Los hombres violentos y el circuito de dominación

¿Por qué un hombre puede ser violento? Como ya dijimos, el hombre que protagoniza hechos abusivos dentro del ámbito de la pareja y de la familia es el que a través de estos hechos necesita reafirmar su hombría; su víctima no es sólo la destinataria de la agresión, sino quien le permite satisfacer el narcisismo de su fuerza física y su poder.

Pero ¿cuál es la «racionalidad» a la que apela un hombre para ejercer y reproducir la violencia? En principio, esa racionalidad está sustentada por el poder que él necesita ejercer y que se manifiesta por medio del autoritarismo, la fuerza y los actos represivos. Simultáneamente, él recurre a un mecanismo psíquico de racionalización[26]: selecciona una serie de datos referidos a los comportamientos de la pareja o de cualquier miembro de la familia, sobre todo los de las mujeres, con los cuales armará argumentos que funcionarán como causa y desencadenante de su violencia. Estos argumentos, que intentan justificar los actos cometidos, constituyen la «racionalidad» a la que apela un sujeto violento para mantener su poder. Como el ejercicio del poder se da en el contexto de una relación, la dinámica de ese ejercicio es que, mientras uno ostenta ese poder que lleva a abusos y conflictos, forzará a los otros a someterse. Y estos abusos de poder son los que darán lugar a variados circuitos de violencia.

Pero ¿cómo se posicionan subjetivamente los involucrados en ese circuito de violencia? ¿Qué subjetividades se ponen en juego? Empezaremos considerando que las relaciones de género, como señala Flax (1990: cap. II), evidencian que varones y mujeres no tienen una posición igualitaria en la vida cotidiana, sino que estas relaciones son organizadas como formas variables de dominación. Analizaremos, entonces, los circuitos de violencia desde la perspectiva de la dominación a la que se refieren distintos autores desde marcos conceptuales diferentes. Jessica Benjamín (1996: cap. V) considera a la dominación como un sistema que involucra tanto a quienes ejercen poder como a quienes están sometidos a ese poder. La dominación genérica, plantea esta autora, implica la complementariedad de sujeto y objeto, eje central del dominio, que se observa en la cultura occidental. Así, la dominación masculina, que es inherente a las estructuras sociales y culturales, se encuentra también en las relaciones personales en las que se ejerce abuso de poder. La lógica binaria genérica hombre-mujer, sujeto-objeto, activo-pasivo, acentúa una rígida y estereotipada oposición entre los sexos que genera relaciones asimétricas, no recíprocas ni igualitarias. Derrida (1989) señala que la oposición masculino-femenino implica una desigualdad que, como en todos los opuestos binarios, establece que un lado de esa oposición sea considerado la figura dominante y central, y por lo tanto superior al otro, que es el marginado o ignorado. Es así que no existe allí diferencia, señala Derrida, sino pura dominación. La dominación comienza, entonces, con el intento de negar las diferencias y, tal como dice Benjamín, la dominación constituye una forma alienada de diferenciación.

En los vínculos familiares o de pareja será necesario el reconocimiento de que el o los otros son diferentes de uno. Cuando no se registra al otro como otro sino que se intenta negarlo como persona diferenciada, podemos decir que puede iniciarse un circuito de violencia. Por ejemplo, en una pareja, se puede describir ese circuito, sucintamente, de la siguiente manera: frente a cualquier circunstancia en la que se ponga a prueba la autoridad y el poder de un hombre violento, este intentará reforzar ese poder negando a la mujer como persona. O sea, él se reafirma como sujeto mediante conductas de ensañamiento, descalificación y maltrato físico y emocional, mientras concibe a la mujer como no-semejante, es decir, como objeto de diversas formas de violencia. Mientras él se subjetiviza en el ejercicio de ese poder, intentará reducirla a ella a la nada, es decir, sin existencia independiente de él. Mediante esta estrategia intentará controlar y/o «corregir» a la mujer.

Reafirmarse en ese poder, que se transforma en dominación, genera un círculo vicioso. Este mostrará el despliegue de la lógica sujeto-objeto, que es la estructura complementaria básica para la dominación. Cuanto más sometida y sojuzgada sea una mujer, más la someterá el agresor a su propia voluntad y control. Simultáneamente, menos la experimentará como sujeto, estableciendo mayor distancia respecto del dolor y el sufrimiento de ella y ejerciendo, a partir de esto, más violencia. O sea, mientras se hipertrofia la identidad del agresor más se desidentifica a su víctima. La violencia conducirá entonces a la desestructuración psicológica. Y esta desorganización psíquica será, a su vez, la condición para ejercer más dominio.

En nuestra experiencia clínica hemos observado que la mujer desubjetivada por la violencia suele perder su capacidad de acción y de defensa. También puede tener dificultad para el registro de afectos mostrándose aletargada y confusa. En el curso de la asistencia pudimos observar que algunas mujeres violentadas se pueden debatir entre la necesidad de ser reconocidas como sujeto por el agresor y la necesidad de que él reconozca la arbitrariedad y la injusticia de sus actos. Otras mujeres, a pesar de que ven a su pareja fuera de control, aunque también la necesitan para que las reconozcan como semejante, suelen desestimar esa injusticia para justificar al agresor («Él no es siempre así», «Estaba en un mal día», «Ya se le va a pasar»). Esta justificación es un mecanismo defensivo que permite enfrentar el intenso temor que provoca ser violentada. Pero el riesgo de minimizar las intenciones del hombre violento consiste en una dificultad creciente para registrar el aumento de tensión en él, que permitirá prever nuevos actos violentos. Así, estas mujeres pueden quedar atrapadas en la necesidad de mantener en algún lugar de sí la idealización de quien se enamoraron. A la vez esto implica la negación de un ideal en relación a la pareja que desearían tener. Y a partir de aquí se acrecentarán las dificultades para percibir que se avecina otro circuito violento.

Hemos observado, también, los sentimientos penosos que provoca la existencia de circuitos diferenciados de violencia: la que es ejercida —golpes, abusos, violación— la que es negada o no es reconocida como violencia por el agresor (o por la mujer), y la que no es hablada, que contiene lo no dicho y lo indecible.

Como vemos, el dominio que el hombre violento necesita ejercer lleva implícita la creencia de que nada debe estar fuera de su control. Tal como sostiene Bourdieu (1999) en su estudio sobre la dominación masculina, dominar es someter a alguien a su poder, pero también implica engañar, abusar, tener, poseer, apropiarse del orto. De este modo, el poder que debe ejercer el sujeto violento tendrá el objetivo de mantener un «orden» que ya fue determinado por él. La violencia y sus componentes de intimidación, amenaza y coacción constituyen recursos eficaces para el mantenimiento de ese orden. Cualquier cambio que se quiera introducir a los mandatos establecidos por el hombre violento deberá ser sofocado. Intentará, por lo tanto, sostener y reforzar ese poder mediante la generación de miedo y el empleo de violencia física, emocional, sexual, económica.

Los varones violentos, señala Corsi (1995: caps. I y III), tienden a sostener relaciones en las que predomina el control y la dominación de las personas de su contexto familiar. El autor los caracteriza como sujetos inseguros que sienten permanentemente amenazadas su autoestima y su poder. Corsi enfatiza la función que cumple el poder en los comportamientos violentos, y agrega que para que una conducta violenta se lleve a cabo tiene que existir cierto desequilibrio de poder. El hombre violento buscará, entonces, reforzar el poder mediante abusos reiterados. Tomando en cuenta las afirmaciones de Corsi, podemos concluir que a través de esos abusos de poder el hombre violento intentará organizar la vida familiar y/o de pareja, disciplinar las subjetividades y estipular cuáles son las percepciones que cada uno debe tener de la realidad. Es decir, qué es lo bueno y qué es lo malo, lo que está permitido y prohibido, lo que debe ser valorado y lo que no tiene valor. Es por esto que una de las características de las familias expuestas a las violencias es la privación y el sometimiento de sus miembros a toda referencia exterior. El aislamiento físico y emocional serán sus consecuencias.

Como vemos, entonces, una «racionalidad» a la que apela el hombre violento, se refiere a la necesidad de ejercer poder y ser reconocido como única autoridad y referencia para los miembros de la familia y de la pareja. La otra racionalidad a la que apela el hombre violento, también ligada al poder, es la referida a la diferencia, concepto clave para comprender los desencadenantes de diversas violencias (Giberti, 1998-1999). Si bien esta organiza los vínculos familiares, porque crea un espacio psíquico para aceptarla e incluso estimularla, el sujeto violento necesitará reprimir la diferencia que se manifieste en cada uno de los miembros de la familia.

El imaginario masculino adscribe a los varones una serie de atributos genéricos: fortaleza, dominio, poder. En el intento de sostener y reafirmar estos atributos y frente al temor a lo diferente, el hombre violento apelará al recurso de la violencia. Si registra a otro distinto, que no obedece sus códigos, sufrirá un aumento de tensión intolerable que pondrá en marcha el impulso hostil a causa de la frustración que le provoca sentirse desobedecido, desautorizado y descalificado. Giberti describe las modalidades de ejercer violencia frente a la diferencia:

  1. Castigar al diferente, desconocerlo o excluirlo. El discurso de poder que sostiene alguien violento buscará una lógica de exclusión y diversos mecanismos violentos para expulsar al que se opone.

    Las reglas de convivencia rígidas e inflexibles han sido estipuladas por el hombre violento e impiden cualquier cambio que amenace su autoridad. Estas reglas han sido incorporadas y sostenidas, muchas veces, por toda o casi toda la familia. Sin embargo, pueden aparecer censuras y resistencias a esas situaciones arbitrarias con las que se enfrenta esa familia. Estas censuras, que expresan la disidencia del grupo familiar o de algunos de sus integrantes, tendrán el efecto de poner en cuestión la hegemonía del padre. De esta forma se produce una ruptura del orden estipulado acerca de «cómo son o deben ser las cosas». Se instala, entonces, una situación de conflicto que pondrá en evidencia la arbitrariedad, abriéndose, de esta forma, un espacio para la disidencia, a partir del cual se pone en palabras lo no dicho y se visibiliza lo no visto. El agresor, entonces, pondrá en marcha una lógica de exclusión y diferentes mecanismos violentos, produciendo un verdadero «lavado de cerebro» de los otros miembros de la familia. La finalidad será excluir de la consideración familiar a quien se resista a su poder negando, de esta forma, la diferencia y al diferente. Estos desacuerdos que quiebran o cuestionan la autoridad serán un «caldo de cultivo» para crear nuevos escenarios para el ejercicio de diferentes violencias. Mediante esos mecanismos, típicos del poder, el agresor garantizará su propia diferencia, creando reglas para desautorizar y ubicar a los disidentes en el lugar de no semejante y de no sujeto. De esta forma, se garantiza que aquellos no sean considerados ni tenidos en cuenta por el resto de la familia.

  2. Mantener la propia diferencia de género y generacional. El temor al borramiento de las diferencias (quién es el hombre y quién es la mujer, quién es el padre y quién es el hijo/a) propicia que el hombre se violente para afirmarlas, porque teme convertirse en un sujeto parecido a aquel que domina y controla (teme feminizarse o ser tan dependiente como un niño). Reprimir las diferencias individuales en el ámbito familiar lleva a este hombre a la represión del contacto consigo mismo. La consecuencia es que la propia violencia arrase la posibilidad de que él pueda experimentar ternura y amorosidad por los distintos miembros de la familia.
  3. Necesidad del sujeto violento de controlar y saber todo acerca de los otros miembros de la familia. No podrá admitir que la mujer y los hijos puedan pensar, sentir o desear distinto a él. Estas diferencias, manifestadas por la familia o por alguno de sus miembros en cualquier área de la vida cotidiana, son interpretadas por él como engaño, deslealtad y ocultamiento. La intolerancia a la expresión de autonomía de los otros se manifiesta en el ejercicio de violencias diversas, que sofocarán cualquier intento de cambio a la vez que reafirmarán el poder. Un fenómeno típico asociado a esta modalidad es el aislamiento familiar. El sujeto que violenta cuestionará las amistades, la familia, los trabajos, los estudios. Controlará las horas de salida, el manejo del dinero, la vestimenta, cuidando que nada quede por fuera de su dominio y del límite del hogar. Su deseo de posesión es tan intenso que somete a la familia al aislamiento, la soledad y el empobrecimiento psíquico. (No obstante, los diferentes miembros de la familia acatarán en grados diversos estas imposiciones, que generarán, en consecuencia, situaciones de enfrentamientos y conflictos).