Consideraremos al vínculo violento dentro de la pareja como un escenario en el cual se despliega una serie de hechos traumáticos.
Las víctimas de violación por la pareja padecen profundamente la pérdida de la confianza en quien se quiso y, muchas veces, aún se quiere. Cuando se pasa de ser un objeto de amor a ser un objeto de maltrato se genera un hecho traumático que provoca un intenso sufrimiento.
El miedo ante los posibles ataques surge de la representación del sujeto que puede dañar, además de la amenaza que significa el peligro que ese ataque implica y los intensos sentimientos displacenteros que se experimentan. El miedo doblega a la mujer afectando la posibilidad de reaccionar y presentar resistencias concretas. A causa de esto, es posible que quede entrampada en una relación circular de violencia en la que predomina la ansiedad y el temor a no poder predecir en que momento ocurrirá el próximo episodio de sexo forzado. La intensa angustia que acompaña a estos hechos de violencia física y sexual produce una herida psíquica por donde fluye el dolor y se drena la energía psíquica de reserva que deja a estas mujeres en estado de letargo y aturdidas por el acto violento, que suele inhibir las reacciones de defensa y protección (Maldavsky, 1994). Este estado de aturdimiento y dificultad para relatar los hechos violentos lo podemos observar con frecuencia en las entrevistas con las mujeres violentadas. El aturdimiento pude ser tal que ellas no pueden, muchas veces, asociar ese estado con la violencia padecida. No reconocen que la sexualidad forzada es una violación y niegan el maltrato físico y emocional que implica tal acto. Esto es así porque interpretan al sexo, aunque sea forzado, como un deber de la mujer y un derecho del hombre dentro del matrimonio. Sin embargo, esto tiene sus efectos. Muchos de los trastornos que llevan a estas mujeres a las consultas médicas y psicológicas están relacionadas con estas formas coaccionadas para tener sexo y que ellas (y también, muchas veces, los profesionales que las asisten) naturalizan como «el deber ser» dentro del matrimonio.
Los hombres que abusan de sus esposas también participan de esta interpretación y no conciben que estas conductas sean expresiones de violencia. Este argumento que avala forzar a una mujer cuando ella se niega a tener sexo porque no lo desea en ese momento es sostenido por muchos hombres y aún por algunas mujeres. Así se justifica el sexo forzado y se culpabiliza a la mujer que no está dispuesta sexualmente cada vez que el marido así lo exige. El «deber conyugal» ha sido interiorizado de tal forma que no deja espacio para la negativa, e inhibe la posibilidad de modificar las situaciones violentas e, incluso, impide percibir la violencia de la que es objeto. Mediante esta forma de entender la relación conyugal, la mujer suele renunciar a hacer valer sus deseos y derechos a no ser coaccionada.
Podemos ensayar algunas hipótesis que expliquen por qué una mujer permanece en situaciones violentas (Velázquez, 1996). Suele deberse a la reafirmación de la necesidad de ser fiel a los ideales que la cultura forjó para ella: el altruismo, el sacrificio, la protección y tener en cuenta las necesidades de los otros antes que las propias, aún en contra de su bienestar. El ideal del yo construido para las mujeres, y al cual deberían ajustarse, forma parte de ideales culturales fuertemente enraizados en la subjetividad femenina. El ideal maternal hacia el que son orientadas imprime en su psiquismo el deseo del hijo que las complete como mujeres. Así, tener un hombre y tener hijos las «reafirmará» en su feminidad. Como señala Dío Bleichmar (1991), ser la mujer de un hombre se instituye como la meta suprema del ideal del yo de algunas mujeres. Entonces buscarán desesperadamente el amor, el novio, el marido, ser el centro de una familia. A partir de aquí, ubicarán imaginariamente al objeto sexual en una posición ideal y a ellas mismas como un objeto consumidor de estereotipos de mujer que alimentan la fantasía y refuerzan esa idealización. El carácter narcisista de la elección de un hombre, dice Dío Bleichmar, estará relacionado con la extrema idealización de un objeto de amor, al que se considerará valioso, simplemente, por ser poseído.
La mujer, además, aspirará a ser objeto de la pasión de su compañero, siendo esta una realización de su ideal: ser deseada y convertirse, para el deseo del otro, en una exigencia vital (Aulagnier, 1984). Estos sistemas de ideales, incorporados por la fuerza del imaginario en la subjetividad femenina, han sido transmitidos en las prácticas de generaciones de mujeres. De esta forma se reproducen y perpetúan los estereotipos culturales de género que suelen llevar a la violencia (Velázquez, 1990). No obstante, muchas mujeres no ceden pasivamente a estos ideales sino que los rechazan, los modifican o crean nuevos deseos para sus vidas. Pero cuando aquellos ideales son aceptados como el «deber ser» de la mujer en la relación conyugal, propician que ella sea, en última instancia, la encargada de sostener el vínculo, aunque este sea violento, generando también intensa ambivalencia afectiva. A causa de esta ambivalencia es posible y necesario que surja el sentimiento de injusticia por lo padecido, y en consecuencia un juicio crítico. Este se dirigiría no sólo hacia el compañero violento sino también hacia sí misma por lo que ella hizo consigo, por haber libidinizado tan intensamente ciertos ideales o por haberse sometido en forma pasiva a la ilusión de ser amada y valorada.
Y esto tiene una historia. En nuestra cultura, las mujeres suelen depender de la promesa de amor, argumento que tiene una fuerte eficacia en el psiquismo femenino, regulando los intercambios afectivos. En la búsqueda de esa promesa, muchas mujeres suelen exponerse a situaciones que las vulneran en su subjetividad cuando ceden o se someten al maltrato. Se idealiza tanto la relación con un hombre que resulta inconcebible no tenerla. La valoración de este vínculo, sin el cual la mujer no se sentiría completa, la expone a situaciones violentas. La mujer necesita mantener la ilusión de que la pareja —ese hombre de quien se enamoró, tanto quiso y aún suele querer— la sigue amando igual que cuando comenzaron el vínculo. Por ello, ella suele soportar el dolor, el sufrimiento y la frustración que produce creer en las promesas del compañero de que todo va a cambiar en el futuro y que no se repetirán los hechos de violencia. Es posible que sostenga, entonces, que gracias a su amor él podrá volver a ser el hombre de quien se enamoró. Para esta mujer, su amor tiene efectos curativos, porque se siente capaz de convertir a su pareja en un hombre diferente. Muchas veces es él quien reclama y agradece la ayuda de la mujer para lograr esos cambios. Esto la hace sentir necesaria y amada, a la vez que se reasegura una relación amorosa adictiva que acrecienta la dependencia afectiva (Delachaux, 1992). La dependencia femenina es del orden del narcisismo, sostiene Julia Kristeva (Collin, 1994). La mujer busca satisfacer la necesidad de aseguramiento, de buena imagen, de estabilidad y de futuro, o sea, de todo aquello que constituye una identidad psíquica sin la cual se sentiría fracturada e inconsistente. Esa búsqueda de unidad, que pareciera ser menos corporal y hasta menos sexual que en el hombre, es fundamental para la mujer. Si el narcisismo es una modalidad anterior a la relación de objeto y de deseo, la adicción femenina a esa dependencia se sitúa más en esas regiones narcisistas. Según Kristeva, esa relación es menos erótica y más arcaica, en cuanto a una arqueología de la propia imagen. Si no puede reunir en una unidad los pedazos de un cuerpo dislocado, la mujer no es, y no puede relacionarse con los otros.
A causa de esa dependencia afectiva, la mujer llega a relegar sus necesidades personales porque desea mantener la relación como sea, llegando a provocar su propia victimización aunque no sea consciente de ello. En la búsqueda del cumplimiento de un ideal, algunas mujeres, aunque conocen el motivo de su padecimiento, necesitan justificar los malos tratos y, hasta llegan a considerarlos justos, convencidas de sus propias «deficiencias» en las diferentes áreas de la vida cotidiana —la maternidad, las tareas domésticas, la conyugalidad—. Por el contrario, otras mujeres, también ligadas fuertemente a esos ideales, no pueden reconocer el sentido agresivo de estos vínculos pero presentan una serie de trastornos emocionales y físicos que las llevarán a la consulta profesional.
Las mujeres que han forjado ideales e identificaciones de los cuales no pueden defenderse, experimentan, sin embargo, una intensa frustración que a la vez genera hostilidad hacia el hombre que las violenta. Si esta hostilidad puede devenir en deseo hostil, como ya vimos, será posible desatar los vínculos libidinales con esa relación tan idealizada y dirigir la libido hacia otros objetos, tomarse a sí misma como objeto privilegiado, y en particular apropiarse de la palabra. De esta forma, se podrá iniciar la búsqueda de otros proyectos y así desvincularse de la relación con el hombre violento.
Las mujeres que comprenden la naturaleza violenta de sus relaciones de pareja intentarán hacer algo por sí mismas. Los recursos a los que apelan pueden tener varias direcciones: intentan modificar la situación mediante el diálogo con su pareja, piden ayuda profesional, hacen la denuncia o se van de sus hogares. Sin embargo, a muchas mujeres les es imposible decidirse por esta última opción, porque la realidad social les presenta otros obstáculos: no se sienten resguardadas ni protegidas por las instituciones de justicia y temen que el marido las persiga o las mate. Tampoco tiene adonde ir con sus hijos, y generalmente no disponen de medios económicos para mantenerse porque el agresor ya se encargó de aislarlas y cortarles todo suministro.