Pasivo, —a: Del latín passivus, derivado de pati, padecer. Se aplica a la persona o cosa que es objeto de una acción, por oposición al agente o sujeto activo que la realiza. Se aplica, también, a estar o permanecer inactivo, sin realizar ninguna acción en relación con otros. (Moliner, 1994).
La «pasividad femenina» es un estereotipo construido culturalmente que sitúa a las mujeres en posición de víctimas por el solo hecho de ser mujeres. La pasividad está feminizada porque el imaginario atribuye a las mujeres, en el contexto de la violencia, las características de sumisión, obediencia, propensión a ser atacadas, poca capacidad de defensa y miedos concretos frente a la fuerza y el poder del agresor.
Este estereotipo aumenta la imagen de vulnerabilidad e indefensión y, al mismo tiempo, las condiciones de posibilidad para ejercer violencia. Las mujeres han sido adiestradas en la pasividad, la sumisión y la dependencia y no es fácilmente pensable que ejerzan conductas agresivas u hostiles para defenderse. Entonces, es así como se transforman en víctimas, por el hecho de ser mujeres y no por ser atacadas. Son estas creencias, fuertemente arraigadas en el imaginario, las que van a condicionar las formas de pensar, los comportamientos de hombres y mujeres y las condiciones materiales y subjetivas para ejercer violencia.
Existen, por lo menos, dos representaciones sociales de mujer frente a los ataques físicos y sexuales:
En más de cuarenta talleres[10] realizados con profesionales, agentes comunitarios y personas interesadas en el tema, se pudo observar la fuerza que ejercen los mitos, las creencias y los estereotipos en el posicionamiento de mujeres y varones frente a la violencia física y sexual. Al tener que definir a las personas que son atacadas, las y los asistentes coincidieron en que en su gran mayoría son mujeres, lo que concretamente es así.
Además, a las mujeres que pueden ser agredidas les adjudicaron los mismos atributos que el imaginario valoriza como «bien femeninos»:
En una frecuencia menor se caracterizó a la mujer que puede ser atacada como:
Si las descripciones anteriores se refieren a un estereotipo de mujer-víctima, estas últimas se refieren al de mujer-culpable. Ambas caracterizaciones encubren la culpabilización a priori de las mujeres: unas, por no ser capaces de defenderse, y las otras por provocar conductas agresivas. El deslizamiento que aquí observamos, sobre todo en el primer listado, sujeto a mitos y estereotipos, equipara la imagen de mujer con la de víctima. Es cierto, ella fue atacada y por ende es una víctima. Sin embargo, para definirla se recurre a las características que también la definen como mujer, confundiendo lo que ella es como persona con las condiciones en que se encuentra por haber sido agredida.
En relación a quién puede atacar, la gran mayoría de los asistentes a los talleres coincidió en que es un hombre, lo que estadísticamente es así. Se mencionaron hombres conocidos y con vínculos cercanos a la víctima: padre, novio, hermano, marido, abuelo, vecino, compañero de trabajo o estudio. También se mencionaron como agresores a aquellos hombres que se supone son confiables y que, sin embargo, es posible que abusen: médicos, profesores, sacerdotes, jefes del trabajo, policías, psicoterapeutas. En proporción menor se mencionaron hombres desconocidos, solitarios o en grupo, que pueden perpetrar un ataque sexual. Las características con que se los define son aquellas que socialmente se requieren para constituirse en «todo un hombre»:
El deslizamiento que aquí observamos equipara ser un hombre con ser un agresor. Otras características que se adjudican a la persona que puede atacar son las referidas a la condición psicopatológica o social:
Estas descripciones no alcanzan para referirse al agresor, o en todo caso se rehuye la comprensión de los hechos de violencia que van mucho más allá de las características descritas o los supuestos trastornos psicopatológicos o sociales de los individuos que los cometen, ya que la violencia tiene otros determinantes que exceden las características individuales que se adjudican a mujeres y varones. Es por todo esto que debemos preguntarnos si las descripciones que realizaron de las mujeres no dejan de lado a muchas que no responden a esos estereotipos pero que también son víctimas de ataques:
Lo mismo pasa con aquellos hombres que no responden totalmente a lo que el imaginario sostiene sobre la imagen típica de un atacante y que, sin embargo, son capaces de agredir:
El problema que presentan los perfiles predeterminados de atacantes y atacadas en el contexto de la violencia es que si no concuerdan con lo que el imaginario les adjudica, hacen menos creíbles los relatos de las víctimas.
No obstante y cualquiera sea la caracterización que se haga de la víctima y del victimario, podemos concluir que al ser la víctima de un acto violento una mujer, queda en evidencia la victimización que se ejerce sobre ella. El imaginario que adscribe y prescribe determinadas actitudes y comportamientos para uno y otro sexo confirma la discriminación y la subordinación de las mujeres como otra de las causas fundamentales de la violencia. Como consecuencia de esto, van a quedar establecidas las condiciones para que los hombres consideren que, frente a una mujer, siempre es posible ejercer algún acto de violencia y sobre todo de violencia sexual. Esta es la victimización del género mujer que tiene, dentro del imaginario social, por lo menos dos grandes vías para manifestarse.
Una sostiene y avala los estereotipos femeninos de vulnerabilidad, debilidad, sumisión. Otra sostiene que las mujeres son responsables de precipitar las conductas de los varones a través de la provocación. Aquí, podemos preguntarnos si este imaginario encarnado por ciertos hombres no está realizando una invitación implícita a que las mujeres sean física o sexualmente atacadas. En todo caso, si esto es así, ¿qué tienen que ver la «debilidad femenina» y la «provocación» con cometer un delito? Mediante estas dos formas de entender las cosas, lo que se logra, inevitablemente, es poner el foco de atención del hecho violento en el comportamiento de las mujeres más que en el masculino. Esto nos está indicando una clara victimización o culpabilización de ellas, ya sea por posicionarlas en el lugar de víctimas o en el de culpables. Queda claro en las reacciones y comentarios que se dan en diversas instancias:
«¿Usted no se dio cuenta de que su marido podía golpearla?», (abogado a una mujer que consulta por violencia de la pareja).
«¡Qué tipo va a resistir una mujer así!», (oficial de policía que toma la denuncia de una mujer que fue violada).
«¿Está segura de que usted no le dio demasiada confianza para que él la persiguiera por todas partes?», (secretaria de un juzgado a una mujer que denuncia ser acosada sistemáticamente por un hombre desde hace un mes).
«¿Viste? Yo ya te dije que no salgas sola» (una madre a su hija que fue violada). «¿Usted iba sola y vestida así cuando fue atacada?», (oficial que toma la denuncia por violación de una mujer en una comisaría).
A través de estos comentarios se transforma a los atacantes en víctimas de sus víctimas y, por lo tanto, se niega la responsabilidad de los agresores de los actos concretos de ataque. Por otro lado, se pone en marcha otro mito: que las mujeres sólo están seguras si están acompañadas por un hombre, restringiéndose así la posibilidad y la libertad de circular solas sin ser atacadas. La realidad nos dice que las violaciones también se llevan a cabo aunque las mujeres vayan acompañadas, siendo muchas veces sus compañeros también víctimas de maltratos y agresiones físicas.
Es así que, como consecuencia de la pasivización cultural de las mujeres, la victimización también está feminizada, sostiene Sharon Marcus (1994). El agresor y la víctima no lo son previamente al ataque, sino que se construyen como tales en el momento mismo en que el hecho violento se lleva a cabo. Entonces, se es víctima cuando ocurre el ataque y no se lo pudo evitar. En este caso, la llamada víctima queda bajo el dominio y la superioridad de la fuerza del agresor, pues su resistencia física suele ser menor que la del atacante y no puede defenderse. Se es víctima, también, cuando las personas se ven forzadas a establecer vínculos asimétricos. El agresor, entonces, intentará todo tipo de manipulación a través de la amenaza, la sorpresa y la intimidación para que una mujer «entre» en el rol de víctima y ella efectivamente «entrará», porque le será difícil defenderse y esto la dejará vulnerable frente al ataque. Pero también desplegará diversas estrategias antes y durante el ataque tratando de que el daño sea menos lesivo. Las mujeres pueden anticipar el ataque, tener un registro material y subjetivo del riesgo, y huir. También pueden neutralizar o anular las intenciones del agresor o recurrir a diferentes mecanismos psíquicos (disociación, negación) que les permita soportar, temporariamente, los actos violentos.
Todo esto demuestra que hay un imaginario social que sostiene la idea de mujer pasivizada o victimizada poniendo entre paréntesis los recursos y mecanismos psíquicos que ella, aún sin reconocerlo, utilizó para su defensa y protección.