Alcances de la violencia sexual

En otro trabajo (Velázquez, 1996) ya hemos planteado que, para comprender los hechos de violencia, hay que enfrentarse, por lo menos, con dos tipos de obstáculos: epistemológicos (Bachelard, 1960), relacionados con el objeto a conocer —la violencia—, y epistemofílicos (Pichón-Rivière, 1971), inherentes a quien quiere conocer —los testigos de los hechos o de los relatos—. Los obstáculos epistemológicos surgen en la investigación y la práctica sobre violencia sexual porque abordar ese tema significa comprender la interrelación que existe entre sexualidad, violencia y poder. Los prejuicios y tabúes que operan en esa interrelación dificultan el pensar y accionar sobre los hechos violentos. Los mitos y los estereotipos que actúan en relación con la violencia sexual tienden a naturalizar el vínculo existente entre sexo y violencia. Las distintas representaciones sociales, desde los mitos hasta los discursos científicos, a menudo dificultan el reconocimiento de los hechos violentos, distorsionando su comprensión.

Por otro lado, los mitos personales y las creencias que subsisten en relación con los fenómenos violentos (incluso en los profesionales que trabajan el tema) pueden filtrarse por los intersticios del pensamiento y de la escucha constituyéndose en un obstáculo para comprender los hechos y sus protagonistas. Es así que pueden distorsionarse los relatos de las víctimas y/o se puede desconfiar de ellas (Hercovich y Velázquez, 1988-1992-1993).

Los obstáculos epistemofílicos, relacionados con el involucramiento personal, se refieren al compromiso particular con el dolor de la víctima y con las posibles movilizaciones de las propias historias de violencia vividas, temidas, olvidadas y/o encubiertas. También constituyen obstáculos epistemofílicos las huellas que dejan en la subjetividad de las mujeres las advertencias escuchadas desde niñas sobre la amenaza —encubierta o disfrazada— de un ataque sexual, creando sentimientos de desconfianza y miedo que afectarán sus vidas cotidianas.

Para decodificar y comprender tanto los obstáculos epistemológicos como los epistemofílicos, es necesario escuchar las experiencias de las víctimas de violencia sexual intentando captar los significados reales que estos hechos tuvieron en sus vidas Hercovich y Velázquez, 1994). Esta escucha, si está desprendida de los prejuicios y de las dudas que suelen despertar lo que narran las mujeres, apoyará la credibilidad de lo que ellas cuentan. Esas palabras, que hablan de lo propio y personal —la experiencia de violencia— no deben ser transformadas en lo ajeno —lo que los mitos sostienen—. Es por esto que las mujeres violentadas deben ser escuchadas: considerar sus palabras como portadoras de significado dará lugar a la credibilidad de los hechos violentos padecidos.

El miedo a padecer violencia en la población en general se debe a las situaciones reales de violencia social motivada por diversas causas. Pero, independientemente de los hechos mismos, el miedo a sufrir ataques sexuales es predominantemente femenino. Estos ataques sexuales, sobre todo los ocurridos en la calle, son proporcionalmente menores al miedo de las mujeres a que les ocurran: el miedo está sobredimensionado. Sin embargo, el número de violaciones perpetradas contra las mujeres es mucho mayor que lo que se conoce; por otra parte el escaso número de hechos denunciados da cuenta de la dificultad de las mujeres para hacer la denuncia.

Para aproximarnos al fenómeno de este miedo a sufrir ataques físicos o sexuales se requiere de una perspectiva teórica que ponga de relieve la forma en que se organiza la subjetividad en la construcción individual y social del miedo.

A las mujeres se les ha enseñado, por un lado, a preservar su virginidad y, por el otro, a cuidarse de no incitar la sexualidad de los hombres. La polarización de la sexualidad femenina y masculina es un producto del sistema de géneros dominante que justifica y determina, para la sexualidad femenina, la timidez, la inhibición y el alto control que garantice un espacio seguro (Vance, 1989). Vivir la propia sexualidad como peligrosa distorsiona su percepción. El temor latente a cualquier acto de agresión sexual tranforma el sentimiento de miedo instrumental, necesario para identificar y prevenir las situaciones de peligro y defenderse, en un mecanismo ideológico que define una forma de sentir, ver y comprender el mundo (Therborn, 1987: cap. 5). Este miedo a sufrir ataques sexuales es, entonces, una construcción social que ha determinado cierta aprensión a padecer algún tipo de agresión.

Por otro lado, en cada mujer se va configurando un conjunto de representaciones vinculadas al miedo, construidas por imágenes, afectos, sentimientos, advertencias y relatos de experiencias de ataque. Es por esto que cuando una mujer experimenta miedo a ser violentada sexualmente, tiende a asociar aquellas representaciones con la amenaza de peligro y con el temor a ser atacada. Simultáneamente, cuando se percibe una situación como peligrosa el yo pone en acción la «angustia señal». (Freud, 1926)[17]. Esta funciona como un anticipo y una alerta que permite poner en marcha mecanismos defensivos. Esta angustia señal, entonces, funciona como un «símbolo efectivo» de la situación de peligro. Aunque no haya sido claramente explicitada, se tratará de evitarla. El miedo es, por consiguiente, una construcción intelectual en la que las ideas de miedo se articulan con los afectos que ellas suscitan. O sea que junto con las representaciones referidas a la violencia surgirán sentimientos displacenteros, ligados a las ideas de ataque, provocando malestar, sufrimiento psíquico y manifestaciones somáticas (taquicardia, temblor, sudoración, mareo, ahogo). Estas manifestaciones son síntomas de angustia provocados por el pánico, y que afectan el cuerpo[18].

Podemos concluir que las sensaciones de peligro y de miedo han creado una realidad codificada para las mujeres y que pueden propiciar, en cada una de ellas, que se sienta una víctima probable. La consecuencia será una percepción difusa de vulnerabilidad e inseguridad personal que puede promover —en algunas mujeres— la restricción de movimientos, de horarios y de actividades, hasta la reclusión y el aislamiento:

«Desde chica mi mamá y mis tías me decían que tuviera cuidado al caminar por la calle. Cerca de las paredes, me podían agarrar de adentro de una casa. A la orilla de la calle me podían subir a un auto. Alguna maestra también nos decías a las chicas cosas por el estilo. Si les hubiera hecho caso, no salía más de mi casa».

Este tipo de advertencias establecen para las mujeres una normativa-conflictiva (el miedo al propio miedo) que suele expresarse en conductas de autocensura y limitaciones en la vida diaria. El riesgo es que muchas veces pueden actuar como inhibiciones psíquicas —lentificación de la percepción, la motilidad, la ideación— que dificultan tanto el reconocimiento de las situaciones violentas reales como la posibilidad de desarrollar estrategias de defensa o evitación. Se crea así una «geografía del miedo», como dice Kelly (1988), que organizará, a su vez, una «geografía de limitaciones». Así, las advertencias y los comentarios sobre los peligros con los que las mujeres se tienen que enfrentar tendrán su efecto.

Diversas investigaciones sobre miedo al crimen (Saltijeral, Lira y Saldívar, 1994) corroboran que las mujeres tienen más miedo concreto a ser victimizadas por cualquier forma de ataque que los varones. El miedo a la violación, junto con la percepción de inseguridad en diferentes lugares, constituyen riesgos objetivos que ellas deben enfrentar cotidianamente. Las autoras de la investigación proponen examinar los diversos aspectos relacionados con una socialización generizada que predispone a que las mujeres se sientan vulnerables. El miedo al crimen, entonces, es el producto de haber incorporado el riesgo a ser violadas por ser mujeres. Ellas saben que corren un peligro concreto de ser abusadas física, sexual y psicológicamente por hombres conocidos y desconocidos:

«Sólo salgo de noche si voy acompañada».

«No sé cómo vestirme. Después de que me violaron tengo miedo a que me ataquen… a que se equivoquen y me tomen por lo que no soy…».

«Me hacen tantas recomendaciones que no me siento libre en la calle. Siempre tengo que pensar que algo horrible me va a pasar».

Las mujeres están más habituadas que los hombres a convivir con el miedo a la violencia y frente a este pueden tener diversas reacciones: se paralizan, tienen dificultades para defenderse o tratan de evitar las situaciones de peligro que las atemorizan. Sin embargo, existe una diferenciación por género frente al miedo. Los hombres no «deben» sentirlo y, por lo tanto, están más habituados a luchar con su temor a la violencia porque sentir miedo puede ser interpretado por algunos de ellos como cobardía. En vez de desarrollar conductas evitativas como las mujeres, desarrollan conductas más agresivas o violentas para rivalizar con sus iguales o para usarlas en forma represiva con quienes consideran sus inferiores. El miedo, entonces, se ha ido construyendo socialmente a causa de los estereotipos de género. Las relaciones jerárquicas de poder entre varones y mujeres ubica a estas en una posición inferior y, por lo tanto, de mayor vulnerabilidad. Y la violencia es la estrategia fundamental para mantener ese esquema de autoridad. Es así como las mujeres deben convivir con la violencia o con el temor a que «algo les suceda», y al mismo tiempo deben evitarla ideando variadas conductas de resguardo y defensa.