II LA INAUGURACIÓN DE LOS ESPEJOS

«… los años que he vivido en Europa son ilusorios, yo he estado siempre (y estaré) en Buenos Aires». (J. L. Borges).

La modernidad cree en la deliberación, en la fuerza de voluntad, en el peso de las influencias históricas o socia­les, en los motivos inconscientes y las pulsiones instintivas…, en cualquier cosa menos en el destino. Lo más parecido al fatum que estamos dispuestos a admitir es la fecha del nacimiento y —un poco menos, porque a veces cuenta con nuestra complicidad— la de la muerte. De ahí que esas dos precisiones cronológicas nos produzcan una especie de sobrecogida conformidad al acercarnos a cual­quier biografía. Jorge Luis Borges —que se llamó en la pila bautismal y afortunadamente sólo allí Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo— nació en el 840 de la calle Tucumán, ciudad de Buenos Aires, el 24 de agosto de 1899.

Su madre, Leonor Acevedo, procedía de familias argentinas y uruguayas tradicionales y era sólidamente católica. También fue sólida en otros aspectos, porque vivió hasta los noventa y tantos años conservando hasta el final una salud y una lucidez admirables. Sin duda fue la compañía más duradera en la vida de su primogénito Jorge Luis, sobre todo a partir de que la ceguera de éste se hiciera completa. Ella se encargaba de leerle, de transcribir sus textos y del resto de los aspectos de su cuida­do personal. En uno de sus últimos viajes a Madrid, con más de setenta años, le preguntamos por su madre y nos comentó un poco melancólicamente que se encontraba bien pero como es lógico algo debilitada por la edad: «Ahora ya no puede bañarme». También creo que fue la autora de algunas de las traducciones de William Faulkner, Melville y Virginia Woolf que siguen atribuyéndose a Borges. Algo sospeché cuando en la versión de Orlando encontré varias veces la expresión «estar en tren de», galicismo que nunca me resultó tolerablemente borgiano. La vigorosa y acaparadoramente protectora personalidad de doña Leonor no debió precisamente facilitar la vida amorosa del maduro poeta, aunque carezco de autoridad o de interés para entrar en tales intimidades.

Su padre, Jorge Guillermo, fue abogado y enseñaba psicología en la Escuela Normal de Lenguas Vivas. Daba las clases en inglés —que era literalmente su lengua materna, pues Francés Haslam, su madre, era oriunda de Staffordshire— utilizando como libro de texto una versión abreviada del manual de William James. Según su hijo, era un sosegado anarquista individualista de la es­cuela de Herbert Spencer (de cuyas ideas también se re­claman por cierto hoy algunos de los más feroces neoliberales). En su esbozo autobiográfico dictado en 1970 y en inglés a Norman Thomas di Giovanni con des­tino al prestigioso «New Yorker», Borges lo rememora así: «Mi padre era muy inteligente y como todos los hombres inteligentes muy bondadoso. Una vez me dijo que me fijara bien en los soldados, en los uniformes, en los cuarteles, en las banderas, en las iglesias, en los sacerdotes y en las carnicerías, ya que todo eso iba a desaparecer y algún día podría contarle a mis hijos que había visto esas cosas. Hasta ahora, desgraciadamente, no se ha cumplido la profecía». Tampoco hoy, más de treinta años después, se han dado pasos significativos en esa dirección salvo quizá en lo tocante a las carnicerías gracias a la crisis de las llamadas «vacas locas». Pero las otras lo­curas, mucho peores, siguen incólumes y prósperas. La suposición de que toda persona inteligente es bondadosa no es una mera ingenuidad sino un principio socrático: su veracidad, que acato, depende de que sepamos definir bien lo que significa el calificativo de «inteligente», aquí equivalente a «sabio» en el sentido más clásico —anterior desde luego a la invención del premio Nobel— de esa palabra.

El padre de Borges fue también modesto, virtud inusual en el hombre de letras. Cierto día confió a su hijo que en su juventud hubiera querido ser el hombre invisible de H. G. Wells. Luego recapacitó un momento y concluyó: «¡Y lo soy!». Fue sin duda él quien contagió a Jorge Luis la afición temprana por la poesía, por el oriente literario de Burton o Lane y desde luego por la metafísica. Con un tablero de ajedrez le ejemplificó las paradojas sobre la impensabilidad del movimiento acuñadas famosamente por Zenón de Elea con la colaboración de Aquiles, una tortuga y una flecha en vuelo perpetuamente aplazado hacia su blanco. También le expuso los rudimentos del idealismo de Berkeley pero sin mencionar nunca el nombre del ilustre filósofo, como debe hacer cualquier buen maestro que quiera interesar a un niño o adolescente en cuestiones filosóficas (lo único ciertamente ininteresante a esas edades es el prestigio de los sabios pretéritos). De su padre le vinieron a Borges los inicios del empeño intelectual, la lengua inglesa (en la que aprendió a leer quizá antes que en castellano con ayuda de su abuela Fanny Haslam) y un don fatal, aunque su progreso demoró me­dio siglo: la ceguera, congénita en esa rama familiar. También anda su padre implicado en la primera línea que se conserva de Borges, garabateada a los cinco años entre dibujos de tigres primerizos: «Tigre, león, papá, leopardo». Las fieras tutelares de la aurora y de la infancia.

A los diez años, Jorge Borges (h.) firma una traducción de «El príncipe feliz» de Oscar Wilde publicada en el diario porteño «El País», que los lectores atribuyen como es bastante lógico a su progenitor, equívoco que sin duda enorgullece a ambos.

Me demoro en estos pormenores —¡antes de omitir tan­tas otras privacidades!— porque creo en la determinación creadora de la infancia. Sobre todo en el caso de Jorge Luis Borges. Fue un niño tímido, retraído, que casi nunca salía de casa (¿la abandonó alguna vez?), y apasionadamente volcado sobre los libros. Cuando su madre quería obligarle a alguna molesta disciplina de las tantas educativamente indispensables, le coaccionaba privándole de lecturas: ¡santo remedio! Aquellos liminares escarceos literarios parecen haber sido siempre en lengua inglesa: la primera novela que leyó completa fue «Huckleberry Finn», seguida por las obras de Poe y del capitán Marryat, «Los primeros hombres en la luna» de H. G. Wells, «La isla del tesoro», Don Quijote (¡sí, también en inglés!), Dickens, Lewis Carroll y «Las mil y una noches» en la versión de Richard Burton, semiclandestinamente por culpa de sus anotaciones eróticas que el niño sobre­volaba desatendidamente en busca de otras maravillas. Estas primeras devociones le acompañaron toda su vida y, aunque después tantas otras las complementaron, nunca fueron derogadas como mera iniciación pueril. ¡Bien por Borges! En cuanto a la vocación del muchacho, quedó pronto implícitamente establecida como prolongación de un afán paterno que no había podido cuajar del todo. «Desde mi niñez… se consideraba de manera tácita que yo cumpliría el destino literario que las circunstancias habían negado a mi padre. Era algo que se daba por descontado (y esas convicciones son más importan­tes que las cosas que meramente se dicen). Se esperaba que yo fuera escritor».

Los primeros tanteos de esa vocación indisputada se atienen a lo esperable: un cuentecito inspirado en un pa­saje del Quijote, de título digno de Agustín Pérez de Zaragoza (La visera fatal) y otro compuesto a los catorce años —El rey de la selva— y firmado con el seudónimo «Nemo» («Que mi nombre sea Nadie, como el de Ulises», escribirá mucho después), probablemente tomado en préstamo a Julio Verne. El niño prodigio no es aún mucho más prodigioso de lo que suelen serlo todos los niños. Por su casa pasan escritores, quizá menores ante los ojos del Juicio Final de la historia literaria, pero nimbados del aura sacralizadora que merecen los entregados profesionalmente a las letras en las familias cultivadas: por ejemplo, su lejano pariente Álvaro Melián Lafinur (cuyo hermoso nombre patricio adornará luego cuentos como «El Aleph») o el más popular Evaristo Carriego, que morirá muy joven y que servirá de pretexto para uno de los primeros libros de ensayo de Borges. También Macedonio Fernández, amigo del padre pero que después llegará a ser mentor destacado de la obra del hijo.

A principios de 1914, la familia Borges —es decir, los padres, Jorge Luis y su hermana Norah, junto a la abuela materna— embarcan hacia Europa. El motivo central de la expedición es buscar un buen oftalmólogo en Suiza que ataje la ceguera gradual del padre, por la cual ha debido jubilarse a los cuarenta años. Tras una breve escala en Londres y otra en París, ciudad emblemáticamente asombrosa pero que nunca asombrará a Borges, se instalan en Ginebra. Allí, en el liceo Calvino, completará en francés su bachillerato Georgie, como será conocido familiarmente nuestro protagonista con un punto de ingenua cursilería, allí traba amistad con dos compañeros de origen polaco —Simón Jichlinski y Mauricio Abramowicz— y allí se familiariza con amigos literarios galos que no han de faltarle nunca más: Victor Hugo, Voltaire, Maupassant y Marcel Schwob. También les sorprende allí la guerra mundial —«éramos tan ignorantes de la historia universal que no sabíamos que iba a haber guerra», comenta en alguna parte después el incurable ironista—, lo que les retiene en Suiza hasta 1919. Sus mayores aven­turas durante esos años son un viaje familiar a Italia, don­de se emociona en Verona y Venecia, y sobre todo el aprendizaje por su cuenta de la lengua alemana (con un diccionario y la poesía de Heine), lo que le permitirá frecuentar «El Golem» de Gustav Meyrink y sobre todo a Schopenhauer, el pensador más cercano según Borges a haber esbozado el inasible secreto del mundo o la realidad.

En 1919, en el camino de regreso a Argentina, la familia Borges se detiene una temporada en España. La primera estancia española de Georgie durará algo más de un año y tendrá imborrable relevancia, probablemente más por la edad con que la vivió que por especiales méritos del mundo cultural que encontró en nuestro país. En Palma de Mallorca, donde pasa varios meses, traba amistad con el poeta Jacobo Sureda, con quien disfrutará temporadas en su finca de Valldemosa. Comienza a escribir poesía y comentarios literarios. Su correspondencia de la época, recientemente publicada, revela también sanas peripecias de burdel y su preferencia por alguna «guarra» rubia de buen ver a la que tiene acceso económico gracias a las ganancias en cierta tarde de juego afortunada… Luego pasará por Sevilla y Madrid, donde conocerá a su futuro cuñado Guillermo de Torre, a Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Ortega y Gasset, Ramón Gómez de la Serna (con el que no simpatizó demasiado) y sobre todo a Rafael Cansinos-Asséns, el poeta sevillano que se incorpora inmediatamente y ya para siempre a su mitología privada.

Creo que esta adhesión tan duradera se debe más a la fi­gura misma de Cansinos, a su personalidad sentenciosa que encarnaba inolvidablemente un destino puramente literario con el que soñaba el joven Borges («me dio sobre todo el placer de las conversaciones literarias y también me estimuló a ampliar mis lecturas», anotó luego en su apunte autobiográfico), que a las aportaciones estilísticas de sus escritos. Pero quizá esta apreciación mía se debe a que no estimo como es debido la mayor parte de la obra del escritor andaluz, sobre todo sus inextricables ficciones vanguardistas como El movimiento V.P. y ni siquiera la prosa poética de «El candelabro de los siete brazos», aunque sin duda fue un memorialista de enorme encanto y agudeza en «La novela de un literato». Quizá el alevín de poeta porteño admiró precisamente el barroquismo del escritor andaluz porque hablaba de temas que le resultaban próximos en una voz que él pronto renunció a imitar. Como ejemplo mínimo, estas líneas de Cansinos en su artículo titulado «Todo es literatura» (escrito por la época del encuentro entre ambos), en el que juega con el dictamen de Verlaine «y todo lo demás es literatura», al que también se refirió más de una vez Borges: «Sí; después de todo lo caduco y fugaz, después de la juventud y el amor, y de ese tierno y soberbio desfile de cosas bellas y mortales, en que van hacia el misterio —cortejo engalanado y triste hacia la guillotina de los ro­jos ponientes— novias, esposas, madres y los poetas mismos, sólo consagrando todo eso, queda, perdurable, la literatura en los oros del epitafio o en la urna infrangigle del libro, donde son eternas llamas las divinas pavesas del alma del cantor…». Estas cuestiones interesaron a lo largo de toda su vida a Borges, pero afortunada­mente su tono al debatirlas fue pronto muy distinto. En cualquier caso, sólo a Borges le correspondía valorar lo que ese magisterio o esa fascinación supusieron para él: y permaneció leal. Muchos años después, en su poemario «El otro, el mismo», incluyó un poema titulado «Rafael Cansinos-Asséns» que acaba así:

Acompáñeme siempre su memoria;

las otras cosas las dirá la gloria.

Había sido precisamente Cansinos el inventor de la voz «ultraísmo» para nominar a un vago movimiento poético que, en aquella época europea ferviente de manifiestos y vanguardias, pretendía impedir que la creación en castellano se descolgase otra vez de la más urgente modernidad. El entusiasmado Georgie, junto a Guillermo de Torre, se incorpora animosamente a la empresa, colabora en proclamas y perpetra efímeras novedades para des­concierto de retrasados, apela a Tristán Tzara. Con el tiempo comentará que todo debió de ser una especie de broma que los más jóvenes se tomaron mortalmente en serio. Sin embargo la cuestión de la metáfora, cuyo culto innovador profesaban los ultraístas, nunca dejará de preocuparle en su quehacer poético. Comete entonces un par de libros, de los que sólo nos quedan los títulos y su comentario derogatorio. El uno, «Los naipes del tahúr», reunía ensayos literarios y filosóficos cuyas pretensiones bruscas y anarquizantes inspiraba Pío Baroja. El otro era de poesía y se titulaba «Los salmos rojos» (o quizá «Los ritmos rojos»): en sus versos se elogiaba el bolchevismo fraterno, la revolución de octubre y el pacifismo. Fueron eliminados antes de partir de España y luego volvió con su familia a Argentina.

En 1923 publica su primer libro de versos, «Fervor de Buenos Aires». Desde su mismísimo título, esta obra indudablemente inmadura, pero también muy notable, pre­figura lo que va a ser su trayectoria posterior. No es arbitrario señalar en esas piezas primerizas los temas que Borges nunca apartará: el asombro metafísico de lo cotidiano, la intimidad secreta de la urbe compartida, la memoria de los hechos heroicos y desvanecidos del pasado, la perplejidad de la muerte, los espejos, el enigma del tiempo… Tampoco falta algún atisbo del idealismo bebido en Berkeley, al que volverá más tarde una y otra vez:

Yo soy el único espectador de esta calle;

si dejara de verla se moriría.

Aunque no faltan quienes inscriben el libro en la trayectoria ultraísta, lo patente en él es una sana renuncia a los artilugios verbales que aspiran mecánicamente al pasmo o al sobresalto modernoide. Por el contrarío, explicita una filosofía muy otra:

Eso es alcanzar lo más alto,

lo que tal vez nos dará el Cielo:

no admiraciones ni victorias

sino sencillamente ser admitidos

como parte de una Realidad innegable,

como las piedras o los árboles.

En algún momento se permite una metáfora que encierra profecía después misteriosa y plenamente con­firmada:

Como un ciego de manos precursoras

que apartan muros y vislumbran cielos,

lento de azoramientos voy palpando

por las noches hendidas los versos venideros.

De «Fervor de Buenos Aires» se editó una modesta tirada de trescientos ejemplares. La mayoría fueron distribuidos o regalados por el propio autor, a veces utilizando expedientes un tanto curiosos por ejemplo, se personó en la revista «Nosotros» —una de las publicaciones literarias más antiguas y prestigiosas— y pidió permiso para introducir un ejemplar del libro en los bolsillos de los abrigos que colgaban del perchero, los cuales correspondían verosímilmente a gente de letras más o menos reputada. Pero el acontecimiento más notable de este regreso a la patria es su reencuentro —esta vez ya más personal y sin el padre como intermediario— con Macedonio Fernández. La relación entre Macedonio y Borges ha dado lugar a las más variadas especulaciones casi desde sus mismos inicios. Macedonio Fernández fue un personaje singular mucho más que un escritor singular: un filósofo callejero inocente de ataduras académicas y dotado de una animosa imaginación metafísica, un humorista incansable y sutil, un sembrador de ideas y paradojas que apenas se molestaba en cosechar. También un bohemio que vivía en modestas pensiones, pequeñito y pulcro, que no se quitaba el bombín quizá ni para dormir y que tenía inclinación a enamorarse con romanticismo adolescente de las trotacalles. Su charla —no sólo su conversación sino su compañía misma, su simple presencia y el ocasional rasgueo de la guitarra que siempre tenía a mano y que puede que no supiese tocar— era permanentemente fascinadora para el pequeño grupo de devotos jóvenes que se reunía en torno suyo semanalmente. Entre ellos destacaba Borges, cultísimo ya, recién llegado de la famosa Europa y dando a través de revistas literarias efímeras —Prisma, Proa— y de libros de versos sus primeros y firmemente promisorios pasos en el oficio de las letras. ¿Cuál fue exactamente su relación? En un reciente y documentadísimo estudio («Macedonio y Borges. Correspondencia 1922-1939. Crónica de una amistad», Ediciones Corregidor, Buenos Aires, 2000), Carlos García ha hecho acopio de todos los testimonios escritos que pueden informarnos hoy sobre ello.

Entre ambos, indudablemente, hubo simpatía y mutuo reconocimiento; también desde luego admiración, al me­nos del más joven hacia el mayor. No idolatría: Borges rechazó —aunque quizá más tarde, retrospectivamente— el ingenuo nacionalismo de Macedonio, que al principio le influyó en exceso. También hubo períodos de desencuentro, probablemente provocados por terceros, de esos que nunca faltan para enturbiar las relaciones humanas con malentendidos y medias verdades. Es indudable que Borges obtuvo mucho para su propio peculio creador de las charlas con Macedonio, de sus planteamientos filosóficos desconcertantes y risueños, de su pensar poéticamente sin trabas pero con razones agudas. Uno de los lemas macedónicos, «La realidad trabaja en abierto misterio», podría servir de epígrafe a gran parte de la obra borgiana. Ciertas teorías de Macedonio, como la del «estado de repetición», según la cual no es el segundo inventor sino el primero quien comete el plagio, no dejaron sin duda indiferente a quien luego escribió la crónica de Pierre Menard. En lo demás fue­ron espíritus disímiles, más romántico y desarreglado hasta lo excéntrico Macedonio, clásico y pudorosamente regulado Borges. El experimentalismo de Macedonio Fernández en sus mejores obras rescatadas —pienso, por ejemplo, en «Museo de la novela de la Eterna», la de los cincuenta y siete prólogos— me parece que despiertan en el lector más interés que deleite; no así, desde luego, Borges, que ni cuando más experimenta deja nunca de ser un eminente «charmeur». Me atrevería a decir que la contribución más memorable y deliciosa a la literatura de Macedonio Fernández fue precisamente… Borges. Y éste lo reconoció «tongue in cheek» en la pieza necrológica que compuso con motivo del fallecimiento de Macedonio, en febrero de 1952: «Yo por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. […] No imitar ese canon hubiera sido una negligencia increíble».

Jorge Luis Borges sigue publicando poesía (Luna de en­frente, Cuaderno San Martín) y comienza a editar sus primeras prosas (Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza, Evaristo Carriego, Discusión). Sus poemas son por lo general más localistas que aquellos de su primer libro («olvidadizo de que ya lo era, me propuse ser argentino», comentaría luego), mientras que en su prosa hay cierta hinchazón latinizante, como si buscara un imperioso parentesco con los escritores españoles del Siglo de Oro. Ya lo circunda la polémica. En un extenso artículo publicado en la revista «Letras» (1933), Ramón Doll denuncia su prosa por «antiargentina». Años después serán los académicos peninsulares los que proclamen su presunta animadversión a la literatura española. Es satisfactorio consignar que unos y otros comentarios nacionalistas son ya sólo pintorescas notas a pie de página en la biografía triunfante de Borges.

Pero también en esa década de los treinta se va abriendo paso cada vez con mayor claridad su voz más propia. Y lo curioso es que no aparecerá tanto en el ámbito de los libros escritos con deliberación de tales, sino en sus colaboraciones episódicas en revistas ilustradas y suplementos literarios de índole más popular. Este escritor con fama de elitista y exquisito tiene un excelente olfato para lo interesante, lo que deleita sin rebajar ni degradar el gusto a la mayoría. Para comenzar, tiene la principal virtud de quien escribe para publicaciones periódicas: la capacidad de condensar minuciosamente, de sintetizar intensificando o —como bien dice Alan Pauls en su notable «El factor Borges»— el insustituible talento de «abreviar y detallar al mismo tiempo». Y ello siempre con un toque atractivo y juguetón de humor, que hace simpática la sofisticación intelectual que en otro resultaría cargante. Es el secreto de los periodistas que se han alzado por encima de la rutina de su oficio, el arte de Voltaire, de Mark Twain o de Chesterton. Por su­puesto, este acomodo a medios donde predominaba el estereotipo simplificador y edificante causó al principio desconcierto y no fue aceptado de buenas a primeras: Borges fue educando paulatinamente a sus lectores. Como otros grandes autores semejantes, primero buscó —sin deplorables concesiones— a su público, hasta lograr que fuese el público quien le buscara a él. Y halló sus mejo­res lectores no primordialmente en la minoría estragada que reclama a toda costa lo insólito y lo confunde con lo oscuro, sino en un campo de aficionados mucho más amplio y desprevenido. De nuevo es oportuno escuchar a Alan Pauls: «El Borges escritor, el Borges culto y —según la palabra que flameaba en los años setenta— “elitista”, incluso el Borges “universalista”, cuyas ficciones sofisticadamente especulativas dieron la vuelta al mundo con asombrosa fluidez, como si bajaran directamente del cielo de la inteligencia, fue básicamente alguien que se pasó una respetable cantidad de años escribiendo en redacciones tumultuosas, con plazos perentorios, contra reloj y a veces contra sus jefes, por dinero, y alguien cu­yos textos, a menudo tachados de ilegibles, compartían la misma página de revista con un aviso de corpiños o de dentífrico y con artículos para esclarecer a las amas de casa».

Las más características de estas gloriosas miniaturas son quizá las reseñas y biografías sintéticas que publicó en la revista familiar «El hogar» entre 1936 y 1939, que en efecto aparecieron entre anuncios de bombones, con­servas criollas o cruceros al Brasil. A mi juicio, aunque Borges pueda haber escrito cosas más hondas o estilisticamente renovadoras, nunca salieron de su pluma páginas más decididamente deliciosas. Como hubiera dicho Juan Benet (probablemente a otro respecto, porque no fue excesivamente borgiano) son «puro tocino». Y tocino de cielo, además. Representan el ideal de lo que bus­can los suplementos literarios o, mejor dicho, de lo que una persona inteligente puede buscar en el suplemento literario de un diario: son sugestivas, precisas, divertidas, informativas, caprichosas, contagian el arrobo de un buen lector y no renuncian a sabios toques malintencionados. Dan la impresión de estar compuestas por alguien que lo sabe todo y es capaz de discernir entre lo significativo y lo prescindible. Por ejemplo, hablando de una novela de Graham Greene, comenta que se le puede atribuir el calificativo de «psicológica», siempre que «ese curioso adjetivo no nos traiga el recuerdo de Paul Bourget (de la Academia Francesa), sino de Joseph Conrad (del Océano índico)». Aunque destinadas a un medio mucho más cultivado, sus colaboraciones a partir de 1931 en la revista Sur, creada y animada por Victoria Ocampo, gozan de parejo estado de gracia.

También sus primeros relatos, que aparecieron reunidos en 1935 bajo el título de Historia universal de la infamia, fueron mayoritariamente en su origen aportaciones semanales al suplemento sabatino de un periódico. Ese libro es ya Borges puro, sin excusa ni enmienda, pero además un Borges especialmente lúdico, vivaz hasta el desenfado. ¡Dichosa, maravillosa vivacidad de Borges, que en mayor o menor medida jamás le abandonó a lo largo de más de sesenta años de práctica literaria! No hay escritor que tenga menos líneas inertes que él: probablemente por eso nunca se resignó a los géneros que las exigen, como la novela o el tratado. Y este sello personal salta a la vista desde el propio título de la obra, en el que contrastan irónicamente lo vasto de un proyecto académico —una «historia universal»— con lo subjetivo del tema de estudio elegido —¡la infamia!— y con la misma brevedad del volumen, que pese a excursos y añadidos no alcanza las ciento cincuenta páginas. Sin duda Borges fue desde el comienzo un eximio representante de esa «literatura portátil» cuya historia, por cierto que muy borgiana, ha compuesto excelentemente Enrique Vila-Matas. En los primeros esbozos narrativos de Borges se notan desde luego, como él se encarga de precisar, sus relecturas de Stevenson y Chesterton, pero aún más la influencia de las biografías imaginarias de Marcel Schwob y de los preciosos retratos en miniatura de Lytton Strachey. Ninguna de estas deudas los hace des­merecer, porque inauguran una forma de leer convertida en escritura a cuya magia persuasiva, rica en ecos, nos acostumbrará Borges y nadie sino él. Ya en el prólogo de 1935 homenajea a la que será siempre la fuente mayor de su experiencia: «Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual». En estos cuentos y en las notas fingidamente eruditas que los prolongan se dedica a modificar y trastocar historias ajenas, iniciando conscientemente ese permanente palimpsesto que será toda su obra.

Los breves relatos que forman este libro son algo así como el reverso de las vidas de santos cuyo modelo pro­puso la Leyenda dorada de Jacobo de Vorágine. Mezclan lo cotidiano y lo asombroso (aunque sin llegar al milagro), pero no pretenden ser edificantes, ni siquiera a contrario, es decir, escandalosas por su perversidad. Estos personajes «infames» de Borges son demasiado pintorescos como para propiciar ningún tipo de conclusión moral… o inmoral. Resultan siempre deliciosamente artificiales, irónicos hasta cuando se acercan a lo conmovedor. Sobre todo, la crónica de sus fechorías es muy divertida. Como ahora vivimos en una época en que to­do —literatura, cine, información, moda, educación…— debe ser obligatoriamente divertido o perecer, ese calificativo puede sublevar un tanto a las personas con espíritu insumiso. Pero no siempre «divertir» tiene que suponer apartarnos del raciocinio y exigir calidad ínfima o vulgaridad. La inteligencia es con mucho la principal y más eficaz fuente de diversión para el ser humano que ha logrado cierta madurez mental. No rebaja a Borges señalar que casi siempre proporciona entretenimiento de primera categoría a sus lectores (y hasta cuando menos divertido parece tampoco aburre, salvo por algunas reiteraciones innecesarias a las que sus últimos años le volvieron proclive). En diversas ocasiones Borges aseguró que él era «un lector hedónico» que rechazaba cualquier uso penitencial de las obras literarias: sin duda también fue un escritor para hedonistas, cuya originalidad y atrevimiento formal —siempre recatado, tongue in cheek— nunca pretendió imponer a los demás el cilicio culturalista que él mismo detestaba. En estos textos juveniles se nota también algo de lo que nunca carecerá más tarde del todo, aunque lógicamente la edad lo vaya atenuando o matizando: un íntimo gozo, el júbilo de quien hace lo que le gusta hacer… y que lo hace porque le gusta hacer­lo. Como Montaigne, la divisa de Borges podría haber sido: «Je ne fais rien sans gaité». Alegría, por cierto, que para no confundirse con la mera excitación histérica del aturdido no suele rehuir un punto de complacencia melancolía.

Entre las narraciones incluidas en Historia universal de la infamia, la que en su día se hizo más famosa —¿doblemente infame, por tanto?— fue El hombre de la es­quina rosada. Como el propio autor se encargó de señalar reiteradamente, no es desde luego la mejor, pero inaugura una de las genealogías más idiosincrásicas de la mitología borgiana: la exaltación del coraje por el coraje, del coraje estéril y hasta nocivo de cuchilleros, compadritos y malevos. Borges rindió enfático culto a la rama militar de sus ancestros, así como a antiguos reyes ingleses o normandos que supieron pelear y morir heroicamente en ocasiones ilustres. Pero en tales episodios lo que le interesaba era el gesto de arrojo personal y no tanto la trascendencia de la encrucijada histórica. De ahí su veneración también por otros guerreros sin causa memorable, el mero lumpen del heroísmo: no los que son valientes hasta morir en pro de algo, sino el destino de los que mueren sin otra causa que el tener que demostrar que son valientes. Precisamente en esos años juveniles frecuentó Borges a don Nicanor Paredes, un cacique orillero que le suministró abundante información sobre tales bravucones de arrabal. No deja de ser chocante y hasta conmovedora esta afición de alguien tan amablemente poco sanguinario como el poeta argentino por el mundo bronco de los destripadores. El sueño compensatorio del hombre de letras —cuyo coraje suele demostrarse como paciencia— por el aquí te pillo y aquí te mato del hombre de acción. Los cuentos y mi­longas que Borges dedicó a los compadritos son algo así como sus westerns, siempre agraciados con un toque metafísico que probablemente no hubiera desagradado a John Ford. Aunque no debemos olvidar, porque él mismo se encargó de recordárnoslo, que «los géneros de­penden, quizá, menos de los textos que del modo en que éstos son leídos».

En 1936 publicó Historia de la eternidad, un conjunto de ensayos y notas en los que destaca, para empezar, la espléndida ironía del título. También aquí se abren numerosas puertas que brindan acceso al Borges definitivo: la exploración estética de una idea metafísica, las antiguas literaturas nórdicas, el papel primordial de la metáfora, el talante de los sucesivos traductores de Las mil y una noches, que perturban o mejoran la obra original. Para mi gusto —que, desdichadamente para el lector, es la norma superior de estas páginas abreviadoras— lo mejor son las dos notas finales: El acercamiento a Almotásim, modelo insuperado de reseña de un libro que nunca existió, y Arte de injuriar, una reflexión traviesa sobre ese arte de propinar intencionadas travesuras que es la sátira. Al año siguiente consigue Borges su primer empleo, como auxiliar primero en la biblioteca municipal Miguel Cañé, en el barrio de Almagro. Obtiene una tarea módicamente remunerada pero sin obligación mayor que compartir la incuria del resto de sus colegas. Empleará su tiempo en leer la Divina Comedia en el tranvía que le lleva al laburo y en escribir algunos de sus mejores textos. A comienzos de 1938 muere su padre, el auroral y más imborrable de sus mentores en litera­tura y filosofía, el que le introdujo en el paraíso bibliófilo del que nunca será expulsado ya por ningún ángel vengativo. Como señal de respeto y reconocimiento, ha­gamos una pausa.