Las nociones de víctima y victimario se remontan a épocas lejanas. Son mencionadas en diversas religiones, mitos y en diferentes sucesos históricos.
Constantino el Grande, considerado el primer emperador cristiano de Roma, asesinó a su esposa Fausta, la hija de Maximiliano, con quien contrajo matrimonio por poderes en el año 298, siendo ella una niña, para asegurar su imperio. Torturó y escaldó a su joven esposa en una caldera de agua hirviendo lentamente sobre fuego de leña, cuando ya no le servía para apoyarlo.
Un rito muy antiguo de Arabia Saudita y de los Emiratos Árabes, que todavía está vigente, contemplaba la lapidación de las adúlteras en una plaza destinada a tal efecto. Las víctimas eran enterradas en el suelo, dejándoles únicamente la cabeza afuera. Los varones llamados santos se situaban en semicírculo alrededor y lanzaban piedras, de un tamaño y color especialmente determinados, hasta matar a las enterradas.
En el Deuteronomio (25: II, 12) entre diversas leyes y ordenanzas, una de ellas castiga a la mujer con la mutilación si, viniendo a rescatar a su esposo en la lucha con otro hombre, toca los genitales del oponente: «Entonces se le cortará la mano, los ojos no tendrán piedad de ella». En otro pasaje, la ley dispone (a la virgen corrompida) «se le traerá fuera de la casa de su padre, y entonces los hombres de la ciudad la apedrearán hasta que muera (…) eso pondrá al diablo fuera de entre vosotros». (Deum. 23. 21).
Fuentes históricas aseguran que el 80% de las personas torturadas y muertas en la hoguera fueron mujeres. Entre 1450 y 1800 murieron quemadas en Europa entre dos y cuatro millones de mujeres. El Malleus Meleficarum («el martillo de las brujas») era un manual para que los inquisidores detectaran el demonio en las mujeres a través de su comportamiento sexual, pretendido o real. La caza de brujas comenzó en el siglo XIII y continuó durante quinientos años. La más feroz fue entre el 1500 y el 1700, período en que perecieron en la hoguera un millón de mujeres.
Los instrumentos de tortura destinados a las mujeres conforman una galería de horror. A la que se atrevía a propagar un anticonceptivo eficaz se le podía aplicar desde la pera vaginal, las tenazas ardientes o el cinturón de castidad hasta el desgarrador de senos. Durante años se sumergió en el agua, maniatadas, a las sospechosas de brujería; si la mujer se ahogaba, era inocente, si flotaba era bruja y moría en la hoguera.
Las máscaras de «cabeza de cerdo» existieron entre 1500 y 1800, con variadas formas artísticas. Para su escarnio, se las colocaba a mujeres acusadas de adulterio o de dudosa preñez o de hablar en la iglesia o de no guardar silencio públicamente ante sus maridos. Se las paseaba por las calles del pueblo en un carro para que la gente se riera de ellas o les tirara objetos para repudiarlas.
En China, el infanticidio femenino, mediante el ahogamiento de las bebés de ese sexo, fue un método utilizado en las zonas rurales para desembarazarse del exceso de bocas que alimentar. Las madres eran maltratadas, humilladas, injuriadas y a veces golpeadas hasta la muerte por no haber sabido concebir al deseado hijo varón (Falcón, 1991; Ariès, 1985).