de una conducta agresiva. La consecuencia es que cuando una mujer percibe esa violencia y se rebela frente a lo que la mayoría considera normal, su reacción parecerá desmedida, exagerada y hasta ridícula (Velázquez, 1993).