Tres componentes definen el hostigamiento sexual en los lugares de trabajo (Bedolla y García, 1989):
Las distintas manifestaciones de acoso sexual se ven facilitadas cuando predomina una desigualdad de poder que propicia relaciones asimétricas y cuando las acciones de quien acosa refuerzan esa desigualdad. Bedolla y García (1989) puntualizan las acciones básicas que ponen de manifiesto la relación asimétrica en el hostigamiento sexual: la aparición de algún incidente o proposición de índole sexual, la aceptación o rechazo por parte de la mujer y las consecuencias que recibirá la víctima en el ámbito laboral por su aceptación o rechazo.
Farley (citado en García, 1993) describe al acoso como una agresión masculina en el lugar de trabajo. Consiste en una serie de conductas en las que los hombres utilizan el sexo, entre otros medios, para lograr poder. El sexo, según esta autora, no sería un fin en sí mismo aunque esté unido al poder en los comportamientos acosantes. Ella sostiene que en el hostigamiento sexual, las conductas masculinas reafirman el rol sexual, de la mujer por encima de su función como trabajadora. Considera que este hostigamiento suele expresarse desde propuestas de citas que no son bienvenidas, pasando por la solicitud de tener relaciones sexuales, hasta la violación.
Collins y Blodgett (1982) definen también al hostigamiento sexual en los lugares de trabajo como avances sexuales sin consentimiento de la otra parte, solicitud de favores sexuales y otras conductas verbales o físicas de naturaleza sexual. Estas conductas tienen lugar en diferentes circunstancias:
Catherine Mackinnon (1979) describe al acoso sexual en los lugares de trabajo como determinadas conductas en las que los hombres utilizan el poder para obtener sexo. A diferencia de Farley, considera que el sexo constituye un fin en sí mismo y es el objetivo último del acoso sexual. Refiere que el acoso se expresa mediante imposiciones de requerimientos sexuales no deseados y no recíprocos. Estos se dan en un contexto de relaciones desiguales de poder y tienen como consecuencia la posibilidad de aportar beneficios o imponer privaciones dentro de los ámbitos en los que se manifieste el acercamiento sexual. Señala que el acoso sexual no es incidental ni tangencial a la desigualdad que sufren las mujeres sino que es la dinámica central de esa desigualdad. El acoso, entonces, es el reforzamiento recíproco de dos desigualdades: la sexual y la material. La imposición de demandas sexuales adquiere significado e impacto negativo no por las características personales y/o biológicas de la mujer sino por el contexto en el que las desigualdades sociales y sexuales logran humillar y convertir a esas mujeres en objetos.
En el contexto de trabajo, las mujeres ocupan, en general, un lugar estructuralmente inferior que establece dos relaciones bien diferenciadas: la relación patrón-empleada y la relación entre los sexos. En ese contexto de relaciones, el acoso puede ser entendido como una manifestación de discriminación sexual y, también, de abuso de poder. Las consecuencias por no someterse a esas situaciones acosantes pueden ser no obtener un trabajo, no ser ascendidas, ser trasladadas a tareas más desvalorizadas e, incluso, ser despedidas con diversas excusas injustificadas.
Matilde estaba a prueba en una oficina para la atención del público. Su jefe hacía referencia a su cuerpo en forma cada vez más insistente. Ella se sentía incómoda y trataba de evitarlo. Cuando se cumplió el tiempo de prueba, el jefe le dijo que no iba a ser contratada porque en esa oficina se necesitaban empleadas «más simpáticas» para atender a la gente.