No siempre las estrategias que despliegan las mujeres son puestas en palabras: a menudo las experiencias mismas de violencia quedan sumergidas en el silencio. Porque el silencio se relaciona con lo que no se puede decir, lo inefable, lo vivenciado como siniestro, extraño, fuera de la realidad y del lenguaje. En los relatos de las mujeres se observa esa dificultad para encontrar las palabras que expresen sus experiencias de violencia.
Pero el silencio está relacionado también con lo que no se quiere decir por pudor. Ese carácter profundamente íntimo que tiene la agresión sufrida quedará resguardado por el secreto que muchas mujeres no compartirán nunca con nadie. La palabra «pudor» se refiere a las partes pudendas, a los genitales. Significa, también, no mostrar, no exhibir el propio cuerpo ni lo privado, no hablar de cosas sexuales, no ser objeto de interés sexual. Es inherente a la mujer porque la presión social ha intentado hacer del pudor un sinónimo de lo femenino. Así, este ha quedado inscripto en la subjetividad, tanto por las historias personales como por la histórica opresión de género. Se trata de una herramienta clave del patriarcado para acallar a las mujeres que deben ruborizarse, sonrojarse, ser pudorosas, recatadas, decentes, silenciosas (Velázquez, 1998a).
La mujer calla por miedo o por amenazas del agresor. También suele callar por la presión familiar.
«Ya pasó, olvidate».
«¿Hasta cuándo vas a estar con lo mismo?».
«No te hace bien pensar en todo eso, da vuelta la hoja».
Estos «consejos», más que ayudar a la mujer promueven o refuerzan el silencio. Un silencio que, de no transformase en palabras, generará sentimientos potencialmente enfermantes como el odio, el resentimiento, el deseo de venganza. No es verdad que callando se olvida. Hablar acerca de lo ocurrido es una de las formas eficaces para procesar las situaciones traumáticas y los sentimientos concomitantes: la tristeza, la pena, el odio. Mediante la palabra se recupera el poder de «decir»: no sólo el agresor habló, amenazó, ordenó silencio. No obstante, en un intento por eludir el dolor que acompaña al recuerdo, la misma víctima o sus familiares, equivocadamente creen que callando se olvida.
Las diversas actitudes conscientes o inconscientes, o los comentarios que intentan modificar el significado de la situación que provocan tanta aflicción han sido denominados por C. Hooper (1994: 90 y ss.), estrategias de afrontamiento. Decir «Ya pasó, no hables más» por ejemplo, no es una manera eficaz de controlar o impedir la angustia. Con las mejores intenciones, la familia o los amigos pueden dar estos «consejos», que suelen tener por lo menos dos consecuencias: se distorsiona la percepción acerca de la gravedad que para la víctima tiene la violencia padecida y/o se pone en marcha el mecanismo psíquico de negación que llevará a minimizar o banalizar la violencia y a promover más silencio. Pero la mujer también calla por vergüenza, por ese sentimiento de indignidad que se manifiesta cuando el pudor está en juego y que, junto con la mirada de quien la escucha, le produce intensa angustia. La mujer avergonzada, entonces, descalifica y desautoriza su experiencia y su propia palabra:
«Me da mucha vergüenza hablar de la violación».
«A veces pienso que en realidad no pasó».
«Cuando la gente me mira creo que saben que me violaron».
Este sentimiento la excluye del terreno de las palabras y le quita el poder de denunciar, explicar, censurar, condenar y legitimar un lenguaje que le permita simbolizar la experiencia de violencia.
«Cuando se está frente a un sujeto con poder se inhibe la palabra», dice Eva Giberti (1992). En la denuncia, por ejemplo: a mayor vergüenza menor poder, lo que suele fijar a la mujer en la pasivización que la llevará a más silencio.
No poder o no querer decir produce intenso displacer; el que tiene el poder de decir —opinar, comentar, descalificar— ocupa el lugar del que ella fue desalojada, excluida. Entonces, romper el silencio, hablar y denunciar el hecho violento significará romper un orden, la ilusión de equilibrio que se supone deben guardar los vínculos humanos. Y quebrar ese orden suele ser una de las causas por la que la víctima de hechos violentos promueve en los otros determinadas reacciones de rechazo: porque estuvo involucrada en una situación violenta y testimonia que estas cosas pueden sucederle a cualquier mujer («A vos siempre te pasan cosas raras»). También porque no pudo evitar el ataque o defenderse («¿Y por qué no te escapaste?». «¿No pudiste decirle no?»). Es por todo esto que cuando una mujer habla de la violencia ejercida sobre ella perturba, desordena, y este desorden promueve poner a prueba la credibilidad del hecho y del relato («A lo mejor, sin darte cuenta, lo provocaste…»). Es así que cuando la víctima habla —estar en posición de víctima ya es estar devaluada—, o no se la escucha o se le adjudica cierto grado de responsabilidad por lo ocurrido y la sospecha se vuelve sutilmente hacia ella. También, se suele poner en duda lo que ella dice a través de argumentos que responden a estereotipos sociales: la mujer miente, exagera, es fantasiosa, provoca, se la buscó, o si se trata de niños o de niñas se supone que son imaginativos, mentirosos, que les guata llamar la atención.
La llamada víctima necesitará entonces, para romper el silencio impuesto, un espacio de escucha, de credibilidad y de respeto que le brinde confianza y la seguridad que necesita. Un espacio para expresar esas palabras que no pudo decir mientras era agredida, un trato respetuoso que repare la intimidación y el abuso y la posibilidad de ordenar sentimientos donde sólo hubo miedo y confusión. En este espacio, los que escuchan deben descifrar el sufrimiento y el silencio. El horror no metabolizado, señala M. y M. Viñar (1993), no significado simbólicamente, no puesto en palabras, vuelve, retorna, insiste, como síntomas o como silencio potencialmente enfermante.