Una caracterización del hombre agresor ofrece la posibilidad de analizar la subjetividad masculina en relación con los comportamientos violentos.
Partamos de una situación imaginaria. Frente a un hecho que contraría a un hombre, este puede reaccionar de varias formas: reflexionar sobre lo que pasa, aceptar lo que ocurre, plantear la disidencia con quien ocasionó esta situación, o volverse violento. Si bien esta descripción es muy esquemática, las reacciones mencionadas nos servirán para comenzar nuestra descripción.
Partamos de la psicopatología clásica. Un sujeto psicótico, en general, dada la escasa o nula conexión que tiene con la realidad, desconocerá o renegará de quien le ha provocado un problema. La consecuencia es que ejercerá violencia pero no percibirá al otro como otro o, a lo sumo, podrá sentirlo como una prolongación de sí mismo. Al no percibirlo como sujeto, tampoco registrará su sufrimiento o demostrará escaso interés por lo que siente. Aunque percibe señales de dolor o de angustia en quien ataca, él no lo registra como significativo porque el dolor de otro carece de significado sensible para él. En el psicótico, dice Bleichmar (1986: cap. III), el pasaje al acto de la fantasmática agresiva deja al desnudo el ensañamiento contra una persona aunque no sea reconocida como tal.
En el sujeto perverso, en cambio, el padecimiento o la humillación inflingidos sobre otro son el centro de su placer. La asociación de la sexualidad con la violencia y el placer que le produce el sufrimiento del otro es la esencia del sadismo. Una características de estos sujetos es que la acción perversa, de la cual obtienen placer sexual, es impuesta por ellos a otro que no desea ni consiente que esa acción se lleva a cabo (violación, abuso sexual de menores, voyeurismo). En este punto debe quedar claro que la connivencia con el placer existente entre el sádico y el masoquista expresa que entre ellos existe una relación relativamente simétrica. Esto no es así en la violencia que ejerce un sujeto perverso, en la cual se manifiesta una real relación de asimetría de deseo y de poder. Bleichmar señala que el perverso es capaz de llevar a la acción las más diversas fantasías sexuales y empleará diversas formas de sufrimientos y torturas para lograrlas.
Mediante estas categorizaciones se puede comprender al hombre violento según una clasificación psicopatológica que lo describe a él y a sus actos. Sin embargo, esta clasificación no es suficiente, pues no habla del contexto social en el que la violencia se gesta, se reproduce y se sostiene. Muchos sujetos que violentan suelen no presentar demasiadas diferencias con los habituales trastornos o problemas psicológicos que pueden padecer las personas en general, que no son agresoras. Y esto es importante para un diagnóstico diferencial, porque si sólo adscribimos a todos los sujetos violentos un diagnóstico psicopatológico o psiquiátrico, el problema de la violencia que ejercen puede quedar limitado a dichas patologías individuales (que, de todas formas, habrá que investigar en cada caso particular). Lo que sí se tendría que analizar es la «fidelidad» que estos hombres guardan con las concepciones de género configuradas como un fuerte sistema de valores que determina lo que debe o no debe hacer un varón. Analizar las subjetividades de estos hombres implica poner al descubierto la forma en que interiorizaron un discurso social que admite como «natural» el maltrato y la agresión contra las mujeres y los niños. «Yo no soy violento, obedezco a mi naturaleza, los hombres somos así». La consecuencia de esta naturalización de las violencias masculinas, consideradas por muchos hombres —aún por los que no agreden— como «normales», «obvias» y hasta «necesarias» deben ser categorizadas como «no-normales». Y esto es así porque lo «natural» y/o lo «normal» no causa víctimas.
Pero hay otras perspectivas que pueden enriquecer el análisis de un individuo que violenta. Los conceptos descriptos por distintos autores pueden ser diferentes en cuanto a su denominación pero, algunos se bordean o se entrecruzan. La finalidad es incorporar estos diferentes conceptos para, desde allí, poder pensar en los sujetos que ejercen violencia y adecuarlos a la problemática que aquí nos ocupa.
Siguiendo las ideas de Bleichmar (1986), quien violenta pone en marcha diferentes formas de agresión motivadas por una intencionalidad hostil. Esta constituye un movimiento pulsional sostenido por el deseo de hacer mal que experimenta un sujeto. Este deseo buscará las formas más adecuadas de ensañarse con el otro, haciéndolo sufrir mediante las diversas maneras en las que las pulsiones hostiles buscan ser descargadas en un acto violento. El hombre violento podrá acomodar sus formas de agredir al otro de manera que sean suficientemente eficaces para destruir y dañar aquello que es más valioso para su víctima: su cuerpo, su inteligencia. El goce que este sujeto encuentra en esos actos no depende, como en el perverso, dice Bleichmar, de la excitación de una zona de su cuerpo ni de otra del cuerpo de la víctima, sino de la afirmación de su narcisismo, de su poder de hacer mal, de la impunidad de su deseo. «Vas a sufrir, yo así lo quiero».
La intencionalidad agresiva no queda caracterizada sólo por sus efectos sino por la motivación subjetiva que la desencadena. Él puede utilizar, como excusa para maltratar, una situación totalmente circunstancial: «Ella me pregunta demasiado, me molesta», «Se mete en lo que no le importa». Esto será suficiente para que él despliegue la intencionalidad agresiva que efectivizará por medio de la agresión física o a través de la palabra. «Sufre en lo que te duela» es una fórmula abstracta que Bleichmar llama de intencionalidad hostil. Este tipo de fórmula deja abierta las formas de agresión que él elegirá, bajo el dominio de esa hostilidad, así como la zona, corporal o no, que será el centro del ataque.
¿Qué significado tienen para el sujeto violento sus acciones? Cuando él sostiene «yo soy el más fuerte», «yo puedo dañarte», es porque se representa a sí mismo como omnipotente. Pero esta formulación se podría resignificar como «yo no soy débil», «yo no soy inferior». Si no ¿por qué buscaría afirmarse tanto por medio de la violencia? Lo que se observa en la experiencia clínica es que la violencia, para estos sujetos, es una forma de defensa frente a la propia impotencia y a una realidad que los excede.
El concepto de perversidad, diferente del de perversión, y estudiado por Balier (1996: 81 y ss.), caracteriza a quien violenta como alguien que reconoce a su víctima como otro pero la meta de su perversidad es negarlo como sujeto. Por medio de la violencia intentará aplastar, arrasar, lo que el otro es como persona, borrarlo en su subjetividad y dejarlo a merced de su agresión y de su poder. Este concepto limita con el de perversión definido por Saurí (1977). Este autor refiere que el concepto de perversión no sólo abarca el área sexual sino que comprende toda la existencia humana. Una característica de la perversión es la arbitrariedad y el exceso de una acción. Toda perversión para Saurí implica una arbitrariedad, porque quebranta lo instituido legalmente y, por lo tanto, desconoce toda ley. Esta arbitrariedad en la conducta de un sujeto se debe, por lo tanto, a que sólo tiene en cuenta sus «ganas» de hacer algo, sin que interesen los medios para llevarlo a cabo. Lo que le importa es su satisfacción, para lo cual recurre al exceso degradante. Entonces, transgredí y obliga a otros a someterse para humillarlos y para que queden a su merced, hasta que sus víctimas lleguen al autodesprecio. Como hemos podido comprobar en el hombre violento, esto se debe a que su indiferencia al sufrimiento de otro es directamente proporcional a su necesidad de no perder el poder. Este autor señala, además, que la tortura es un aspecto de la perversión puesta en acción.
Otro concepto que se puede tener en cuenta para comprender las acciones violentas es el de malignidad. Una característica que plantea la malignidad es que quien violenta seleccionará a una víctima a quien hará sufrir. No será cualquier persona, como ocurre en el perverso, quien abusaría de uno u otro sujeto porque lo único que desea es descargar su sadismo para obtener placer. El sujeto maligno realizará una refinada búsqueda de la persona sobre la que ejercerá su maldad y se centrará en algún rasgo diferencial por el cual él cree que otra persona merece ser castigada. «Es una loquita porque anda vestida así y sola de noche. Está provocando». Esta podría ser una racionalización por la que él busca justificar su malignidad.
Para un diagnóstico diferencial es interesante prestar atención al contexto de justificación al que se recurre. Es decir, el sujeto malvado recurrirá a un contexto de racionalizaciones por medio del cual encontrará explicaciones y justificaciones para los actos violentos que ejerce contra otros. Si el sujeto sádico busca un rasgo de vulnerabilidad en su víctima para abusar una y otra vez de ella y descargar su violencia por la necesidad placentera de observar el dolor que produce, el sujeto malvado decidirá arbitrariamente que tal persona tiene un rasgo diferencial por el cual merece castigo. Esta es una conducta cruel que, alimentada por el odio, tiende a excluir al que siente, piensa y se comporta diferente. Ulloa (2000) señala que el castigo, el odio y el prejuicio llevan al recurso de la violencia y también a la tendencia a creer que «por algo será». Sabemos que este es un comentario harto conocido en los casos de violencia de género. «Es una mujer insoportable, agota la paciencia». «Si va vestida así, ¿cómo no la van a violar?». El mecanismo de racionalización que se utiliza en estos casos generalmente se apoya en ideas y pensamientos acerca de la moral. A diferencia de la violencia que se ejerce en los vínculos de intimidad, el sujeto que ejerce su malignidad no necesita ese contexto de intimidad, sino un contexto de justificación en el cual actúa fundamentalmente el prejuicio. Este sujeto, entonces, intentará dar una explicación coherente y lógica de sus actos por medio de la cual disimula, encubre y justifica la verdadera motivación de esos actos: la no tolerancia a la diferencia y la necesidad de ostentar un poder sin limitaciones.
Es por estas racionalizaciones que estos sujetos no sienten culpa por sus acciones violentas y por el daño que provocan. El psicótico no siente culpa porque no tiene empatía sensible con quien violenta y el perverso, porque no va a renunciar a lo que le produce placer. Para quien ejerce malignidad, la culpa no puede ni siquiera ser pensada porque considera que sus acciones violentas son justas y que la persona contra quien las ejerce merece ser denigrada, humillada y aniquilada.
Para que un sujeto que ejerce violencia experimente sentimientos de culpabilidad[27] se deben dar una serie de elementos:
«Yo soy así, no tengo de qué arrepentirme», «No tengo ninguna culpa, hice lo que me pareció mejor, así que no tengo que pedir perdón». Estas expresiones, producto de variadas racionalizaciones que operan como justificativos de las violencias ejercidas, no permiten que los sujetos violentos se den cuenta del papel que desempeña esa racionalidad, coherente con los atributos de su género, para realizar conductas repudiables. Esa racionalidad no es suficiente ni válida para que, en nombre de ella, se desplieguen todo tipo de violencias. En este sentido, si no se toma conciencia de que se es violento, el riesgo es que no se considere la posibilidad de modificar la conducta. Corsi (1995: caps. I y III) señala que estas características de los hombres violentos hacen difícil intentar un trabajo psicoterapéutico con ellos. No se sienten responsables de su violencia, no la sienten como propia, no la censuran y, por lo tanto, no necesitan pedir ayuda.
Por otro lado, afirmar que algo no es así o que no existe («esto no es violencia») responde a un mecanismo de negación que reforzará el convencimiento de que se puede seguir cometiendo agresiones: «Yo no soy violento ni maltratador, sólo les hago lo que se merecen». La falta de reconocimiento de la agresión desvía la responsabilidad del agresor inculpando de sus acciones a otros. De esta forma, y mediante sus propias lógicas, él recuperará su valía y superioridad moral y seguirá ejerciendo más y más violencia.