Distinguido señor ministro, respetado público, no hay nada que alabar, nada que condenar, nada a lo que culpar, pero muchas cosas son ridículas; todo es ridículo si se piensa en la Muerte.
Se va por la vida, impresionado, no impresionado, por el escenario, todo es intercambiable, mejor o peor adiestrado en un Estado de atrezo: ¡un error! Se comprende: un pueblo ignorante, un hermoso país… son padres muertos o concienzudamente sin conciencia, seres con la simplicidad y la vileza, con la pobreza de sus necesidades… Todo es una prehistoria sumamente filosófica e insoportable. Las eras históricas son deficientes mentales, lo demoníaco que hay en nosotros, una cárcel patria constante en la que los elementos de la estupidez y de la desconsideración se han convertido en necesidad cotidiana. El Estado es una creación constantemente condenada al fracaso, el pueblo, una creación ininterrumpidamente condenada a la infamia y la debilidad mental. La vida, una desesperanza en la que se apoyan las filosofías, en la que todo, en definitiva, tiene que volverse loco.
Somos austríacos, somos apáticos; somos la vida como desinterés común por la vida, somos, en el proceso de la naturaleza, el sentido de la megalomanía como futuro.
No tenemos nada que decir, salvo que somos miserables y que la imaginación nos ha hundido en una monotonía filosófico-económico-mecánica.
Medios orientados a la decadencia, criaturas de la agonía, todo se nos explica y no comprendemos nada. Poblamos un trauma, tememos y tenemos derecho a temer, vemos ya, aunque imprecisamente al fondo, los gigantes del miedo.
Lo que pensamos es repensado, lo que sentimos es caótico, lo que somos no está claro.
No tenemos que avergonzarnos, pero no somos ni nos merecemos más que el caos.
Doy las gracias a este jurado, en mi nombre y en el de los galardonados conmigo, y muy expresamente a todos los presentes.